Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


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lunes, 1 de septiembre de 2025

EL CAMINO Y LA ORDEN DE SANTIAGO. DOS REALIDADES PARALELAS

 

El Camino de Santiago. El origen de una vía de espiritualidad

Según la tradición cristiana, el apóstol Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo y hermano de Juan, predicó el Evangelio en la península ibérica, después de que Jesucristo, una vez resucitado, lo enviara, como al resto de los Apóstoles, a anunciar su mensaje entre los gentiles. Aunque ni los propios Evangelios ni los Hechos de los Apóstoles, el libro de las Sagradas Escrituras que narra la vida de los doce en los años siguientes a la Pasión de su Maestro, recogen esta misión evangelizadora de Santiago, y por lo tanto la historicidad de su presencia en el extremo occidental del mundo conocido, algunos de los textos apócrifos y, sobre todo, crónicas posteriores, sostienen que el Apóstol viajó hasta Hispania, posiblemente a través de la vía marítima fenicio-romana, cruzando todo el mar Mediterráneo, evangelizando diversas regiones del noroeste peninsular. Después, tras regresar a Jerusalén, fue martirizado allí por orden de Herodes Agripa, hacia el año 44 d.C. Sus discípulos, según la tradición sagrada, trasladaron su cuerpo por mar hasta las costas de Galicia, donde sería enterrado en un lugar oculto, cuyo recuerdo se perdió durante muchos siglos.

Pasado el tiempo, a comienzos del siglo IX, en torno al año 820, un eremita llamado Pelayo observó, durante varias noches, unas luces misteriosas, como “estrellas danzantes”, sobre un bosque cercano al monte Libredón. Informó del hecho al obispo de Iria Flavia, la antigua sede episcopal que actualmente se encuentra en el municipio de Padrón. Teodomiro, que así se llamaba el obispo, investigó el fenómeno, y descubrió la existencia en el lugar de donde procedían las luces, de una tumba, que identificó con la del apóstol Santiago. Así, esta aparición fue considerada milagrosa, y rápidamente legitimada por el rey asturiano Alfonso II el Casto, quien acudió en peregrinación al lugar. Allí ordenó construir una primera iglesia sobre el sepulcro, lo que marca el nacimiento de Compostela (Campus Stellae, “campo de la estrella”) como santuario. Con este acto, Alfonso II no sólo legitimó la autenticidad del hallazgo, sino que vinculó la figura del apóstol a la construcción del reino cristiano, en resistencia contra el Islam.

En las décadas siguientes, Compostela se convirtió en un importante centro de devoción y de poder eclesiástico. Echemos un vistazo rápido a lo más destacado de la cronología de lo que, ya entonces, empezaba a ser conocido como un importante lugar de peregrinación. Entre los años 834 y 843, la sede episcopal fue trasladada desde Iria Flavia a lo que ya entonces era llamado Santiago de Compostela. En 997, el caudillo musulmán Almanzor saqueó la ciudad, pero no dudó en respetar la tumba del apóstol, lo que reforzó su carácter sagrado que tenía el lugar. En 1095, el papa Urbano II reconoció oficialmente el culto a Santiago. En 1139, Inocencio II otorgó a la diócesis la dignidad arzobispal. En 1164, Compostela fue reconocida como uno de los tres grandes centros de peregrinación cristiana, junto con Roma y Jerusalén.

Con el crecimiento del culto al apóstol, se fue estructurando el Camino de Santiago, como una red de rutas que desde el norte de Europa, especialmente Francia, pero también otros países, como Inglaterra o Portugal,  llegaban hasta Galicia. A lo largo de estos caminos fueron surgiendo con el paso del tiempo decenas de hospitales y de albergues para acoger a peregrinos, y monasterios y templos para asegurar el culto y la asistencia espiritual. Y también, cono no podía ser de otra forma en aquellos años medievales, en los que la caballería tenía una especial importancia, órdenes militares y religiosas, especialmente la de Santiago (1170), encargadas primeros de la protección de los caminantes, pero que poco tiempo después, y a imitación de otras órdenes que fueron naciendo en toda Europa,  pasaron también a combatir contra los musulmanes, llegando a ser uno de los elementos principales de la Reconquista.

En aquellos tiempos, igual que ahora, el Camino no solo tenía un sentido devocional, sino que también articulaba la repoblación de los territorios conquistados, repoblación en la que la orden también terminó siendo protagonista, al menos en una parte de los territorios conquistados. Además, servía de eje de comunicación, intercambio cultural, y construcción de la identidad cristiana peninsular. El románico, ese nuevo orden arquitectónico que estaba llegando de Francia en aquel lejano siglo XI, y durante toda la primera mitad de la centuria siguiente, también lo hizo, sobre todo en su primera época, a través del Camino.

En tiempos del reinado de Alfonso VII (1109-1157), el apóstol Santiago fue presentado como símbolo de la unidad política de Hispania. Y entre los siglos XI y XIII, el Camino vivió su época dorada. Millones de peregrinos europeos lo recorrieron en aquella época. A su paso se desarrollaron núcleos urbanos, como Jaca, Estella, Burgos, León o Astorga. En 1075 comenzó a  construirse la catedral románica de Santiago, culminando, en muy pocos años, un impresionante santuario de peregrinación. Sin embargo, a partir del siglo XIV, diversos factores, como el estallido en el continente europeo, de importantes conflictos armados, la extensión de la peste, y a partir del siglo XVI, la reforma protestante, provocó en toda Europa un cambio en las rutas de peregrinación, lo que llevó a un declive del Camino, que ya no resurgiría con fuerza hasta tiempos recientes. Ya en el siglo X, el Camino de Santiago volvió a resurgir con gran fuerza.

Con la expansión del Imperio español, el culto a Santiago se exportó a América, donde fue adoptado como santo patrono de numerosas ciudades. En muchas regiones, se sincretizó con deidades indígenas, o fue reinterpretado como símbolo de justicia, protección y autoridad. La figura del apóstol, ya sea como peregrino, como santo o como guerrero, continúa hoy siendo un referente de identidad, espiritualidad y encuentro entre pueblos, tanto en Europa como en América. Así, la aparición del apóstol Santiago en Compostela no es sólo un episodio religioso, sino un acontecimiento con profundas consecuencias políticas, culturales y sociales. El Camino de Santiago se transformó en un eje de comunicación espiritual, territorial y simbólica que articuló gran parte de la cristiandad medieval. Y aunque de una manera muy diferente, más propia de este siglo XXI, lo sigue articulando también en la actualidad.

Sin embargo, en realidad no existe un Camino de Santiago, sino varios caminos. Los más conocidos son los que atraviesan el norte de la provincia de Cuenca, pero un camino de peregrinación como era éste, transitado por peregrinos de todo el continente europeo, era, en realidad, una red de vías que  tienen un destino común, Santiago de Compostela, y muchos puntos de origen diferentes; todos los caminos llevan a Roma, dice el refrán, y casi todos los caminos llegan a Santiago. Hay que recordar aquí el camino inglés, que, procedente de las Islas Británicas, y a través del Canal de la Mancha y el Mar Cantábrico, recorría, en muy pocas jornadas, el trayecto entre La Coruña y Compostela; o el portugués, que comunicaba Lisboa y Santiago a través de Oporto o Tui.  En este sentido, no se puede dejar de lado el llamado Camino de la Lana, que desde la costa mediterránea, principalmente desde Alicante, pasando por las provincias de Cuenca, Guadalajara y Soria, llegaba hasta Burgos, donde enlazaba directamente con el camino francés.

 

Santiago Matamoros y la dimensión guerrera del apóstol

La aparición del apóstol Santiago a lomos de un brioso corcel blanco en la batalla de Clavijo (844), según las crónicas, consolidó su imagen de apóstol-guerrero. Montado sobre un caballo blanco y blandiendo una espada, habría intervenido milagrosamente para dar la victoria a los cristianos frente a los musulmanes. Esta poderosa imagen nace, tal y como se ha dicho, de la legendaria Batalla de Clavijo donde, según las crónicas medievales, cuando las tropas cristianas estaban a punto de ser derrotadas por los temibles musulmanes, el apóstol se apareció sobre un caballo blanco, blandiendo una espada, y provocando el terror entre las tropas musulmanas. Como resultado de esta visión, los cristianos recobraron unas fuerzas que ya estaban demasiado mermadas, logrando de esta forma, al día siguiente, la victoria sobre sus enemigos. Este es el origen de la iconografía del apóstol a caballo, con uno o varios guerreros moros a sus pies, a punto de ser pateados por el corcel.

 Este relato no está documentado históricamente, como tampoco la propia batalla, pero su poder simbólico fue enorme durante toda la Edad Media. Con el tiempo, Santiago se convirtió en patrón de una España unificada, protector de los cristianos, y figura central del ideario de cruzada contra el enemigo musulmán. Su culto se asoció a la lucha religiosa, a la reconquista de la tierra y, como consecuencia de todo ello, al deber del caballero cristiano.


Este episodio, aunque legendario, fue crucial para convertir a Santiago en patrón de España, reforzar la idea de una Reconquista sagrada, y vincular el Camino a la lucha religiosa y a la política peninsular. La figura de Santiago Matamoros se convirtió en un icono visual y simbólico de la cristiandad peninsular, y su imagen ecuestre se difundió ampliamente en esculturas, relieves, códices y retablos. Y junto a la imagen de San Jorge, el otro santo caballero, derrotando al dragón -un antiguo soldado de la guardia pretoriana, que también se encuentra en la difusa frontera entre la historia y la leyenda-, puede ser considerado como una transliteración de los antiguos mitos grecolatinos, y también de las tradiciones celtíberas. En efecto, Santiago Matamoros comparte rasgos con San Jorge, venerado tanto en Europa como en Oriente Próximo, especialmente en lugares tan distantes entre sí como Georgia, Inglaterra y, en lo que respecta a la península ibérica, en Aragón y en Cataluña. Ambos aparecen como guerreros montados, salvadores frente al enemigo infiel o monstruoso -el dragón o el enemigo musulmán-, lo que sugiere una transposición cristiana de antiguos arquetipos guerreros indo-europeos.

En cuanto a la mitología clásica, la imagen del caballero celeste tiene paralelos claros con los héroes montados de la mitología griega, como el centauro, ese ser híbrido que unifica, en un mismo cuerpo, al caballo y al jinete; el dios guerrero Ares, o los gemelos Cástor y Pólux, los Dioscuros, hijos de Leda; o incluso Belerofonte, montando a Pegaso para derrotar a la Quimera. Y en cuanto a las tradiciones celtíberas celtiberas, debemos recordar que, para estos pueblos del centro de la meseta, el caballo era un animal sagrado, asociado con la guerra, la nobleza, la muerte y el tránsito al más allá. En algunos yacimientos como Numancia, se han hallado jarros rituales con hombres-caballo y domadores, símbolo posiblemente chamánico o funerario.

Esa imagen del caballo como símbolo totémico también aparece en el folklore español y americano. En efecto, el caballo no sólo está presente en la tradición guerrera, sino también en las festividades populares, muchas de ellas con orígenes medievales o incluso paganos, aunque en muchas ocasiones el origen mítico está parcialmente oculto en una tradición histórica realmente existente. Así se puede apreciar en algunas fiestas de enorme interés, como en la Caballada de Atienza (Guadalajara) que conmemora el rescate del rey Alfonso VIII, siendo todavía niño, en el marco de la guerra civil que asoló Castilla a mediados del siglo XII; o los Caballos del Vino, en Caravaca de la Cruz (Murcia), donde se mezcla la simbología cristiana y pagana con las tradiciones agrícolas, y en la que el caballo es símbolo de fuerza protectora.

También es este caso, y después del descubrimiento y conquista de América, todas esas tradiciones fueron exportadas al Nuevo Mundo, donde se fusionaron con algunas cosmovisiones indígenas. En Peteu (Guatemala), por ejemplo, existe el "Baile del Caballito", una danza ritual en la que el caballo, en esta ocasión a través de hombres disfrazados de tales, sigue siendo símbolo sagrado, asociado a la lucha entre el bien y el mal, lo divino y lo terrenal. Este sincretismo se refleja en cómo los pueblos indígenas adoptaron la figura de Santiago como “santo guerrero”, defensor del orden, muchas veces reinterpretándolo dentro de sus propias creencias.

En resumen, la figura de Santiago Matamoros y su asociación con el caballo blanco no puede entenderse sólo desde el punto de vista del cristianismo medieval. Es, en realidad, un arquetipo de héroe montado, heredero de múltiples tradiciones: celtas, grecolatinas, visigodas, islámicas y cristianas. Sin embargo, sí es cierto que, más allá de todo ello, su figura articula la identidad nacional española en la Edad Media, como símbolo de la lucha sagrada contra el invasor musulmán. Y al mismo tiempo, y una vez producida la unificación de todos los reinos bajo una misma corona, y prolongada esa unicidad hasta más allá del Océano Atlántico, permite la evangelización y legitimación del dominio en las nuevas tierras descubiertas, usando símbolos ya presentes en las culturas autóctonas.

 

La orden militar de Santiago, entre la cruzada y la frontera

En el panorama espiritual, político y militar de la Europa medieval, pocas instituciones alcanzaron tanta relevancia y proyección como las órdenes militares. Nacidas en el contexto de las cruzadas orientales, especialmente después de la conquista de Jerusalén en 1099, estas fraternidades de caballeros profesaban votos religiosos y, al mismo tiempo, empuñaban las armas. Su misión consistía en: defender la cristiandad frente a sus enemigos, ya fuesen los musulmanes, los paganos o, más tarde, los herejes.

Las tres grandes órdenes internacionales los templarios, los hospitalarios de San Juan (futuros caballeros de Malta, después de que el emperador Carlos V les otorgara el señorío sobre la isla homónima), y la orden teutónica (nacida en Alemania, pero que contaba también con una rama española desde el matrimonio del rey Fernando III con Beatriz de Suabia, nieta del emperador Federico Barbarroja), marcaron el modelo organizativo, simbólico y espiritual para las nuevas milicias religiosas que surgirían también en Europa occidental y, de modo muy especial, en la península ibérica; hay que recordar, en este sentido, que también la Reconquista tuvo un cierto cariz de cruzada contra el enemigo musulmán. Por ello, aunque el foco inicial de estas órdenes se centró en Tierra Santa, sus ramas y prioratos se extendieron también por Occidente, encontrando en España un campo fértil de acción.

A diferencia de sus homólogas internacionales, las órdenes hispánicas nacieron directamente vinculadas a la lucha por la Reconquista y bajo el patrocinio de los reyes cristianos. Su función era eminentemente práctica: custodiar los territorios de frontera, repoblar las tierras conquistadas y servir de brazo armado a la monarquía. Las principales fueron: la Orden de Calatrava, fundada en 1158 con apoyo del Císter, y con sede en el castillo homónimo, en la actual provincia de Ciudad Real; la orden de Santiago, establecida en 1170, protagonista de esta entrada; la orden de Alcántara, surgida en 1166 en el reino de León, con fuerte implantación en Extremadura; la orden de Montesa, fundada en 1317 en el reino de Aragón, adoptando muchos de los beneficios que habían tenido los templarios después de la disolución de estos; y la orden de Avis. menos conocida en nuestro país porque, en esencia, se limitó al reino de Portugal. Estas órdenes compartían rasgos comunes: obediencia a una regla monástica, la de San Benito, el Císter o San Agustín; adopción  de votos religioso; disciplina militar; y una estructura feudal bien articulada. A diferencia de las órdenes supranacionales, las órdenes hispánicas estaban sujetas principalmente a la autoridad de los reyes, lo que reforzaba su papel como instrumento de la política regia.

La Orden de Santiago fue fundada en el reino de León hacia 1170, por un grupo de caballeros que se habían reunido en la ciudad de Cáceres. Su objetivo inicial era doble: proteger a los peregrinos que transitaban el Camino de Santiago, y combatir a los musulmanes en los territorios de la frontera sur. Su fundación fue avalada por el rey Fernando II de León, y poco después, en 1175, recibió el reconocimiento pontificio, mediante una bula del papa Alejandro III. En 1174, la orden se extendió también al reino de Castilla, donde el monarca Alfonso VIII les otorgó el castillo de Uclés, que de este modo, se convirtió en su casa madre y centro de operaciones. Allí se erigió el priorato de Uclés, un complejo que funcionaba como monasterio, fortaleza, centro administrativo, archivo y residencia del maestre. Desde ese núcleo estratégico, la orden dirigía sus campañas militares, organizaba la repoblación de nuevas tierras y gestionaba una extensa red de encomiendas.

La Orden de Santiago se regía por la regla de San Agustín, que permitía combinar la vida religiosa con la acción armada. Sus miembros eran frailes-caballeros, nobles que profesaban votos de obediencia, castidad y pobreza personal, pero no llevaban una vida estrictamente conventual. Su símbolo, una cruz roja en forma de espada, sintetizaba perfectamente su doble misión, espiritual y militar. La orden asumía funciones clave en el entramado de la Reconquista: la protección de peregrinos hacia Santiago de Compostela, la defensa de los territorios fronterizos frente al Islam, y la repoblación y colonización agrícola de las tierras conquistadas. Su influencia en la corte castellana, donde sus maestres llegaron a ejercer poder político significativo, fue muy importante.

Uno de los episodios más reveladores del protagonismo de la orden de Santiago tuvo lugar en 1177, cuando Alfonso VIII emprendió la conquista de Cuenca, que para entonces era un importante bastión musulmán en el centro-este de la península. Así, la orden participó de manera decisiva en la campaña, aportando tropas, logística y recursos. Su colaboración fue recompensada generosamente por el rey con bienes inmuebles, heredades rurales, molinos, dehesas y propiedades urbanas dentro de la ciudad. Estos donativos no fueron meramente honoríficos. Respondían a una estrategia política: consolidar la presencia cristiana, facilitar la repoblación con gentes de confianza y asegurar la fidelidad de la orden. Desde su sede en Uclés, la orden de Santiago proyectó su influencia sobre el territorio conquense, estableciendo una red de posesiones como el Hospital de Santiago, el Molino de Santiago, la Dehesa de Santiago, dentro de la ciudad, o la fortaleza de Torrebuceit, en el actual municipio de Villar del Águila.

A lo largo de los siglos, la Orden de Santiago se consolidó como una de las instituciones más poderosas de la Corona de Castilla. Su red de posesiones, su capacidad militar y su inserción en la estructura política, le permitieron mantener una posición destacada hasta bien entrado el periodo moderno. A partir de los Reyes Católicos, y especialmente bajo Carlos V y Felipe II, y como sucedió con el resto de las órdenes hispánicas, la corona asumió el control directo del maestrazgo, lo que marcó el comienzo de su progresiva integración en el aparato estatal. No obstante, y a pesar de los procesos desamortizadores del siglo XIX, su legado permanece hoy en día: iglesias, castillos, archivos, escudos, y topónimos recuerdan aún hoy la huella profunda de una institución que encarnó, como pocas, el cruce de caminos entre la religión, la guerra y la política  en la España medieval.









jueves, 9 de marzo de 2023

Mito y realidad de la princesa Zayda

 

En el centro de Cuenca, a pocos pasos de Carretería, se encuentra una hermosa calle, de amplias aceras, que está dedicada a la princesa Zaida. Muchos de los que a diario pasean por sus calles, en el devenir diario hacia sus trabajos respectivos, en el hospital o en la universidad, o de los estudiantes que también la cruzan de camino a sus institutos, separados de esa otra Cuenca por la pasarela metálica que, a varios metros de altura, cruza el río Júcar, ignoran quien fue esta mujer, de nombre tan exótico, que sin embargo llegó a ser, en los años de la Edad Media, tan importante para la historia de la ciudad de Cuenca. Pero incluso quien sí haya oído hablar de ella, también ignora su verdadero significado histórico. Y es que su figura real, a través de los siglos, se ha venido desdibujando en la niebla del mito, en la leyenda surgida de los viejos cronicones acríticos, a menudo fantasiosos, que trastocan la realidad en un mito que, como tantos otros, y a pesar de los importantes trabajos realizados por arqueólogos e historiadores contemporáneos, resulta, todavía hoy, muy difícil de erradicar.

Vayamos primero con la leyenda. Escribe uno de los primeros historiadores de nuestra provincia, Trifón Muñoz y Soliva, lo siguiente sobre la princesa Zaida: “Este vigesimosético [sic; se está refiriendo al monarca Alfonso VI] sucesor de Pelayo fue el primero que tremoló la cruz en el castillo y alcázar de esta ciudad de Cuenca a los trescientos sesenta y ocho años de apoderarse de ella Taric ben Zeyad. El motivo de esta ocupación pacífica, ved cual fue. Viudo D. Alfonso VI de Doña Berta, según Ferreras, y de doña Constanza [se refiere ahora a Constanza de Borgoña, segunda esposa del monarca, hija del príncipe Roberto I de Borgoña; la otra, doña Berta, fue una casi desconocido dama que, originaria de la Toscana, era hija, según algunos autores, de Amadeo II de Saboya], según Mariana, y deseando contraer matrimonio, para dar sucesión varonil al trono de León y de Castilla; sabiendo que Aben Amed II, rey moro de Sevilla, el más poderoso de los agarenos, tenía una hija llamada Zaida, de singular hermosura, le solicitó en matrimonio si accedía a hacerse cristiana. Estos enlaces entre moros y cristianos no eran del todo raros. María, madre de Abderramán III, era hija de padres cristianos; que Alonso V ofreció su hermana Teresa a Obeidala, walí de Toledo, ya queda referido, y de que los moros aceptasen la religión cristiana, aún sin conveniencias temporales, poco antes se mostró  el ejemplo de Casilda, hija de Almamun, rey moro de Toledo que, contra la voluntad de su padre y familia, se convirtió al cristianismo y fue portento de santidad. La princesa Zaida acogió benévolamente la proposición del rey de Castilla, y su padre, por la consideración de emparentar con el más poderoso de los cristianos, vino también en el matrimonio, y para dar más realce a su huija, la dotó con las ciudades de Uclés, Huete, Cuenca, Alarcón, Consuegra, Amasatrigo y otras poblaciones; y por este concierto D. Alonso VI entró en posesión del territorio conquense.” Y a continuación, el mismo escritor defiende su teoría contra las críticas de otros historiadores, y contra las crónicas medievales, de tal forma que, para muchos conquenses de hoy en día, el asunto de la primera cristianización de nuestra ciudad, e incluso de gran parte de la actual provincia de Cuenca, se reduce sólo a una cuestión amorosa, matrimonial incluso, en la que no tiene cabida la más alta política.


Desde luego, no es mucho lo que conocemos sobre la realidad histórica de la mal llamada princesa Zaida, o Zayda, en la grafía más propia de sus hermanos de religión musulmana. Y más sobre sus primeros años de vida. Parece ser que era hija, o sobrina según algunos autores, de Al-Múndir al-Háyib 'Imad ad-Dawla, emir que era en aquel tiempo de las taifas de Denia y de Lérida, y quien, a su vez, era hijo del famoso Al-Muqtadir, rey de la taifa de Zaragoza. En alguna de aquellas dos ciudades debió nacer, en algún momento de los años sesenta del siglo XI, educada en el refinamiento de una corte que había sido capaz de levantar edificios tan hermosos como la Aljafería, en la misma ciudad del Ebro, actual sede de las Costes de Aragón. A muy temprana edad fue casada con Abu Nasr al-Fath al-Ma'mun, gobernador de la ciudad de Córdoba, puesto allí por su padre, el rey Muhámmad al-Mutámid, el llamado Aben Ahmed por Trifón Muñoz y Soliva. Así pues, podemos empezar a desmitificar la leyenda de la supuesta princesa atendiendo a su genealogía: nuestra Zayda no fue la hija, sino la nuera, de este importante monarca, el mismo que, ya lo veremos, va a ser el culpable de la llegada a la península de la peligrosa tribu de los almorávides.

Es ahora, en este momento del relato, cuando debemos hablar de la figura de Muhámmad al-Mutámid -Abu l-Qásim al-Mu‘támid ‘alà Allah Muhámmad ibn ‘Abbad, que ese es su nombre completo, según las costumbres musulmanas-, quien en ese momento era el rey de la poderosa taifa de Sevilla, desde que sucediera en el trono a su padre, Muhámmad al-Mu‘tádid -no se debe confundir al padre con el hijo, a pesar de que los nombres respectivos apenas se diferencian en una sola letra-. Nacido en Beja, una importante ciudad del sur de Portugal, que hasta allí se extendían en aquellos tiempos el territorio dependiente del importante reino musulmán, en el año 1040 de la era cristiana, sucedió a su padre en el trono de la ciudad del Guadalquivir en 1069, y dos años después de haberse asentado en el mismo, logró anexionar a su reino la vecina taifa de Córdoba, la antigua capital del califato, y que, quizá por eso mismo, había sido la última en incorporarse a ese extraño rompecabezas político y social que fueron los reinos de taifas. Por aquella época, la taifa de Córdoba había estado sumida en una guerra civil entre el llamado Abd al-Rahman de Córdoba -no confundir tampoco con ninguno de los califas omeyas de este nombre que anteriormente habían gobernado todo el califato- y su hermano, Abd al-Malik ben Muhammad al-Mansur, quien un año antes había salido victorioso del entrentamiento, convirtiéndose así en el tercer rey de esta taifa, de muy corta duración. Al-Murámid colocó en el gobierno de la ciudad a su hijo, el ya citado Fath al-Ma'mun. De esta forma, la mal llamada princesa Zayda se convertía en la nueva reina de la taifa cordobesa.

 La instalación en el trono cordobés del esposo de la joven princesa, calificada como de una mujer hermosa en todas las crónicas de la época, enfureció al rey de la taifa toledana, Yahya ibn Ismail al-Mamun, de cuyo origen conquense ya hemos hablado en alguna entrada anterior de este mismo blog (ver, entre otras: “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de junio de 2021; “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021; “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Y lo hizo hasta el punto de que no dudó en apoyar militarmente al diletante Ibn Ukkasha, quien se había revelado en 1072 contra el propio al-Ma’mún. Éste logró apoderarse de la ciudad y, según algunas versiones, el esposo de nuestra protagonista fue asesinado en el transcurso de la revuelta. Comenzaba entonces una nueva guerra civil entre las tropas de al-Mutámid, eacuya corte había pasado a refugiarse la propia Zayda, ahora convertida en una joven viuda, y las del rey toledano, que durante un breve tiempo pasó a regir la taifa en la antigua capital del califato. Así sería hasta 1078, cuando el monarca sevillano logró recuperar los territorios que habían sido de su hijo, un amplio teritorio que abarcaba todo el espacio contenido entre los valles del Guadiana y del Guadalquivir.


Allí, en la vieja Ishbiliya, la Sevilla de los musulmanes, Zayda permanecería durante algunos años más. Hasta su posterior traslado a Toledo, la capital del nuevo reino cristiano de Alfonso VI. Durante ese tiempo habían pasado muchas cosas: la llegada a la península de los almorávides, llamados a ella por el propio al-M utámid; la batalla de Zalaca, o de Sagrajas, en la que éstos, apoyados por los reinos taifas de Sevilla, Granada y Badajoz, derrotaron a las tropas combinadas de Alfonso VI y del rey aragonés, Sancho Ramírez; el regreso a África del emir almorávide, Yúsuf ibn Tašufín, lo que aprovecharon los reyezuelos hispanoárabes para envolverse de nuevo en sus tradicionales disputas entre ellos; el regreso de éste a la península, en un nuevo enfrentamiento que ya no estaba dirigido sólo contra los cristianos, sino también contra sus hermanos de religión,…

Es en este punto donde se precipitan los acontecimientos. Los almorávides, que ya habían tomado las ciudades de Málaga y de Granada, se dirigieron después hacia las dos importantes ciudades de la taifa sevillana. Algunas crónicas contradicen la versión anterior, afirmando que es en este momento cuando va a producirse la muerte de al-Ma’mun. Según esta versión, éste se había mantenido durante todo el año en Sevilla, en compañía de su esposa y de su padre hasta que éste último, acosado por los almorávides, le encomendó la defensa de la antigua capital del califato, con el fin de facilitar que él pudiera mantener las posiciones en la propia capital sevillana. Para ello, quiso poner antes a salvo a su esposa, Zayda, y a los hijos de ambos, enviándolos, bajo la protección de sesenta caballeros, al castillo de Almodóvar del Río. Y mientras tanto, el propio Alfonso VI, en 1091, que para entonces ya estaba cobrando las parias del rey de Sevilla, no dudó en enviar a un ejército a aquel castillo, a las órdenes de su teniente, Minaya Álvar Fáñez. Para entonces, la taifa sevillana ya había caído en manos de los almorávides, que el año anterior ya habían conseguido deponer a al-Mutámid, y enviarlo al exilio, donde falleció en 1095, en la ciudad de Agmat, muy cerca de la capital almorávide, Marrakesh.

La batalla se saldó con una aplastante victoria de las tropas del emir almorávide, y los cristianos, derrotados no tuvieron más remedio que retirarse de regreso hacia tierras castellanas. En aquel momento, la propia Zayda había quedado sin la protección de sus familiares más cercanos. Su esposo, si no lo había hecho mucho tiempo antes, durante la rebelión de Ibn Ukkasha, había muerto en la batalla, y su suegro, su gran valedor en los años anteriores, se encontraba exiliado en tierras africanas. Es fácil comprender la terrible sensación de soledad que asolaba a la todavía joven viuda mientras cabalgaba de camino hacia Toledo, que ahora cabalgaba hacia el norte, en compañía de los únicos protectores que ahora tenía, devotos de una religión que a ella aún le resultaba extraña. Nada cuentan las crónicas ya sobre el destino de los hijos que Zayda había tenido con al-Ma’mún, pero no cabe duda de que éste es el origen de un mito que ha venido a repetirse hasta la saciedad para explicar el motivo por el que la ciudad de Cuenca, como otra parte importante del territorio, pasó por primera vez a manos cristianas. Sin embargo, esta realidad histórica no ayuda demasiado a entender, en todos sus detalles, el proceso histórico de ese traspaso de tierras a manos crisitianas. En este caso, es Miguel Jiménez Monteserín quien da la clave de lo que pudo pasar realmente, en el transcurso de una colaboración con la cadena SER, en su emisora conquense:

“Cierto es que bien pudo el rey de Sevilla hacer al castellano alguna oferta compensadora del auxilio demandado que le decidiera finalmente a prestarlo, pero no lo es menos que, además de pagarle las parias atrasadas, mucho más a su alcance estaría brindarle la posesión de tierras cercanas a los dominios de ambos y no tan alejadas y extensas que tampoco resulta demasiado creíble perteneciesen a Al-Motamid. Hay una imprecisa noticia de que éste, después de recuperar Córdoba, que Al-Mamun de Toledo le había arrebatado, conquistó en septiembre de 1078 "todo el país toledano que se extendía entre el Guadalquivir y el Guadiana". Es posible que de entonces le viniera el control sobre parte del suelo de la luego llamada "dote" de su nuera, pero más lógico parece pensar, sobre todo en lo que concierne a las tierras del área conquense, a las que tampoco se hace demasiada referencia en la somera descripción aludida que, tratándose antes del patrimonio familiar de los Beni-Dhil-Nun, hallándose el rey de Valencia Al-Qadir bajo la tutela del Cid hasta su muerte, ocurrida en 1092, bien pudo ser la vía indirecta de su sometimiento a Alvar Fáñez, sobrino del Campeador, y constante sostén del antiguo monarca toledano, lo que las pondría bajo el pasajero control de los castellanos, dueños ya del área alcarreña al norte del Tajo”.

La historia posterior de nuestra protagonista es mejor conocida, aunque no faltan tampoco algunas contradicciones entre los diferentes cronicones que tratan sobre esta época lejana de nuestra historia: Zayda, bautizada al cristianismo y bautizada con el nombre de Isabel, terminaría por convertirse en la nueva reina de León, después de haber contraído matrimonio con el propio Alfonso VI. Resumiendo aquellas viejas crónicas, podemos citar aquí lo que, respecto a su matrimonio con el monarca castellano, se puede leer en alguna de esas enciclopedias de acceso libre, que pueden encontrarse en la red: “No queda claro en las fuentes si Zayda fue concubina, esposa o ambas cosas, primero concubina y después esposa. En la crónica De rebus Hispaniae, del arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, se cuenta entre las esposas de Alfonso VI. Pero la Crónica najerense y el Chronicon mundi indican que Zaida fue concubina y no esposa de Alfonso VI.​ La hipótesis de que Alfonso VI se había casado con Zaida ya ha sido también rechazada por Menéndez Pidal y por Lévi-Provençal. Otras fuentes dicen que Zaida se acomodó en la corte leonesa, renunció al islam, y se bautizó en Burgos con el nombre de Isabel. Sin embargo, no solo conservó todas sus costumbres, sino que las difundió e introdujo nuevos y frescos aires culturales de la sociedad musulmana. El arabista Ángel González Palencia escribe que la corte de Alfonso VI, casado con Zaida (sic), parecía una corte musulmana… Según Jaime de Salazar y Acha, seguido por otros autores, entre ellos, Gonzalo Martínez Díez, contrajeron matrimonio en 1100 tras enviudar Alfonso de la reina Berta, quedando legitimado el hijo de ambos, que se convirtió en príncipe heredero del reino cristiano. ​ Para Salazar y Acha, Zaida y la cuarta esposa del rey, Isabel, son la misma persona … y también sería la madre de Elvira y de Sancha Alfónsez. Otra razón que esgrime el autor es el hecho que poco después de la boda del rey con Isabel, el infante Sancho comienza a confirmar diplomas regios y de no ser la nueva reina Zaida, no hubiera consentido el nuevo protagonismo de Sancho en detrimento de sus posibles futuros hijos. También cita un diploma en la catedral de Astorga del 14 de abril de 1107, donde el rey concede unos fueros y actúa cum uxore mea Elisabet et filio nostro Sancio”. Y a continuación cita a otros autores que, en un sentido o en otro, dan también su opinión sobre el tema.

Concubina o esposa, lo que sí está claro es que nuestra Zayda fue la madre del príncipe Sancho Alfónsez, el único hijo varón que tuvo el monarca castellano-leonés, destinado a heredar el trono de los dos reinos cristianos. Éste debió nacer a finales del año 1094, o en los primeros meses del año siguiente. Si hemos de valorar las costumbres de la época, y a pesar del gran amor que su padre tuvo siempre por su único hijo varón, tal y como reflejan las crónicas, resulta difícil llegar siquiera a imaginar que éste podría haber llegado a convertirse en el único heredero a la corona, de no haber existido un matrimonio anterior, entre el monarca y su amante, que lo legitimara. Pero el destino, muchas veces cruel, terminaría por aliarse en contra del ya viejo monarca. En el año 1108, las tropas cristianas, al mando del propio Sancho, todavía niño, y bajo la protección de los principales magnates castellanos, se enfrentaron junto a las murallas del castillo de Uclés al nuevo emir almorávide,  Alí ben Yusuf. El resultado de la batalla también es bien conocido por todos: la muerte del príncipe, y de gran parte de esos magnates castellanos, los siete condes de las crónicas, que no pudieron hacer nada para evitar la muerte del joven heredero, y la caída, otra vez en manos de los musulmanes, de todas aquellas plazas que habían formado parte de la dote de Zayda.

Tal y como se ha dicho, además del propio Sancho, Zayda y el monarca castellano-leonés tuvo dos hijas más: Sancha Alfónsez, esposa que llegó a ser de Rodrigo González de Lara, miembro destacado de una de las más importantes familias del reino, quienes fueron a su vez los padres de, Elvira Rodríguez, futura condesa de Urgel por su matrimonio con el conde Ermengol VI; y Elvira Alfónsez, quien, sería reina consorte de Sicilia y condesa de Apulia, por su matrimonio con Roger II. Fallecida hacia el año 1101, o el 1107 según otros autores, la mal llamada princesa Zayda -reina más que princesa, primero de Córdoba, todavía musulmana, y después, ya cristiana, de Castilla y de León- fue enterrada en el coro bajo del monasterio real de San Benito de Sahagún, junto a su hijo Sancho, y bajo una sencilla lápida de piedra. Pero hasta después de su fallecimiento, nuestra protagonista no se vería despojada de la polémica historiográfica, esta vez provocada porque no es una, sino dos, las sepulturas que se conservan con el nombre de la reina. La lápida conservada todavía en el monasterio de Sahagún contiene la inscripción siguiente: “.UNA LUCE PRIUS SEPTEMBRIS QUUM FORET IDUS / SANCIA TRANSIVIT FERIA II HORA TERTIA / ZAYDA REGINA DOLENS PEPERIT”. Sin embargo, otra lápida, conservada ésta en el Panteón de Reyes de la iglesia de San Isidoro de la capital leonesa, contiene el siguiente epitafio: H. R. REGINA ELISABETH, UXOR REGIS ADEFONSI, FILIA BENAUET REGIS / SIVILIAE, QUAE PRIUS ZAIDA FUIT VOCATA. ¿Cuál de las dos hace referencia a nuestra protagonista? ¿Fue trasladado su cuerpo, después de su fallecimiento, a la capital leonesa, dejando abandonada en Sahagún la primera lápida que había cerrado su primera sepultura?

He intentado resumir en esta entrada la historia real, muchas veces envuelta en la polémica y el debate entre historiadores, de la mal llamada princesa Zayda, o de Isabel, reconvertida ahora en reina de Castilla y de León; o, en todo caso, de la madre del que hubiera sido nuevo monarca de ambos reinos cristianos, si no lo hubiera evitado la tragedia que, a principios del siglo XII, había abatido a la familia real, a los pies del castillo de Uclés. Una historia que se esconde entre las leyendas de antiguos cronicones medievales, hasta el punto de que, todavía hoy en día, resulta complicado para los historiadores separar esa historia de la leyenda y el mito. Abundan, así, las teorías contrapuestas, desde Pelayo de Oviedo hasta Rodrigo Jiménez de Rada, desde Lucas de Tuy a Ibn Adari, el autor de la crónica titulada Al-bayan al-mugrib, una texto sobre la historia de la España musulmana, que había sido escrita en Marruecos a principios del siglo XIV, y que, descubierta en una mezquita de Fez, pudo ser en su momento traducida por el arabista Évariste Lévi-Provençal; una obra que, hoy en día, es considerada por los especialistas como la fuente más fiable sobre la vida de nuestra protagonista. Pero una cosa es cierta: Zayda, más allá de la leyenda, es un personaje histórico, cuya historicidad debe ser puesta en valor si queremos conocer mejor a esa dama, tan importante para la historia de Cuenca. Por otra parte, cada vez son más los especialistas que la identifican con aquella reina Isabel, de origen desconocido, la que fue madre del único hijo varón que tuvo el monarca, y cuya muerte, en los primeros años del siglo decimosegundo, en aquellos años tan convulsos y sangrientos de la Edad Media, más allá de la tragedia personal del monarca y de su familia, serviría para cambiar por completo la historia futura de este proceso histórico al que se le ha llamado la Reconquista.



sábado, 16 de julio de 2022

El Puente de San Antón y la albufera musulmana

 

Según atestiguan las fuentes arqueológicas, la ciudad de Cuenca fue fundada alrededor del año 1000 por los gobernantes de la provincia o kora musulmana de Santaberiyya, los Ben Zennun según el verdadero apellido bereber, que ellos arabizaron y transformaron en Dhi-l-Nun, linaje de origen norteafricano que durante la conquista se instaló en estas tierras conquenses, y del que ya he hablado en este blog en otras entradas anteriores (ver “Desde el pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021; y “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021), en el extremo meridional del amplio territorio que era gobernado por ellos. Y la nueva ciudad, que había sido fundada a orillas del río Júcar, en las vías de acceso que, desde las abruptas tierras serranas y alcarreñas que ellos dominaban se dirigían hacia las vastas llanuras del sur, estaría destinada a convertirse, poco tiempo después, en una ciudad importante, como importante lo era, también, esa estirpe de origen bereber que la gobernaba, y que muy poco tiempo después gobernaría uno de los reinos de taifas más importantes de la zona, el de Toledo.

Muy pronto, los viajeros musulmanes empezaron a visitarla; se conservan algunas descripciones de la ciudad, como la del historiador almohade Ibn Sahib al-Salat, quien fue testigo presencial de la batalla de Huete, en 1172. Con ocasión de la campaña, describía la ciudad de Cuenca de la manera siguiente:  “Se entra a la ciudad por un gran puente, flanqueado en sus extremos por dos fuentes torreones protectores, sobre ambos ríos, en jurisdicción de la ciudad…, y tiene dos ríos, que vierten sus aguas en una gran buhayra o lago que provee de agua a sus habitantes, y que está contigua a la muralla... y bajo la defensa de la ciudad”. Unos años antes, hacia el año 1150, el geógrafo y viajero almorávide Abu Abd Allah Muhammid al Idrisi, había escrito que Cuenca se encontraba situada “cerca de un estanque artificial, que la ciudad estaba amurallada, y que carecía de arrabales.


Desde entonces, muchos han sido los que han intentado identificar aquel puente descrito por los viajeros musulmanes, y aquel estanque artificial, que tanto había dificultado la conquista cristiana en el año 1177. Y es que se sabe que aquel estanque, o albufera, era susceptible de ser represado, de manera que las aguas estancadas pudieran llegar a alcanzar una extensión suficiente para hacer imposible que fuera vadeado con facilidad por los ejércitos conquistadores; hasta la Carretería, o lo que después sería la Carretería, dicen las fuentes que podía llegar la extensión de aquella laguna artificial, y en efecto, hasta la Carretería, o casi, llegaron las aguas, todavía en la década de los años cuarenta del siglo pasado, cuando, con ocasión de una fuerte tormenta que había caído el día anterior, el cauce del Huécar se taponó con todo lo que arrastraba el río, provocando un fuerte desbordamiento que en la actualidad parece casi imposible de que pudiera llegar a producirse. Muchos han intentado identificar aquel puente de al-Salat, y del estanque descrito por ambos viajeros, con el actual puente de la Trinidad y las huertas del Puente de Palo. Sin embargo, tanto el puente como el conjunto urbano en esta parte de la ciudad han cambiado mucho desde entonces. Las fuentes árabes son bastante claras también respecto a esa albufera artificial, y dicen que ésta se originaba al represar el agua de los dos ríos, el Júcar y el Huécar, justo allí donde el segundo desaguaba en el primero. Y por otra parte, las fuentes documentales de época cristiana, como el propio Fuero de Cuenca, hablan del hoy llamado Puente de la Trinidad como una obra de nueva construcción, es decir, una construcción, como tal puente, posterior a la conquista.

Pedro Miguel Ibáñez, quien más ha teorizado sobre el urbanismo histórico de la ciudad del Júcar a lo largo de sus múltiples trabajos, en base a una importante labor de criba documental, afirma que el puente de la Trinidad nunca ha llegado a tener una entidad monumental suficiente como para ser el puente descrito por el historiador almohade. Y en uno de sus últimos trabajos, “La pequeña edad de hielo en la catedral y otras historias de la ciudad sumergida, el segundo volumen de la colección “Cuenca recóndita”, ha escrito lo siguiente en el capítulo que le dedica a la ciudad sumergida: “Pero lo cierto es que todo apunta al de San Antón como el antiguo puente citado en las fuentes cristianas. La propia ubicación de la ciudad reclamaría un sólido paso sobre el río Júcar, y no el más modesto cruce sobre un diminuto Huécar en la zona de la Trinidad. Visto el lugar, difícilmente podría caber aquí ese gran puente que cita al-Sala; en San Antón, sí. Por otra parte, queda por demostrar qué tipo de acceso existía en época musulmana en aquel paraje, y a qué distancia se encontraban las murallas. Al término de la potente estructura del muro de la Trinidad se levantaría la puerta de Huete, pero en nuestra opinión, y con los datos disponibles en la actualidad, ya en tiempos de los cristianos. Entra aquí el problema del recinto amurallado de la ciudad en su despliegue histórico. En tal sentido, se han valorado textos de época ya cristiana como el pasaje del Fuero relativo a la cubrición de las casas con teja y no con paja. La medida obligaba a los pobladores instalados “desde la torre de mal vezino fasta a la lauor nueua del muro del rraual, asi commo se encierra el muro de parte de Xucar y el muro de parte de Huecar a dentro”. Estas nuevas defensas serian según se cree, las comprendidas entre las puertas de Valencia y de Huete. Desde Mangana hasta el río Huécar quedaría, pues, una extensa superficie sólo poblada en época cristiana”.

El historiador del arte y el urbanismo conquenses nos muestra así a una Cuenca muy diferente a la actual. Muchas veces, al intentar comprender el pasado de una ciudad, tendemos a pensar que ésta ha sido siempre igual desde el momento de su fundación, y nos olvidamos de que a lo largo del tiempo ha sufrido, normalmente, numerosas modificaciones. No sólo los edificios, las casas o los monumentos, han podido cambiar a través de los tiempos; lejos de ello, la propia topografía, el nivel de las calles, o los accesos a algunas de las zonas de la ciudad, también han podido cambiar a través de los tiempos, y desde luego, esta parte de la ciudad que se extiende entre los dos puentes, el de la Trinidad y el cercano de San Antón, sobre el río Júcar, lo que a partir de finales del siglo XIX empezó a ser conocido como el “Bulevar”, en una de las que más han cambiado desde aquellos tiempos medievales. En este sentido, desde luego, el puente de la Trinidad, demasiado pequeño, en efecto, y con nulo valor monumental más allá de haberse convertido, ya en tiempos cristianos, en el principal acceso de la ciudad, es difícil que pueda haber sido el mismo que describe al-Salat en su crónica. Es mucho más factible que aquel puente fuera el de San Antón, conocido ya en tiempos de los musulmanes, cuando era conocido como el puente del Canto por su carácter monumental y la importante labor de sillería en la que fue realizado. Ya entonces se trataba del principal acceso a la ciudad desde Toledo o desde Huete -en aquella época, Madrid no era todavía la importante ciudad en la que llegaría a convertirse a partir del siglo XVII, gracias a la capitalidad-, y su estructura no ha variado demasiado, mas allá de algunos trabajos de restauración o ampliación, a lo largo de sus mil años de existencia.

Que el puente de la Trinidad no existiera, como tal puente, en aquel tiempo, no quiere decir que durante los años de dominación musulmana en este lugar no existiera nada. Desde luego, la arqueología, a través de las prospecciones realizadas aquí por Santiago David Domínguez Solera y Michel Muñoz García ha demostrado la existencia del muro de contención en tiempos todavía precristianos. así, el doctor Ibáñez Martínez interpreta ese muro como una presa secundaria para la formación de esa laguna artificial, en base a la historia de la conquista de cuenca, de que el autor el llamado Maestro Giraldo: “Para anegar esa zona hortícola del llano hasta la Carretería en base a la descripción de al-Salat tendría que haberse construido en San Antón una presa tan alta como el propio puente. La otra alternativa es que existiera una segunda presa en el cauce específico del Huécar, lo que supone una interpretación divergente y restrictiva que ya no puede sustentarse en el mencionado puente musulmán, aunque sea absolutamente plausible en sí misma. Enlazamos en este punto con el texto giraldiano, que sólo cabe ubicar en el puente de la Trinidad. Permanece sin referencias documentales escritas el origen de este “puente seco”. El Pseudo Giraldo lo atribuye a los musulmanes, pero es una fuente demasiado vinculada al Quinientos y lejana a los hechos estudiados para resultar por sí misma documentalmente indiscutible. Habla por ejemplo de “muelle”, término muy utilizado en el siglo XVI para aludir a dique de piedra para contener las aguas. Al tiempo, el anónimo autor de la crónica se traiciona al evidenciar el tiempo real en que vive: alude a que “taparon” el muelle y a que el agua “salía por encima el puente”. Estamos de acuerdo con aquellos autores que han afirmado que la Historia de Cuenca del “maestre Giraldo” fue escrita en el siglo XVI. Y hay que buscar argumentos de mayor fiabilidad aunque, a la postre, las noticias mencionadas posean también su interés como información complementaria y los vestigios arqueológicos las certifiquen.”

La existencia de esta segunda presa no elimina por sí misma la existencia también de una presa principal, aguas abajo del Júcar, bajo el puente del Canto; una presa que podría proporcionar una cantidad mayor de agua que la proporcionada sólo por el afluente, haciendo así imposible que los conquistadores enemigos pudieran fácilmente vadear la laguna o albufera creada, allí donde la resistencia de los defensores era más frágil. La documentación conservada de los primeros años de la conquista, además, es bastante clara en este sentido, y en ella se mencionan algunas disposiciones del monarca conquistador, Alfonso VIII, por las que se donaban algunas presas y molinos en esta misma zona, en las riberas del río Júcar. Especialmente importante es la donación realizada en favor de la orden militar de Santiago, ya en el mes de octubre de 1177, de la “zudam illam de albofera iusque ad pontem”. Una zuda, o embalse fluvial, o presa, que tradicionalmente ha sido denominada de Santiago, al pie del mismo puente de San Antón.

Dicho todo ello, no quiero dejar de lado, antes de terminar esta entrada, el antiguo convento de religiosos trinitarios, que ya muy tardíamente, a finales de la Edad Media, daría finalmente nombre a este puente de la Trinidad. La orden se asentó a caballo entre las dos eras, junto al principal acceso a la ciudad, en el lugar que para entonces era llamado la Puenseca; el propio puente separaba al convento del lugar en el que estaban instalados algunos “locales de mala reputación”, lo que comúnmente se siguen denominando burdeles, alguno de los cuales, por cierto, eran propiedad de la Iglesia, o de ciertos elementos pertenecientes a la Iglesia como institución, y al otro lado del puente, también, existía desde antiguo la llamada “Fuente de la Doncella”, escenario de una romántica leyenda, de esas de las que tanto abunda nuestra historia más íntima. Todo ello, convento, burdeles, y hasta la propia fuente, terminaría por desaparecer con el paso del tiempo. En el propio convento, desamortizado en el siglo XIX, durante algunos años se mantuvo abierta la iglesia, para dar servicio cultual a los vecinos que en aquellos años ya hacía algún tiempo que habían dado el salto a la ciudad moderna, y que habitaban las calles cercanas, entre ellas la que entonces era llamada calle del Juego de la Pelota Viejo -actual calle Calderón de la Barca-. Poco tiempo después, durante la Primera Guerra Carlista, el viejo convento se convirtió en cuartel de una guardia de prevención, perteneciente al Regimiento Provincial de Palencia, según ha podido atestiguar, a través de la documentación, Almudena Serrano, la directora del Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Y finalmente, ya durante la segunda mitad de la centuria decimonónica, y casi hasta los momentos de su destrucción, en 1925, se convertiría en la sede local del servicio de Telégrafos.

Dato menos conocido es el origen del otro nombre que recibe también el espacio a la que estamos haciendo referencia: el Remedio. Así lo cantaba el poeta Federico Muelas. El nombre tiene también su origen en la tradición trinitaria de la zona, y al convento que desde un primer momento fue concebido bajo la advocación de Nuestra Señora del Remedio. Sabido es que las diferentes órdenes religiosas tienen una especial vinculación con las diferentes advocaciones marianas: la del Carmen por los carmelitas; la del Rosario por los dominicos; la de la Asunción por los jesuitas; la de la Inmaculada Concepción por los franciscano; la de la Merced por los mercedarios, ,… Y sabido es, también, que esta particular advocación mariana, la de los Remedios, o del Remedio, que de las dos maneras puede ser encontrada, era la preferida por los religiosos trinitarios, en paralelo también con la otra devoción preferida por ellos, la de la Santísima Trinidad.



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