Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


Mostrando entradas con la etiqueta Recópolis. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Recópolis. Mostrar todas las entradas

sábado, 26 de noviembre de 2022

Atienza, Recópolis, Ercávica. Escenarios para historia y la literatura

 

En la última entrega de este blog recorríamos, de la mano de Antonio Pérez Henares y de su última novela, “Tierra vieja”, la última, al menos de momento, de la serie de novelas medievales, los campos de las alcarrias de Guadalajara, y de esas tierras del norte de la provincia de Cuenca que conforman la sierra de Altamira, la que en tiempos de los árabes eran llamadas de "Enmedio", precisamente porque se encontraban en el medio de sus tierras y de las de los cristianos. Por ello, no creo que haya una mejor manera de poner colofón a ese texto que hacer un viaje a esas tierras, conocer de primera mano los escenarios que narra el escritor guadalajareño, y eso es lo que vamos a hacer a lo largo de esta nueva entrada.

Atienza es conocida sobre todo por la estrecha relación que mantuvo con el rey Alfonso VIII durante toda su vida, incluso cuando, siendo todavía un niño, aunque amo y señor ya del reino castellano por la temprana muerte de su padre, Sancho III, había sido cercado aquí por las tropas de su tío, Fernando II de León, atraído  a tomar tierras castellanas por los celos mutuos de las dos familias más importantes del reino, los Castro y los Lara, que se disputaban, en un ambiente de inestabilidad propiciado por la minoría de edad del monarca, tanto la tutoría del joven rey como la propia regencia del reino. Así, cercada la ciudad por las tropas del rey leonés, aliado de los Castro, los Lara consiguieron sacarlo de allí y llevarlo hasta Ávila, hecho que marca el inicio de la novela anterior de la serie de Pérez Henares, “El rey pequeño” (ver “Crónica del rey pequeño”, 12 de agosto de 2016). Cuenta la tradición que este hecho nunca sería olvidado por el monarca, que en los años siguientes premiaría a Atienza con algunos privilegios, como también lo haría con la cofradía de los recueros, aquellos arrieros encargados de conducir de un lugar a otro las recuas de las caballerías, que facilitaron la huida del monarca escondiéndolo entre ellos, como si fuera uno más de la comitiva que abandonaba el lugar ante los ojos de los leoneses. Aquel fue el origen de su famosa caballada, una de las fiestas más originales de toda la región castellano-manchega, que todavía celebra la cofradía de la Santísima Trinidad, heredera de aquella antigua cofradía de arrieros, el día de Pentecostés.



Pero la historia de Atienza no es sólo la historia del “Rey pequeño” y su huida, escondido entre las capas pardas de los arrieros. La historia de Atienza está íntimamente unida a la historia de Castilla, y Pérez Henares nos lo recuerda a lo largo de sus novelas históricas: “Varios reyes he conocido -dice el joven Pedro Gómez de Atienza- y todos son Alfonso". En tiempos de Alfonso VI, buena parte del territorio del norte de Guadalajara pasó a manos cristianas, pero Atienza pasaría a depender territorialmente del rey de Zaragoza, Sulayman Al-Muqtádir, hasta que, en 1172, la entonces ciudad fuerte de Atienza fuera conquistada definitivamente por Alfonso I “el Batallador”, rey de Aragón, pero también rey consorte de Castilla, por su matrimonio con la reina Urraca. Por este motivo, y durante algún tiempo, los dos reinos cristianos se mantuvieron en conflicto por la posesión de estos territorios. En 1149, Alfonso VII la dotó de fuero, estableciendo la llamada Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, convirtiéndose el lugar en cabeza de una comarca con contaba con más de cien aldeas y una extensión de unos dos mil quinientos kilómetros cuadrados.

Pero la población de las tierras atencinas se remonta ya a tiempos celtíberos. Aquí se encontraba la vieja ciudad de Titrhya, un oppidum arévaco que hizo frente a los romanos al mismo tiempo que Numancia, y en sus inmediaciones se han encontrado restos celtíberos y visigodos. Su castillo, que se levanta sobre una estructura de piedra por encima de la antigua ciudad, y de la que apenas queda ya una estructura octogonal en lo que fue su torre del homenaje, fue considerado por el propio Cid Campeador, según canta el poema, “una peña muy fuerte”, renunciando a su conquista cuando pasaba por aquí, camino del destierro. No obstante, aunque nada queda ya de aquel pasado esplendor, más allá de unos pocos lienzos, concentrados, ya lo he dicho, en la torre del homenaje, y dos aljibes, uno de los cuales conserva todavía parte de su bóveda apuntada, es interesante subir los escalones que, tallados en la piedra, permitían el acceso al propio castillo, a través de una puerta de aparejo formado por grandes piedras colocadas de manera irregular, pero sólida.

 Pero antes de que ello ocurriera, el castillo de Atienza ya había entrado en la historia como escenario de las luchas fratricidas entre el caudillo musulmán Abu ʿAmir Muhammad ben Abi ʿAmir al-Maʿafirí1, que todavía no había sido llamado por los suyos Al-Mansur, “el victorioso” -el Almanzor de las crónicas cristianas-, y su poderoso suegro, el general Ghālib ibn ʿAbd al-Raḥmān. Aquí, en el castillo de Atienza, y en concreto en la desaparecida torre de los infantes, que se encontraba, enfrentada a la torre del homenaje, junto a la única entrada al castillo, y en el marco de una supuesta alianza entre los dos caudillos que no terminó de concretarse, Almanzor perdió parte de los dedos de una mano y fue herido de cierta importancia en la sien, viéndose obligado a huir de Atienza de manera apresurada con el fin de poder salvar su vida.

Después llegarían la conquista definitiva del lugar por Alfonso I, el fuero de Alfonso VII, y la huida de Alfonso VIII, siendo todavía un niño, pero ya revestido del poder real. Desde luego, algo tuvo Atienza con los Alfonsos de la monarquía hispana. Durante toda la Edad Media, conforme la frontera se iba alejando de su territorio, la ciudad fue creciendo. Hasta siete iglesias llegó a tener Atienza en tiempos medievales, convertidas en la actualidad, algunas de ellas, en pequeños museos, en los que el visitante puede extasiarse contemplando tanto el contenido como las hermosas estructuras románicas del propio continente. En la de la Trinidad, que en la actualidad aloja el museo de la cofradía homónima y en el exterior un hermoso ábside románico, guarda también una de sus joyas escultóricas, el Cristo del Perdón, obra de Luis Salvador Carmona, que es gemela del Cristo de la Caridad de Priego; hermosas representaciones, ambas, del tema pasionista del Varón de Dolores. La iglesia de San Bartolomé, que cuenta en el exterior con un hermoso atrio románico con siete arcos de medio punto, y arquivoltas de estilo mudéjar en la portada, cuenta en su interior con un museo paleontológico y de arte sacro, y sobre todo, un hermoso retablo barroco, en el que todavía se venera el Cristo de Atienza, un hermoso calvario románico -en el que, cosa curiosa, también aparece la figura de José de Arimatea, abrazado a Cristo-, que sigue siendo, el patrono titular de la villa.

De todas las iglesias con las que Atienza llegó a contar en tiempos medievales, la única que aún mantiene culto, más allá de la de San Bartolomé y su culto al célebre  Cristo, es la iglesia de San Juan, situada en la Plaza del Trigo o del Mercado, y apoyada su fachada lateral en el arco de Arrebatacapas, una de las puertas principales de entrada a la villa, llamado así porque, según la tradición, hace aquí tanto viento que, cuando sopla con fuerza, despoja a los arrieros de la cofradía de sus pesadas capas, y las deja caer al suelo. El arco separa las dos plazas principales del pueblo: la del Trigo, de planta trapezoidal, porticada al estilo de las hermosas plazas castellanas, y la actualmente llamada de España, de planta triangular, alrededor de la llamada fuente de los Delfines, o de los Tritones, en la que se encuentran el ayuntamiento y algunas casas nobiliarias, distinguibles por los blasones que adornan sus fachadas, entre ellas, aquella en la que nació Juan Bravo de Mendoza. Pocos saben que aquí, y no en Segovia, fue donde nació el bravo comunero, uno de los tres líderes de la revuelta, junto al toledano Juan de Padilla y al salmantino Francisco Maldonado.

     Cuando el viajero se aleja de Atienza, siempre vigilado por la mole pétrea de la meseta en la que un día se alzaba un castillo que en sus tiempos debía ser bastante importante, tiene que elegir entre dos opciones: naturaleza o arte, el románico que todavía mantienen algunos de los pueblos de los alrededores -Villacadima, Campisábalos, Albendiego,…- o el dorado esplendor de las hayas y los abedules en Tejera Negra, uno de los lugares más hermosos de Castilla-La Mancha, enclavado en el Parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara. El excepcional microclima generado alrededor de los ríos Lillas y Zarzas posibilitó la creación de este bosque natural de hayas, una especie arbórea que no es frecuente en cestas latitudes, y que es propio de zonas más septentrionales de Europa. La estación del año en la que nos encontramos, el pleno otoño, cuando los tonos amarillos y rojizos de las hayas, de los abedules, de los robles, visten de oro todo el paisaje, desde las copas de los árboles al propio suelo negruzco, alfombrado con las hojas ya caídas de las ramas, nos obliga a decidirnos por la segunda opción, una decisión que, desde luego, es bastante acertada. El románico de las iglesias seguirá allí, perenne, para cuando nos decidamos a repetir la visita a las tierras de Guadalajara. Sin embargo, las hojas muy pronto se van a caer de las ramas, contribuyendo con su muerte a la belleza del lugar, y aunque otras hojas nacerán de los retoños el año que viene, ya no serán las mismas hojas, sino otras, tan hermosas, desde luego, pero otras.

Para terminar la visita a tierras de Guadalajara, no encontramos mejor manera de hacerlo que visitando el castillo de Zorita, otro de los escenarios predilectos de las novelas de Pérez Henares. Un castillo que había sido mandado construir por el emir Mohammed I de Córdoba para facilitad la defensa del río Tajo a su paso por la kora, o provincia, de Santaver, Santaberiyya, y que, después de ser escenario de varios enfrentamientos entre los propios musulmanes, pasó a manos cristianas, junto a otras fortalezas de la kora, en el tratado de paz que el rey de Toledo, al-Mamun, firmó con Alfonso VI de Castilla (ver las entradas siguientes: “Desmitificando la historia. La verdadera conquista de Cuenca por Alfonso VIII”, 9 de mayo de 2019; “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021). Entregada por el monarca a uno de sus principales guerreros, Minaya Álvar Fáñez, pasó después por periodos de incertidumbre, de manos cristianas a musulmanas y viceversa, hasta que fue tomada definitivamente por los caballeros templarios en 1124. Medio siglo más tarde, en 1174, Alfonso VIII entregó la alcazaba a la orden de Calatrava, que la convirtió en una de sus plazas fuertes más importantes en aquellos años de frontera, y le dio fuero propio en 1180.

Pero el visitante que se acerca a Zorita no debería nunca dejar de acercarse al yacimiento arqueológico de la antigua Recópolis, la ciudad que el rey visigodo Leovigildo regaló a su hijo, Recaredo, junto al propio río Tajo. Es interesante, siempre, pasear por las ruinas de la vieja ciudad, atravesar su calle principal, limitada por tiendas y talleres, y adentrarse desde allí por la zona palatina, a través de una puerta monumental, abierta en tiempos de Leovigildo y cerrada durante la dominación árabe, de la que hoy apenas quedan tres piedras en el suelo, en las que se apoyaban los goznes. Y desde allí, a la antigua basílica, de planta cruciforme, sobre la que después, ya en el siglo XII, se levantaría una iglesia de estilo gótico, que terminaría por transformarse en la ermita de la Virgen de la Oliva.

Lel actual embalse de Buendía separa Recópolis de la antigua ciudad romana de Ercávica. Ercávica fue, en tiempos, una ciudad importante, aunque en la actualidad sólo queda de aquello unas pocas ruinas, levantadas junto al embalse de Buendía, frente a los Baños de la Isabela. La ciudad, que llegó a acuñar moneda en la época de los primeros emperadores, contaba con acuíferos propios, accesibles mediante pozos, por lo que nunca necesitó de acueductos, como otras ciudades romanas. En la actualidad, como es usual siempre que hablamos de arqueología, sólo se encuentra excavada una parte mínima de toda la extensión con la que contaba la ciudad, pero en la parte excavada han salido a la luz materiales de gran importancia, que se conservan entre los fondos del Museo de Cuenca, entre ellos los bustos en mármol de Lucio César y de Agripina, miembros de la familia imperial, de hermosa factura, o una lastra de altar, fabricada en bronce, que contiene los tradicionales elementos litúrgicos y rituales propios del siglo primero de nuestra era. Entre las zonas excavadas destacan el foro, con los edificios públicos propios de estos lugares, la basílica -lugar donde se administraba justicia y donde se hacían las más importantes transacciones económicas- y la curia -antecedente de nuestros actuales ayuntamientos, donde se llevaban a cabo las asambleas y se elegían a los magistrados que debían gobernar la ciudad-., y las casas, una de las cuales se presupone que había sido propiedad de un médico por los materiales encontrados en las excavaciones, propios de su profesión, y porque precisamente ésta se encontraba frente a los restos de los antiguos baños de La Isabela, actualmente, casi siempre, sumergidos por debajo de las aguas del embalse. El balneario, que fue visitado por el rey Fernando VII en busca de su deseado heredero al trono, fue construido sobre unos antiguos baños curativos árabes, que probablemente podrían remontarse, incluso, a ápoca romana, por lo que probablemente en aquel lugar hubiera entonces un templo dedicado a Esculapio, es dios romano de la medicina.

En Ercávica, o Santaver, no se han encontrado, todavía, restos visigodos, a pesar de que la ciudad seguía siendo todavía un enclave importante, que disfrutaba aún de sede episcopal. Muy cerca de aquí, en una zona boscosa de difícil acceso,  se instaló San Donato al frente de sus monjes, cuando huían de África acosados por los vándalos, y aquí vino a instalar su famoso monasterio Servitano. Su último obispo, Sebastián, acompañado del resto de los religiosos que componían su cabildo, abandonó estas tierras por las presiones que sobre los cristianos ejercían ya los musulmanes, y se digirió hacia Galicia, donde, hacia el año 866, fue nombrado por el rey Alfonso III primer obispo de Orense. Tampoco se han encontrado restos de la época musulmana, a pesar de que, durante algún tiempo, la ciudad, llamada ahora Santaberiyya, se había convertido en la capital de una de las provincias del califato, gobernada por los Zennun, un linaje de origen bereber que, arabizado el apellido y transformado en Dhi-l-Nun, terminarían por convertirse en reyes taifas de Toledo y, durante un breve tiempo, también de Valencia (ver “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; “Un taller de eboraria musulmana en Cuenca en el siglo XI”, 11 de marzo de 2022). Para entonces, la propia Santaberiyya había dejado de ser una ciudad importante, trasladada como centro de poder a la nueva ciudad de Kunka, Cuenca.








lunes, 8 de marzo de 2021

Una historia, o varias, sobre la arqueología conquense

 

            No es frecuente encontrar un libro sobre arqueología que esté escrito de una manera tan desenfada y sencilla de entender para un lector no avezado en literatura científica, como éste que vamos a comentar esta semana.  Su título, “La costurera que encontró un tesoro cuando fue a hacer pis, y otras historia de la arqueología española”, ya da una idea de cuáles son los verdaderos intereses de su autor, Vicente González Olaya, periodista del diario El País que está especializado en asuntos relacionados con la cultura y sobre todo, con los diferentes aspectos de la defensa del patrimonio cultural español: hacer una historia de la arqueología española basada en un puñado de descubrimientos importantes, y hacerla en clave de humor, pero sin olvidar tampoco la seriedad científica que este tema requiere; es decir, escribir un libro de carácter científico, pero al que pueda enfrentarse cualquier lector interesado, independientemente de sus conocimientos previos en el tema, pero manejando datos y fuentes contrastadas y veraces. Se trata, en fin, de una historia de la arqueología española a lo largo de veintiún capítulos, en los que se van desgranando algunos de los más importantes descubrimientos de la arqueología de nuestro país, desde los años “heroicos” de nuestros estudios arqueológicos, allá por el siglo XIX, hasta los últimos hallazgos realizados. Y entre ellos, entre uno de esos últimos descubrimientos, quiero destacar aquí el capítulo que el autor dedica a un yacimiento conquense, destinado a ser, ya lo está siendo, uno de los grandes hitos de nuestra arqueología: la villa romana de Noheda.

           

En alguna otra ocasión ya he escrito sobre esta importante villa romana, y sobre todo, sobre su espectacular mosaico, formado por millones de teselas de colores. Un mosaico y una villa de los que, poco a poco, ya se van conociendo más cosas, gracias a la interesante labor que vienen realizando los arqueólogos en los últimos años, bajo la dirección de Miguel Ángel Valero. Por ello, creo que el yacimiento va siendo también mejor conocido por el conjunto de los conquenses, aunque sigo teniendo la sensación de que muchos siguen sin ser conscientes de la verdadera importancia que éste tiene en el conjunto del estudio arqueológico actual. Conocemos, más o menos, ese mosaico figurativo, impresionante en sus dimensiones y en la calidad de sus figuras, pero seguimos sin comprender su importancia, el hecho de que no existe en toda España, y son muy pocos los que hay en el mundo, que lo sobrepase en dimensiones, o que la gran cantidad de teselas que contiene permitió a los maestros que se encargaron de su elaboración, allá por el siglo IV, la creación de sombras y de un cierto movimiento en la representación. Un mosaico que podría figurar en un lugar destacado, desde luego, en las mejores salas del tunecino Museo del Bardo, el más importante museo del mundo especializado en este tipo de arte.

            Aún no conocemos quién fue el propietario de esta villa singular, pero está claro que, por la riqueza que contiene, debió ser sin duda un personaje muy importante en el conjunto del imperio romano de Occidente, no pudiendo descartar, incluso, que pudiera tratarse de algún miembro de la familia imperial, que en este momento estaba regida, precisamente, por uno de los emperadores hispanos, Teodosio el Grande (Couca,  Coca, Segovia, 347 – Milán, Italia, 395). Esperemos que las próximas excavaciones en el yacimiento puedan dar más luz respecto a ello, así como también a otros asuntos de interés, como los relacionados, por ejemplo, con la implantación del cristianismo en la meseta en los siglos iniciales de la nueva religión. Para entonces, el cristianismo hacía ya más de medio siglo que había sido autorizado en todo el imperio, a raíz de la promulgación por Constantino del Edicto de Milán, en el año 313, y se supone que estaba a punto de convertirse en la religión oficial del estado, lo que sucedería en el 380. Sin embargo, aún no ha podido ser hallado en Noheda ningún objeto que nos hable de esa nueva religión; por el contrario, los mosaicos de la villa reflejan todavía algunos mitos paganos, y todo lo desenterrado hasta la fecha nos recuerda a las villas y los grandes palacios que fueron levantados en Roma durante los dos primeros siglos. No voy a insistir más en el tema de la villa romana de Noheda, a la que, por otra parte, he dedicado uno de los dosieres que figuran en la sección de Noticias Históricas de este blog.

            De alguna forma, no es éste el único capítulo que González Olaya dedica en su libro a la arqueología conquense. Y es que la provincia de Cuenca cuenta en su haber con dos arqueólogos de gran prestigio, desconocidos los dos por la generalidad de los conquenses, que desarrollaron su actividad, ambos, en aquellos años heroicos. Uno de ellos fue Pelayo Quintero Atauri (Uclés, 26 de junio de 1867 – Tetuán, Marruecos, 27 de octubre de 1946). Su padre había sido gobernador de la provincia conquense, y aunque estudió Derecho en Madrid, muy pronto se dedicó activamente a sus verdaderas pasiones, relacionadas todas ellas con la historia y la arqueología; pasiones que nacieron ya en sus años juveniles, entre las piedras que, procedentes de Segóbriga, formaban parte del fastuoso monasterio que los caballeros de Santiago habían levantado en su pueblo natal, y que supieron desarrollar los jesuitas procedentes de Toulouse (Francia) que habían sido acogidos en el monasterio cuando fueron expulsados por el gobierno francés. En esa pasión influyó también la personalidad de su tío materno, Román García Soria, quien había realizado ya algunas excavaciones en Segóbriga, y quien había convencido al rector de los jesuitas que entonces regían el convento de Uclés, para colocar allí un museo con las piezas recuperadas en el yacimiento. Más tarde, sería el propio Quintero Atauri quien realizaría nuevas excavaciones en aquella ciudad romana, y después, su actividad profesional le llevaría primero hasta tierras andaluzas, a Cádiz, en cuya provincia realizó también algunas excavaciones, y donde dirigió el Museo Provincial de Bellas Artes, y más tarde, después de la Guerra Civil, al norte de Marruecos, donde fue uno de los grandes impulsores de la arqueología norteafricana, y donde dirigió, también, el Museo Español de Tetuán. Podemos decir que, probablemente, Quintero Atauri es más conocido en aquellas tierras que se extienden al norte y al sur del Estrecho de Gibraltar, que entre los conquenses, y prueba de ello es que en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cádiz, en su departamento de Historia, Geografía y Filosofía, existe un grupo de investigación que lleva su nombre.

            Nada habla González Olaya sobre este arqueólogo singular, pero sí lo hace sobre el otro de nuestros arqueólogos históricos, quizá todavía menos conocido que Atauri entre el conjunto de los conquenses. Se trata de Juan Catalina García López. Éste había nacido en Salmeroncillos de Abajo, allí donde la Alcarria conquense se encuentra con la de Guadalajara, el 24 de noviembre de 1845. Terminó la enseñanza secundaria en el instituto de Guadalajara, y después pasó a la Universidad de Madrid, donde estudio Derecho y Filosofía y Letras, pasando más tarde a titularse también en la Escuela Superior de Diplomática. En la capital madrileña simultaneó sus estudios con sus primeras colaboraciones periodísticas, y también en algunas revistas especializadas, como en el boletín de la Real Academia de la Historia. Miembro del cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, fue también cronista oficial de la provincia de Guadalajara, miembro numerario de la Real Academia de la Historia, de la que ocupó además los cargos de anticuario y secretario perpetuo, senador del reino en tres legislaturas diferentes, vicepresidente de la Comisión de Excavaciones de Numancia, e incluso director del Museo Arqueológico Nacional de España, entre 1900 y 1901. Falleció en Madrid el 18 de enero de 1911.

            García López realizó excavaciones en diferentes yacimientos arqueológicos, principalmente en Recópolis, la gran ciudad que había inventado el rey visigodo Leovigildo para su hijo, Recaredo. En efecto, fue uno de los que supieron adivinar que los restos medievales descubiertos en Zorita de los Canes, al sur de la provincia de Guadalajara, se correspondían con los de la ciudad visigoda, que otros habían preferido situar en diferentes lugares entre ambas provincias alcarreñas, principalmente en el pueblo conquense de Buendía. Por ello, no podía faltar en el libro de Olaya, en el capítulo correspondiente a este yacimiento arqueológico, la referencia a nuestro olvidado arqueólogo: “Hasta que llegó el erudito Juan Catalina García López (1845-1811) e intentó recomponer el puzle histórico que tantos quebraderos de cabeza y discusiones había provocado entre los expertos durante siglos. Si no se habían conservado textos originales de la ubicación de la misteriosa Rochafrida del rey Pipino, pensó, lo mejor sería escarbar en todos los lugares de la alcarria que reuniesen condiciones apropiadas para levantar una ciudad. Y eso hizo, aunque los resultados fueron repetidamente negativos durante años. Sin embargo, en 1893 descubrió un enigmático cerro pelado a las afueras de Zorita de los Canes, una pequeña población devorada urbanísticamente por un apabullante castillo musulmán que se erige junto y sobre ella. Literalmente. Al excavar el altozano, situado a un kilómetro del casco urbano, aparecieron unos muros de una gran potencia. Juan Catalina García se mostraba seguro de haber encontrado la ciudad de Recaredo, pero, como siempre, nadie pareció hacerle mucho caso. Catalina -se le conocía así, pensando que era su apellido- murió medio ciego de tantas horas de estudio y dedicación a la arqueología y a la historia, principalmente a la referente a la Alcarria. Su fallecimiento, provocado por una neumonía, causó un inmenso dolor en la comunidad académica y a su entierro asistieron ministros, obispos, rectores, condes y marqueses. Le hicieron un gran homenaje funerario, pero lo de seguir su obra ya era otra cosa. Así que todo quedó paralizado hasta las campañas de 1945 y 1946.”

            Pero el libro cuenta también algunas otras cosas curiosas: historias de cuando los arqueólogos, algunos, llevaban ropa talar, y compatibilizaban sus conocimientos científicos con la misa y la teología, y pone como ejemplo de aquellos arqueólogos al padre Henri Breuil, el gran historiador y arqueólogo francés que durante la primera mitad del siglo XX recorrió los caminos de España, visitando miles de yacimientos y, según se dice, haciendo averiguaciones para la maquinaria del espionaje de su país. Olaya habla sobre este curioso experto, pero no cuenta que Breuil también visitó la provincia de Cuenca en los años treinta del siglo pasado, estudiando las pinturas rupestres de Villar del Humo. Y por otra parte, la pequeña figura de este gran experto me hace recordar algunos otros investigadores, aficionados, eso sí, que a lo largo del siglo XVIII vestían también sotana, mientras realizaban algunos trabajos arqueológicos en diferentes lugares de nuestra provincia. Jácome (Santiago) Capístrano de Moya, sacerdote que había nacido en Hontecillas o en Pinarejo, según los diferentes autores, párroco de Fuente de Pedro Naharro, fue uno de los más activos defensores en la identificación de los restos de Cabeza de Griego, cerca de Saelices, con la vieja ciudad romana de Segóbriga. Y lo mismo hizo Francisco Antonio Fuero, de Cañizares, canónigo del cabildo diocesano, respecto de Ercávica. Ellos fueron de los primeros en desenterrar el pasado romano de nuestra provincia, y pusieron las bases para todos los trabajos posteriores que después se fueron realizando.

            Y ya que hablamos de Segóbriga, resulta interesante afirmar que el yacimiento cuenta con una larga trayectoria en cuanto a excavaciones arqueológicas se refiere. En efecto, en sus ruinas se hicieron ya algunas excavaciones puntuales en el siglo XVIII, en los años heroicos de la arqueología, y no sólo por aficionados locales como Capístrano de Moya; también fue visitado por algunos de los expertos de la época. Pero los primeros trabajos arqueológicos se llevaron a cabo por algunas figuras del entorno, entre ellos algunos religiosos del convento de Uclés: el propio Capístrano de Moya; Bernardo Manuel de Cossio, párroco de Saelices; Vicente Martínez Falero, uclesino, abogado de los Reales Consejos; o Gabriel López, lector de teología en la Universidad de Alcalá de Henares. Todos ellos, bajo la dirección del prelado ilustrado Antonio Tavira Almazán, quien sucesivamente sería en los años posteriores obispo de Canarias, Burgo de Osma y Salamanca, y que antes de ello, entre 1788 y 1789, había sido también prior del propio convento santiaguista, periodo en el que ordenó realizar las primeras excavaciones sistemáticas en el yacimiento romano.

            Pero también llegaron a Segóbriga otros especialistas durante las últimas décadas del siglo XVIII, y también durante toda la centuria siguiente: Cornide, Hübner, Fita, … Todos ellos, junto a otros trabajos que siguieron realizándose desde Uclés, siguieron sacando a la luz nuevos datos sobre las épocas romana y visigoda. Porque también en el siglo XIX se siguieron realizando nuevas exploraciones del yacimiento desde el pueblo vecino. Es de destacar a un grupo de aficionados hoy olvidados: el ya citado Román García Soria, tío, como hemos dicho de Quintero Atauri; Arturo Calvet, rector del colegio de jesuitas que entonces estaba establecido en el monasterio de Uclés; el jesuita francés Eduoard Capelle; el también jesuita Francisco Sáenz España, o un personaje tan curioso y desconocido para el público en general como el médico de origen polaco Álvaro Yastzembiec Yendrzeyowski, quien también era alcalde de Uclés, hijo de un noble que se había visto obligado a abandonar el país y buscar asilo en España en 1830, cuando éste se había sublevado contra los gobernantes rusos. Mucho es lo que les debe la arqueología española, y la conquense en particular, a aquellos primeros aficionados del siglo XVIII; todos ellos crearon una comisión que, más allá de sus propios trabajos en el yacimiento, promovió la visita a Segóbriga de Juan de Dios de la Rada y de Fidel Fita, quienes darian un impulso casi definitivo a las excavaciones del yacimiento romano.

            En aquellos dos siglos se hicieron algunos descubrimientos de vital importancia, como los restos de la basílica visigoda, y salieron a la luz algunos restos epigráficos, que ayudaron a comprender mejor el pasado del yacimiento, e incluso, permitieron identificarlo definitivamente con la ciudad de Segóbriga, citada por autores antiguos como Tito Livio y Estrabón. Algunos de esos restos, con el tiempo, se perdieron, pero la publicación de sus trabajos, y la existencia en los archivos de las memorias de las excavaciones, han permitido que, de alguna manera, no hayan desaparecido del todo de nuestra memoria colectiva.



Etiquetas