En 1523, Carlos V logró el derecho de presentación de los obispos a las sedes vacantes, creándose de esta forma lo que ha venido a llamarse el Real Patronato. Pero no siempre fue así. Durante los primeros tiempos de la Iglesia, y sobre todo hasta el siglo VI, las elecciones episcopales se realizaban principalmente por cada iglesia particular, es decir, por el conjunto formado por el clero diocesano y el resto del pueblo seglar, de manera que, se puede decir, las elecciones eran democráticas. Fue precisamente el aumento del poder que los prelados fueron adquiriendo paulatinamente en el conjunto de las diócesis, lo que provocó que los diferentes soberanos nacionales, empezando por los monarcas merovingios y carolingios en Francia y siguiendo en nuestro país por los visigodos, pretendieran inmiscuirse en el proceso electivo de os obispos, con el fin de poder contralar en todo momento cuáles eran las personas más apropiadas ara el servicio del Estado. Pero en todo momento no faltaron, sin embargo, intentos teóricos de volver a tiempos antiguos, y en este sentido destaca la figura del canónigo conquense Antonio Forriol, a quien le fue incoado un proceso inquisitorial a principios del siglo XIX, en plena revitalización del tribunal, por un escrito en el que se pretendía, entre otras cosas. la recuperación de la elección comunitaria.
Ya en plena Edad Media, a lo largo de los siglos XI y XII, y como paso intermedio, se canonizó la elección de los obispos por parte de los cabildos catedralicios, obviando definitivamente la participación en el proceso del pueblo seglar. A partir del año 1215, en el IV Concilio de Letrán se estableció las tres formas válidas para proceder a la elección episcopal, pero siempre realizada por los cabildos: por sufragio directo de todos los capitulares, por la elección de un número indeterminado de compromisarios, o por total unanimidad de todos los electores. Ello no es óbice para que se siga manteniendo la designación papal, lo que está en el origen de algunas provisiones conquenses, que estuvieron en el origen de un cierto enfrentamiento entre los respectivos prelados y sus cabildos. Este enfrentamiento entre el cabildo conquense y el monarca, por un lado, y el pontífice romano por el otro, fue. especialmente importante durante las nombramientos de dos obispos de origen italiano, realizados directamente por los pontífices romanos, en una clara muestra del nepotismo existente en este momento en la Santa Sede: Antonio Jacobo de Veneris y Rafael Riario.“Dos días después de terminar la Asamblea [se refiere a una reunión de la Asamblea del clero de Castilla, que en el mes de julio de 1478 se había reunido en Sevilla con el fin de justificar las pretensiones del monarca de controlar el nombramiento de los obispos, y pedirles una ratificación de dichas pretensiones] el 3 de agosto, moría en la Curia el obispo de Cuenca, el cardenal Giacomo Veneris, y Sixto IV, siguiendo la práctica curial de reservarse la provisión de dicha iglesia, nada más conocer el fallecimiento, el 13 de agosto la proveyó en su sobrino Rafael Riario, cardenal de San Jorge y joven de 20 años, al mismo tiempo que se expedían las bulas para la posesión del obispado. El papa comunicó a los reyes la provisión, exhotándoles a aceptarla, pero no tuvo respuesta, a pesar de intentar ganarse el apoyo del rey Fernando con promesas para solucionar a su gusto el problema de la provisión de Tarazona. Para complicar más las cosas, el romano pontífice nombró a Francisco Ortiz para tomar posesión del obispado y tramitar los negocios del cardenal, pero éste, canónigo de Toledo y colector de Castilla, era muy sospechoso a los reyes por su actitud ambigua en la cuestión sucesoria. Por eso, al intentar apoderarse del obispado, los oficiales regios le encarcelaron y, en vez de conceder al cardenal la posesión del obispado, le ocuparon numerosos beneficios eclesiásticos que tenía en Castilla. El conflicto había estallado, y cada parte se apresto a defender sus intereses.
Sixto IV había enviado una embajada a los reyes para conseguir su apoyo a una liga para la paz de Italia, insinuando que estaba dispuesto a proveer los obispados a su suplicación, y a desagraviarlos por algunas provisiones hechas a sus reinos. A principios de 1479, los monarcas mandaron una embajada a Roma para tratar los asuntos de Italia, y aprovechar la ocasión para negociar las cosas eclesiásticas. El primer desagravio que exigieron al papa fue revocar cualquier provisión de obispados hecha sin su presentación, <<porque los obispados tienen muchas ciudades e villas e fortalezas e castillos, así en los dichos nuestros reinos como en los confines de ellos>>, y conviene para la tranquilidad del reino que las personas provistas sean personas naturales y fieles a los reyes. Los monarcas exigían una promesa formal de que ninguna provisión sería expedida en Roma sin su presentación, pero Sixto IV hizo caso omiso de tales peticiones.
Las negociaciones prosiguieron a lo largo del año, pero en el asunto de las provisiones no se adelantó nada, y así continuó al siguiente. A mediados de 1481, los reyes encargaron a Alfonso de San Cebrián reanudar las gestiones con la Curia romana, y ésta le entregó unos puntos para la conciliación. Examinados en la Curia castellana, le dieron la contestación. Se reafirman en suplicar la Iglesia de Cuenca para Alfonso de Burgos y ofrecen la de Salamanca al cardenal Riario, con tal de que se arreglasen las cuestiones beneficiales pendientes de acuerdo con la voluntad regia. Sixto IV se dispuso a aceptar las condiciones de los reyes, y para terminar el arreglo envió a la Corte castellana, con plenos poderes, al mercader florentino Centurioni, que trabajaba para la Cámara apostólica. El embajador encontró a la corte en Córdoba y, después de unas breves negociaciones, firmaron el acuerdo el 3 de julio de 1482. En primer lugar, la Curia admite las provisiones de las iglesias propuestas por los reyes: Cuenca para Alfonso de Burgos, Salamanca para el sobrino del papa, Osma para el cardenal González de Mendoza, y Córdoba para el obispo de Osma; en segundo lugar, se arbitra un complicado plan de pensiones para que ningún cardenal salga perjudicado; y tercero, se acuerda que un tercio de los frutos de la décima y la cruzada se entregaría a la Cámara apostólica para la guerra contra los turcos, quedando los dos tercios restantes en manos de los reyes, para la guerra contra los moros.”
El protagonista de esta entrada, Rafael Sansoni Riario, había nacido en Savona, en la provincia italiana de Génova, en 1461. Sobrino del papa Sixto IV, así como del cardenal Pedro Riario, desde muy joven se vio beneficiado por este hecho, con importantes cargos religiosos: obispo de Salerno y de Tarento, abad de Montecasino y virrey de Bari. Al mismo tiempo, sería también introducido por sus protectores en la curia romana, primero como cardenal de San Jorge, y llegando más tarde a ocupar el importante cargo de camarlengo, que suponía el gobierno de toda la cristiandad en situación de sede vacante. Así sucedió al producirse del fallecimiento de Inocencio VIII, por lo que Riario fue el encargado de presidir la apertura del cónclave que, en 1492, permitió la elección del nuevo pontífice, el español Alejandro VI. Fue, precisamente, el año siguiente cuando, después de haber pasado por la diócesis de Salamanca, en el marco del conflicto aludido por Maximiliano Barrio, el religioso italiano fue nombrado de nuevo para regir la diócesis conquense, en la que se mantuvo hasta 1518, cuando fue aprobada su permuta con el prelado conquense Diego Ramírez de Fuenleal, que en ese momento era obispo de Málaga.
Sin embargo, ni en su corta primera etapa como obispo de Cuenca, entre 1479 y 1482, fecha en la que se produjo el acuerdo aludido, ni en esa segunda etapa, el italiano llegó a pisar nunca su diócesis conquense. Los importantes cargos que mantuvo en Roma le sirvieron como excusa para mantener el absentismo que era propio de este tipo de prelados, y que era una de las principales motivaciones que tuvieron siempre los reyes hispánicos para intentar controlar los nombramientos de los obispos en cada una de sus sedes. Un absentismo que tampoco fue del gusto del cabildo diocesano, que ya desde algún tiempo antes, desde la época en la que había regido la diócesis otro prelado de origen italiano, y también cercano al papa, como había sido Antonio Jacobo de Veneris (1469-1479), estaba viendo como buena parte de los ingresos de la diócesis iban a parar a parar a tierras extranjeras, precisamente en un momento en el que eran necesarios una cantidad importante de recursos económicos, que debían ser dedicados a la construcción de la girola catedralicia. Miguel Jiménez Monteserín, en su trabajo sobre la devoción a San Julián, relaciona este hecho con el importante impulso que, precisamente en este momento, legó a adquirir el culto al segundo obispo de Cuenca. Sería en ese momento, siempre según el antiguo archivero municipal, cuando nacería la leyenda de un San Julián que era de origen burgalés, nacido además en el seno de una familia de honda raigambre castellana y de cristianos viejos, como contrapeso a esos prelados de origen extranjero que en ese momento estaban esquilmando los bienes de la diócesis. Hay que recordar que fue él mismo quien pudo demostrar que San Julián, realmente, había nacido en Toledo, en una familia de origen mozárabe.
Como decimos, Rafael Sansoni Riario permaneció el resto de su vida en la ciudad del Tíber, acumulando nuevos cargos, aunque incluso en la Santa Sede, su personalidad difícil le mantendría unido a la polémica. En efecto ay que destacar el hecho de que, ya al final de su vida, se sería involucrado en la frustrada conspiración que en 1517 llevó a cabo el también cardenal Alfonso Petrucci, contra la persona del papa León X. En efecto, involucrado en ella por el principal instigador de la misma, llegó a ser arrestado el 29 de mayo de ese año. Sin embargo, fue poco tiempo después puesto en libertad, el citado cardenal, logró salvar la vida, tras el pago de una importante multa, que ascendía a la cantidad de ciento cincuenta mil ducados, además de la pérdida de los importantes privilegios que aún mantenía, entre ellos la propiedad de su palacio, que pasó a convertirse en el Palacio de la Cancillería papal, y que actualmente es la sede del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica . Enviado entonces a Nápoles, falleció en esa ciudad de la Campania, el 7 de julio de 1521. Enterrado allí, sus restos mortales fueron después trasladados a la romana basílica de los Santos Apóstoles, a la capilla funeraria que la familia mantenía en aquella iglesia.