Atraídos por las novelas
de John Le Carre o de Frederick Forsyth, o esas primeras novelas de Ken
Follett, antes de que el enorme éxito obtenido por “Los pilares de la tierra” y
otras novelas históricas hicieran olvidar al lector sus inicios como novelista
de misterio; atraídos por el cine de acción del Hollywood más espectacular, por
las aventuras de un agente 007, que por cierto, también fue creado antes en la
literatura que en el propio cine, muchas veces pensamos que el espionaje es
algo propio de los tiempos recientes, de la Guerra Fría o, como mucho, de las
primeras décadas del siglo pasado, y nos olvidamos de que esta labor es algo
natural, consustancial al hombre y a todas las formas de gobierno, desde las
primeras civilizaciones. En efecto, todos los estados, no sólo el estado
moderno, ha tenido la necesidad de conocer, a la mayor exactitud posible, cuál
era la manera de actuar del resto de gobiernos con los que interactuaban, amigos
o enemigos, con el fin de poder adelantarse a las posibles amenazas, sean éstas
externas, provocadas por otros países, y hasta internas. O también, incluso, para
prevenir guerras, con una actuación preventiva, antes de que sea necesario el
empleo de la fuerza militar.
Cuando estudiamos la
España de los Habsburgo, cuando nos adentramos en la España de aquel ingente
imperio que se gestó en el siglo XVI, y que se extiende también por gran parte
de la centuria siguiente, hablamos de los tercios, los bravos soldados de la
infantería española que gestaron aquel imperio, o del Camino Español, que
permitió recorrer en un corto tiempo centenares de kilómetros por un estrecho
pasillo, rodeado de tropas enemigas, pero nos olvidamos de la importante labor
desempeñada por el aparato de espionaje elaborado por los Habsburgo, tal y como
ha demostrado Fernando Martínez Laínez en su libro “Espías del imperio”. No voy
a hablar del libro, porque a él, y a uno de los espías conquenses mencionados
en el libro, Luis Valle de la Cerda, el genio del cifrado según palabras del
propio Martínez Laínez, ya le dediqué una entrada en este mismo blog (ver “Luis
Valle de la Cerda, un espía conquense al servicio del imperio Habsburgo”, 4 de
marzo de 2022). En esta ocasión voy a hablar de otro de esos espías conquenses,
muy poco conocido entre sus paisanos del siglo XXI, pero antes de hacerlo creo
conveniente hablar, siquiera someramente, de cómo se tejían esas redes cuando
el conquense actuó, en pleno siglo XVII.
En efecto, en la Europa del
seicento, el continente europeo se encontraba cruzado por unas amplias
redes de espionaje que afectaban a todas las monarquías, desde las más
importantes, como Francia, Inglaterra o, por supuesto, España, hasta los más
minúsculos estados casi olvidados. El espionaje en el siglo XVII no tenía nada
que envidiar a las modernas redes de inteligencia: mensajes en clave, tinta
invisible, agentes dobles, contraseñas y traiciones eran parte del día a día de
los servicios secretos de las monarquías europeas. En una época donde el
equilibrio entre las potencias —España, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y
el Imperio Otomano— pendía de un hilo, los espías eran piezas clave de un
tablero en constante tensión. No existía aún una red institucionalizada como
las actuales agencias de inteligencia, pero reyes, virreyes y embajadores
contaban con toda una corte de informadores, correos secretos, religiosos
infiltrados y nobles con doble agenda.
Las redes de espionaje en
el Mediterráneo durante el siglo XVII eran tan complejas como las propias
relaciones políticas y religiosas de la época. El Mare Nostrum no solo era una
vía de comercio y expansión imperial, sino también el principal campo de
batalla silenciosa entre cristianos y musulmanes, entre católicos y protestantes,
entre monarquías rivales. En este escenario, los espías jugaban un papel
esencial como recolectores de información, diplomáticos encubiertos,
saboteadores e incluso negociadores de rescates de cautivos.
El Imperio español
mantenía una extensa red de agentes que operaban desde lugares que eran clave:
Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Orán, Túnez, Argel, y sobre todo en el Levante
italiano. Los virreyes españoles coordinaban muchas veces estas acciones, y el
Consejo de Estado recibía informes secretos procedentes de los lugares más
remotos. Había espías en Constantinopla (Estambul), disfrazados de
comerciantes, clérigos o incluso renegados cristianos convertidos al islam para
infiltrarse en el mundo otomano. Estos agentes usaban mensajes cifrados, doble
correspondencia (una visible y otra escondida en el pliegue del papel o escrita
con tinta invisible) y redes de contactos con intermediarios locales, como
judíos conversos, griegos ortodoxos o maronitas. A menudo actuaban bajo la
cobertura de órdenes religiosas —mercedarios, trinitarios o jesuitas— que se
movían en los márgenes de lo permitido.
La Santa Sede también
tenía su propio y eficaz sistema de espionaje. Los papas del siglo XVII, como
Urbano VIII, Inocencio X o Alejandro VII, no eran solo jefes espirituales, sino
hábiles políticos que manejaban información sensible con una red de
"informatori" repartidos por toda Europa y el Mediterráneo. El
cardenal Francesco Barberini, por ejemplo, sobrino de Urbano VIII, dirigía una
red que incluía agentes en Constantinopla, París, Madrid y Viena. Uno de sus
espías más célebres fue el padre Leone Allacci, un erudito greco-católico que
se movía entre Roma y Oriente, recogiendo no solo manuscritos, sino también
noticias políticas y religiosas sobre los movimientos de los turcos o las comunidades
cristianas del este.
Los espías pontificios
solían ser clérigos o eruditos, lo que les permitía circular por ambientes
académicos, diplomáticos o eclesiásticos sin levantar sospechas. Algunos
actuaban como “corresponsales” de embajadores, otros como confesores o
emisarios de órdenes religiosas. Era común que trabajaran en cooperación, o en
competencia, con agentes españoles o franceses, dependiendo del equilibrio
político del momento. Todo este engranaje funcionaba en paralelo a las guerras
abiertas: mientras los ejércitos sitiaban plazas o defendían fronteras, los
espías cruzaban el mar disfrazados de peregrinos, comerciantes o religiosos.
Muchos acababan presos o ejecutados si eran descubiertos, y sus nombres
desaparecían para siempre. Otros lograban cambiar el curso de una negociación o
alertar sobre un ataque sorpresa.
Algunos nombres han
llegado hasta nosotros por su ingenio o por su leyenda. Miguel de Cervantes, el
autor del Quijote, fue capturado por corsarios y preso en Argel, y hay indicios
de que actuó como espía para la monarquía española durante sus viajes por el
norte de África e Italia. Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury, fue
espía inglés en la corte francesa. John Thurloe, secretario de Estado de Oliver
Cromwell, dirigió una extensa red de inteligencia protestante. Y en este oscuro
y fascinante mundo de secretos se encuentra también la figura, apenas conocida,
de Miguel de Molina, espía del rey que había nacido en Cuenca. En definitiva,
el Mediterráneo del siglo XVII fue un escenario donde el espionaje no era un
acto secundario, sino una herramienta clave de poder. Espías como Miguel de
Molina, al servicio del rey, o Leone Allacci, al servicio del Papa, encarnaron
un mundo en el que fe, política y traición se entrelazaban en cada carta cifrada.
De la vida de Miguel de
Molina sabemos poco con certeza, como corresponde a quien vivió en el mundo de
las sombras. Por motivos profesionales, como es obvio, se vio obligado a
mantenerse en el anonimato prácticamente durante toda su vida, y por eso,
resulta difícil para los historiadores seguir su pista a través de los
documentos. Éstos, cuando existían, que no siempre lo hacían, se vieron
sometidos después a una expurgación oficial, con el fin de no dejar apenas
huella de las actividades, muchas veces escasamente confesables, de manera que,
casi siempre, los espías estaban condenados a ser como una especie de héroes
silenciosos.
Quizá fue por ese motivo,
y no otro, por lo que algunos cronistas conquenses lo consideraron como un
simple pícaro, uno más de los muchos pícaros que pulularon por el país durante
el Siglo de Oro, haciendo de su vida aventurera una loa continua a la mentira y
el engaño. Así lo consideró, entre otros, Trifón Muñoz y Soliva, y María Luisa
Vallejo en su “Efemérides conquenses”, al anotar los sucesos correspondientes
al 3 de agosto, fecha en la que se produjo la ejecución de nuestro héroe
-realmente, fue ese día, pero de 1641, no de 1541, como afirma la autora-, dice
de él lo siguiente, haciéndose eco del propio Muñoz y Soliva: “Muere el travieso Miguel de Molina, ahorcado
por sus muchos delitos, que había revuelto con sus embustes e intrigas las
Cortes de España, Roma, Viena y Francia. Nació en Cuenca y murió arrepentido,
confesando públicamente sus culpas. En algunos escritos le llaman Gabriel”.
“Atraído por la vida de
la corte, se trasladó a Madrid, con el propósito, al parecer, de dedicarse a la
literatura. Sin embargo, pronto comenzó a utilizar su habilidad con la pluma
para otros menesteres, y en 1622 se le abrió un proceso por falsificar unos
papeles, y fue condenado a galeras. En 1627 cayó prisionero de los moros, y
vivió un largo y penoso cautiverio que, finalmente, consiguió eludir mediante
el pago de un rescate. Regresó entonces a España y se dirigió a Madrid, donde
consiguió un empleo como secretario del obispo de Coimbra”. Estuvo después al
servicio del conde de Saldaña hasta que, en 1635, fue encarcelado
No sabemos si, para
entonces, el conquense ya había sido reclutado como espía. En aquel momento, el
obispo de Coimbra era João Manuel de Ataíde, quien se había convertido ya en
una figura destacada en Portugal, tanto en el ámbito eclesiástico como en el
político. Había nacido en Lisboa en 1570, siendo el quinto hijo de una familia
noble y se doctoró en Teología por la universidad de esa misma ciudad
portuguesa. Tuvo una carrera eclesiástica notable: fue obispo de Viseu
(1609–1625), luego de Coimbra (1625–1632), y finalmente fue nombrado arzobispo
de Lisboa en 1632, por lo que la sede episcopal quedó vacante hasta el
nombramiento de su sucesor, Jorge de Melo, cuatro años más tarde. Además, en
1633 sería designado virrey de Portugal por el rey Felipe III, aunque por poco
tiempo: falleció ese mismo año, el 4 de julio, antes de recibir el palio
arzobispal. Su vida refleja la estrecha relación entre la Iglesia y el poder
político en la época de la monarquía dual hispano-portuguesa.
A continuación, nuestro protagonista pasó al servicio del
conde de Saldaña. Sería interesante quien ostentaba el título en el momento en
que el conquense entró a su servicio. ¿Para quién estaba trabajando realmente
el conquense en aquellos momentos? Por entonces, el conde de Saldaña era Rodrigo
Díaz de Vivar Sandoval Hurtado de Mendoza quien había heredado también el
título de duque del Infantado en 1628, después del fallecimiento de su abuela,
Ana de Mendoza de la Vega. El noble aún no había cumplido los veinte años, y ni
siquiera había comenzado su carrera como militar y político en la corte de los
Austrias, que le llevaría, desde sus primeras actividades en la guerra de
Portugal, en 1640, y en el sitio de Lérida, seis años más tarde, a ser
nombrado, entre 1621 y 1655, virrey de Sicilia. Podría ser, en realidad, Diego Gómez de Sandoval de la Cerda, quien
era el segundo hijo del hombre más poderoso de la corte, después del propio
rey, el duque de Lerma, y que, como esposo que había sido de la séptima
condesa, Luisa de Mendoza y Mendoza, seguía siendo considerado conde de
Saldaña, pese a que ésta había fallecido en 1619, y que Diego había contraído
un nuevo matrimonio con Mariana Fernández de Córdoba Castilla.
En 1635, Molina volvió a ser encarcelado, “a causa de
ciertas sospechas sobre sus posibles actividades como espía”, aunque
inmediatamente se le puso en libertad, por falta de pruebas contra él. Desde
allí se trasladó a Nápoles, por entonces parte del imperio español, donde entró
en contacto con círculos cortesanos y diplomáticos. Fue precisamente en Italia
donde comenzó su carrera como informador al servicio de la Corona. Sus
conocimientos de lenguas —castellano, italiano, francés y, también un poco de
árabe— lo hacían especialmente valioso. Molina operó durante años en diversos
puntos del Mediterráneo, sobre todo en los reinos de Túnez y Argel, donde se
hizo pasar por comerciante y a veces por religioso. La monarquía hispánica le
encomendó tareas de observación de flotas, seguimiento de rutas comerciales, y
contacto con renegados y cautivos. En ocasiones, incluso llegó a actuar como
negociador encubierto para la liberación de cristianos apresados por corsarios
berberiscos.
Ni siquiera Hilario
Priego y José Antonio Silva, en su diccionario, intentan documentar sus
verdaderas actividades como espía, dejando sólo unos breves apuntes que nos
narran unos aspectos de su vida que, en realidad, tendrían más que ver con una
tapadera “oficiosa”. Recogemos, una vez más, lo que ambos profesores cuentan de
esa vida: “Unos años más tarde, en febrero de 1640, volvió a ser detenido,
acusado de graves delitos En efecto, falsificando cartas y documentos, se hizo
pasar por oficial y criado de don Andrés de Rojas, secretario del Consejo de
Estado. Al amparo de esa personalidad fingida, comerciaba con informaciones
falsas, que vendía a dignatarios y políticos -especialmente, extranjeros-, a
quienes hacía creer que las había obtenido en las altas instancias del Estado.
En esta ocasión, se encontraron en su poder papeles muy comprometedores, que
ponían al descubierto supuestos movimientos por parte del emperador y del rey de
España para matar a Richelieu, al conde de Weimar, y al papa Urbano VIII, por
lo que se le sometió a un proceso, tras el que fue condenado a morir en la
horca. La pena se ejecutó el 3 de agosto de 1641”.
¿Qué había, realmente,
detrás de aquellas acusaciones? ¿Era Miguel de Molina, en realidad, sólo un
pícaro, que había pasado su vida engañando a quienes, procedentes de diversos
rincones de Europa, llegaban a la corte madrileña en busca de información, o
trabajaba realmente para aquellos cortesanos para los que había dicho trabajar?
¿Cuánto de espionaje, y de contraespionaje, se ocultaba detrás de su vida
azarosa? Como tantos otros agentes, Miguel de Molina fue víctima del sistema al
que sirvió. Su actividad fue descubierta por autoridades otomanas en Argelia,
que lo acusaron de espionaje, sabotaje y conspiración contra el rey de Argel.
En 1672 fue arrestado, torturado y, tras un juicio sumarísimo, ejecutado por
decapitación pública. Sus últimas palabras, recogidas en una carta que logró
hacer llegar a un fraile mercedario antes de morir, fueron un acto de fidelidad
al rey y de petición de perdón por los pecados cometidos “bajo el velo del
secreto y por amor a la patria”. Su muerte fue silenciosa para la corte
española. Como tantos otros agentes secretos, su historia fue archivada,
minimizada o simplemente olvidada. No hubo estatuas, ni funerales de Estado, ni
memoria oficial.
Miguel de Molina
representa a esa legión de hombres, y mujeres, que arriesgaron sus vidas en los
márgenes del mundo conocido, sin esperar reconocimiento. Su historia nos obliga
a replantear la imagen que tenemos del siglo XVII, no solo como época de
escritores y pintores, sino también como una era de intrigas políticas,
espionaje internacional y lealtades ambivalentes. Hoy, desde su ciudad natal,
Cuenca, sería justo recuperar su figura. Porque en tiempos de secretos y
traiciones, pocos dejaron una huella tan invisible y, al mismo tiempo, tan
valiente como la que dejó Miguel de Molina.
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