Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


Mostrando entradas con la etiqueta José Martín de Aldehuela. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta José Martín de Aldehuela. Mostrar todas las entradas

jueves, 28 de septiembre de 2023

El Barroco conquense en la ciudad media. Una nueva entrega de Cuenca, Ciudad barroca


Una de las grandes referencias bibliográficas que, en el mundo de la historia del arte, han visto la luz en los últimos años, es el proyecto “Cuenca, ciudad barroca”, del catedrático de escuela universitaria de la Universidad de Castilla la Mancha, Pedro Miguel Ibáñez Martínez, ha venido desarrollando, con el apoyo del Consorcio Ciudad de Cuenca y el servicio de publicaciones de la propia universidad regional. En este sentido, en los años anteriores ya habían sido publicados dos volúmenes, “La Plaza Mayor y su entorno arquitectónico”, en 2018, y “La cumbre urbana, de las Carmelitas Descalzas a la Casa del Corregidor”, en 2021, a cada una de las cuales ya le dediqué en su momento una entrada en este mismo blog )ver “La Plaza Mayor de Cuenca y su estructura barroca”, 3 de agosto de 2020; y “Del edificio de las religiosas carmelitas a la Casa del Corregidor. Segunda entrega de Pedro Miguel Ibáñez sobre el barroco en Cuenca”, 20 de diciembre de 2022). Recientemente, el autor ha publicado la tercera entrega de su magna obra, titulada “Las vertientes y el llano, de los Descalzos a San Antón”, en el cual, como se anuncia desde el mismo título, se estudian los diferentes edificios barrocos que se alzaron tanto en las vertientes de ambas hoces (franciscanos descalzos, ermita de la Virgen de las Angustias, convento de San Pablo, iglesias de San Miguel, de la Santa Cruz y del Salvador y oratorio de San Felipe Neri; en lo que a la arquitectura civil respecta, la Casa del Corregidor, por razones técnicas y de oportunidad, ya había sido estudiado en el tomo anterior), como en la Cuenca nueva (convento de las concepcionistas, hospital de Santiago e iglesia de la Virgen de la Luz, incluyendo también en esta parte llena el edificio del Pósito, más allá de las escaleras que, en la calle del Agua, las separan de ésta.No hac e falta decir que muchos de estos edificios ya habían sido construidos en épocas anteriores, aunque la renovación estructural realizada durante el Barroco fue muy importante.

            Las motivaciones que le han llevado a este autor a realizar tan magna obra las ha repetido en cada uno de los tomos publicados; baste, en este sentido, recogen alguno de esos motivos, tal y como él mismo lo refiere en la introducción a este tercer volumen: “Desde el último tercio del siglo XVIII, y hasta bien adentrados en el siglo XX, predominan determinados mitos negativos para la substancia patrimonial de Cuenca, luego mantenidos y acrecentados con olvido de las aportaciones efectuadas por la moderna historia del arte. El caso del Barroco es paradigmático al respecto.  El resultado, todavía hoy, es un flujo de visitantes hacia escasos y puntuales objetivos dentro del mapa urbano, la catedral y algún museo, y el desconocimiento y falta de valoración del resto del centro histórico. Todo ello se ha visto acrecentado por la inexistencia durante muchos años de un debate riguroso sobre los tratamientos de restauración, puesta de valor y rehabilitación debidos a dicho patrimonio, con riesgo de la pérdida o mistificación de los caracteres históricos que le son propio. En nuestro criterio, deben tratarse todos estos aspectos no aislados, sino como parte de una totalidad. La educación de la mirada resulta imprescindible en dos direcciones complementarias, para que el público llegue a apreciar en su justo valor el acervo arquitectónico que la ciudad poseed, y para que ese legado reciba los cuidados de protección y valoración que merece”

            Una consecuencia de ese desinterés por el resto de nuestros monumentos por parte incluso de muchos conquenses, más allá de la propia catedral (es increíble, incluso, la cantidad de conquenses que ni siquiera la conocen), es el profundo desconocimiento que se tiene de esa arquitectura, especialmente la arquitectura barroca. Y es que el siglo XVIII, en lo que a la arquitectura barroca se refiere, parece quedar limitado a la figura del genial arquitecto turolense José Martín de Aldehuela, al que se le atribuye la práctica totalidad de cuantos edificios, religiosos y civiles se edificaron en nuestra ciudad a lo largo de la centuria, incluso de algunos que ya habían sido construidos a finales de la anterior, en detrimento de otros arquitectos también interesantes, con fray Vicente Sevila, a la cabeza. En este sentido, la obra del profesor Ibáñez sirve para asentar definitivamente la autoría del arquitecto de la orden de los mínimos, uno de los grandes desconocidos por el público conquense, en algunos de nuestros mejores monumentos, por comparación con algunas obras documentadas suyas, como el seminario de San Julián y la iglesia de la Santa Cruz, sin menoscabar el gran valor artístico que también tienen las obras que sí son suyas: la terminación (sólo la terminación, del oratorio de San Felipe, las iglesias de San Antón y del hospital de Santiago, la capilla del la Virgen del rosario en el convento de San Pablo,…)

            Y es que, sin obviar el papel determinante que José Martín tuvo para la arquitectura conquense del siglo XVIII, antes de su etapa final en la diócesis de Málaga, de la que también he hablado en otra entrada (ver “Por tierras de Jaén y Málaga, siguiendo los paseos de Andrés de Vandelvira y José Martín de Aldehuela”, 31 de enero de 2023), hay que destacar también la figura histórica de otros arquitectos que también trabajaron durante el siglo XVIII en nuestra ciudad, como son los casos de Felipe Bernardo Mateo o el propio Vicente Sevila. Precisamente, el oratorio de San Felipe, una de las obras más importantes del Barroco conquense, sería el nexo común entre estos tres arquitectos destacados, y mientras Mateo sería el autor de la tantas veces mal llamada cripta, que en realidad es el oratorio parvo o la iglesia de la Divina Pastora, necesitada de una rehabilitación que pudiera convertirla en otro de los monumentos a visitar, los otros dos arquitectos, a juicio del autor del texto, serían los autores de la iglesia alta, Sevila para la arquitectura propiamente dicha, y Juan Martín para el entramado decorativo. Y es que para el profesor Ibáñez, ya lo hemos dicho, el de Aldehuela no vino, en realidad, para realizar la obra de los hermanos Carvajal en su conjunto, sino para terminarla. La obra de Sevila, precisamente, dio un cambio a partir de este momento, convirtiéndose en una arquitectura mucho más decorada en los interiores, al estilo de la del maestro turolense, aunque sin llegar a esos aspectos casi borrominescos que caracterizan a éste.

            Otro capítulo a destacar es el que el autor dedica a la iglesia del Salvador, o de San Salvador, como es denominada en toda la documentación, al menos hasta bien entrado el siglo XIX. Especialmente interesante es la ampliación que en el siglo XVII se realizó en la capilla de la Soledad, también llamada del Santo Entierro. Y es que no debemos olvidar tampoco el purismo barroco que se llevó a cabo en el siglo XVII, en el que destacaron arquitectos como el carmelita fray Alberto de la Madre de Dios o José Arroyo, autor de la capilla de la Virgen del Sagrario, en la girola de la catedral conquense, y también de las obras realizadas en esta otra capilla de la iglesia del Salvador. José de Arroyo, por otra parte, es el arquitecto que trasladó a Cuenca ese barroco puro, sencillo, que en ese momento se estaba realizando en Madrid, con autores como Francisco Bautista, Lorenzo de San Nicolás, Manuel del Olmo, o el propio Pedro de la Torre, un arquitecto conquense muy desconocido para sus paisanos del siglo XXI, al que prometo dedicar en las próximas fechas una entrada de este blog.

            Un libro, en definitiva, que debe leer todo conquense que quiera conocer más sobre nuestro patrimonio. Un patrimonio, por otra parte, mucho más rico de lo que los propios conquenses piensan, y desconocido hasta el punto de que toda la señalética instalada por el Ayuntamiento para dar a conocer los monumentos a los turistas que nos visitan, como aseguró el propio autor en la presentación del libro, y reconoció así mismo el concejal de cultura, adolece de errores y de inexactitudes. En aquella ocasión se nos prometió corregirlo en fechas próximas, pero todavía no ha llegado el día de que ello se lleve a cabo.

Oratorio Parvo o iglesia de la Divina Pastora, mal llamada cripta de San Felipe.


 

martes, 31 de enero de 2023

Por tierras de Jaén y Málaga, siguiendo los paseos de Andrés de Vandelvira y José Martín de Aldehuela

 

En algunas entradas anteriores de este blog hemos hablado de la obra conquense de dos arquitectos reconocidos, llegados a nuestra ciudad desde sus tierras naturales de Albacete o de Teruel, para renovar la arquitectura local de los diferentes momentos que les había tocado vivir: Andrés de Vandelvira y José Martín de Aldehuela (ver, a este respecto, las entradas “La diócesis de Cuenca entre los siglos XV y XVI. El doctor Eustaquio Muñoz y su capilla”, 26 de enero de 2019;  “La catedral de Cuenca en el siglo XVI. Renovación artística y poder en el Renacimiento”, en dos entregas, 27 de septiembre y 6 de octubre de 2019; “Un viaje al sur del marquesado de Villena”, 19 de octubre de 2022; “Un documento inédito sobre el convento hospital de San Antonio Abad”, 8 de noviembre de 2020; “El altar mayor de la iglesia de Navalón”, 19 de enero de 2018, …) En esta ocasión, vamos a realizar un viaje por tierras andaluzas, para seguir la obra que, después de su paso por la ciudad de Cuenca, y también por el resto de la provincia, realizaron en tierras andaluzas, respectivamente en las provincias de Jaén y de Málaga.

Como ya se ha dicho en ocasiones anteriores, Andrés de Vandelvira está considerado como uno de los grandes puntales de la arquitectura española del primer renacimiento. Natural del pueblo albaceteño de Alcaraz, donde nació hacia el año 1505, realizó sus primeros trabajos en su ciudad natal, destacando entre ellos la Torre del Tardón o la hermosa portada del Alhorí, y en la provincia de Cuenca, donde, después de haber participado en la obra del convento santiaguista de Uclés, que había iniciado Francisco de Luna en 1529, con el que trabajó también en las obras del antiguo puente de San Pablo, realizó también obras importantes en el templo catedralicio, entre las que destaca su participación en la capilla Muñoz. Y desde Cuenca se trasladó a la provincia de Jaén, primero a Villacarrrillo, donde participó en la construcción de la iglesia de la Asunción, y donde llegó a fundar una capellanía en favor de uno de sus hijos, el licenciado Pedro de Vandelvira. Y desde Villacarrillo, el arquitecto albaceteño intervendría también en diversas obras para otros pueblos cercanos, como Orcera, Hornos y Segura de la Sierra. Parece ser que su llegada por primera vez a tierras jiennenses se debió a su compañero y mentor Francisco de Luna, con el que, como ya hemos dicho, había participado también en algunas de sus obras conquenses.



Sin embargo, la mejor etapa de su obra arquitectónica, y su gran popularidad, llegaría de mano de Francisco de los Cobos, uno de los secretarios del emperador Carlos V, natural de la ciudad de Úbeda, en la que estaba llevando a cabo una importante labor de modernización, dentro del nuevo espíritu renacentista que ya entonces estaba empezando a ponerse de moda, y que terminaría por convertirse en su principal mecenas durante gran parte de su vida. Un antes y después en el conjunto de la obra de Vandelvira fue la finalización de la Capilla Sacra del Salvador, que había mandado construir el propio Francisco de los Cobos para convertirla en su capilla funeraria, y que había iniciado Diego de Siloé. El gran éxito alcanzado por él en esta obra, sin duda una de las más destacadas del renacimiento andaluz, incluso español, permitiría que a partir de este momento le llovieran nuevos encargos, tanto del propio Francisco de los Cobos como de otros miembros de su familia, y también de otros mecenas de la zona. Hay que recordar que, en ese momento,  la ciudad de Úbeda bullía en una actividad incesante de renovación arquitectónica y urbanística.

Uno de esos mecenas fue Fernando Ortega Salido, futuro deán de la catedral de Málaga y chantre de la iglesia de Santa María de los Reales Alcázares, muy próxima a la propia capilla del Salvador, de la que, además, fue su primer capellán. El religioso le encargaría la construcción de su palacio, actual parador nacional de turismo, uno de los más destacados palacios renacentistas de la ciudad andaluza, que conforma, junto a los sos edificios religiosos citados, una de las plazas más hermosas de Úbeda. Él mismo le encomendaría, después, la construcción de la iglesia de San Nicolás. Y mientras realizaba estas obras para otros mecenas, no dejaría de trabajar para su primer valedor, Francisco de los Cobos, o para otros miembros de su familia o de su círculo de influencias. Entre estas obras destacan el hospital de Santiago, obra encargada por el obispo de Jaén, Diego de los Cobos, el palacio Vela de los Cobos, el palacio de las Cadenas, o de Vázquez de Molina, por la personalidad de aquél que mandó construirlo, Juan Vázquez de Molina, también miembro del consejo de Castilla. Que es la sede actual del ayuntamiento, o la residencia del marqués de la Rambla. Y el propio consejo de la ciudad, le encargaría también, por aquel tiempo, el puente de Ariza, así como otras obras de carácter civil.

A partir de 1555, las obras de Vandelvira se extendieron también a otros pueblos de la provincia, especialmente a la cercana Baeza, donde Diego Valencia de Benavides, un noble local, quiso imitar la acción de Francisco de los Cobos en Úbeda, promoviendo una intensa actividad constructiva. Así, encargo primero al arquitecto de Alcaraz su propia capilla funeraria, la llamada capilla Benavides, en el convento de San Francisco, que lamentablemente sería destruida por el terremoto de Lisboa de 1755. Allí, en la otra ciudad de la comarca de la Loma, realizaría también otras obras de gran importancia, principalmente en la propia catedral. Sin embargo, su gran momento llegaría en 1553, cuando, después de haber ganado el concurso para la realización de la nueva catedral de Jaén, sería nombrado maestro mayor de obras de la diócesis. Desde entonces, el arquitecto manchego estaría obligado a concinar sus trabajos en el propio templo catedralicio con otras obras religiosas en diferentes puntos de la diócesis: el convento de Santo Domingo, en La Guardia de Jaén; la iglesia de la Inmaculada Concepción, en Huelma; la basílica de Santa María la Mayor, en Linares; el santuario de la Virgen de la Cabeza, en Andújar, …

Entre 1560 y 1567, Vandelvira fue nombrado maestro mayor de obras de la diócesis de Cuenca, aunque sin obligación de residir en la ciudad del Júcar, al estar ya comprometido por su intensa labor en la de Jaén. Desde la ciudad andaluza, envió las trazas para algunas obras en la propia catedral, entre ellas, quizá, las del propio arco de Jamete, muy similar, aunque en unas dimensiones mucho mayores, al que el arquitecto de Albacete había realizado en los primeros años de su carrera para la portada del Alhorí de su ciudad natal. De esta etapa conquense, siempre llevada a cabo desde su residencia en Jaén, se conoce su participación en el hospital de Santiago, así como en el ayuntamiento de San Clemente. Y desde Jaén realizaría también algunas obras para otras diócesis andaluzas, tanto para las catedrales de Málaga o de Sevilla, como una nueva capilla para la catedral de Guadix, en Granada. Falleció en la propia ciudad de Jaén en el año 1575.

Por lo que se refiere al otro arquitecto citado, José Martín de Aldehuela, quien, como se sabe, había llegado a Cuenca llamado por los hermanos Carvajal y Lancáster, ambos canónigos de la diócesis conquenses -uno de ellos, Isidro, llegaría después a alcanzar la prelatura, convirtiéndose en obispo de la diócesis-, para participar en las obras de la iglesia de San Felipe, y al que de atribuye tradicionalmente gran parte de las construcciones realizadas en la ciudad a lo largo del siglo XVIII, en algunos casos erróneamente, tal y como ha venido demostrando en los últimos años el profesor Pedro Miguel Ibáñez (ver, al respecto, las entradas “La Plaza Mayor de Cuenca y su estructura barroca”, 3 de agosto de 2020; y “Del edificio de las religiosas carmelitas a la Casa del Corregidor. Segunda entrega de Pedro Miguel Ibáñez sobre el barroco en Cuenca”, 29 de diciembre de 2022), su obra fuera de la diócesis sigue siendo para los conquenses muy poco conocida.

Éste había nacido en 1729 en Aldehuela, una aldea dependiente de Manzanera, en la provincia de Teruel, en 1729, y había llegado a Cuenca, tal y como se ha dicho, en la década de los años cuarenta, con el fin de participar en la obra del oratorio de San Felipe Neri. En los años siguientes participaría en la reconstrucción de diferentes iglesias de la capital, lo que le llevaría a ser nombrado maestro mayor de obras de la diócesis. Y si Francisco de los Cobos fue el primer gran valedor de Vandelvira en tierras de Jaén, en el caso de José Martín sería el obispo José Molina Lario, turolense de origen como el propio arquitecto, quien llevaría a éste hasta tierras de Málaga, a donde llegó en 1778. En este caso, la excusa fue la construcción de las cajas de los dos órganos de la catedral, órganos que fueron realizados por cierto,  por el mismo maestro organero que había construido antes los dos órganos hermanos de la catedral de Cuenca, el conquense, de Barchín del Hoyo, Julián de la Orden. Desde este momento, el arquitecto aragonés permaneció en la provincia andaluza, buena parte del tiempo como nuevo maestro mayor de obras del obispado. Y en la ciudad andaluza realizó también algunas obras de carácter civil, como el acueducto de San Telmo, la casa barroca de las Atarazanas, o la Casa del Consulado, en la plaza de la Constitución.

También realizó algunos edificios de gran importancia en otros pueblos de la provincia, entre los que destaca su participación en la renovación barroquizante de la Real Colegiata de Santa María la Mayor, de Antequera. Pero fue en la ciudad de Ronda, junto a la propia capital malagueña, donde más destacó su importante labor arquitectónica. En esta ciudad, tan parecida a Cuenca que ya desde los años setenta del siglo pasado, ambas ciudades firmaron su compromiso de hermanamiento, se le atribuye la construcción de su importante plaza de toros, la primera que fue construida ex novo para esta función, entre los años 1780 y 1785. Y si no existen documentos que puedan certificar la participación del turolense en la construcción de la plaza de toros, sí está documentada como obra suya la terminación del fastuoso Puente Nuevo de Ronda, el monumento más emblemático de la ciudad andaluza, construido centre 1751 y 1793 para salvar los noventa y ocho metros de altura que conforman el impactante tajo sobre el río Guadalevín. Hasta 1839, cuando se construyó el Puente de la Calle, entre Cruseilles y Allonzier-la-Caille, en Francia, este puente estuvo considerado como el más alto del mundo.

Martín de Aldehuela falleció en Málaga el 7 de septiembre de 1802, de muerte natural, y fue enterrado en la iglesia del convento de San Pedro de Alcántara, en la misma ciudad mediterránea. Sin embargo, en Ronda se cuenta una leyenda según la cual, el arquitecto, encantado con la obra que había realizado en el Puente Nuevo, y consciente de que ya no sería capaz de realizar nada que pudiera rivalizar con su belleza, se arrojó desde allí al propio “Tajo de Ronda”, que salga el propio puente. Es sólo una leyenda, desde luego, pero da luz a la enorme importancia de esta obra, que si bien es conocida en su mismo por la generalidad de los conquenses, todos de ellos son los que saben que se trata de una de las más importantes del mismo arquitecto al que se deben algunos edificios en la ciudad del Júcar.



lunes, 3 de agosto de 2020

La Plaza Mayor de Cuenca y su estructura barroca

La Universidad de Castilla-La Mancha ha publicado recientemente un nuevo libro del profesor Pedro Miguel Ibáñez, uno de esos libros densos, cargado de datos cronológicos y analíticos, a los que desde hace ya bastantes años nos tiene acostumbrados, gracias a los cuales se va afianzando nuestro conocimiento sobre la historia del arte conquense. Especialista sobre todo en el renacimiento, al cual dedicó una brillante tesis doctoral que fue publicada en tres tomos hace ya algunos años, ha dedicado sus estudios a temáticas muy diferentes, desde las vistas de la ciudad realizadas en el mismo siglo XVI por Van den Wyngaerde hasta las Casas Colgadas. Y en esta ocasión lo hace del barroco, otro de los momentos más brillantes de la historia del arte, a través de uno de los espacios más emblemáticos de la capital conquense, su Plaza Mayor; un barroco que, perdido definitivamente gran parte del entramado urbanístico de la ciudad medieval y, sobre todo, prácticamente la totalidad de los edificios construidos en aquella época, terminó por convertirse en el estilo definitivo de la Cuenca antigua, complementado, eso sí, con la sabor decimonónico que le dieron después el trazado de sus casas. En efecto, la Plaza Mayor de Cuenca, en sí misma como espacio urbano y también por los tres grandes monumentos que la rodean, es uno de los espacios más característicamente barrocos de la Cuenca histórica.


El libro consta de ocho capítulos, claramente diferenciados en cuanto a temática, aunquetodos ellos giran alrededor de un mismo tema: el barroco en este espacio urbano. Un arte incomprendido entre los tratadistas que visitaron la ciudad durante la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo siguiente, imbuidos como estaban en el espíritu academicista que caracteriza aquellos momentos, y que sólo a partir de la pasada centuria ha podido convertirse en una de las grandes etapas de la historia del arte en España. Así, después de una pequeña introducción en la que analiza lo que significa para España este estilo artístico, a lo largo del primer capítulo del volumen, el catedrático de la universidad castellanomanchega repasa lo que significa este estilo para el conjunto urbano y monumental conquense, desmontando una vez más el mito de Cuenca como ciudad de un único monumento, su catedral, teoría que nació quizá de aquellos viajeros academicistas, y que ha sido repetida hasta la saciedad en las diferentes guías y libros de divulgación que han tratado la ciudad desde entonces. Y en esa destrucción del mito, tiene razón Pedro Miguel en destacar el papel jugado por los diferentes edificios barrocos, algunos de los cuales merecen figurar entre las páginas de los estudios especializados; éste es el caso, por citar uno a modo de ejemplo, de la iglesia de Nuestra Señora de la Luz y San Antón, una de las obras cumbres del estilo borrominesco en la ciudad del Júcar.

El segundo capítulo trata de la Plaza Mayor como esquema urbano, una Plaza Mayor que en su origen, tal y como el autor demuestra, estaba formada por dos pequeñas plazas contiguas, pero separadas también por estrechas calles medievales; dos pequeñas plazas en las que se habían instalado respectivamente los dos grandes poderes de la ciudad, alrededor de los cuales se organizaba la vida diaria de la misma: la Plaza de Santa María, junto a la catedral, para el poder eclesiástico; y la Plaza de la Picota, junto al ayuntamiento, para el poder civil. Esa realidad de dos plazas yuxtapuestas, contiguas y separadas al mismo tiempo, desapareció a lo largo del siglo XVI, al unirse en una sola plaza de estructura alargada, pero se recuperó en parte en pleno siglo XVIII, con la construcción de un nuevo edificio consistorial, un edificio de estructura transversal, a lo ancho de la laza y no a lo largo, que volvía a separar ésta, conformando lo que se ha venido a llamar la Anteplaza, como una especie de vestíbulo de entrada a la Plaza Mayor propiamente dicha.

Es precisamente este edificio, el ayuntamiento o casa consistorial, al que el autor le dedica la tercera parte del libro. Y lo hace desmontando también dos mitos que en la bibliografía sobre la historia de cuenca se han venido repitiendo desde hace mucho tiempo; un hecho característico entre buena parte de los escritores conquenses es repetir hasta la saciedad lo mismo que han escrito antes otros autores, sin la más leve muestra de espíritu crítico, y en este hecho se inserta también la ya citada teoría de Cuenca como ciudad de un único monumento. También, la repetida ignorancia sobre el lugar que ocupaba el antiguo edificio municipal antes de la construcción del actual ayuntamiento dieciochesco, y que, tal y como Pedro Miguel demuestra, no podía ser otro aproximadamente (la documentación, que tantas veces se olvida por esos escritores repetitivos, también incide en ello) que el mismo que ocupa en la actualidad. Si bien lo hacía entonces en una disposición diferente, a lo largo de la plaza y no a lo ancho de ésta. El profesor conquense, por otra parte, avanza también algunas de las características visuales de su construcción, de marcado carácter renacentista y con arcadas en su piso inferior, al estilo de como lo son todavía las casas consistoriales de San Clemente o Villanueva de la Jara, en la misma provincia conquense.



El segundo de los temas desmitificados por el autor del libro, y que afecta ahora al actual edificio del ayuntamiento, es la supuesta atribución de su diseño al arquitecto castellonense Jaime Bort. No es que Bort no fuera el autor de unas trazas para el edificio consistorial conquense, que por supuesto sí lo hizo, sino hasta qué punto esas trazas primigenias fueron respetadas después por el verdadero autor del edificio, el maestro local Felipe Bernardo Mateo. En efecto, uno de los hallazgos del libro es la comparación entre aquellos primeros planos de Bort con el resultado final de la obra, comparación que demuestra importantes discrepancias que todavía no habían sido analizadas en profundidad. Sin embargo, tampoco hay que negar que algo del trazado original debió quedar en la obra de Mateo, y una piedra de toque para confirmarlo podría ser la comparación entre el ayuntamiento conquense, tal y como se terminó, con el de Caravaca de la Cruz, en la provincia de Murcia, edificio que fue también trazado, si bien tampoco realizado finalmente por él, por el maestro levantino. El edificio murciano, como el de Cuenca, se apoya en un cuerpo central que está formado en su base inferior por un arco, a través del cual circula el tráfico rodado, si bien sustituye los dos arcos laterales conquenses, abiertos, por sendas portadas, en zaguán, de entrada al edificio.


El siguiente capítulo está dedicado al convento de religiosas justinianas, las conocidas en Cuenca popularmente como “petras”, que cierran la plaza por el extremo opuesto, y que en pleno siglo XVIII ampliaron también su edificio conventual, hasta entonces de dimensiones bastante más reducidas, sobre las casas que durante el XVI habían sido del canónigo Eustaquio Muñoz, uno de los miembros más poderosos del cabildo catedralicio, tal y como demuestra su fantástica capilla, en el crucero de la catedral. Sirva este capítulo sobre el convento de las “petras” para romper una lanza en favor de esa destrucción del mito, tantas veces aludida, de Cuenca como ciudad de un único monumento, y también sobre la personalidad del autor de las trazas del edificio, el arquitecto madrileño Alejandro González Velázquez, quizá el más desconocido, entre los no especialistas, de cuantos maestros dieron forma a ese barroquismo personal con el que se fue vistiendo la ciudad de Cuenca a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

Los cuatro últimos capítulos del libro los dedica su autor al tercero, o más bien al primero en cuento a su importancia real se refiere, de cuantos edificios jalonan una plaza que, como no podía ser de otra forma, constituía entonces, y seguiría haciéndolo al menos hasta los primeros años del siglo XX, todo el entramado vital de la ciudad: la catedral. Y es que el barroco, tanto quizá como el gótico y el renacimiento, es el estilo que define una construcción que, lo hemos dicho hasta la saciedad y lo repetimos, se caracteriza como el principal monumento conquense: Cuenca no es una ciudad de un único monumento, pero de entre todos los monumentos conquenses, su catedral es superior a ninguno otro. Pero el barroco, al contrario de lo que sucedió con los otros dos estilos citados, fue denostado y criticado por los primeros tratadistas del templo, con Antonio Ponz y el propio Mateo López a la cabeza, de manera que muchos de los que desde entonces han escrito sobre el edificio se han visto influidos por las opiniones de aquellos academicistas, de manera que hasta tiempos muy recientes, quienes han escrito sobre la catedral han tendido a olvidar esta etapa de su construcción. Cuatro capítulos están dedicados a esta etapa de la catedral conquense, que tratan respectivamente de los cuatro grandes bloques constructivos que conforman este periodo: el hastial barroco, con su añadido de la torre del Giraldo, hundida en 1902; la capilla de la Virgen del Sagrario; el conjunto formado por la Capilla Mayor y el Transparente de San Julián; y la obra de Aldehuela, desde la recoleta capilla del Pilar hasta sus trabajos en la antesala capitular, quizá menos conocida para el lector que la que el maestro turolense realizó fuera de la catedral pero tan importante como la otra.

Como decíamos, de los cuatro capítulos catedralicios, el primero de ellos está dedicado a estudiar la fachada barroca y la desaparecida torre de las campanas. En este sentido, estamos plenamente de acuerdo con el autor, cuando afirma que en hundimiento de la torre y el desmonte posterior de su fachada, en la que el estilo barroco, entramado sobre los restos mantenidos del gótico que lograron pervivir en la construcción del XVII, fue sin lugar a dudas el mayor de los crímenes que a lo largo del siglo XX, y fueron muchos, se cometieron contra el arte conquense. Pero si la caída de la torre fue en realidad un accidente, aunque quizá evitable, el desmonte del hastial barroco decretado por la restauración historicista de Vicente Lampérez fue una decisión unilateral que, desde luego, nunca debió haberse producido; una reconversión absurda a un nuevo estilo, el neogótico, que no es realmente gótico, y que había sido puesto de moda en Francia por arquitectos como Viollet le-Duc, y obras como el chapitel parisino de Notre Dame, recientemente también destruido. Una reconstrucción de la catedral ,la propugnada por Lampérez, que lo que intentó hacer fue crear una fachada que nunca fue así, y que, para mayor desolación, se dejó además, dejando para siempre una construcción irreal, extraña, que desmerece de las grandes joyas artísticas que se guardan en su interior.

Junto a esa realidad, el otro gran logro del profesor Ibáñez en este capítulo es el de poner orden a la extensa nómina de maestros que, a lo largo de los siblos XVII y XVIII, fueron poniendo su nombre a diferentes aspectos y espacios del hastial uy la torre barrocas, con la figura de José Arroyo a la cabeza. Un arquitecto que, por otra parte, y hay que resaltarlo, había venido a Cuenca a mediados del siglo XVII, con el fin de realizar el nuevo edificio de la Casa de la Moneda, junto al río Júcar, un edificio que convertido después en fábrica textil, fue destruido por las llamas a mediados del siglo pasado. Esta construcción de la Casa de la Moneda, uno de los grandes hitos del barroco civil conquense, no se conserva, desde luego, pero sí se conservan unos planos, que muestran una construcción realizada en ese peculiar estilo barroco civil madrileño, que había sido puesto de moda por el arquitecto conquense Juan Gómez de Mora, y que todavía puede contemplarse en muchos edificios de la Villa y Corte, con la propia Plaza Mayor madrileña a la cabeza.

El segundo capítulo de los dedicados a la catedral, quinto del índice general del libro, está dedicado a la Capilla de la Virgen del Sagrario, ese gran espacio en el que se condensa la arquitectura del carmelita fray Alberto de la Madre de Dios y la pintura del conquense Andrés de Vargas. El autor desvela aquí lo que el turista puede ver cuando penetra en el recinto y, tan importante como lo que ve, lo que no puede ver, porque se encuentra en el subsuelo de la capilla, adentrándose hacia el palacio episcopal. Se trata éste de un espacio hermoso, en el que se condensa ese barroco pleno del siglo XVII, realizado para servir de lugar de culto para una advocación mariana que, si bien hoy ha perdido gran parte de la devoción que un día se le tributó por los conquenses, fue desde los años de la conquista de la ciudad por las tropas de Alfonso VIII, una de las advocaciones más queridas por los conquenses de muchas generaciones. En efecto, según la leyenda, se trata de la imagen que, colgada de un arnés de su caballo, entró en la ciudad de manos del propio monarca castellano.

Y si la capilla de la Virgen del Sagrario condensa en el recinto catedralicio ese barroco del siglo XVII, cercano en parte al manierismo aunque pleno de significado, el conjunto formado por la Capilla Mayor y el Transparente con el arca de San Julián condensa ese otro barroco más propio de la centuria siguiente, un barroco que camina ya hacia el neoclasicismo, si bien todavía lejos de él. Así lo demuestra el hecho de que Antonio Ponz y Mateo López, academicistas y por lo tanto cercanos a ese neoclasicismo, silenciaran o incluso criticaran estas obras, como hicieron con todo el arte barroco. También aquí, en estos dos espacios maravillosos, aparecen los nombres de dos de las grandes figuras españolas de la historia del arte: el madrileño Ventura Rodríguez, autor de las trazas de ambos espacios, y el valenciano Francisco Vergara, autor de las esculturas y de los relieves que los adornan, realizados por él en mármol de carrara, en una etapa de gran madurez artística, y enviados a propósito desde Italia para conformar, para siempre, uno de los espacios más hermosos de la catedral de Cuenca.

El último capítulo, por fin, está dedicado a la obra del maestro aragonés José Martín de Aldehuela, uno de los grandes ignorados de la historia del arte español, a pesar de que dejó su obra, un tanto borrominesca y un tanto centroeuropea, en algunos de los templos más hermosos de Cuenca y de Málaga. Conocida es para los conquenses su peripecia vital: llamado a la ciudad del Júcar por los hermanos Carvajal, canónigos de la catedral, para levantar su hermosa fundación filipense, aquí pasaría algunos años, como maestro de obras del obispado, apoyado en el nombramiento de uno de los hermanos, Isidro, como nuevo obispo de la diócesis. Conocida es también su obra fuera de la catedral, como creador de ese barroco propiamente conquense que caracteriza a algunas de las iglesias de Cuenca, en las que dejó parte de su talento creativo, con la de San Antón a la cabeza. Pero quizá menos conocido para el gran público quizá sea su obra en el interior de la catedral, entre la que destacan la capilla de la Virgen del Pilar, en la línea de sus obra externas, como una pequeña iglesia dentro del recinto catedralicio, y la antesala capitular. A estas dos obras dedica Pedro Miguel el último capítulo del libro, sin olvidar tampoco esos altares menores, como el de María Magdalena o el de la Virgen del Alba, también realizados por el turolense. La cubrición de los arcos del claustro renacentista, sin embargo, es a todas luces una obra menor, un trabajo de necesidad, realizado también por José Martín.

Deja el autor para otros libros posteriores el estudio de otros espacios barrocos diseminados por la ciudad del Júcar: las propias iglesias de Aldehuela, o esa recoleta plaza de la Merced, en la que se alzan el seminario y el propio convento mercedario. Esperamos con impaciencia e ilusión esas nuevas aportaciones del catedrático conquense a la bibliografía sobre el arte de Cuenca, y mientras tanto, gozamos con la lectura de este libro.


Etiquetas