Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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jueves, 22 de mayo de 2025

REFLEXIONES PARA UNA PAZ CONSENSUADA

 

Este texto es la presentación del libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII", que he escrito junto al teniente coronel Pedro Luis Pérez Frías.

 

Señoras y señores, autoridades, amigos y amantes de la historia de Cuenca o de la historia militar, buenas tardes.

Antes de nada, me gustaría dar las gracias a todos los que, de una manera o de otra, habéis hecho posible que este libro vea por fin la luz. A la Diputación Provincial y, a su Diputada de Cultura, Marian Martínez, y especialmente a la directora de su Servicio de Publicaciones, Marta Segarra, quien, como tantas veces ha hecho cada vez que se lo he pedido, no ha dudado en prestar, solícitamente, toda su colaboración y su entrega al servicio, y quiero reiterar esta palabra, servicio, por cuanto ésta tiene de asistencia, prestación, entrega, en beneficio de la ciudadanía. También, por supuesto, a los que nos han prestado su aliento a lo largo del tiempo que este volumen ha tardado en ver la luz, por diferentes motivos. Y a todos vosotros, que estáis aquí, por vuestra presencia en este acto. Y sobre todo, a sus futuros lectores, porque sin lectores, desde luego, no existirían los libros; porque todo mensaje, y desde luego un libro no es más que un mensaje, más o menos denso, debe tener, por definición, un receptor que reciba ese mensaje, que haga que el trabajo realizado por el emisor haya valido la pena. 

Dicho esto, es para mí un honor estar aquí hoy para presentar el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII", una obra que he tenido el privilegio de escribir junto con el teniente coronel Pedro Luis Pérez Frías. Este estudio, riguroso y documentado, nos sumerge en la historia militar de una de las regiones más significativas de España, pese a la falta de unidades militares que estuvieron acantonadas en ella en muchas etapas de su historia, y en la función clave que desempeñaron sus militares en una etapa crucial de nuestra historia.

Alguien, en un corte muy conocido de televisión que se ha convertido en recurrente, abroncó a todos los presentes en una tertulia porque, pensaba él, no se estaba dedicando demasiado a hablar sobre el libro que él acababa de publicar. Por el contrario, yo aquí no voy a hablar sobre nuestro libro; o al menos, no voy a hablar de momento sobre el libro. Sobre él ya se está hablando mucho en este acto. Yo , por el contrario, de lo que quiero hablar es del ejército; del ejército español, del que yo, lo confieso, me considero un admirador. Yo, que cuento como única experiencia en el ejército los veinte meses que estuve de servicio militar, y encima aquí, en el gobierno militar de Cuenca, en un servicio de oficina que, además, lo hacía de paisano; que no tengo más tradición militar en mi familia que una muy lejana relación familiar con el general Federico Santa Coloma, uno de los soldados que son mencionados en el libro, además de ser nieto, yerno y tío de guardias civiles, que también, no debemos olvidarlo, forman parte de nuestras Fuerzas Armadas, siento por el ejército, y más en concreto por el ejército español, una profunda admiración, que va mucho más allá de los vistosos uniformes y de los relumbrantes entorchados que los adornan.

            Una vez dicho esto, quizá resulte extraña mi siguiente afirmación: ¡Ojalá no tuvieran que existir los ejércitos! ¡Ojalá los ejércitos no fueran necesarios! ¡Ojalá no existieran las guerras, ni los atentados terroristas, porque de esta forma, tampoco serían necesarias las misiones de paz, de las que, por cierto, tanto sabe el ejército español, que se encuentra desplegado casi por los cinco continentes, y es tan respetado allí donde va! Recuerdo que en un viaje por la antigua Yugoslavia, donde visitamos ciudades como Trebinje y Mostar, en Bosnia, algunos de sus habitantes nos comentaron el buen recuerdo que les habían dejado los soldados españoles que participaron en aquellas misiones de paz; sobre todo en Mostar, ciudad en la que, incluso, se le dedicó a nuestro país, y especialmente a los militares españoles caídos en acto de servicio, la mayor plaza de su callejero, en cuyo centro, además, se encuentra un sencillo monumento que está coronado por las banderas de España, de Bosnia, y de Herzegovina.

¡Ojalá no existieran tampoco las grandes inundaciones, ni los terremotos, ni cualquier otra clase de catástrofe natural, porque, más allá de la existencia de la Unidad Militar de Emergencias, una de las labores tradicionales de todos los ejércitos ha sido la de ayudar a la población propia en los casos de necesidad! Como se demostró, lamentablemente, en las pasadas inundaciones de Valencia, y como se demostró también en Cuenca, en abril de 1902, cuando fue una unidad de zapadores del ejército, que estaba dirigida, por cierto, por uno de los conquenses de los que hablamos en este libro, la que vino a Cuenca para realizar las tareas de desescombro y el rescate de los heridos, y búsqueda de los cuerpos en el peor caso, víctimas del hundimiento de la Torre del Giraldo, de nuestra hermosa catedral.

Sin embargo, los últimos años nos han demostrado, una vez más, que pensar en una sociedad idílica, en la que los Estados no tengan la necesidad de defenderse unos de otros, no deja de ser una utopía. A lo largo de la historia, las naciones han requerido fuerzas armadas para garantizar su seguridad, defender su soberanía y, en ocasiones, proyectar su influencia en el resto del mundo. La existencia de ejércitos no es un capricho ni un vestigio de tiempos pasados, sino una necesidad inherente a la estructura de cualquier país que aspire a preservar su independencia y su forma de vida.

“Si vis pacem, para bellum”. Esta máxima latina, que muchas veces ha sido atribuida, erróneamente, a Julio César, se debe en realidad al escritor romano Flavio Vegecio Renato, un autor tardío romano que vivió en el siglo IV, cercano a la corte del emperador Teodosio y pertenece al prefacio del libro tercero de una de sus dos obras conocidas sobre temas militares: “Epitoma rei militaris”. La traducción más cercana de la frase sería la siguiente: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Por otra parte, el famoso filósofo chino Sun Tzu, que vivió entre los siglos VI y V a.C., y que escribió una de las obras clásicas sobre temas militares, “El arte de la guerra”, ya había escrito, antes de ello, otra frase lapidaria sobre este asunto: "El arte supremo de la guerra es someter al enemigo sin combatir." En efecto, para él, estar siempre preparado para la guerra es precisamente lo que permite controlar la situación y mantener la estabilidad y la paz, sin tener que llegar al conflicto armado.

En 1992, poco después de que se produjera el derribo del muro de Berlín y la caída del comunismo, tal y como se entendía en aquel momento, el historiador y politólogo norteamericano Francis Fukuyama publicó su libro más conocido: “El fin de la Historia y el último hombre”. La tesis pecaba de un optimismo que se ha demostrado totalmente erróneo: considerando el fin de las dictaduras tanto en la península ibérica como en Grecia y en América Latina (juntas militares), y sobre todo la desintegración de la Unión Soviética, y el final de las dictaduras comunistas en la Europa oriental, en los años ochenta, la democracia y el liberalismo ya no tendrán más barreras, y el estallido de nuevas guerras sería cada vez más improbable. 

            Basándose en esa concepción errónea de la geopolítica, en muchos países, sobre todo en Europa, se ha venido desarrollando en los últimos años, una política de “buenismo” y de pacifismo que ahora, sin embargo, los europeos estamos sufriendo en los últimos años. En efecto, en Europa, en las últimas décadas, hemos asistido a un proceso  progresivo de desarme y debilitamiento de las estructuras de defensa bajo la bandera de una política pacifista bienintencionada, pero no exenta de problemas. Se ha promovido la idea de que la guerra es algo del pasado, que los conflictos pueden resolverse exclusivamente a través de la diplomacia y que los ejércitos pueden reducirse a su mínima expresión sin que ello tenga consecuencias.

Sin embargo, la historia nos ha demostrado que la paz no es una condición permanente, sino un estado frágil que debe ser protegido con determinación. La guerra de Ucrania, y también la de Israel aunque de otra manera, nos ha colocado a los europeos bajo nuestro propio espejo. La incapacidad de la Unión Europea para influir decisivamente en la resolución de este conflicto ha evidenciado la debilidad estratégica de nuestro continente. Un claro ejemplo de ello es la reciente decisión tomada entre Donald Trump y Vladímir Putin para poner fin a la guerra, pero a su modo, a partir de la rendición casi incondicional de Ucrania, una decisión en la que ni la propia Ucrania ni los países europeos han tenido un papel determinante. Esto pone de manifiesto una dura realidad: sin una defensa fuerte y sin una capacidad real de disuasión, Europa se convierte en un actor irrelevante en el escenario internacional.


Por otra parte, no es la primera vez que esto sucede. No es la primera vez que Europa ha tenido que sucumbir por sus propias negligencias, y por su apuesta por la paz, precisamente en un momento en el que apostar por la paz y no hacer frente con decisión a los postulados totalitarios no era una opción. Pasó en los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, y aquello, ya lo sabemos. En aquel momento, las democracias liberales, Gran Bretaña y Francia a la cabeza, se mostraron demasiado tibios ante las primeras invasiones de Alemania, pensando que el problema era sólo de Alemania y de sus vecinos del otro lado del continente. Creyeron a Hitler cuando les prometió que su único deseo era reagrupar los territorios en los que el pueblo alemán era mayoría. Por ello, no actuaron cuando el nazismo anexionó Austria, en marzo de 1938; no actuaron tampoco cuando anexionó los Sudetes checos, en septiembre de 1938, ni cuando, en marzo de 1939, entraron en Praga para anexionarse el resto del país, estableciendo el protectorado sobre Bohemia y Moravia, a la vez que propiciaban el establecimiento de un estado títere en el resto de la vieja Checoeslovaquia; ni actuaron, ese mismo mes de marzo, cuando las tropas alemanas se apoderaron del territorio de Memel, en el oeste de Lituania.

Sólo actuaron cuando, ya a finales de agosto, vieron las orejas de un lobo ya demasiado cercano, cuando los nazis, fruto de su pacto secreto con los comunistas de la Unión Soviética, intentaron apoderarse de Danzig (Gdansk), que entonces tenía estatuto de ciudad libre, protegida por la Sociedad de Naciones. Sin embargo, para entonces, todo era ya demasiado tarde. Poco tiempo antes, cuando los alemanes habían invadido los Sudetes, Neville Chamberlain, quien era en ese momento Primer Ministro del Reino Unido, se dirigió a sus compatriotas anunciándoles que había conseguido la paz, al no querer intervenir en el conflicto. Sin embargo, aquellas cuando la guerra ya era irremediable, el recuerdo de aquellas palabras de Chamberlain les llevaron a Winston Churchill, su rival en el Partido Conservador, y futuro Primer Ministro después una vez acabado el conficto, a afirmar, en un famoso discurso que dirigió a sus paisanos ingleses su famosa frase: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Habéis elegido el deshonor, y ahora tendréis la guerra”. Porque no basta con no desear la guerra para poder vivir en paz, tal y como la historia nos demuestra constantemente.

El propio desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo su finalización, nos enseñó, una vez más, la necesidad de ser fuerte, militarmente hablando, también para poner fin a la guerra. Y sobre todo, para poder empezar, con verdaderas posibilidades de éxito, una buena posguerra. Fueron los norteamericanos, no los europeos, los que posibilitaron la reconstrucción de Europa, y fueron los norteamericanos, no los europeos, los que lograron que la Guerra Fría se quedara en eso, en una guerra fría, a pesar de que siempre estuviera bajo la espada de Damocles de una guerra caliente. ¿Qué hubiera sido de Europa, en aquellos años de continuas crisis de misiles y de bombas atómicas, sin la ayuda del primo americano? ¿Cuánto tiempo le hubiera durado a la bota comunista acabar con todo el continente europeo? Todavía en este siglo XXI, hay que recordarlo, el setenta por ciento del presupuesto de la OTAN lo ponen los Estados Unidos.

La afirmación sigue siendo válida hoy en día, a pesar de las soflamas interesadas y casi absurdas de Donald Trump. Hace apenas dos semanas, en un artículo publicado en el diario ABC, José Ignacio Salafranca, director de la Fundación Euroamérica y antiguo embajador de la Unión Europea en Argentina, afirmaba lo siguiente: “Hemos asistido a la paradoja de que una gran potencia económica  como la Unión Europea, con casi quinientos millones de habitantes, tenía que ser protegida por los Estados Unidos, trescientos cuarenta millones, frente a las amenazas de Rusia, ciento cuarenta y cuatro millones, siendo el gasto militar de este país inferior en un vente por ciento al de los estados miembros de la Unión Europea”. Y más adelante continúa: “La Unión Europea tiene que reinventarse para hacer frente a los retos que plantea un mundo, el de 2025, muy distinto al de 1945. La pregunta que nos interpela hoy es si la Unión Europea, a pesar de su declive demográfico y económico, quiere y puede liderar un nuevo multilateralismo. Si aspira, a pesar de que tiene que aprender a dotarse de las herramientas del poder, a dar una visión distinta del mundo, anclada en sus valores: paz, libertad, comprensión, concordia y reconciliación”

En estos días en los que la crisis de Ucrania ha vuelto a poner de moda la necesidad de invertir más en armamento, escuché en un programa de radio una frase que me llamó la atención: “Europa, a partir de ahora, debe parecerse más a Esparta y menos a Atenas”. ¿Qué significa eso? Comparemos el mundo actual con la Grecia clásica, volvamos a los tiempos de la Guerra del Peloponeso, a los tiempos de Pericles y Lisandro, y lo entenderemos. Quizá lo que haga falta, si no queremos ser tan pesimistas, es buscar un término medio entre Atenas y Esparta, seguir enamorándonos de Atenas, pero sin dejar de mirar a nuestra espalda para encontrar allí la sombra de la vieja Esparta.

 

Dicho esto, y para volver a hablar de este libro que acaba de presentarse, quiero decir que en él se habla, sobre todo, de cerca de unos veinte militares que tienen dos cosas en común. Todos ellos, por unos motivos u otros, formaron parte de eso que se ha llamado las élites militares, y que el teniente coronel Pérez Frías ya nos ha contado en qué consiste, y además, de alguna manera, todos están relacionados con nuestra provincia. No son, sin embargo, los únicos que, de un modo u otro, dieron su vida por España. Porque dar la vida por tu país no es sólo llegar a las últimas consecuencias de esa entrega, llegar a morir por él o, como se canta en alguno de los himnos, entregar la última gota de su sangre. Dar la vida por tu país es, también, vivir de una manera acorde con una promesa dada, con la promesa que todo soldado hace en el momento de jurar la bandera que representa a su país.

Son, los que aparecen en el libro, apenas un puñado de soldados que, como miles y miles de soldados a través de los tiempos, supieron, a través de su biografía, convertir en una realidad vital el lema del soldado español: “Honor y Lealtad”; o ese otro, que todavía aparece, con letras de molde, en todos los cuarteles: “Todo por la Patria”. Ese lema que algunas asociaciones memorialistas han querido envilecer por su relación con el ejército de Franco, sin tener en cuenta su verdadero origen histórico, en el contexto de la Guerra de la Independencia.

Nada más. Reitero mi gratitud personal, y la gratitud de los que formamos parte de esta mesa, a todos vosotros, por vuestra paciencia. Muchas gracias a todos.









El Podcast de Clio: LOS EJÉRCITOS, UNA NECESIDAD TAMBIÉN EN EL SIGLO XXI


lunes, 21 de marzo de 2022

Otra vez sobre la guerra de Ucrania

 

En estos momentos tan convulsos en los que nos ha tocado vivir, el tiempo pasa tan deprisa, inexorable, que las horas se convierten en minutos, y los meses en días. Hace apenas mes y medio que yo me asomaba a esta tribuna para compartir con los lectores mi preocupación por el hecho de que otra vez estaban sonando tambores de guerra en la Europa oriental, y ahora resulta que el sonido de esos tambores ya se ha transformado en el doloroso atruendo de la guerra. Otra vez resulta que ha ganado Napoleón en sus extraños gustos musicales.

Antonio Burgos se quejaba en una de sus columnas, hace unos días, de la gran cantidad de “ucranólogos” de última hora que están saliendo a la luz a partir de la invasión de Ucrania. Antes de nada he de decir que yo no soy un experto en la geopolítica del siglo XXI, ni en relaciones internacionales. Sólo siento la necesidad de volver a escribir sobre el conflicto de Ucrania, como la única forma de intentar apartar mis propios fantasmas. En una de las conexiones a que las diferentes cadenas de televisión nos han acostumbrado durante estos días, una mujer ucraniana que se encontraba sola al otro lado de las cámaras, en alguna de las ciudades del país invadido que están siendo bombardeadas, pues su marido se había alistado para combatir al enemigo, comentaba a las televisiones que ella no había querido salir del país porque allí cada uno tenía una misión que cumplir, que si a unos les estaba encomendado tomar las armas para enfrentarse a los rusos, a ella le estaba reservado el papel de la comunicación, de contar a todo aquél que quisiera oírlo, todo lo que allí estaba sucediendo, más allá de las mentiras desarrolladas por la propaganda rusa. Por eso, porque el papel de los periodistas y de los intelectuales, y de los que jugamos a serlo desde un modesto, pero serio, medio de comunicación, es éste, y sobre todo porque no tenemos otra forma de hacer fluir nuestro dolor y nuestra solidaridad con el pueblo ucraniano, es por lo que tenemos la necesidad de escribir sobre el conflicto.

La verdad, en efecto, se asomaba a los ojos humedecidos por las lágrimas de aquella mujer ucraniana, de cuyo nombre, a mi pesar, no puedo acordarme. Una verdad que es ajena a las mentiras de Putin, que ha enviado a sus tropas haciéndoles creer que iban a participar en un simple ejercicio de maniobras militares. ¿Qué puede estar pasando ahora por la mente de todos esos jóvenes rusos, a quienes sus oficiales les obligan a disparar contra civiles desarmados? ¿Qué piensan ellos ahora de la inhumanidad de sus líderes? Una verdad que identifica a los rusos del siglo XXI con aquellos tártaros, que hace ya diez siglos asolaron el antiguo reino de Kiev, o Kyiv, como prefieren decir los propios ucranianos, y quizá sea éste el momento de hacerlo aunque sólo sea como una simple medida de solidaridad con ellos. En efecto, fue a mediados del siglo XI, cuando los tártaros, llegados desde las praderas de Mongolia, destruyeron la civilización de la vieja Rus, que había sido civilizada doscientos años antes desde Bizancio por los monjes Cirilo y Metodio. Después de otras muchas invasiones llegaría la nueva, la que volvió a florecer a partir del ducado de Moscú, y Rusia y Ucrania caminaron juntas en la historia, una siempre al lado de la otra, en una infinita cascada de acercamientos y de alejamientos que marcaron toda la historia de Europa oriental.

Mentiras del Kremlin, que ha prohibido a los medios de comunicación pronunciar la palabra guerra, porque, dice, la invasión es sólo una operación militar de carácter especial. Mentiras del Kremlin, que tiene convencidos a la mayor parte de los rusos de que el genocidio que sus tropas están provocando en el país vecino no existe. Mentiras del Kremlin, que incluso no dudan en detener a todos aquellos que, cada vez en mayor número, se atreven a acercarse hasta la Plaza Roja para protestar por el desarrollo de la guerra, independientemente de la edad de esos manifestantes. Cuando escribo estas líneas, son ya más de cinco mil las personas que en Rusia han sido detenidas por este motivo, y entre ellos, incluso, una anciana de más de noventa años, superviviente de aquel otro genocidio que se llevó a cabo en la Segunda Guerra Mundial. Mentiras del Kremlin, que ha dicho que el gobierno del presidente Volodimir Zelenski es un régimen filonazi, y que la operación militar iniciada sobre Ucrania es, sólo, una operación de autodefensa.

Mentiras del Kremlin, que acusó al gobierno de Ucrania haber derribado en 2014 un vuelo comercial de pasajeros, cargado con turistas holandeses que se dirigían de vacaciones a Kuala Lumpur, cuando en realidad los verdaderos culpables del derribo fueron los propios separatistas prorrusos del Donbás, creyendo que se trataba de un avión militar ucraniano. Mentiras del Kremlin, que acusa a Ucrania de haber roto los acuerdos del Protocolo de Minsk, que fueron aprobados en la capital biolorrusa en septiembre de 2014 entre las dos partes de un conflicto que ya lleva durando demasiados años y que mantiene en vilo la parte oriental de Ucrania, y cuya principal manifestación había sido ya, antes de la firma del protocolo, la anexión de la península de Crimea, en el mar Negro, por parte de Rusia. Es cierto que aquellos acuerdos no alcanzaron nunca la pacificación deseada, que los enfrentamientos en las provincias de Donestk y Luhansk han sido continuos entre ucranianos y rusos, pero también es cierto que si una de las partes ha roto el acuerdo, ésta ha sido Rusia, decidiendo unilateralmente reconocer la independencia de ambos territorios.

Monseñor Andrés Carrascosa, conquense que es nuncio apostólico del papa Francisco en Ecuador, dijo en el encuentro que mantuvo hace unos días en nuestra ciudad con un grupo de colaboradores y lectores de este medio, que deberíamos acostumbrarnos a no usar la palabra guerra cuando habláramos de lo que está pasando en Ucrania, pero sus palabras no tienen nada que ver con los motivos que el dictador tiene para no definirla de esta manera. Dijo, y tiene razón, que una guerra es un enfrentamiento armado entre dos contendientes en unas condiciones similares, y que lo que está sucediendo en estos días en un rincón de Europa es algo diferente: una invasión unilateral de un estado imperialista -el imperialismo está en el ADN de los rusos, una de las potencias mundiales más importantes, desde los tiempos de los zares-, contra un país soberano, mucho más débil que el otro, que tiene derecho a elegir su propio destino. Invasión o guerra, se llame como se llame, lo cierto es que se trata de una guerra total o indiscriminada, que no se detiene ante la población civil, y en la que incluso, según se ha denunciado desde Ucrania, se han utilizado bombas termobáricas, o de vacío, capaces de provocar una destrucción masiva, sin ningún tipo de diferenciación entre las víctimas, incluso entre personas que se hallan en el interior de los búnkeres, allí donde pueden refugiarse los civiles indefensos, quienes terminan muriendo por asfixia.

Es probable que cuando el lector lea esto, Putin haya logrado vencer en esta guerra cruenta, o en todo caso, que termine por vencerla en no mucho tiempo; la capacidad de defensa de los ucranianos tiene un límite. Pero no cabe duda de que esa victoria será una victoria pírrica. En el siglo III a.C., en el curso de las guerras entre los griegos y los romanos, Piro, el rey de Epiro, consiguió derrotar a los romanos en los campos de Lucania, en el sur de Italia, pero el número de bajas en su ejército fue tan alto, que desde entonces se utiliza la expresión como sinónimo de una victoria que se obtiene a un precio tan alto que es casi igual que una derrota. Y en efecto, pese a todo lo que se pueda pensar en este momento, la guerra ha sido un enorme error de cálculo del propio Putin, que habrá ganado, o ganará, la guerra de las bombas, es cierto, pero ya ha perdido la guerra de la historia, y la de la comunicación ante la opinión pública de todo el mundo. ¿Qué es lo que el nuevo zar ruso ha pretendido con la invasión de Ucrania? No pretendo hacer de aprendiz de brujo, pero el futuro de Ucrania pasa por la instalación en el país de un gobierno títere, como el de Lukashenko en Bielorrusia, o el que hubo en la propia Ucrania, antes de la revolución del Maidán, en manos de Viktor Yanukovych.

Y con respecto a la pretensión de Putin de cara al conjunto de Europa, si alguna vez pretendió, como así lo parece, el enfrentamiento entre todos los países de la OTAN, o los de la Comunidad Económica Europea, la imagen que se pudo ver hace unos días, con la totalidad de los delegados del Consejo de Derechos Humanos de la ONU abandonando la cámara en el momento n el que, por videoconferencia, iba a intervenir el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, es también elocuente; ese mismo día, Zelenski había recibido una larga ovación, con todos los diputados europeos puestos en pie, cuando, también por videoconferencia, se dirigió al parlamento europeo para solicitar su ayuda en el conflicto. Ambas cosas significan que Europa, y también el resto del mundo, están más unidos que nunca al lado de Ucrania. La OTAN, por primera vez en su historia, ha aprobado el envío de armas a un país tercero. Alemania ha roto su espíritu pacifista, señal de identidad del país en los últimos setenta años, acosado por el fantasma de la Segunda Guerra Mundial, y ha aumentado su gasto en defensa hasta límites nunca alcanzados. Hasta Suiza se ha pensado abandonar su neutralidad, y sobre todo su estatus de paraíso económico, para perseguir a los oligarcas rusos que tienen importantes fortunas, obtenidas muchas veces con negocios inconfesables, en los principales bancos del país. Y hasta ha conseguido unir en Ucrania a los filorrusos y a los rusófobos, salvo a los más exaltados. En la propia Rusia, ya lo hemos dicho, ya son miles las personas que han sido detenidas por sus protestas contra la guerra.

Ante esta ostentación del enorme poderío bélico de los rusos, la actuación del mundo desarrollado, si bien demasiado tibia en un principio, ha sido acorde con lo que se pretendía, tomando una serie de medidas, militares, económicas y psicológicas, que han puesto a Putin ante su propio espejo. Las medidas militares, teniendo en cuenta que la OTAN no es, pese a lo que algunos sectores de la sociedad afirman, una organización militar de carácter ofensivo, sino sólo defensivo, y que, además, la posibilidad de una guerra nuclear, no puede actuar directamente, con sus propios militares, en defensa de Ucrania, que, no lo olvidemos, no es todavía miembro de la organización, pasan por el envío al ejército ucraniano de material militar, incluso de carácter ofensivo, de primera generación, tal y como se ha hecho, tanto desde la propia OTAN como de casi todos los estados miembros. Y España, aunque tarde, y después de algún aviso público, y según algunas fuentes también privado, del propio Josep Borrell, vicepresidente de la Comisión Europea, también lo ha hecho.

Los otros dos tipos de medidas adoptadas van dirigidas contra el país, y también contra el conjunto del pueblo ruso, con el fin de que éste pueda conocer de primera mano, las consecuencias que las decisiones de su tirano puede llevar a su propio pueblo. Las medidas económicas se realizan con el fin de estrangular la economía rusa, y no tendrían ningún sentido si no fueran acompañadas con otras medidas directas e individuales contra los propios oligarcas rusos, propietarios de grandes fortunas que se encuentran fuera del país, con el propio Putin a la cabeza; oligarcas que ahora están siendo atacados en esas mismas fortunas, como se demuestra por el hecho de que algunos de ellos ya se han desmarcado de la guerra y de Putin, cuando hace muy poco tiempo se afanaban con declaraciones en favor del dictador, en cuya compañía se dejaban fotografiar en actitud de franca camaradería. En muy pocos días, por otra parte, el valor del rublo cayó hasta un cuarenta por ciento, y la caída ha seguido imparable en los días siguientes. Y la caída de la bolsa ha sido tan brutal, que el gobierno tuvo que ordenar su cierre para evitar nuevos descensos, al mismo tiempo que en las oficinas bancarias ya se empezaron a ver largas colas de usuarios, en una especie de pequeño corralito cuyas consecuencias finales todavía nos son desconocidas.

Las medidas psicológicas, finalmente, como la decisión de suprimir el stand ruso del Mobile Word Congress, que también tiene mucho de medida económica, o sacar a Rusia del próximo festival de Eurovisión, pueden ser las menos drásticas de todas, pero en un mundo como el actual, en la que todo, o casi todo, se mide a través de la imagen, el mero hecho de poder quitar a un país la posibilidad de enseñar a todo el mundo su propia imagen puede resultar desmoralizador para una parte de sus habitantes. Y el fútbol, que es la cosa más importante de todas las cosas menos importantes, según se le ha definido en algunas ocasiones, puede llegar a modificar las conductas y los sentimientos de los aficionados, hasta el punto de que Roman Abramovich, ruso y propietario del Chelsea, club de fútbol inglés, íntimo amigo de Putin al menos hasta el estallido de la guerra, con el fin de evitar que el club sea embargado por el gobierno inglés, ha decidido venderlo, y promete dedicar todo el dinero de la venta en beneficio de los damnificados de la guerra. En principio, no hay motivos para dudar de las palabras de Abramovich, y sería bueno que así lo hiciera para el propio fútbol, tan criticado en algunos foros por lo desmedido del mercantilismo que le rodea. Sería bueno, también, que siguiera sus pasos Rinat Ajmatov, presidente del Shakhtar Dónetsk, ucraniano pero filorruso, propietario de un conglomerado económico enorme en la región del Donbás, quien fue con su fortuna, en los años que precedieron a la revolución del Maidán, el gran mantenedor en el poder del presidente Yanukovich.

Por todo ello, es muy importante también, lo que el mundo del fútbol, y del deporte en general, puede decir con respecto al conflicto. En este sentido, cobra especial relevancia la coincidencia de muchas federaciones deportivas, y del propio COI, en el sentido de expulsar a los deportistas rusos de las competiciones deportivas. Es cierto que ellos, en sí, no tienen la culpa, y que incluso algunos han hecho declaraciones públicas muy contrarias a Putin y al propio Kremlin, pero también es cierto que muchos europeos van a sufrir en sus propias carnes la estrangulación de la economía rusa -al menos, nosotros no tenemos que enfrentarnos directamente a la guerra-; la decisión de tomar unas medidas de este tipo llevan consigo daños colaterales que todos debemos asumir. Esa expulsión debería ser total, y sin duda será total, al menos en lo que respecta a los deportes de equipo y de selecciones, en los que los deportistas, por definición, representan a su país. La autodefensa del comité olímpico de la propia Rusia, alegando que esa expulsión es contraria al propio espíritu olímpico del deporte, que aboga por valores propios de la competición deportiva, como la solidaridad y la comunidad en el sacrificio mutuo, parecería una broma macabra, si no fuera porque no están los tiempos como para hacer bromas con este asunto,. En la trágica situación a la que se nos ha conducido a todos, a cada uno en su medida, ¿cómo se puede hablar, desde el punto de vista del propio ofensor, de ese espíritu deportivo?

Como reflexión final, quiero hacerme eco de las palabras de muchos columnistas y periodistas de opinión, independientemente del medio para el que trabajan. En un conflicto de estas dimensiones no se puede ser equidistante; no se puede decir al mismo tiempo “no a la guerra” y “OTAN fuera”, como si la OTAN fuera el agresor, y olvidando que ha sido la propia Rusia, y no la OTAN, quien ha promovido la guerra, tal y como está haciendo una parte de la extrema izquierda. ¿Qué especie de fantasma interior hace saltar a esa parte de la izquierda cuando se recuerdan las relaciones que ésta sigue teniendo, como en los tiempos de la Unión Soviética, con la parte agresora del conflicto? Es cierto que el imperialismo panruso es más antiguo que la propia Unión Soviética, que arranca de la zarina Catalina I, e incluso de los primeros zares de Moscú. Es cierto, también, que el partido de Putin, Rusia Unida, se declara de centroderecha e imperialista, pero es sencillo poder rastrear los vínculos que une al propio Putin con la vieja Unión Soviética, en la que fue jefe del KGB, sus temidos servicios secretos. Como también es sencillo seguir el rastro de cuáles son los escasos aliados fieles que a Rusia le quedan en el mundo, después del alejamiento que la invasión de Ucrania ha generado en la extrema derecha, hermanos suyos en lo que respecta a ese espíritu nacionalista: Bielorrusia, por supuesto, y más allá de ella, sólo China -que a pesar de todo, y debido a su eterno pragmatismo, ya está empezando a ponerse de perfil-, Corea del Norte, Cuba, Nicaragua, Venezuela, …, y en España, una parte de la extrema izquierda. Es decir, los mismos que ya lo eran cuando todavía era la Unión Soviética, y el país aún no se había incorporado al mundo moderno gracias a la Perestroika de Mijail Gorbachov.



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