Cuenta
la tradición que San Julián, segundo obispo de Cuenca, se acercaba al paraje
conocido como el Tranquillo, en compañía de su fiel criado Lesmes, cada vez que
la administración de la diócesis se lo permitía, para orar. Obligaciones que
debían ser muchas en aquel momento, por otra parte, en una época en la que la
frontera entre cristianos y musulmanes todavía no se había alejado mucho de la
ciudad, y cuando ésta se hallaba además en pleno proceso de repoblación. Cuenta
la tradición, también, que en aquel paraje, junto a la hoz del Júcar, ambos,
prelado y criado, al amparo de la cueva
que existe junto a la ermita, trenzaban con sus manos los cestillos de mimbre
que luego vendía para hacer más soportable la pobreza de algunos de sus
feligreses. El lugar, todavía, es uno de los espacios que permanecen con más
fuerza en el imaginario de muchos conquenses, incluso entre los jóvenes: San
Julián el Tranquillo, que no Tranquilo, porque aquél y no éste es el nombre que
el espacio ha recibido desde entonces.
Existe
entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca un documento que
demuestra la antigüedad de una tradición que todavía sigue reuniendo cada 28 de
enero a multitud de conquenses en torno a la ermita del santo limosnero[1]. Se trata de una carta de
obligación y arrendamiento que el 19 de enero de 1803, sólo unos días antes de
la celebración de la festividad del santo patrón, firmaban ante el notario
Diego Antonio Valdeolivas, un tal José Pérez Luján como parte interesada, y su
hermano Juan Antonio Pérez Luján como fiador de aquél, de todos los terrenos
que rodeaban a la ermita. En dicho documento se reconoce que la titularidad del
lugar correspondía al deán y al cabildo diocesano en su conjunto, por lo que
uno de los canónigos del cabildo, Juan Bautista Loperráez, en representación de
todos los demás, arrendaba a dicho Pérez Luján, “el santuario y sitio titulado de San Julián el Tranquillo, sito en su
cerro titulado de este nombre, extramuros de la ciudad, y para el que he sido
nombrado de elección de dicho señor por santero de la misma hermita, en unión
de José Villarejo, mozo soltero.” Son palabras del propio José Pérez Luján,
de las que el citado notario da fe en el documento.
A
continuación, el escrito cita las diversas obligaciones a las que el santero
nombrado debía hacer frente: mantener abiertas y de manera adecuada las tierras
que conforman el paraje; mantener limpios y en buen estado los árboles y las
parras que habían sido plantadas (el lugar está ahora cubierto en su mayoría
por unos pinos de repoblación que nada tienen que ver con el espacio natural
que había a principios del siglo XIX), sin cortar ninguno de los árboles para
su beneficio personal, y respondiendo personalmente de aquellos que hubieran
sido cortados; mantener en buen estado el resto de los bienes del paraje, “reparando las paredes con la limpia del
Escalón o subida a la hermita” (parece claro que el documento se está
refiriendo a lo que hoy se conoce como el Escalerón, una de las dos subidas
naturales a la ermita desde la ciudad); y tener limpio el propio edificio del
templo, así como la casa anexa, que como puede verse, ya existía para entonces.
Finalmente, mantener en perfecto estado el conjunto de todos los ornamentos sagrados,
con el fin de que pueda celebrarse con normalidad el sacrificio de la Misa.
Para ello se había realizado un inventario de todos esos ornamentos, que serían
devueltos al canónigo Loperráez, tal y como éste se los había entregado antes
al santero, la víspera del día de Todos los Santos, es decir, el día 1 de
noviembre de ese año.
El
arrendamiento, por otra parte, no tenía una fecha concreta de vencimiento, sino
que éste sería a voluntad del protector del lugar, es decir, del canónigo
Loperráez en representación de sus compañeros del cabildo. Por su parte, el
santero se obligaba a pagar cada año, por el tiempo de la Navidad, la cantidad
de cien reales de vellón, y como contrapartida, se aprovecharía del beneficio
obtenido tanto por las limosnas de los creyentes que acudieran al lugar como
los productos obtenidos por los árboles y las otras plantas que tenía a su
cuidado. Y en el caso de no haber hecho frente en su tiempo al pago de los cien
reales, José Pérez Luján se obligaba también por este documento al pago de
cuatrocientos maravedíes de salario a aquellas personas que tuvieran que
entender en la cobranza de la deuda por cada día empleado en dicho cobro. Por
su parte, Juan Antonio Pérez Luján, como hermano y fiador del santero, se
obligaba también en los mismos términos de pago que éste.
Y
después de los términos jurídicos de rigor en un documento de estas
características, firman ante el escribano los tres testigos que también son
usuales en estas escrituras, que en este caso fueron Anselmo María Calvo, José
Mateo y Pascual García del Peso.