Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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jueves, 2 de mayo de 2024

GEOPOLÍTICA EN EL SIGLO XXI

 

A mediados de la década de los años ochenta del siglo pasado, el líder de la Unión Soviética, Mijail Gorbachov, inició el gran terremoto ideológico que ha venido a llamarse la Perestroika: la reforma política y económica que haría el viejo imperio comunista, que sería sustituido por una Rusia renovada, libre ya de las tensiones que se habían ido sucediendo en la gran nación de naciones desde el mismo momento en el que había triunfado la revolución de 1917. Y paralelamente a ello, también, la libertad y la independencia para todas esas naciones que, ya desde antes de la Segunda Guerra Mundial, habían formado parte también de aquel imperio, de manera que tanto una como las otras pasaron a incorporarse, al menos nominalmente, a la lista de los países de la Europa democrática. También, todos aquellos países que, nominalmente independientes de la Rusia comunista, formaban parte también, de facto, de ese entente comunista que fue el Pacto de Varsovia, siguieron engrosando la lista de las nuevas democracias europeas, de manera que se fue generando en todo el mundo una especie de proceso sociológico y psicológico, cuyo efecto más importante sería, ya en el mes de noviembre de 1989, el derrumbe del muro de Berlín, que durante muchos años había dividido en dos a Alemania y a todo el mundo occidental.

La caída del muro permitió la definitiva reunificación del país que había sido derrotado durante la Segunda Guerra Mundial, pero sus efectos no se limitaron sólo a la propia Alemania. Se había iniciado, o al menos eso es lo que entonces se creía, una nueva historia: una historia diferente, que había logrado trascender por fin a la Guerra Fría, a ese mundo dividido en dos bloques enfrentados, esas dos maneras opuestas de entender la política, la economía, y la sociedad en general. “El fin de la historia y el último hombre”, es el título del ensayo que el historiador norteamericano Francis Fukuyama publicó en 1992, basándose en la teoría de otros pensadores anteriores, que arrancan del propio Hegel: la historia de la humanidad, concebida como una lucha entre ideologías contrapuestas, ha concluido con la derrota definitiva del mundo comunista; dando inició con ello a un nuevo mundo de paz, basado en la economía del libre mercado. La teoría, como decimos, no era nueva, pero hasta entonces no se habían podido poner las bases para ese “hombre nuevo” del que hablaba Fukuyama, en una Europa de entreguerras primero, y más tarde, en un mundo polarizado y dividido por lo que Winston Churchill, nada más acabada la guerra, en 1946, llamó el Telón de Acero, haciéndose eco de una vieja locución inglesa utilizada ya desde el siglo XVIII en los viejos teatros londinenses.

Sin embargo, los hechos posteriores han venido a demostrar que la teoría del historiador estadounidense estaba equivocada, dándole la razón, de esta forma, a Samuel Huntington y su teoría del choque de las civilizaciones. A la antigua polarización entre capitalismo y comunismo, que caracterizó a la etapa de la Guerra Fría, le ha venido a sustituir una nueva polarización, en la que el gran enemigo del liberalismo democrático es el terrorismo. En efecto, desde hace algunos años es el terrorismo, especialmente el terrorismo de carácter integrista, musulmán, el que ha venido a desempeñar el papel que hasta hace algunos años ocupaba el propio comunismo soviético. Pero además, la propia sociedad occidental ha venido a demostrar también que la historia, tal y como la entendía Fukuyama, sigue teniendo la misma vigencia que antes, y que la guerra sigue siendo, también en la propia Europa, una forma muy común de relacionarse entre los diferentes países. Lo demostraron, poco tiempo después de la caída del comunismo, las Guerras de Yugoslavia, y lo sigue demostrando la actual Guerra de Ucrania, que otra vez ha venido a traer el dolor y la muerte hasta las mismas fronteras de Europa.

Sin embargo, la guerra de Ucrania -o la no guerra, si queremos seguir la denominación que le ha dado el dirigente del país invasor, Vladimir Putin, en una clara muestra de esa hipocresía que le caracteriza, que la denominó, hay que recordarlo, operación militar de carácter especial-, no es un hecho aislado, sino el desenlace lógico de una forma de hacer política que ha caracterizado al propio Putin desde el mismo momento en que llegó al poder, convirtiendo así al país en el heredero vital de la antigua Unión Soviética. El proceso se inició ya con su antecesor en el cargo, Boris Yeltsin, quien protagonizó las primeras injerencias rusas en Georgia, defendiendo a los independentistas de Osetia del Sur y Ajasia, dos pequeñas repúblicas de mayoría prorrusa, y haciendo lo mismo en la Transnitria moldava, o en la guerra civil que asoló entre 1992 y 1997, la república de Tayikistán. Y dentro de los propios límites de la Rusia actual, las revueltas en Chechenia fueron aprovechadas tanto por Yeltsin como por el propio Putin para enraizarse todavía más en el poder. Desde entonces, las injerencias rusas en las antiguas repúblicas soviéticas independizadas han sido múltiples, como ya demostraron, en la misma Ucrania, las anteriores crisis de Crimea y el Dombás.   

Tal y como ha descrito en su libro “Putinistán” el periodista Xavier Colás, quien había sido enviado especial del diario “El Mundo” a Moscú hasta el pasado mes de marzo, cuando fue expulsado del país al no haberle sido renovado su visado profesional, Putin concibe su país como ese gran territorio que va más allá de esa Gran Rusia, que está conformada también por Bielorrusia y Ucrania, además de la propia Rusia, y dotada, también, de una zona de influencia que se debe extender a muchos de los territorios que habían conformado la antigua Unión Soviética. Así lo ha definido el británico Mark Galeotti, autor de uno de los libros más imprescindibles para comprender la psicología del mandatario ruso, “Las guerras de Putin, desde Chechenia a Ucrania”, en un artículo publicado recientemente en España: “En muchos aspectos, Putin es un geopolítico del siglo XIX. Desde su punto de vista, un gran país necesita una esfera de influencia, de modo que la soberanía de estados como Ucrania debe subordinarse a los intereses de Moscú, de la misma manera que debe tener derecho a ser escuchada -lo que viene a ser un derecho de veto- de todos los asuntos de importancia global, y tener la posibilidad [Rusia] de romper las reglas del orden internacional, con impunidad de vez en cuando. Esto es, después de todo, de lo que piensa que gozan los Estados Unidos.”

La guerra de Ucrania, aún entendiéndola como una consecuencia final de la política de Putin -y que no sólo es de Putin, pues no son escasos los rusos que piensan como él-, no es el único problema al que debe enfrentarse el mundo civilizado en pleno siglo XXI. También debemos dirigir la vista hacia otros territorios, que también están anclados, desde hace mucho tiempo, en un profundo pozo de sangre y de terror: la guerra de Siria, que en estos momentos se encuentra tan enraizada; el enfrentamiento entre Israel y Palestina, tan asociado también con el mismo problema de Siria; la creciente belicosidad de territorios como el Sahel africano, tan empobrecido por el hambre y por la falta de agua, y que constituye un importante caldo de cultivo para el crecimiento de los más sangrientos grupos islamistas como el Grupo de Apoyo al Islam, filial en la zona de Al Qaeda, o Boko Haram. Son sólo algunos ejemplos; los focos de conflicto se multiplican por todo el mundo, y los analistas internacionales siguen vertiendo ríos de tinta en periódicos, revistas especializadas o libros, intentando dar las claves para que la opinión pública pueda intentar comprender todos estos conflictos en toda su extensión, aunque en ocasiones, es cierto, esas claves no dejan de estar teñidas con su propia ideología, lo cual, por otra parte, hace todo mucho más confuso.

Sobre el problema de Palestina, por ejemplo, mucho es lo que se ha escrito en los últimos años, y ahora, cuando la guerra ha vuelto a avivarse, no son pocos los libros sobre el tema que siguen llegando a los escaparates de las librerías. Algunos han sido escritos desde el punto de vista de los israelitas, y otros, más incluso, lo han sido desde el punto de vista de los palestinos. No es extraño que haya sido así, sobre todo en un conflicto como éste, que desde hace tanto tiempo se halla tan incardinado al conjunto de la sociedad, y más aún en momentos como éste, cuando la polarización en el conjunto de la sociedad es tan exacerbada. En un lado del tablero se aduce que Israel es el único país realmente democrático en toda la zona de Oriente Medio, y que los aliados de los palestinos, Irán y Rusia sobre todo, pero también otros grupos terroristas, como Hizbulá en Líbano y los yutíes en Yemen, forman parte del llamado eje del mal; a los que defienden esta teoría, desde luego, no les falta una parte de razón. Y se defiende, sobre todo, y en lo que se refiere a esta última etapa del conflicto, que Israel ha sido el país agredido por un grupo terrorista, Hamás, que ni siquiera es capaz de defender a su propia población palestina, que ha matado y raptado a civiles inocentes, en un ataque perpetrado desde la franja de Gaza. Y desde el punto de vista de los árabes, y tampoco les falta una parte de razón, se aduce que los palestinos también tienen el derecho a vivir en esta parte de la tierra, que fue suya al menos durante un tiempo, antes de la llegada masiva de colonos semitas.

Desde el mundo occidental, que no sufre el conflicto de manera directa, que sólo lo vive de manera tangencial, se ha intentado solucionar el problema de diversas maneras, pero ninguna de ellas, al menos hasta el día de hoy, ha tenido el éxito esperado. Se ha hablado de la posibilidad de crear un país binacional, que acoja en su seno a judíos y a palestinos. Se ha hablado, también, de la creación de dos países diferentes, Israel y Palestina, lo que debería contar con un reconocimiento generalizado desde las Naciones Unidas. Quizá sea ésta la teoría que más adeptos tienen, aunque en Estados Unidos y en la mayor parte de los países europeos, muchos coinciden en afirmar que no es éste el mejor momento para alcanzar este reconocimiento, y que no puede estudiarse en serio la propuesta mientras el territorio se encuentre sumido en una guerra a sangre y fuego. El apoyo de algunos países árabes vecinos, como Jordania y la propia Arabia Saudí, que colaboraron con Israel hace unas semanas, cuando fue atacado por Irán, hace pensar que el conflicto entre ambos países es más territorial que puramente religioso.

      Así las cosas, la sensación que puede tener el observador externo es la de un mundo que está a punto de estallar, un mundo que, en esencia, no es muy diferente al del siglo XX, el siglo de las dos guerras mundiales y de la Guerra Fría. Y entre ambas guerras, además, el creciente auge de los totalitarismos, de izquierda y de derecha; el mundo de Stalin y de Hitler, y con ellos, de tantos y tantos dictadores -Benito Mussolini en Italia, Miguel Primo de Rivera en España, Óscar Carmona en Portugal, Miklós Horthy en Hungría, Józef Pilsudsky en Polonia,… y más tarde, también, Antonio de Oliveira Salazar y Francisco Franco en los dos países de la península Ibérica- que siguieron sus pasos, convirtiendo el continente europeo en un extenso territorio en el que las libertades democráticas brillaron por su ausencia.

En efecto, el fascismo en este siglo XXI se llama populismo. Y el populismo, que puede ser de izquierdas o de derechas, o incluso nacionalista, se está extendiendo por toda Europa, también por los Estados Unidos -Joe Biden y Donald Trump pueden ser dos ejemplos de ambos populismos- de manera bastante peligrosa, poniendo en jaque a todo el sistema democrático liberal. También en España, el populismo está atacando todo el edificio de la Transición, como también han puesto de relieve José Manuel García-Margallo y Fernando Eguidazu en su último libro “España, terra incógnita”; y buen ejemplo de ello es la llamada ley de la [des]memoria [anti]democrática, que al mismo tiempo que blanquea los crímenes cometidos por ETA -a fin de cuentas, Bildu ha tenido mucho que ver en el desarrollo de la ley-, reescribe la historia, y convierte a la Segunda República, y también a la Guerra Civil, en eso que nunca fue: una historia dulcificada de buenos demócratas, los de izquierda, y de malos, malísimos, opresores liberticidas, los de derecha. Ninguna guerra civil, tampoco la española, ha sido nunca nada más que la firme constatación de un enorme fracaso de la convivencia social.

domingo, 6 de febrero de 2022

Tambores de guerra en Europa oriental

 

En 1992, después de la caída del Muro de Berlín y de que en la vieja Unión
Soviética se hubiera producido ya el movimiento de disolución de su antiguo imperio, conocido como la Perestroika, el historiador norteamericano Francis Fukuyama publicó su famoso libro “El fin de la historia y el último hombre”, un texto que enseguida fue traducido a veinte idiomas diferentes, y tuvo en todo el mundo una gran cantidad de seguidores. La tesis que se defiende en el libro, bastante controvertida por lo demás, a pesar de que es uno de los textos más citados de los últimos años, puede resumirse en lo siguiente: la lucha entre las ideologías es el motor que mueve la historia, y ese motor se ha paralizado completamente con la disolución del bloque comunista; por lo tanto, la historia ha llegado a su final con la victoria de la democracia liberal, la única ideología viable en el mundo moderno, tanto en lo político y en lo social como en lo económico.

Sin embargo, la propia historia no tardó mucho tiempo en demostrar lo inexacta que era aquella afirmación, que la historia no había llegado a su final. Primero fueron las sucesivas guerras de independencia que protagonizaron los estados de la antigua Yugoslavia, que en el momento de la publicación del libro ya se habían iniciado, pero que se alargarían todavía durante una década más, tiñendo de muerte y desolación este viejo continente que, para entonces, creíamos que estaba exento de este tipo de tragedias. Después fueron los múltiples ataques terroristas de carácter fundamentalista musulmán, las de Estados Unidos contra las Torres Gemelas y las de Madrid contra los trenes de Atocha, pero también los múltiples atentados que se han venido produciendo en todo el orbe: en Casablanca, en Melbourne, en Bangkok, en Mogadiscio, en Barcelona, en Londres, en París, en Berlín,… o en las embajadas norteamericanas de Nairobi y Dar es Salaam- Ahora, el nuevo enfrentamiento entre los dos seculares enemigos de la Guerra Fría, Estados Unidos y Rusia, a la que todos creímos derrotada, que ha vuelto a hacer sonar en pleno siglo XXI los tambores de una guerra quizá muy cercana en las fronteras de Europa oriental.

Echando la vista hacia atrás, es cierto la relación histórica que existe entre los dos países en conflicto, Rusia y Ucrania, como el escritor Martín Miguel Rubio Esteban ha afirmado recientemente en la Tercera de ABC. Es cierto también, como ha escrito Juan Manuel de Prada, que Ucrania es, en parte, la cuna histórica de Rusia, y que la primera capital de Rusia, antes que Moscú o San Petersburgo, fue Kiev.  Sin embargo, yerra el genial escritor, con el que por otra parte me identifico en muchos aspectos diferentes a éste, cuando asegura que “la amputación de Ucrania es para Rusia tan dolorosa como lo sería la amputación de Cataluña para España”.  Comparar el caso de Cataluña, que nunca fue un Estado como tal, con el de Ucrania, resulta tan erróneo y anacrónico como comparar el caso del País Vasco con el de Irlanda, que tanto se pretenderá desde el punto de vista de los independentistas en los tiempos más duros del cruento terrorismo etarra. Las realidades, geográficas y también históricas, son muy diferentes en los tres territorios citados.

Es cierto que, históricamente, Ucrania y Rusia caminaron muchas veces de la mano, pero también es verdad que hubo otros momentos, terriblemente dolorosos, en el que ambos países estuvieron enfrentados. Basta citar, para demostrar que ello fue así,  el Holodomor, aquel terrible genocidio del pueblo ucraniano que, entre 1932 y 1933 llevó a la muerte, por hambre, a una cantidad indeterminada de ucranianos, entre un millón y medio y doce millones de personas, según las diversas fuentes; un hecho que, más allá de supuestas causas impersonales imputables a una serie consecutiva de malas cosechas y a la secular improductividad de los campos de cultivo de Ucrania, agravadas por la especulación y el sabotaje de algunos campesinos ricos, debe atribuirse a un acto intencionado de exterminio desatado por el poderío estatal soviético dirigido por Stalin.

España nunca ejerció el genocidio contra Cataluña. Y España, además, se convirtió, después de la muerte de Franco, en un país democrático, dando cobijo a Cataluña dentro de su democracia con las mismas condiciones, incluso superiores en algunos aspectos, que las demás regiones del país. El entramado político Rusia-Unión Soviética-Rusia, por el contrario, ha estado muchos años, incluso algún siglo, sometiendo al yugo del totalitarismo al conjunto de sus habitantes, a los propios rusos primero y después a los ciudadanos de las otras repúblicas soviéticas, primero con el zarismo y más tarde con el comunismo, salvo ese breve periodo de tiempo que supuso la Perestroika de Mijaíl Gorbachov. Porque la Perestroika supuso un gran avance para los rusos en pos de la democracia, a pesar de que en los últimos años, desde que Vladimir Putin llegara a la presidencia del país, primero con carácter interino, en 1999, y más tarde ya de manera oficial, a partir del año siguiente.

En este sentido, la nueva política de Rusia tiende a la recuperación de aquellas posiciones políticas que fueron propias de los tiempos más dolorosos de la Guerra Fría, principalmente en lo que la política exterior se refiere, pero también a la propia política interna del país. El economista y filósofo francés Guy Sorman, que tan bien conoce el territorio de la Europa oriental, muchas veces hermético para los occidentales, debido a sus propios orígenes familiares, ha afirmado recientemente que el ruso siempre avanza de frente, y que no deja de avanzar hasta que alguien le detiene. Así lo ha demostrado la historia, también la más reciente de este siglo XXI, como lo demuestra el caso de Ucrania, a la que hace ya algunos años Rusia le arrebató ya la península de Crimea y la región de Donetsk, pero también los de otras antiguas repúblicas soviéticas, como Bielorrusia y Kazajistan, cuya independencia también ha llegado a amenazar la “madre” Rusia en los últimos meses.

Y así lo demuestra también la otra guerra que desde hace ya algún tiempo, una guerra sin declaración previa que viene utilizando el gobierno de Putin contra la política interna del resto del mundo, una guerra en la que no se emplean bombas ni armas de artillería, sino internet y las redes sociales, una guerra en la que los rusos han tratado incluso de influir en las elecciones democráticas de países soberanos, tal y como han demostrado algunos observadores internacionales independientes. Y también, intentando colocar en esos países gobernantes prorrusos, como Yehven Murayev, quien, según los informes de la diplomacia británica, es el político que ha sido elegido por el Kremlin para dirigir Ucrania en los próximos años, como presidente de un gobierno títere, una marioneta que pueda gobernar a un país derrotado, Ucrania, siempre en beneficio de esta nueva Unión Soviética.

En todo caso, nadie puede poner ninguna objeción al hecho de que, a fecha de hoy, Ucrania, en el plano de la política internacional propia de este siglo XXI, es un país libre y soberano, que tiene derecho a decidir libremente en cuál de los dos lados del espectro político quiere estar, si en el de las democracias occidentales o en del del neocomunismo de Rusia o de China, de Corea del Norte o de las repúblicas ultraizquierdistas del continente americano. Y por supuesto, como país soberano que es, también tiene todo el derecho a poder incorporarse, para defender su independencia, a una alianza militar de carácter defensivo como es la OTAN. Porque una cosa que también debe ser tenida en cuenta en el debate, es que la OTAN, pese a su carácter militar, nunca ha sido, y mucho menos lo es hoy en día, una alianza de carácter ofensivo, sino defensivo.

Y en el plano interno de nuestro país, por otra parte, y a pesar del mucho ruido que en los últimos días se está produciendo, España no tiene más remedio que cooperar con sus aliados de la OTAN, y marchar en la misma dirección que lo hacen ellos. Otra cosa es, por supuesto, que se cumplan las leyes vigentes, y que, al menos, se informe adecuadamente en el Parlamento, y se pida también su autorización legal, de las gestiones que se están haciendo en este sentido. Pero Sánchez, más allá de ello, y por una vez, ha actuado conforme al derecho internacional, por más que en la reunión que el presidente norteamericano Joe Biden celebró con algunos presidentes europeos el pasado 24 de enero, se haya demostrado el escaso peso político que nuestro país tiene hoy en día -no siempre fue así- en el plano internacional. Lo otro, la postura de Podemos y del resto de los aliados del Gobierno, es sólo una vuelta de tuerca más al secular silencio cómplice que todos los partidos comunistas, también en los países occidentales, mantuvieron durante todo el siglo pasado, respecto a la violenta política de presión que la vieja Unión Soviética mantuvo siempre contra aquellas naciones que formaron, después de la Segunda Guerra Mundial, el Pacto de Varsovia.

A fecha de hoy, 27 de enero de 2022, la situación de la frontera entre Rusia y la Unión Soviética, es de cierto impasse, alerta siempre a las informaciones de los políticos que dirigen uno y otro bando -los de Rusia, los de Estados Unidos y los de la OTAN, que Ucrania, la principal protagonista de la situación, sin embargo, es la más callada de todas, al menos desde el punto de vista occidental-. Pero la historia, al contrario de lo que afirmaba Fukuyama, avanza todavía demasiado rápida en lo que a la política internacional se refiere, y nadie puede asegurar hoy en día, más allá de supuestos futuribles, cuál será la situación real en la que el conflicto se encuentre en el momento en el que el texto sea publicado. Esperemos, sin embargo, que esos tambores todavía lejanos de guerra, que se oyen en la frontera oriental de Europa, no terminen por convertirse en esa otra música que, para Napoleón, era la más hermosa de todas las músicas, la que generan los cañones cuando son disparados sobre el enemigo, o sobre poblaciones indefensas.



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