El nombre de la rosa es una genial novela de Umberto Eco. En el argumento se enfrentan tres personajes diametralmente opuestos entre sí, tres formas diferentes de entender históricamente la religión católica. Guillermo de Baskerville, exinquisidor, es un afable monje franciscano, con dotes detectivescas, que representa a la Iglesia del perdón, la Iglesia de Jesucristo. Mientras tanto, su declarado enemigo, Bernardo de Gui, dominico e inquisidor en ejercicio, representa a la Iglesia oscura del dolor y de la muerte, la Iglesia que se asoma a algunos pasajes del Antiguo Testamento. Entre las dos se representa el intenso debate entre una forma y otra de entender el hecho religioso, tomando como pretexto de ese debate una de las obras perdidas de Aristóteles, la Comedia, un capítulo expurgado en la antigüedad de su Poética. Ambos debaten sobre si la risa es también, o no lo es, atributo de Dios. Y junto a ellos, Jorge de Burgos, el bibliotecario español de ese monasterio perdido en un rincón montañoso de Europa, lleva la Iglesia de Gui a su más sangrienta expresión, intentando mantener oculto el libro perdido, y no dudando en asesinar, si para ello fuera necesario, a sus propios compañeros en el monasterio.
Viene
la novela a colación después de haber leído el curioso libro de Catherine
Nixey, La edad de la penumbra. La
autora inglesa, que al principio de la obra se manifiesta haber pertenecido en
algún momento de su vida a esa Iglesia a la que tanto critica, nos ofrece una
visión histórica de la institución, ya desde el primer momento de su eclosión
como sistema de poder, demasiado monocorde. Dice haber investigado en esa
historia, pero sólo ve en ella la cara de Bernardo, nunca la de Guillermo. Desde luego, la Iglesia de Bernardo de Gui
existió, y fue durante mucho tiempo la que más se dejó notar en el conjunto de
la sociedad en la que estaba instalada. Una Iglesia de dolor y de muerte que,
sin embargo, no iba dirigida sólo contra ese mundo clásico, el mundo de Hipatia
de Alejandría, el mundo de Palmira y de la escuela de Atenas. Hay que recordar,
si no, las grandes revoluciones iconoclastas del mundo bizantino, que sembraron
de destrucción también los templos católicos y las imágenes sagradas del
cristianismo, como antes había destruido también las hermosas estatuas de los
dioses paganos. Hay que recordar, si no, las terribles guerras de religión, que
asolaron Europa todavía durante la Edad Moderna.
La
historia no se puede juzgar nunca desde nuestra propia mentalidad, sino desde
la mentalidad de los hombres y las mujeres que vivieron aquella historia. Y
desde luego, la historia es, muchas veces, un relato de sangre, un terrible
relato de dolor y de muerte. Sí, la historia de Hipatia es cierta,
dolorosamente cierta, pero también lo es la historia anterior, una historia de
persecuciones, en la que los asesinos eran los paganos y los cristianos eran
los torturados, los asesinados. Una historia que la autora inglesa pretende
minimizar, basándose en suposiciones que, muchas veces tienen poco de historia
real. La autora minimiza el número de cristianos muertos durante la persecución
de Nerón, y asegura que todas las persecuciones posteriores fueron sólo
pequeños ataques desorganizados contra un grupo de hombres intransigentes, en
las que la administración del imperio no tenía nada que ver.
Incluso
autores paganos, como Suetonio o Tacito, hablan ya de esas persecuciones en el
primer siglo de la era cristiana, principalmente la de Nerón, que vio en el
incendio de Roma del año 64, que por otra parte a él mismo le sirvió para poder
construir sobre las ruinas que habían dejado las llamas su nuevo palacio, la
Domus Aurea, la excusa perfecta para destruir a los cristianos, que en aquel
momento ya empezaban a ser importantes en el conjunto del imperio. Pero éste no
fue el único emperador que decretó persecuciones contra los cristianos. También
lo hicieron, y con una agresividad muchas veces creciente, Domiciano (81-96),
Trajano (109-111), Marco Aurelio (161-180), Septimio Severo (202-210), Maximino
(235), Decio (250-251), Valeriano (216-219) y Diocleciano (303-313).
La
autora suma los años marcados por estas persecuciones para asegurar que, en
total, la persecución de los paganos contra los cristianos apenas duró un corto
espacio de tiempo, ínfimo si se compara con el tiempo en el que los cristianos
perseguirían después a los paganos. Lo importante no es eso; lo importante es
que las persecuciones existieron, que los cristianos, primero, tuvieron que
esconderse en las catacumbas de las ciudades del imperio para poder desarrollar
sus cultos. Además, hay que tener en cuenta otro hecho: los años en los que se
institucionalizó desde el poder las persecuciones contra los cristianos son
sólo la punta del iceberg. La realidad es que durante los tres primeros siglos
de la era cristiana, no era sencillo vivir dentro de los límites del imperio
para aquellos que habían decidido seguir a Jesucristo. Incluso después del
Edicto de Milán, y del reconocimiento de la libertad de cultos decretada por
Constantino, todavía en tiempos de su sobrino, Juliano el Apóstata, la Iglesia
cristiana sufrió una nueva etapa de dolor.
La
tesis de Nixey es clásica: fue el cristianismo el que destruyó todo el mundo
clásico. Pero la tesis es anacrónica desde el punto de vista de la
historiografía. Y es que, para cuando el cristianismo obtuvo por fin una cuota
de poder lo suficientemente amplia para determinar el desarrollo de la
humanidad, el imperio romano ya estaba irremediablemente perdido por sus
propios pecados. Y no hablo de pecados desde el punto de vista del dogma
católico, sino de lo que figuradamente llamamos pecados, es decir, de la
degeneración de sus costumbres, que había permitido a los bárbaros, aquellos
pueblos que vivían al otro lado del limes, de la frontera, ocupar algunas zonas
del imperio y adentrarse hacia la capital, la otrora gloriosa Roma. A menudo se
ha dicho que los cristianos, y su posición Antibelicista, que se negaba a tomar
las armas para defender el imperio, fue lo que permitió que los bárbaros lo
invadieran. No se tiene en cuenta, sin embargo, que ya desde mucho tiempo antes
del año 315, habían sido precisamente las legiones romanas, con su pasión por
coronar y asesinar emperadores, emperadores que a menudo apenas duraban unos
pocos meses en el trono, los que habían provocado el caos de la propia
institución imperial
La
decadencia del imperio romano se había iniciado incluso en la etapa de los
primeros emperadores. Gobernantes como Nerón, que mató incluso a su propia
madre y no dudó en construirse un palacio sobre las ruinas de las casas
destruidas por el incendio de Roma; o como Calígula, un demente que llegaría a
nombrar cónsul del imperio a su caballo. Por otra parte, las invasiones
bárbaras ya se habían iniciado a lo largo del siglo III, algunas décadas antes
del Edicto de Milán, y se relacionan, en realidad, con aquellos movimientos
migratorios que afectaron a muchos pueblos de Europa y de Asia, y que
estuvieron motivados, entre otras causas, por una bajada importante de las
temperaturas en gran parte de Eurasia, que obligaron a emigrar a los pueblos
afectados por aquella bajada. Y si el cristianismo se supo sobreponer después a
la destrucción de los bárbaros mediante la conversión de estos al cristianismo
fue porque la nueva religión, al contrario que la de los paganos, tenía algo
que ofrecerles. En este sentido, fue el propio papa, León I, el que salvó a
Roma de la destrucción deseada por Atila, cuando la otrora brillante capital
del imperio estuvo a punto de ser destruida por el rey de los hunos.
Catherine
Nixey tiene razón al afirmar que fueron muchos los escritos del mundo pagano
que se perdieron en los siglos anteriores, y que la Iglesia tiene una parte de
culpa en la destrucción de esos manuscritos ya irrecuperables. Pero sólo parte
de esa culpa, algo que reconoce incluso la escritora británica. La destrucción
de la ingente biblioteca de Alejandría por parte de los seguidores del obispo
Teófilo fue, desde luego, una tragedia, que arma de municiones a los críticos
del cristianismo. Pero también es cierto que otros muchos escritos se salvaron
precisamente gracias a la actividad desarrollada en los monasterios cristianos.
La alta edad media fue un periodo de oscuridad y destrucción, eso nadie lo pone
en duda. Una etapa destructiva en la que no sólo participaron los cristianos,
sino casi todo los pueblos que vivieron aquellos días terribles. Una etapa de
destrucción de las ideas y de las hermosas obras de arte, que habían logrado
sobrevivir durante muchos siglos; y también, una etapa de destrucción de los
propios seres humanos. Y en aquella etapa de destrucción, algunas cosas
lograron sobrevivir porque unos pocos hombres, que se habían retirado para orar
a los monasterios cristianos, decidieron copiar y conservar en sus bibliotecas
algunos de aquellos documentos antiguos.
El
cristianismo no ha sido, desde luego, o no sólo, ese campo de rosas que se
pretende desde algunas instancias de la Iglesia católica. Pero tampoco ha sido
sólo ese campo de destrucción y de muerte que nos ofrece la escritora inglesa.
Europa, y el resto de toda la civilización occidental, bebe en buena parte de
esa cultura clásica que surgió en la antigua Grecia, y que Roma supo
perfeccionar; pero también lo hace del cristianismo, de tal forma que hoy todos
los europeos podemos considerarnos hijos de estos dos conceptos históricos, no
opuestos, sino complementarios.