Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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miércoles, 25 de noviembre de 2020

Alonso González de Nájera, soldado y escritor, originario de Cuenca

 

               En la literatura española, muchos son los casos de soldados que compartieron la profesión de las armas con la afición a escribir. Desde el caso de Miguel de Cervantes, del que es sabido que antes de ponerse a escribir el Quijote había combatido en Lepanto, donde incluso llegó a perder una mano, hasta Garcilaso de la Vega o Jorge Manrique, Francisco de Aldana o Lope de Vega, Francisco de Quevedo o Calderón de la Barca, muchos de los grandes maestros de la pluma durante nuestro Siglo de Oro compartieron también la tinta negra sobre el papel con el ejercicio de las armas. El hecho no es tampoco una excepción de nuestra literatura; por el contrario, en otras culturas, la combinación de la pluma con la espada, o del uso en el ordenador de un procesador de textos con las armas de fuego, que todavía sigue siendo usual el ejercicio de ambas profesiones a la vez, se repite a través de las diferentes lenguas y de las diferentes etapas de la historia, y hasta algunos de los más grandes historiadores de la antigüedad clásica, como el griego Jenofonte, antes que historiadores fueron cronistas de sus propias batallas. También Cayo Plinio Secundo, más conocido como Plinio el Viejo, el autor de la “Historia natural”, la primera gran enciclopedia conocida, era un destacado militar romano. No obstante, nuestro Siglo de Oro abunda en ese tipo de militares ilustrados, que también son poetas o narradores, aunque lo más común es que los soldados se dediquen en sus trabajos a otras materias literarias mucho menos creativas, como la historia o la teoría de la guerra; o lo que se ha venido a llamar la literatura de arbitrios, como el es caso del conquense Alonso González de Nájera.          

     Hasta las últimas investigaciones del profesor Miguel Donoso Rodríguez, de la chilena Universidad de Los Andes, en el marco de sus trabajos realizados para llevar a cabo la publicación crítica de la única obra conocida de este militar conquense, poco es lo que se sabía acerca de su nacimiento y de sus circunstancias familiares, más allá de ese origen conquense, del que hablaba, ya lo veremos, alguno de sus compañeros de armas. Sin embargo, ya podemos decir que nuestro protagonista nació en la ciudad del Júcar en 1556, y que fue bautizado el 15 de noviembre de ese año en la iglesia parroquial de la Santa Cruz. En efecto, el profesor chileno ha podido encontrar su partida de bautismo en uno de los libros de la parroquia, conservado en el Archivo Diocesano de Cuenca, así como la de algunos de sus hermanos, Marco González de Nájara (o Nájera) y Francisco de Nájera. Y aunque existe una cierta dicotomía entre el apellido que aparece literalmente citado en esas partidas de nacimiento, que unas veces aparece como González de Nájera y otras sólo como Nájera, hay que tener en cuenta que en pleno siglo XVI, todavía, y por diversos motivos, existía una cierta indeterminación en este sentido, tal y como el propio Miguel Donoso también afirma: “Sabemos que los apellidos podían variar mucho en aquella época. No era rara por esos años la diferencia de apellidos en una misma familia: unos por gusto o por gratitud, otros por necesidades de mayorazgos, capellanías, patronazgos, etc., tomaban determinado apellido que continuaba generalmente la consanguinidad con el fundador del vínculo. En el caso que nos ocupa, la anteposición del apellido González al de Nájera, debía tener que ver con un reconocimiento a algún pariente o amigo muy cercano de la familia.”

               Gracias a la aparición de esta partida de bautismo, y de algunas otras relacionadas también con la familia Nájera, sabemos que los padres de nuestro protagonista fueron Juan de Nájera e Inés de Brihuega, y que era el menor de una familia que estaba compuesta, por al menos, otros dos hermanos, si bien existe la posibilidad de que pudiera tener algún hermano más; en efecto, el libro previo de bautismos de la parroquia, el correspondiente al periodo comprendido entre 1517 y 1551, en el que pudieron haber nacido otros hijos del matrimonio, no se ha conservado. Se sabe también que el padre era escribano de profesión, como algunos otros miembros de la familia, y entre ellos, un tal Diego González de Nájera, quien quizá podría haber sido hermano o tío de nuestro protagonista, probablemente de origen converso. Y por otra parte, también se sabe que la familia tenía también vínculos familiares con algunos plateros que estaban asentados en Cuenca: en la documentación se menciona a un Juan de Nájera, de esta profesión, y por María Luz Rokiski sabemos que durante toda la centuria, tres generaciones diferentes de esta familia mantuvieron un importante taller de platería, desde que los hermanos Pedro y Sebastián de Nájera, oriundos del pueblo homónimo de La Rioja, se hubieran establecido en la ciudad a principios del siglo XVI; éste Juan de Nájera, nacido ya en Cuenca, sería, así pues, el mismo que cita Rokiski como el hijo de Juan de Hojeda y de Isabel de Nájera, hermana a su vez de los dos plateros de la primera generación.

Y también, parece ser que tenían ciertos vínculos con algunos extranjeros procedentes de la ciudad italiana de Génova, que, como el resto de los miembros del círculo familiar, se habían podido establecer poco tiempo antes en una ciudad, la Cuenca del siglo XVI, que se encontraba todavía en pleno apogeo económico, lo que la convertía en un polo de atracción de comerciantes y banqueros.  Así lo indica, una vez más, el profesor chileno: “Los Nájara debían ser una familia de escribanos de renombre en Cuenca, lo que podría indicar un posible origen converso. En el siglo XV la mayoría de los escribanos urbanos de Castilla eran judeoconversos, aunque a la altura de 1550 ya se había depurado bastante el oficio. Además. La familia tenía vínculos probados con plateros y genoveses. Escribanos y genoveses eran, por cierto, un matrimonio de conveniencia en la Cuenca del siglo XVI, donde se traficaba con paños de lana que salían rumbo a Italia y el Mediterráneo central, y casi todos estos tratos mercantiles eran escriturados por notarios urbanos.”

El caso es que ninguna de estas dos profesiones familiares, ni la de escribano ni la de platero, fue la que seguir nuestro protagonista, quien ingresaría en el ejército a finales de los años setenta de la centuria, cuando él debía tener poco más de veinte años, aunque a una edad un poco avanzada para lo que en aquella época era usual. Tampoco se conocen demasiadas cosas sobre sus primeros años en el ejército, ni del conjunto de su etapa europea, más allá de su participación en las guerras de Francia y de Flandes. Y estos datos escasos los conocemos gracias a algún párrafo que sobre él escribió uno de sus compañeros de armas en el norte de Europa, Alonso Vázquez, quien llegó a alcanzar el grado de sargento mayor de la milicia de Jaén, y que en el curso de una crónica o relación que en 1614 hizo de aquellas guerras. En esta relación aparece una breve referencia del soldado conquense: “El maestre de campo Nájara, natural de la ciudad de Cuenca, hoy castellano de Puerto Hércules, en Italia, fue soldado bizarro y animoso en las guerras de Flandes y Alejandro [se está refiriendo a Alejandro Farnesio, duque de Parma, sobrino de Felipe II, ya que su madre, Margarita de Parma, era hija ilegítima de Carlos I, gobernador de los Países Bajos, y capitán general del ejército de Flandes] le honró y aventajó por sus muchas partes y servicios; fue proveído por sargento mayor de la milicia de Ciudad Real y su partido.”

Ya muy próximo el cambio de siglo, sucedieron en Chile algunos hechos dramáticos que motivaron el embarque del conquense hacia tierras americanas, enviado allí al frente de una compañía con el fin de reforzar las posiciones españolas al sur del río Biobío. En efecto, corría el 23 de diciembre de 1598 cuando se produjo lo que se ha venido a llamar el desastre de Curalaba, un levantamiento de los indios mapuche, liderados por los caudillos Pelantaro y Anganamón,  lo que provocó la muerte del gobernador de Chile, Martín García Oñez de Loyola, y de todo su ejército; y el subsiguiente levantamiento general que se produjo en los días siguientes tuvo como consecuencia la destrucción de todos los asentamientos españoles establecidos al sur de dicho río, así como la toma como prisioneros casi todas las mujeres y los niños españoles que se encontraban en esos asentamientos. Este hecho obligó a que las autoridades españolas enviaran al continente a uno de sus mejores generales, Alonso de Ribera, con el fin de intentar responder a esta acción de los indígenas, y con la promesa en enviar más tarde un pequeño ejército, formado por hasta mil doscientos soldados profesionales. Sin embargo, este ejército no pudo reclutarse en su totalidad, pues sólo se pudo reunir un contingente de quinientos hombres, el equivalente a un tercio de infantería, al mando del sargento mayor Luis de Mosquera. En ese contingente de soldados que fueron enviados a Chile figuraba, como uno de sus tres capitanes, el conquense Alonso González de Nájera.

Las tropas se embarcaron en noviembre de 1600 en el puerto de Lisboa, que en ese momento formaba parte, como el resto de Portugal, de la corona española. Desembarcaron en el puerto de Buenos Aires, después de haber realizado una pequeña escala en Río de Janeiro, y desde allí continuaron su viaje por tierra hasta Chile, a través de la cordillera de los Andes. Así, después de haber pasado por Tucumán y por Mendoza, el mal tiempo y la nieve que caía les impidieron cruzar las montañas, por lo que las tropas quedaron paralizadas en esta última ciudad entre mayo y octubre de 1601. Y llegados por fin a Chile, estos fueron enviados con sus tropas inmediatamente a la zona de conflicto, donde se encargó de la construcción de un fuerte en las orillas del río Biobío. En Chile, nuestro protagonista fue herido de gravedad, en el marco de la Guerra de Arauco. Fue en este momento de su vida, cuando vino a cruzarse por su vida la figura de otro soldado conquense, Alonso García Remón, que en ese momento era gobernador de Chile, a cuyo cargo permaneció el territorio en dos periodos diferentes, entre julio de 1600 y febrero de 1601, y entre marzo de 1605 y agosto de 1611.

Y es que fue García Remón quien ascendió a Nájera a sargento mayor, nada más llegar aquél a Chile, y quien le envío de regreso a España, después de que el soldado se hubiera visto obligado a trasladar a Santiago, con el fin de reponerse de las graves heridas que había sufrido durante el conflicto con los mapuche. El objetivo de los dos conquenses era que Nájera pudiera informar en la corte de la difícil situación en la que se encontraba la guerra de Chile. Así, era marzo de 1607 cuando nuestro protagonista emprendía el viaje de regreso, otra vez a través de Mendoza y Buenos Aires, ciudad en cuyo puerto volvió a embarcarse, logrando llegar por fin a Madrid a finales del año siguiente. “Ha servido con mucho lustre, celo y cuidado, y lo mismo ha hecho en los Estados de Italia y Flandes, de donde trajo algunas peligrosas heridas en una pierna, y por su edad y ser esta tierra tan pajiza y la aspereza della no le dan lugar a que continúe el real servicio de V.M. en la guerra, como lo ha deseado y hecho hasta aquí, siempre en los puestos y cargos más prominentes…”.

Sin embargo, en la corte el conquense se encontró con la hostilidad de algunos de sus miembros, incluyendo al poderoso sector de los jesuitas, que defendían respecto de la colonia la postura del padre Luis de Valdivia, para el que la mejor forma de defenderse de los mapuche era la aplicación de la llamada “guerra defensiva”. Ésta consistía en el repliegue de las tropas al norte del río Biobío, dejando los territorios del sur sólo para la actividad de los misioneros, una estrategia que fue la que decidió aceptar la corona en los años siguientes, entre 1610 y 1626,  pesar de que había provocado también algunos fracasos de importancia, como el asesinato de tres de esos misioneros en Elicura, en diciembre de 1612.

Fue precisamente el rechazo mostrado por la corte de Felipe III a sus pretensiones, y las del gobernador de Chile, de seguir la guerra contra los mapuche en el sur, lo que motivó al conquense para escribir su libro que, bajo el título de “Desengaño y reparo de la guerra del Reino de Chile”, debió iniciar en 1609, cuanto todavía se encontraba en España. Sin embargo, su estancia en la península no fue demasiado larga, pues poco tempo después el monarca agradeció los servicios que el conquense había prestado a la corona nombrándole gobernador de la pequeña población italiana de Puerto Hércules, en la provincia toscana de Grosseto, al tiempo que era ascendido también a maestre de campo. Fue allí donde terminó de escribir el texto, dedicándoselo una vez concluido a Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos y virrey de Nápoles. No es éste el lugar más adecuado para comentar pormenorizadamente el libro, más allá de dar al lector una aproximación a la visión militar que el conquense tenía sobre el conflicto chileno, que le llevaba a defender el uso de la guerra y de la esclavitud de los indígenas también al sur del río Biobío, como única manera posible de pacificar el territorio. Ni tampoco sobre las vicisitudes que motivaron la publicación tardía del texto, que sólo fue posible en España a partir de 1866, en el marco de la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, y de 1889 en Chile, en el de la Colección de Documentos Relativos a la Historia Nacional. En efecto, sólo una pequeña parte del libro, formada por una primera redacción de dos de sus capítulos, llegó a ver la luz de la imprenta, como un pequeño folleto de dieciséis folios, cuyo único ejemplar conocido se encuentra en la Biblioteca del Museo Británico.


Como ya hemos dicho, Miguel Donoso ha sido el primero en realizar una edición crítica del libro, edición que ha sido publicada en el año 2017 por Editorial Universitaria. Basta, para entender mejor el texto, conocer cómo define el libro el profesor chileno: “Como se ha dejado entrever, no resulta fácil encasillar el texto de González de Nájera en un género narrativo determinado, tal y como ocurre con un sinnúmero de textos coloniales. Por un lado, es indudable que posee elementos que lo acercan a la crónica o relación de sucesos; así el relato del desastre de Curalaba y sucesiva destrucción de ciudades españolas al sur del Biobío, o los relatos de martirios y cautiverio que padeció una numerosa población española , especialmente mujeres y niños, o diversos ataques que sufrieron los fuertes españoles. Por otra parte, se acerca a un tratado bélico, intentando indagar en las razones del fracaso militar, y proponiendo soluciones materiales y/o estratégicas para ganar la guerra, con una terminología marcada por lo bélico. También puede ser clasificado, por supuesto, como un discurso bélico-esclavista, como antes se comentó, ya que buena parte de la solución militar del conflicto pasa por la esclavización de los indios de guerra, la cual existía de hecho desde 1571, en plena gobernación de Melchor Brevo de Saravia. Pero en los últimos meses ha ido tomando fuerza en mi investigación la idea de que el texto de González de Nájera posee rasgos que lo aproximan a un arbitrio o memorial, esto es, una solución ingeniosa, fruto de un detenido estudio y reflexión, a un problema político-económico que se ha mostrado insoluble en el tiempo. En la España del siglo XVII proliferaron los arbitristas, que proponían en la Corte soluciones económicas y políticas a los más variados problemas. En este sentido podemos decir que el texto de Nájera es, en primer lugar, un interesante diagnóstico de las razones del fracaso bélico de los españoles en Chile, incluyendo agudas u minuciosas observaciones de las costumbres de los indios y explicando con largueza las causas a las cuales atribuye los malos resultados de las armas españolas en la guerra de Arauco. Lo interesante es que nuestro texto representaría, en cuanto arbitrio o memorial, justamente la contracara (la versión negativa, se podría decir) de otra suerte de arbitrio, el de la guerra defensiva propuesta por los jesuitas e implementada por la Corona con inicial éxito a comienzos del segundo decenio del siglo XVII”.

Y más adelante, el profesor Donoso continúa afirmando que “con este diagnóstico en la mano González de Nájera propone en el texto la otra dimensión, la de reparo o remedio a/de los males de la guerra: todos esos obstáculos y desventajas deben ser enfrentados con seriedad y profesionalismo (y por supuesto con muchos recursos económicos): la desventaja geográfica con la construcción de una línea fortificada de fuertes españoles conectados entre sí en el margen del Biobío (e incluso de un fuerte abaluartado en Santiago); la visión idealizada del combatiente mapuche debe dar paso a una visión real, porque éste no es más fuerte ni diestro para la lucha que el español; asimismo, hay que prescindir de los farautes y rechazar los acuerdos de paz con los indígenas, por no ser estos confiables, y así sucesivamente. Esta visión de reparo se complementa con una serie de ejecuciones para ponerla en práctica: mejorar el estilo de hacer la guerra, prescindir de los esclavos indios y reemplazarlos por esclavos negros, proteger en mejor forma a los indios encomendados, vitales en la paz, y a los indios amigos esenciales en la guerra, etc.”

El libro fue terminado de escribir por el conquense en Puerto Hércules, el 1 de marzo de 1614. No se conocen más detalles de la vida de nuestro protagonista, por lo que es de presuponer que debió fallecer en esta pequeña ciudad italiana poco tiempo más tarde.



viernes, 21 de agosto de 2020

Una historia, o dos, sobre los gloriosos tercios españoles de la guerra de Flandes


A lo largo de la historia, varios han sido los ejércitos que se han destacado por su vigor y por su manera de combatir: los hoplitas de las antiguas polis griegas, llevados después a su máxima extensión, en el siglo IV a.C. por las falanges de Alejandro Magno; los legionarios romanos que, junto a las tropas auxiliares de los especialistas de las colonias, consiguieron extender el imperio por casi todo el orbe conocido; o nuestros tercios, que durante un siglo y medio, nuestro siglo de oro en el arte y en la literatura, pero también en la política, cubrieron con sus picas y con sus arcabuces, con sus espadas y con sus falconetes (aunque ésta era realmente un arma más propia de la artillería que de la infantería), los campos de batalla de gran parte de Europa. Estos, nuestros famosos tercios, son lo que Javier Esparza, ha venido a resaltar en este libro que ahora comentamos, un libro tan interesante como se viene ya a adivinar desde su mismo título: “Tercios. Historia ilustrada de la legendaria infantería española”.
               Y es que José Javier Esparza no es realmente un historiador, y eso se nota cuando leemos cada uno de sus títulos. No es un historiador, desde luego, sino un periodista, ensayista y divulgador de nuestra historia más gloriosa. Por eso, su manera de escribir no hace menos interesante cada uno de sus libros, sino todo lo contrario, a pesar de que no aporte datos nuevos sobre el tema que trabaja, ni tampoco nos descubre novedosos documentos inéditos, que pueda servir para complementar aspectos poco conocidos de nuestro pasado. La historia, además de ser investigada en los archivos y en las bibliotecas, que eso es y debe ser obra de los historiadores, debe ser también difundida entre el gran público, porque éste, y no sólo los especialistas, deben conocer también nuestro pasado, aprender de nuestros aciertos y, sobre todo, de nuestros errores. Y esa parte del conocimiento histórico, cuando el historiador profesional falla, puede ser también un trabajo para el divulgador, sobre todo cuando se trata de un divulgador tan bien documentado y de un estilo tan cercano al lector, como el propio Esparza.
              
Pero, ¿de qué hablamos en realidad cuando nos referimos a los tercios? En primer lugar debemos decir que se trataba de eso que en la historia militar se le llama ahora una unidad de élite, temida entre sus enemigos y envidiada entre sus amigos. Una unidad que llevó a nuestro país, o al memos ayudó a conseguirlo, a convertirse en el imperio más importante del mundo en aquel lejano siglo XVI. Pero los tercios no eran, en realidad, todo el ejército español; ni siquiera era tampoco toda la infantería de nuestro ejército. En efecto, durante toda aquella centuria, y también la siguiente, incluso, aunque en menor medida, en la primera mitad del siglo XVIII, antes de que el nuevo sistema liberal viniera a cambiar las cosas, buena parte de nuestro ejército estaba formada por tropas profesionales: voluntarios suizos e italianos, lansquenetes alemanes, e incluso soldados ingleses, en aquellos momentos, como en San Quintín, en los que España aún no se encontraba enfrentada abiertamente con Inglaterra,… Y esto no pasaba sólo en España. El ejército francés de Francisco I, y después también en el de su heredero, Enrique II, también estaba formado por esas mismas tropas alemanas, suizas, italianas, inglesas o escocesas, de manera que en los diferentes campos de batalla de toda Europa tuvieron que enfrentarse, de forma usual, contendientes de todas las nacionalidades.
               En los ejércitos europeos del siglo XVI, como en los ejércitos de todos los tiempos y de todas las culturas, el peso de la batalla lo llevaba usualmente la infantería. Y los tercios son eso, la gloriosa infantería española, y en algunas ocasiones también la infantería italiana cuando combatía del lado de los españoles, porque durante el siglo de oro, buena parte de Italia era también parte de España. Y Esparza nos ofrece en este libro cada uno de los aspectos relevantes que afectaban a esos tercios españoles: cómo combatían, cuáles eran las armas que utilizaban en los enfrentamientos a media distancia (el arcabuz principalmente), que a larga distancia, como todas las armas de la época, perdía bastante efectividad, y también en el cuerpo a cuerpo (la espada y, sobre todo para defenderse de la caballería, las picas; cómo se organizaban las tropas; cómo vivían nuestros soldados en la guerra, y también en la paz, y sobre todo, de que vivían, porque el conocido el usual retraso, en ocasiones incluso de más de un año, a la hora de recibir sus pagas; y, más que nada, qué era lo que movía a un joven español de cualquier condición social, porque en los tercios podían combatir juntos, brazo a brazo, un pobre villano y el joven heredero de un título o, incluso, de una grandeza de España. Existen muchas pruebas de ello, de manera que se puede decir que los tercios llegaron a crear la primera democracia española, en un mundo tan eminentemente clasista como era el del Antiguo Régimen. Y eso que movía a los soldados españoles para alistarse en los tercios y marchar hasta el último rincón de Europa para combatir por España (no por Castilla o por Aragón, no por Cataluña o Andalucía, sino por España), no era desde luego el dinero, que tampoco era demasiado lo que podían recibir a cambio, sino la gloria y el honor.
               Javier Esparza también nos explica la historia de los tercios desde el punto de vista de sus numerosas victorias, y también del de algunas derrotas dolorosas, así como el de algunos de sus jefes más importantes: don Juan de Austria, Alejandro Farnesio, el duque de Alba,… Una historia que comenzó con el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, y sus campañas en tierras napolitanas, cuando los tercios no eran aún los tercios, porque todavía no se había firmado su partida de nacimiento, pero ya se vislumbraba claramente lo que iban a llegar a ser. La batalla de Mühlberg, en la que Carlos I derrotó a los protestantes de la Liga de Esmalcalda; la toma de San Quintín, en el norte de Francia, a donde Felipe II asistió, aunque muy de lejos, a su única batalla, al contrario de lo que había hecho antes su padre, verdadero general de sus ejércitos, que sirvió para la construcción de uno de los palacio-monasterio más importantes del mundo; la de Gravelinas, que significó para Europa un periodo de paz de doce años que sólo sirvió para que ambos contendientes, Francia y España, pudieran armarse mejor para los nuevos asaltos que debían de sucederse; la guerra de Flandes y sus numerosos combates en las tierras llanas de lo que con el tiempo habrán de ser Bélgica y Holanda; la rendición de Breda, que significaría para la pintura española lo mismo que San Quintín también significó para la arquitectura. Sí, y también algunas derrotas, derrotas tan dolorosas y significativas como la de Rocroi; el punto y final para nuestra brillante infantería, y también, paralelo a ello, para nuestro brillante imperio en el continente europeo.
Y junto a todo ello, también, algunos otros aspectos relacionados directamente con esa historia de los tercios, como el llamado camino español, que desde Piamonte, en el norte de Italia, conducía hasta Flandes, y que continuamente fue atravesado, durante casi dos siglos, por nuestros tercios, cada vez que marchaban al combate o regresaban de la guerra. Y si los tercios, dicho así, sin apellido, formaba nuestra gloriosa infantería de tierra, existía también en aquella época algo parecido a una infantería de marina, cuando todavía quedaba mucho tiempo para que naciera este cuerpo, una fuerza de élite en casi todos los ejércitos del mundo: los Tercios de la Mar, del Mediterráneo y de la Mar Oceana, que tan brillantes victorias obtuvieron también en algunas batallas tan importantes como la del golfo de Lepanto. Y también queda espacio en este libro para hablar de los tercios en América y en Filipinas, que si bien un existieron nunca como tales, de manera nominal, salvo en el llamado Tercio de Arauco, de alguna manera el glorioso espíritu de nuestra infantería también se hallaba presente en el ejército que combatió en el nuevo mundo.
Nuestros tercios, tan admirados, y también tan denostados por algunos, que sólo aciertan a beber en las aguas cenagosas de la leyenda negra, a la que también Esparza contribuye a combatir. Porque los tercios no fueron en sus combates y en sus campañas por Europa más crueles que cualquier ejército de su época; más bien, todo lo contrario, porque en los tercios existía en las victorias una ética contra el enemigo, un sentido de la caballerosidad, que no lo había en otros ejércitos europeos. Porque, como muy bien han demostrado muchos historiadores, y de ello se hace eco nuestro historiador, y al contrario de lo que muchas veces se ha dicho, el fracaso de la armada inglesa en su campaña contra los puertos españoles, significó mucho más para su país que lo que la derrota de la Armada Invendible pudo significar para España. Pero la derrota de Rocroi y varias décadas más tarde, el cambio de dinastía en el trono español, significaría a la postre el final de este ejército. Recogemos, en este sentido, las palabras del autor del libro:
“Desde el punto de vista puramente militar, lo que acabó con la imbatibilidad de los tercios fue la creciente carencia de recursos, que impidió simultáneamente alistar a los contingentes necesarios y renovar los armamentos. La estructura de la monarquía de las Austrias, muy descentralizada, impedía contar con un tesoro bajo dependencia directa del rey que pudiera prever gastos tan onerosos y complejos como los que exigían tantos años de guerra. La progresiva deshispanización de las filas, producto fundamentalmente de un problema demográfico, también contribuyó a erosionar el espíritu que había caracterizado a aquellas unidades. En el otro plano, el administrativo, la propia evolución histórica hizo obsoleto el sistema: los tercios nacieron como ejército permanente de un Estado en unos tiempos en los que el resto de los estados europeos aún mantenían fuertes huellas feudales y apenas existían ejércitos permanentes propiamente dichos, pero, a lo largo de los siglos XVI y XVII, las nuevas potencias —Francia, Suecia, Inglaterra, Holanda—, a medida que construyen su propio orden político interior, van dotándose de una fuerza armada cada vez más estable. El sistema de los tercios, revolucionario en su momento, se estaba quedando anticuado”.
En efecto, con la llegada de la nueva dinastía de los Borbones nace en el ejército español un nuevo sistema organizativo, de influencia, como en tantas otras cosas, francesa, un sistema que está basado en el regimiento como unidad orgánica. Pero la crisis del imperio a la que nuestro país se ve abocado no tiene nada que ver con la muerte de los tercios. Por el contrario, el imperio se encontraba ya abocado desde mucho tiempo antes a su desaparición por culpa de su propia agotamiento. Y es que, pese a todo, y tal y como afirma el autor, “a partir de 1704, ya con el Borbón Felipe V en el trono, los tercios desaparecen como tales. La nueva unidad es el regimiento, que ya no es una unidad administrativa, sino orgánica y táctica, mandada por un coronel y compuesta por soldados de una misma arma. La reforma, de aliento francés, coincide con la desaparición del dominio español en Flandes y en Italia… Los soldados españoles labrarán grandes hazañas en los siglos posteriores, y no es difícil rastrear en ellas ese espíritu de los tercios: esa singular ética de señorío y de sufrimiento, de modestia externa y de gusto por la hazaña, incluso en circunstancias en las que otros ejércitos habrían optado por rendirse. Es lo que se ve en la asombrosa defensa de Blas de Lezo en Cartagena de Indias, en la fulgurante campaña de Bernardo de Gálvez en la Florida, en innumerables episodios de la guerra de la Independencia, en el espíritu con el que Millán Astray funda la Legión, en la carga del Regimiento de Alcántara en Annual o en el martirio de la División Azul en Krasny-Bor. Todo eso es herencia de los que pasearon por los campos de batalla de Europa la cruz de San Andrés”.

Complementario de esta historia de los tercios españoles, es también otro de los libros del mismo José Javier Esparza: “San Quintín”. Una novela en la que, tal y como reza el subtítulo de la misma, se narran las “memorias del maestre de campo de los tercios Julián Romero”. Y un personaje, éste, que nos recuerda un poco al capitán Alatriste, ese famoso capitán de las novelas de Arturo Pérez Reverte, aunque se trata en este caso de un capitán que existió realmente, que tiene entidad propia dentro de la historia, y que sigue siendo, a pesar de la cuantiosa bibliografía que ha generado, uno más de esos ilustres hijos de la provincia de Cuenca, olvidados por las nuevas generaciones de conquenses. En otra entrada de ese blog me hice eco de otro de los libros que tratan sobre la vida de ese capitán, aunque éste, escrito por Jesús de las Heras, desde el punto de vista de la más pura biografía.

No es éste, sin embargo, del libro que ahora comentamos. Y es que no se trata esa obra de Esparza de una novela biográfica sobre este capitán conquense, que llegaría a alcanzar la más alta magistratura dentro de la estructura de los tercios: maestre de campo. Porque el argumento de la novela se circunscribe sólo a un corto espacio de tiempo, el de la preparación de la campaña que significó la conquista de la ciudad de San Quintín, y el de su propio cerco y conquista. Pero lo hace desde el punto de vista de uno de los capitanes españoles que más se destacó en la campaña, el capitán Julián Romero. Una victoria que, si para España significó una importante victoria y para la historia de la arquitectura significó la construcción en la sierra madrileña de una de las grandes maravillas de la historia del arte, para nuestro protagonista significó también su ascenso a maestre de campo, la más alta graduación que existía en el seno de los tercios, su reconocimiento como general en jefe de una de esas unidades de élite, de manos del propio rey Felipe II cuando éste se encontraba en el hospital de campaña, recuperándose de una herida de gravedad provocada durante la batalla por una bala de mosquete. De esta forma, lo que en un principio había sido una mala noticia, la herida en la pierna, que le había provocado una ostensible cojera para el resto de su vida, acabó por convertirse para él en el más alto galardón reservado para un soldado de los tercios.
En definitiva, un libro también interesante para comprender, desde un punto de vista diferente, la gloriosa historia de los tercios españoles, y más interesante todavía para el lector que pueda estar interesado en la historia de Cuenca y de los conquenses ilustres. No son demasiadas las novelas cuyo protagonista es un personaje ilustre nacido en nuestra provincia, y quizá la única excepción en este sentido pueda ser “Centauros”, la magistral novela de Alberto Vázquez Figueroa, en la que se narran las peripecias biográficas de Alonso de Ojeda por el continente americano. Y ya que estamos hablando de literatura, y a propósito de esa herida que Romero sufrió en San Quintín a causa de una bala de mosquete, quiero hacer también una pequeña referencia a esa nueva arma de fuego que en ese momento está apareciendo, destinada a sustituir al ya anticuado arcabuz por su mayor capacidad de fuego y su mayor fiabilidad. Son muchos, acostumbrados a la novela de Alejandro Dumas y, sobre todo a las innumerables versiones cinematográficas que de la novela se han hecho, en las que muy raramente aparece este tipo de armamento, tienden a pensar erróneamente que el mosquete es en realidad un arma blanca, una especie de espada, en cuyo manejo se muestran tan diestros los cuatro, que no tres, protagonistas de la historia.

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