Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 20 de junio de 2025

NOTAS SOBRE UN ESPÍA ESPAÑOL DEL SIGLO DE ORO: MIGUEL DE MOLINA

 

Atraídos por las novelas de John Le Carre o de Frederick Forsyth, o esas primeras novelas de Ken Follett, antes de que el enorme éxito obtenido por “Los pilares de la tierra” y otras novelas históricas hicieran olvidar al lector sus inicios como novelista de misterio; atraídos por el cine de acción del Hollywood más espectacular, por las aventuras de un agente 007, que por cierto, también fue creado antes en la literatura que en el propio cine, muchas veces pensamos que el espionaje es algo propio de los tiempos recientes, de la Guerra Fría o, como mucho, de las primeras décadas del siglo pasado, y nos olvidamos de que esta labor es algo natural, consustancial al hombre y a todas las formas de gobierno, desde las primeras civilizaciones. En efecto, todos los estados, no sólo el estado moderno, ha tenido la necesidad de conocer, a la mayor exactitud posible, cuál era la manera de actuar del resto de gobiernos con los que interactuaban, amigos o enemigos, con el fin de poder adelantarse a las posibles amenazas, sean éstas externas, provocadas por otros países, y hasta internas. O también, incluso, para prevenir guerras, con una actuación preventiva, antes de que sea necesario el empleo de la fuerza militar.


Cuando estudiamos la España de los Habsburgo, cuando nos adentramos en la España de aquel ingente imperio que se gestó en el siglo XVI, y que se extiende también por gran parte de la centuria siguiente, hablamos de los tercios, los bravos soldados de la infantería española que gestaron aquel imperio, o del Camino Español, que permitió recorrer en un corto tiempo centenares de kilómetros por un estrecho pasillo, rodeado de tropas enemigas, pero nos olvidamos de la importante labor desempeñada por el aparato de espionaje elaborado por los Habsburgo, tal y como ha demostrado Fernando Martínez Laínez en su libro “Espías del imperio”. No voy a hablar del libro, porque a él, y a uno de los espías conquenses mencionados en el libro, Luis Valle de la Cerda, el genio del cifrado según palabras del propio Martínez Laínez, ya le dediqué una entrada en este mismo blog (ver “Luis Valle de la Cerda, un espía conquense al servicio del imperio Habsburgo”, 4 de marzo de 2022). En esta ocasión voy a hablar de otro de esos espías conquenses, muy poco conocido entre sus paisanos del siglo XXI, pero antes de hacerlo creo conveniente hablar, siquiera someramente, de cómo se tejían esas redes cuando el conquense actuó, en pleno siglo XVII.

En efecto, en la Europa del seicento, el continente europeo se encontraba cruzado por unas amplias redes de espionaje que afectaban a todas las monarquías, desde las más importantes, como Francia, Inglaterra o, por supuesto, España, hasta los más minúsculos estados casi olvidados. El espionaje en el siglo XVII no tenía nada que envidiar a las modernas redes de inteligencia: mensajes en clave, tinta invisible, agentes dobles, contraseñas y traiciones eran parte del día a día de los servicios secretos de las monarquías europeas. En una época donde el equilibrio entre las potencias —España, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y el Imperio Otomano— pendía de un hilo, los espías eran piezas clave de un tablero en constante tensión. No existía aún una red institucionalizada como las actuales agencias de inteligencia, pero reyes, virreyes y embajadores contaban con toda una corte de informadores, correos secretos, religiosos infiltrados y nobles con doble agenda.

Las redes de espionaje en el Mediterráneo durante el siglo XVII eran tan complejas como las propias relaciones políticas y religiosas de la época. El Mare Nostrum no solo era una vía de comercio y expansión imperial, sino también el principal campo de batalla silenciosa entre cristianos y musulmanes, entre católicos y protestantes, entre monarquías rivales. En este escenario, los espías jugaban un papel esencial como recolectores de información, diplomáticos encubiertos, saboteadores e incluso negociadores de rescates de cautivos.

El Imperio español mantenía una extensa red de agentes que operaban desde lugares que eran clave: Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Orán, Túnez, Argel, y sobre todo en el Levante italiano. Los virreyes españoles coordinaban muchas veces estas acciones, y el Consejo de Estado recibía informes secretos procedentes de los lugares más remotos. Había espías en Constantinopla (Estambul), disfrazados de comerciantes, clérigos o incluso renegados cristianos convertidos al islam para infiltrarse en el mundo otomano. Estos agentes usaban mensajes cifrados, doble correspondencia (una visible y otra escondida en el pliegue del papel o escrita con tinta invisible) y redes de contactos con intermediarios locales, como judíos conversos, griegos ortodoxos o maronitas. A menudo actuaban bajo la cobertura de órdenes religiosas —mercedarios, trinitarios o jesuitas— que se movían en los márgenes de lo permitido.

La Santa Sede también tenía su propio y eficaz sistema de espionaje. Los papas del siglo XVII, como Urbano VIII, Inocencio X o Alejandro VII, no eran solo jefes espirituales, sino hábiles políticos que manejaban información sensible con una red de "informatori" repartidos por toda Europa y el Mediterráneo. El cardenal Francesco Barberini, por ejemplo, sobrino de Urbano VIII, dirigía una red que incluía agentes en Constantinopla, París, Madrid y Viena. Uno de sus espías más célebres fue el padre Leone Allacci, un erudito greco-católico que se movía entre Roma y Oriente, recogiendo no solo manuscritos, sino también noticias políticas y religiosas sobre los movimientos de los turcos o las comunidades cristianas del este.

Los espías pontificios solían ser clérigos o eruditos, lo que les permitía circular por ambientes académicos, diplomáticos o eclesiásticos sin levantar sospechas. Algunos actuaban como “corresponsales” de embajadores, otros como confesores o emisarios de órdenes religiosas. Era común que trabajaran en cooperación, o en competencia, con agentes españoles o franceses, dependiendo del equilibrio político del momento. Todo este engranaje funcionaba en paralelo a las guerras abiertas: mientras los ejércitos sitiaban plazas o defendían fronteras, los espías cruzaban el mar disfrazados de peregrinos, comerciantes o religiosos. Muchos acababan presos o ejecutados si eran descubiertos, y sus nombres desaparecían para siempre. Otros lograban cambiar el curso de una negociación o alertar sobre un ataque sorpresa.

Algunos nombres han llegado hasta nosotros por su ingenio o por su leyenda. Miguel de Cervantes, el autor del Quijote, fue capturado por corsarios y preso en Argel, y hay indicios de que actuó como espía para la monarquía española durante sus viajes por el norte de África e Italia. Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury, fue espía inglés en la corte francesa. John Thurloe, secretario de Estado de Oliver Cromwell, dirigió una extensa red de inteligencia protestante. Y en este oscuro y fascinante mundo de secretos se encuentra también la figura, apenas conocida, de Miguel de Molina, espía del rey que había nacido en Cuenca. En definitiva, el Mediterráneo del siglo XVII fue un escenario donde el espionaje no era un acto secundario, sino una herramienta clave de poder. Espías como Miguel de Molina, al servicio del rey, o Leone Allacci, al servicio del Papa, encarnaron un mundo en el que fe, política y traición se entrelazaban en cada carta cifrada.

De la vida de Miguel de Molina sabemos poco con certeza, como corresponde a quien vivió en el mundo de las sombras. Por motivos profesionales, como es obvio, se vio obligado a mantenerse en el anonimato prácticamente durante toda su vida, y por eso, resulta difícil para los historiadores seguir su pista a través de los documentos. Éstos, cuando existían, que no siempre lo hacían, se vieron sometidos después a una expurgación oficial, con el fin de no dejar apenas huella de las actividades, muchas veces escasamente confesables, de manera que, casi siempre, los espías estaban condenados a ser como una especie de héroes silenciosos.

Quizá fue por ese motivo, y no otro, por lo que algunos cronistas conquenses lo consideraron como un simple pícaro, uno más de los muchos pícaros que pulularon por el país durante el Siglo de Oro, haciendo de su vida aventurera una loa continua a la mentira y el engaño. Así lo consideró, entre otros, Trifón Muñoz y Soliva, y María Luisa Vallejo en su “Efemérides conquenses”, al anotar los sucesos correspondientes al 3 de agosto, fecha en la que se produjo la ejecución de nuestro héroe -realmente, fue ese día, pero de 1641, no de 1541, como afirma la autora-, dice de él lo siguiente, haciéndose eco del propio Muñoz y Soliva:  “Muere el travieso Miguel de Molina, ahorcado por sus muchos delitos, que había revuelto con sus embustes e intrigas las Cortes de España, Roma, Viena y Francia. Nació en Cuenca y murió arrepentido, confesando públicamente sus culpas. En algunos escritos le llaman Gabriel”.

Nació Miguel de Molina en Cuenca en los últimos años del siglo XVI, o en la primera década de la centuria siguiente, en el seno de una familia modesta. Estudió primero en el colegio de jesuitas de la capital del Júcar, en la calle de San Pedro, y más tarde en el seminario de San Julián, cuando todavía no se había construido el edificio actual. Muy joven viajó a Alcalá de Henares, en cuya universidad inició sus estudios de Artes, estudios que no llegó a terminar porque, atraído por la vida en la corte, se trasladó a Madrid. En la villa y corte empezó una etapa de su vida que podríamos denominar como oscura. Así lo han descrito Hilario Priego y José Antonio Silva, en la segunda edición de su “Diccionario de personajes conquenses:

“Atraído por la vida de la corte, se trasladó a Madrid, con el propósito, al parecer, de dedicarse a la literatura. Sin embargo, pronto comenzó a utilizar su habilidad con la pluma para otros menesteres, y en 1622 se le abrió un proceso por falsificar unos papeles, y fue condenado a galeras. En 1627 cayó prisionero de los moros, y vivió un largo y penoso cautiverio que, finalmente, consiguió eludir mediante el pago de un rescate. Regresó entonces a España y se dirigió a Madrid, donde consiguió un empleo como secretario del obispo de Coimbra”. Estuvo después al servicio del conde de Saldaña hasta que, en 1635, fue encarcelado

No sabemos si, para entonces, el conquense ya había sido reclutado como espía. En aquel momento, el obispo de Coimbra era João Manuel de Ataíde, quien se había convertido ya en una figura destacada en Portugal, tanto en el ámbito eclesiástico como en el político. Había nacido en Lisboa en 1570, siendo el quinto hijo de una familia noble y se doctoró en Teología por la universidad de esa misma ciudad portuguesa. Tuvo una carrera eclesiástica notable: fue obispo de Viseu (1609–1625), luego de Coimbra (1625–1632), y finalmente fue nombrado arzobispo de Lisboa en 1632, por lo que la sede episcopal quedó vacante hasta el nombramiento de su sucesor, Jorge de Melo, cuatro años más tarde. Además, en 1633 sería designado virrey de Portugal por el rey Felipe III, aunque por poco tiempo: falleció ese mismo año, el 4 de julio, antes de recibir el palio arzobispal. Su vida refleja la estrecha relación entre la Iglesia y el poder político en la época de la monarquía dual hispano-portuguesa.

A continuación, nuestro protagonista pasó al servicio del conde de Saldaña. Sería interesante quien ostentaba el título en el momento en que el conquense entró a su servicio. ¿Para quién estaba trabajando realmente el conquense en aquellos momentos? Por entonces, el conde de Saldaña era Rodrigo Díaz de Vivar Sandoval Hurtado de Mendoza quien había heredado también el título de duque del Infantado en 1628, después del fallecimiento de su abuela, Ana de Mendoza de la Vega. El noble aún no había cumplido los veinte años, y ni siquiera había comenzado su carrera como militar y político en la corte de los Austrias, que le llevaría, desde sus primeras actividades en la guerra de Portugal, en 1640, y en el sitio de Lérida, seis años más tarde, a ser nombrado, entre 1621 y 1655, virrey de Sicilia. Podría ser, en realidad,  Diego Gómez de Sandoval de la Cerda, quien era el segundo hijo del hombre más poderoso de la corte, después del propio rey, el duque de Lerma, y que, como esposo que había sido de la séptima condesa, Luisa de Mendoza y Mendoza, seguía siendo considerado conde de Saldaña, pese a que ésta había fallecido en 1619, y que Diego había contraído un nuevo matrimonio con Mariana Fernández de Córdoba Castilla.

En 1635, Molina volvió a ser encarcelado, “a causa de ciertas sospechas sobre sus posibles actividades como espía”, aunque inmediatamente se le puso en libertad, por falta de pruebas contra él. Desde allí se trasladó a Nápoles, por entonces parte del imperio español, donde entró en contacto con círculos cortesanos y diplomáticos. Fue precisamente en Italia donde comenzó su carrera como informador al servicio de la Corona. Sus conocimientos de lenguas —castellano, italiano, francés y, también un poco de árabe— lo hacían especialmente valioso. Molina operó durante años en diversos puntos del Mediterráneo, sobre todo en los reinos de Túnez y Argel, donde se hizo pasar por comerciante y a veces por religioso. La monarquía hispánica le encomendó tareas de observación de flotas, seguimiento de rutas comerciales, y contacto con renegados y cautivos. En ocasiones, incluso llegó a actuar como negociador encubierto para la liberación de cristianos apresados por corsarios berberiscos.

Ni siquiera Hilario Priego y José Antonio Silva, en su diccionario, intentan documentar sus verdaderas actividades como espía, dejando sólo unos breves apuntes que nos narran unos aspectos de su vida que, en realidad, tendrían más que ver con una tapadera “oficiosa”. Recogemos, una vez más, lo que ambos profesores cuentan de esa vida: “Unos años más tarde, en febrero de 1640, volvió a ser detenido, acusado de graves delitos En efecto, falsificando cartas y documentos, se hizo pasar por oficial y criado de don Andrés de Rojas, secretario del Consejo de Estado. Al amparo de esa personalidad fingida, comerciaba con informaciones falsas, que vendía a dignatarios y políticos -especialmente, extranjeros-, a quienes hacía creer que las había obtenido en las altas instancias del Estado. En esta ocasión, se encontraron en su poder papeles muy comprometedores, que ponían al descubierto supuestos movimientos por parte del emperador y del rey de España para matar a Richelieu, al conde de Weimar, y al papa Urbano VIII, por lo que se le sometió a un proceso, tras el que fue condenado a morir en la horca. La pena se ejecutó el 3 de agosto de 1641”.

¿Qué había, realmente, detrás de aquellas acusaciones? ¿Era Miguel de Molina, en realidad, sólo un pícaro, que había pasado su vida engañando a quienes, procedentes de diversos rincones de Europa, llegaban a la corte madrileña en busca de información, o trabajaba realmente para aquellos cortesanos para los que había dicho trabajar? ¿Cuánto de espionaje, y de contraespionaje, se ocultaba detrás de su vida azarosa? Como tantos otros agentes, Miguel de Molina fue víctima del sistema al que sirvió. Su actividad fue descubierta por autoridades otomanas en Argelia, que lo acusaron de espionaje, sabotaje y conspiración contra el rey de Argel. En 1672 fue arrestado, torturado y, tras un juicio sumarísimo, ejecutado por decapitación pública. Sus últimas palabras, recogidas en una carta que logró hacer llegar a un fraile mercedario antes de morir, fueron un acto de fidelidad al rey y de petición de perdón por los pecados cometidos “bajo el velo del secreto y por amor a la patria”. Su muerte fue silenciosa para la corte española. Como tantos otros agentes secretos, su historia fue archivada, minimizada o simplemente olvidada. No hubo estatuas, ni funerales de Estado, ni memoria oficial.

Miguel de Molina representa a esa legión de hombres, y mujeres, que arriesgaron sus vidas en los márgenes del mundo conocido, sin esperar reconocimiento. Su historia nos obliga a replantear la imagen que tenemos del siglo XVII, no solo como época de escritores y pintores, sino también como una era de intrigas políticas, espionaje internacional y lealtades ambivalentes. Hoy, desde su ciudad natal, Cuenca, sería justo recuperar su figura. Porque en tiempos de secretos y traiciones, pocos dejaron una huella tan invisible y, al mismo tiempo, tan valiente como la que dejó Miguel de Molina.






El Podcast de Clio: MIGUEL DE MOLINA: ESPÍA EN EL SIGLO DE ORO

jueves, 12 de junio de 2025

UNA GENEALOGÍA ARQUITECTÓNICA DEL SIGLO XVIII EN CUENCA

 

La historiadora del arte Ana López de Atalaya Albaladejo continúa su sólida labor investigadora con un nuevo trabajo que se adentra, con mirada crítica y minuciosa, en uno de los capítulos menos conocidos —pero no por ello menos significativos— de la historia de la arquitectura conquense: el papel desempeñado por los maestros de obra y arquitectos oriundos de Iniesta durante el siglo XVIII. Bajo el título de Alarifes, maestros de obra y académicos de Iniesta”, y editado por el Centro de Estudios de la Manchuela, este libro aporta una valiosa reconstrucción histórica a través de linajes familiares y expedientes documentales que ayudan a entender mejor el mapa artístico de nuestra provincia durante la Edad Moderna. Profesora de universidad, su labor docente la ha desempeñado en el centro de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de Gandía (Valencia), la autora, conquense de nacimiento, lleva ya varios años dedicándose a su gran pasión, manifestada sobre todo hace ya treinta años, durante la investigación de su tesis, dedicada a la investigación de la iconografía del barroco conquense: la de escudriñar en los archivos para, mediante la recuperación de documentos inéditos, dar nueva vida a todos aquellos arquitectos, maestros de obra, alarifes, … que dieron forma y vida, a su vez, a las iglesias de nuestra diócesis.

Como ya señalamos en una entrada anterior, dedicada a un trabajo anterior de la misma autora, dedicado a la figura de Fray Vicente Sebila, maestro de obras del obispado de Cuenca durante el obispado de Flórez Osorio (ver “Fray Vicente Sebila y sus iglesias conquenses”, 5 de marzo de 2025), la autora combina con solvencia el rigor archivístico con una lectura analítica de los procesos creativos y técnicos. En esta nueva publicación, López de Atalaya redobla su apuesta por una historia del arte que no se limite al análisis de estilos o autores consagrados, sino que ponga en valor a aquellos profesionales intermedios que dieron forma, día a día, a la fisonomía arquitectónica de pueblos y ciudades.

Iniesta, uno de los núcleos más destacados de la Manchuela conquense, es aquí el epicentro de una genealogía de constructores cuyo alcance se proyecta por buena parte de la diócesis. El estudio de varios linajes originarios de Iniesta, cuya obra arquitectónica, tanto en la provincia de Cuenca como, en algunos casos, también fuera de ella, en buena parte han llegado hasta nosotros: los Meríno, los Motilla, los Atalaya y, sobre todo, por su especial significación, los López, con especial atención a figuras como los hermanos Agustín y Juan López, y los diferentes arquitectos de la familia que compartieron el mismo nombre de pila: Mateo. La autora, así, permite seguir el rastro de una familia de alarifes y maestros de obra, cuya influencia se extendió durante generaciones. En efecto, la doctora López de Albaladejo advierte con claridad una de las principales dificultades del trabajo: los problemas de identificación entre miembros de una misma familia que, además de compartir profesión, compartían también nombre, y casi nunca firmaban con el segundo apellido.

Como decimos, este enredo genealógico se ejemplifica especialmente bien en el caso de Mateo López, hijo de Agustín López, quien tenía un primo, también maestro de obras y también llamado Mateo, que era hijo de Juan López, el hermano de Agustín. Y para dificultar todavía más la correcta interpretación de los documentos, ambos eran nietos de otro Mateo López, apellidado “el mayor”, cuya obra está documentada desde la segunda década de aquella centuria. La autora sortea estos obstáculos con una lectura atenta y crítica de los documentos, diferenciando con cautela las obras atribuidas a cada uno de ellos, y destacando los problemas que plantea la escasa documentación firmada o fechada con precisión. Así, resulta especialmente interesante el esfuerzo de la autora por deslindar cuál es la identidad real  del más conocido de cuantos arquitectos llevaron este nombre y apellido, miembro de la Sociedad Conquense de Amigos del País, y autor de las célebres Memorias históricas de Cuenca y su obispado”, una de las primeras historias de la provincia de Cuenca que se escribieron, y que fueron premiadas por la propia Sociedad; diferenciar, en fin, al Mateo López académico con el Mateo López que no pasó de ser maestro de obras, al estilo de sus antepasados.

Y es que aquél, con su nombramiento como académico de San Fernando, va a dar un importante salto de calidad, un salto que va a ser avalado por la propia institución académica. Porque fue la Academia de San Fernando, la que promovió el cambio de estilo en el arte español, haciendo olvidar el viejo barroco, demasiado recargado ya para los nuevos gustos artísticos, sustituyéndolo por el neoclasicismo, mucho más sencillo y menos recargado, que ya se estaba extendiendo por otras partes de Europa. Y con ello, además, va a producir una renovación total de la arquitectura, ajena a la manera de trabajar de los antiguos gremios medievales y modernos, tal y como ha remarcado también la autora del libro:

“La Real Academia, desde el momento mismo de su fundación en 1757, se consideró el organismo idóneo para examinar y habilitar a los arquitectos, organizando sus estudios, la elección de diseños y la práctica del oficio. Éste será uno de los principales cambios apreciables en la segunda mitad del siglo, cuando los métodos o sistemas de nombramiento para poder ejercer la profesión de maestros de obras y/o  arquitectos se vieron invertidos. De esta forma, el arquitecto se separaba de otros profesionales con los que, en el sistema gremial, habían compartido educación y práctica: escultores, tallistas, retablistas, carpinteros, portaventaneros y agrimensores. Pero también se distanciaba de los ingenieros militares, que hasta entonces copaban los proyectos de construcciones públicas de envergadura… Desde 1777 todos los proyectos de obras, tanto religiosas como civiles, debían enviarse a la Academia para su examen, aprobación, denegación y correcciones. Todos los prelados recibieron una carta circular de parte del Rey, fechada el 23 de noviembre de 1777, en la que se les insistía en que cualquier obra que se tuviera que realizar en los pueblos, a costa de sus habitantes, debía pasar por la inspección de la Academia, y enviarles las trazas y dibujos para que los revisara, adicionara o corrigiera.”

Pero mientras tanto, y durante la etapa en la que tanto su padre, Agustín, como su tío, Juan, se mantenían en activo, la obra de los arquitectos, llamados todavía, igual que en los siglos anteriores, alarifes o maestros de obra, siguió siendo tal y como había sido, en esencia, en los siglos anteriores. Examinados en el gremio correspondiente, bajo la advocación, al menos en el caso conquense, de San José, su aprobación por dicho gremio les facilitaba para que pudieran firmar por ellos mismos los trabajos constructivos. El gremio acogía a diversos profesionales, desde maestros de obras y alarifes, o escultores, hasta carpinteros y portaventaneros. Y entre los primeros, también existe una cierta diferenciación entre alarifes y maestros de obras, habiendo alcanzado estos, normalmente, una mayor solvencia profesional que aquellos. Quizá, salvando las lógicas distancias propias de cierto anacronismo, los primeros podrían ser equiparados con los actuales aparejadores, mientras los segundos serían equiparados a los arquitectos, propieamente dichos.

Así, hasta mediados del siglo XVIII, cuando se tenía que realizar una nueva obra de cierta importancia, era el maestro de obras -usualmente, en el caso de iglesias, el maestro mayor de obras del obispado- quien se encargaba de realizar las trazas, los planos, así como la redacción de las condiciones a las que se debía someter la construcción del edificio, para después, bien en subasta pública, a la baja, o bien a jornal -es decir, por adjudicación directa-, ser adjudicadas dichas obras al mismo o a otro maestro de obras, o alarife, encargado de realizar el propio trabajo físico, ajustándose a las trazas del primero, o realizando mejoras sobre ellas. Así se realizó, por ejemplo, en la nueva iglesia de Navalón, que fue levantada entre 1758 y 1760, a la que ya le dediqué, también, una entrada en este mismo blog (ver “La iglesia de Navalón (Cuenca) en el siglo XVIII”, 23 de agosto de 2019). Fue el maestro mayor de obras del obispado en ese momento, Fray Vicente Sebila, quien trazó las trazas de la iglesia, y fue Agustín López, el padre del académico Mateo López, el encargado de levantar el templo.

La edición del libro, por parte del Centro de Estudios de la Manchuela, refuerza además su carácter de herramienta de referencia para investigadores, estudiantes y aficionados a la historia del arte y del patrimonio. La publicación está cuidada, con aparato crítico riguroso y una estructura que facilita la consulta, con fichas biográficas, referencias cruzadas, y planos de algunas intervenciones arquitectónicas. “Alarifes, maestros de obra y académicos de Iniesta” es, en definitiva, una obra necesaria, que contribuye de forma notable al conocimiento de la arquitectura conquense, revalorizando el trabajo de quienes, desde localidades como Iniesta, hicieron posible muchos de los edificios que hoy seguimos admirando. Un libro de estudio, sí, pero también de descubrimiento: el de una red de oficios, saberes y tradiciones que tejieron —a menudo en el anonimato— el rostro barroco y dieciochesco de la provincia de Cuenca.

Ellos construyeron esa arquitectura que forma parte de nuestra historia. A nosotros nos toca ahora admirarla y, sobre todo, conservarla lo mejor que podamos, para que las nuevas generaciones que nos sucederán, puedan seguir disfrutando de esa parte de nuestra cultura.


Interior de la iglesia de Navalón





El podcast de Clio: ARQUITECTURA CONQUENSE: LINAJES Y OFICIOS DEL SIGLO xviii

viernes, 6 de junio de 2025

“LA AGONÍA DE FRANCIA”, UNA VISIÓN AGUDA DE LA FRANCIA DE LOS AÑOS TREINTA DE LA PLUMA DEL PERIODISTA ESPAÑOL MANUEL CHAVES NOGALES

 

La agonía de Francia, escrita por el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales y publicada por primera vez en 1941, es una de las más lúcidas y desgarradoras crónicas sobre la caída de Francia ante la Alemania nazi en 1940. Lejos de conformarse con una exposición factual de los hechos, Chaves Nogales construye un testimonio personal y moral, cargado de amargura y lucidez, que denuncia la decadencia de una sociedad que, según él, había renunciado a defenderse a sí misma.

Manuel Chaves Nogales (1897-1944) fue un periodista y escritor español, uno de esos periodistas “de raza”, un profesional del periodismo que tiene una gran vocación, pasión y ética por su trabajo. Se trata de alguien que, más allá de simplemente informar, investiga a fondo, desafía el poder, busca la verdad con coraje y tiene una fuerte identidad periodística. Son periodistas que no se conforman con lo superficial, que van más allá de los comunicados oficiales, y que tienen un instinto especial para descubrir lo que realmente importa. A menudo, se les reconoce por su compromiso con la sociedad, su independencia y su capacidad de contar historias de manera impactante y rigurosa.

Célebre por su compromiso con la democracia y por su estilo directo, preciso y honesto. Hijo de un periodista republicano, Manuel Chaves Rey, Chaves Nogales se formó en un ambiente liberal y muy crítico. Durante los años treinta trabajó en medios como Ahora y Estampa, y destacó por su cobertura de la Guerra Civil española, en la que se posicionó contra los totalitarismos de ambos bandos. Su obra “A sangre y fuego” recoge relatos sobre ese conflicto, desde una perspectiva humanista y profundamente comprometida con la verdad. En 1936 se exilió en París, y más tarde, cuando el país vecino se vio invadido también por la bota del nacismo, y huyendo del avance del fascismo por todo el viejo continente, se vio obligado a exiliarse, esta vez en Londres, donde escribió estas reflexiones sobre la crisis y la agonía del país que le había acogido en un primer momento. Publicó sus crónicas en los mejores diarios, no sólo españoles, sino también en Francia y en Inglaterra, y escribió varios libros, en los que demuestra su apuesta por la democracia y en contra de las dictaduras. Chaves Nogales murió prematuramente en 1944, en el exilio londinense, víctima de una úlcera.

En 1928 había ganado el premio Mariano de Cavia, uno de los más prestigiosos del periodismo español en aquellos años, por la cobertura que había realizado el año anterior del viaje de la aviadora norteamericana Ruth Elder, quien, en compañía de George Haldermann, había intentado cruzar el Atlántico. Aunque la gesta no pudo terminar tal como quería, al estrellarse su aparato en las aguas del océano, la norteamericana logró llegar a Lisboa, ciudad desde la que se trasladó hasta Getafe, a los mandos de un Junker de la Unión Aérea Española, acompañado por el propio Chaves Nogales y tres periodistas más.

Volviendo al texto analizado, quizá uno de los libros más conocidos de su autor, debemos tener en cuenta la situación en la que se encontraba la nación vecina cuando el periodista, huyendo de la dictadura de Franco, se instaló en el país vecino. La narración de Chaves se contextualiza en el momento más crítico de la historia contemporánea francesa: la derrota fulminante del ejército francés ante las tropas nazis en la primavera de 1940. El país quedó partido en dos: una zona norte ocupada militarmente por Alemania, y una zona sur nominalmente libre, gobernada desde Vichy por el mariscal Philippe Pétain, quien aceptó colaborar con el régimen nazi. Esta “zona libre” no fue en realidad independiente: el régimen de Vichy fue un Estado títere que, bajo la apariencia de legalidad y orden, se entregó al colaboracionismo, instaurando un régimen autoritario, antisemita y represivo. Chaves Nogales desenmascara esta falsa neutralidad: para él, Pétain y los suyos no fueron más que facilitadores de la dominación nazi. La caída de Francia no fue sólo militar: fue —y esta es la tesis del libro— una derrota moral.

Ya hemos dicho antes que Chaves Nogales fue un convencido demócrata. Por eso, no puede estar de acuerdo con quienes culpabilizan a la democracia de los males que asolan al país vecino: “Todos los idiotas del mundo -incluso los idiotas demócratas- se han puesto de acuerdo en proclamar que la democracia y el liberalismo, con su corrupción, su incapacidad, su falta de energía y resolución, han sido la causa fundamental de la decadencia de Francia y de su derrumbamiento final. Esta unanimidad en el juicio de los tontos, es uno de los mayores prodigios realizados por los fabulosos medios de captación de que dispone en nuestro tiempo la propaganda manejada sin escrúpulos por los Estados. Porque la verdad, la última verdad de Francia, la pura verdad, que hay que estar ciego para no ver, es precisamente la contraria… Cuando los franceses, haciendo coro al doctor Goebbels, decían que era la democracia, el régimen parlamentario, el liberalismo, la República, lo que estaba podrido, se engañaban o pretendían engañarse, ocultando pudorosamente que no era el país oficial, como decían sino el país real. La Francia que se creía inmortal, con sus veinte siglos de civilización, lo que llevaba a la muerte las generaciones impotentes de la posguerra.”

 Chaves Nogales, por el contrario, hace un análisis certero de cuáles son los verdaderos problemas de la Francia de los años treinta, problemas que tienen más que ver con el derrotismo en el que habían caído la mayor parte de los franceses: “Éste es el gran señuelo de socialismo. Mientras la democracia mantiene a los hombres en un estado permanente de impureza, el totalitarismo es un Jordán purificador maravilloso. Mientras el demócrata tiene que subir un calvario con la cruz a cuestas, cayendo y levantándose entre la befa y los salivazos de la canalla irritada, el totalitario aparece ante las masas humildemente postrada como un arcángel resplandeciente. Basta imaginar las catástrofes que se producirían en Alemania, Italia o la URSS si las masas, humildemente postradas ante sus arcángeles rutilantes que menean diestramente las espadas flamígeras del totalitarismo, adoptasen la actitud rebelde que habían adoptado en el seno de la democracia francesa. Porque la única verdad de la decadencia de las democracias radica en el hecho innegable de la rebelión de las masas, el gran fenómeno de nuestro tiempo, provocado no por un afán de superación multitudinario, sino por un desencadenamiento diabólico de los más bajos instintos.”

Y más adelante, ante la situación prebélica en la que el país se encuentra ante la inminente invasión alemana Chaves Nogales es muy crítico ante el sentimiento derrotista del ejército y del pueblo francés ante la inminente guerra: “En esto, como en muchas otras cosas, Francia había renegado de su verdad profunda para dejarse sugestionar por los procedimientos de sus adversarios. La doctrina democrática de la nación en armas, con todos sus defectos, con todas las corruptelas del reclutamiento, hasta con sus emboscadas y sus objetores de conciencia, pero con su humana e inteligente comprensión de las posibilidades auténticas de heroísmo que existen en un pueblo de cuarenta millones de habitantes, era mucho más eficaz de esa grotesca  simulación del heroísmo universal en que se basan las doctrinas totalitarias, que Francia nos ha enseñado, es como se derrumba, no un régimen verdaderamente democrático, sino un totalitarismo incipiente. Si Francia hubiese seguido siendo fiel a sí misma, si no hubiese adoptado frívolamente las funciones que tarde o temprano han de ser fatales para Hitler y Mussolini, si no hubiese caído en un régimen híbrido y, como tal, infecundo, si hubiese seguido siendo una democracia con todas sus consecuencias, no habría sido vencida.”

En “La agonía de Francia”, Chaves Nogales narra su experiencia como testigo directo de la invasión alemana en Francia y la posterior huida de París en 1940. El libro es tanto un testimonio personal como una reflexión política. Con su estilo característico —claro, honesto, incisivo—, el autor denuncia el colapso moral de la Tercera República Francesa, desbordada por la pasividad de sus élites, el desencanto del pueblo y el avance del totalitarismo. La obra es también una severa advertencia sobre los peligros de la neutralidad cobarde, el pacifismo mal entendido y la rendición ante el fascismo.

Chaves Nogales no se ahorra críticas, ni siquiera hacia la izquierda, a la que acusa de haber perdido el norte frente al comunismo, mientras la derecha coqueteaba con el autoritarismo. Francia, según él, se había desarmado moral y políticamente antes de ser vencida militarmente. En este sentido, recogemos las palabras del autor: “Las dos grandes fuerzas de destrucción del mundo moderno, el comunismo y el fascismo, la nueva barbarie de nuestro tiempo, que ha conseguido arrastrar consigo las eternas antinomias de tradición y revolución, pobreza y riqueza, nación y universalismo, habían librado en Francia una larga batalla no por incruenta menos funesta. Todo había sido arrasado a derecha e izquierda. Quedaba únicamente lo que era indestructible, la norma, el espíritu, que si bien no impide a las naciones morir, es lo que las permite resucitar.” Y más adelante, en uno de los últimos capítulos del libro, concluye afirmando lo siguiente: “Para los unos, Francia no sería si no era fascista. Para los otros no había más Francia posible que la de la revolución del proletariado.” Entre ambos extremismos, podemos decir, no había solución para el país vecino.

La agonía de Francia es un libro imprescindible para entender no sólo Francia, sino la Europa de entreguerras, el colapso de las democracias liberales ante los totalitarismos y la responsabilidad de las sociedades que, por miedo, comodidad o desidia, renuncian a defender sus valores. Chaves Nogales, con una mezcla de tristeza, valentía y claridad, no sólo retrata el hundimiento de un país, sino que lanza una advertencia atemporal: la libertad no se mantiene sola, hay que defenderla, incluso cuando todo parece perdido.

Por todo ello, en tiempos de crisis, como es el nuestro, esta obra conserva una vigencia inquietante, y la figura de Chaves Nogales, periodista íntegro y demócrata sin partido, sigue brillando como ejemplo de honestidad intelectual y compromiso moral. Su lectura, de esta forma, nos permite hacer una honda reflexión que también, esa es mi opinión y con las lógicas diferencias entre un régimen y otro, pero puede servir también para España, y quizá también para el conjunto de Europa, de este siglo XXI que nos ha tocado vivir: “En un régimen democrático auténtico, Daladier no hubiese fracasado. Eran precisamente los enemigos de la democracia, aquellos que se habían negado a consentir su continuidad, quienes esterilizaban su talento y rendían impotente su fuerza. Al juzgar ahora a Daladier, se repite el sofismo mil veces repetido de cargar a la cuenta de la democracia los crímenes que cometen sus enemigos. Daladier fracasaba y llevaba a Francia a la catástrofe, no porque fuese demócrata, ni porque el régimen democrático condujese fatalmente a la derrota, sino porque, en Francia, actuaban criminalmente y con impunidad otras fuerzas antidemocráticas que estaban resueltas a hundir el país con tal de que se hundiese el régimen. El único pecado de la democracia ha sido no aniquilar esas fuerzas de destrucción antes de que provocasen la rebelión de las masas estimulando sus más bajos instintos. Contra ese movimiento general de regresión  que Georges Bernanos llama la rebelión de los imbéciles, la democracia, es cierto, no ha sabido defender y proteger al pueblo, al demos auténtico, que no está formado, ni mucho menos, por esas falanges mesocráticas, híbridas y estériles como mulas que, para apoderarse del poder y conservarlo, han tenido que caer en la barbarie del totalitarismo.”

Mapa de Francia en 1940, después de la invasión nazi





El podcast de Clio: LA AGONÍA DE FRANCIA



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