Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 23 de noviembre de 2018

Alfonso Clemente de Aróstegui, un embajador conquense ante el papa Benedicto XIV



A lo largo del siglo XVIII se observa en la capital conquense un proceso de renovación de sus élites nobiliarias. En efecto, desde algún tiempo antes, se venía observando como algunas familias nobiliarias, herederas de los tiempos medievales, los Hurtado de Mendoza o los Carrillo de Albornoz entre otros, habían ido emigrando hacia la corte. Sus linajes van desapareciendo paulatinamente de la lista de regidores de la ciudad, y también de la de los canónigos del cabildo diocesano, siendo sustituidos en ellas por otros linajes nuevos, vinculados muchas veces también, como antes, a la riqueza ganadera, como los Cerdán de Landa, o a los señoríos territoriales manchegos. Éste es el caso del linaje Clemente de Aróstegui, linaje procedente de Villanueva de la Jara, que durante esta centuria va a abrir su casa señorial en la parte más nobiliaria de la capital conquense, la calle Correduría, junto a la propia casa del corregidor, vinculándose algunos de sus miembros tanto a la regiduría de la ciudad como al propio cabildo. Fue también en este mismo momento, o un poco antes, cuando algunos de sus miembros pasaron a destacar al servicio del rey y al de la Iglesia.

Uno de los miembros de este linaje, que va a trascender más allá de esas élites locales, fue Alfonso Clemente de Aróstegui Cañavate. Nacido en Villanueva de la Jara el 5 de marzo de 1698, se crio en sus años infantiles a la sombra de su hermano mayor, Pedro Clemente de Aróstegui, tesorero ya entonces del cabildo catedralicio de Toledo y provisor de la diócesis durante el episcopado del infante Luis de Borbón, y que después pasaría a ocupar el obispado de Burgo de Osma y arzobispo de la antigua diócesis de Larisa. En Toledo, junto a su hermano, recibió sus primeros estudios eclesiásticos, ordenándose de menores, y pasó después a estudiar en las universidades de Salamanca, donde se graduó de bachiller, y Alcalá de Henares, donde se licencio. Fue ese el inicio de una brillante carrera relacionada con las leyes, que le llevaría a ser nombrado en 1733, oidor del crimen en la audiencia de Zaragoza, y que poco tiempo después, a finales de la primera mitad de la centuria dieciochesca, le llevaría hasta Roma, donde pasó a desempeñar el cargo de auditor del tribunal de la Rota por el reino de Castilla.

Maximiliano Barrio Gozalo, en su libro La embajada de España en la primera mitad del siglo XVIII[1], proporciona algunos detalles interesantes sobre la actuación del conquense en la ciudad de los papas, y sobre todo, sobre el papel jugado por éste como embajador interino del rey católico, Fernando VI, durante el periodo comprendido entre la muerte del cardenal Troiano Acquaviva y el nombramiento de su sucesor, el también cardenal Joaquín Portocarrero. Es precisamente esa etapa en la vida de nuestro protagonista, su etapa romana, lo que voy a tratar con más detalle en esta entrega, siguiendo para ello las pista que nos deja este profesor de la Universidad de Valladolid, especialista en historia eclesiástica.

El primer contacto de Alfonso Clemente de Aróstegui con la capital romana data del año 1744, después de cinco años de estar desempeñando el cago de oidor de la audiencia de Zaragoza, al que había llegado después de su ascenso desde su anterior destino como alcalde del crimen en el mismo tribunal. Su etapa en la ciudad de los papas coincidió en parte con la de José Carvajal y Lancaster como secretario de estado del gobierno español, quien tenía, por otra parte, dos hermanos vinculados, como canónigos, al cabildo conquense: Álvaro e Isidro Carvajal (éste último llegaría algunos años después, a partir de 1760, a ocupar incluso el propio obispado, después de haber renunciado a la mitra de Barcelona). Quizá este hecho pudo pesar en el ánimo del primer ministro de Fernando VII en 1747, cuando, al fallecer el cardenal Acquaviva, dejando vacante el puesto de embajador en Roma, decidiera designar al conquense para sustituirle con carácter interino, en lugar de que lo hiciera, como era costumbre, el agente de preces. En este sentido, hay que tener en cuenta la especial circunstancia que presentaba la embajada de Roma, debido a la doble condición del papa como jefe de la Iglesia católica y jefe al mismo tiempo de un estado soberano: mientras el embajador era el representante del rey ante éste, el agente de preces era su representante solo para asuntos eclesiásticos.


Sin embargo, más allá de esa relación de amistad, que desde luego no esta probada, el propio Maximiliano Barrio atribuye su nombramiento a razones que podríamos calificar de puramente profesionales: “La relación de José Viana con el cardenal Troiano Acquaviva fue bastante buena por la sumisión e inactividad resignada, pues tenía presente los desagradables lances que habían tenido sus antecesores con los ministros de su tiempo por las comisiones que les habían encargado para el real servicio. Viana optó por la quietud que correspondía a una inacción resignada y quizá por eso nombró al auditor de la Tota, Clemente de Aróstegui, para que sustituyera al embajador en sus ausencias y enfermedades, relegando al agente, que tradicionalmente se había encargado de ello. Pero, además, Aróstegui dijo a Villarias que el agente del rey no tenía más trabajo que solicitar en los tribunales de Curia las bulas y gracias que se pedían de parte del rey o sus consejos, lo que realizaba por medio de un expedicionero […], por lo que sugiere que el cargo de agente se agregar a una de las auditorías de la Rota y se suprima.

Así pues, su interinidad no se limitó a la muerte del cardenal, sino que había ya sustituido también a éste en los periodos en los que Acquaviva tenía que ausentarse de Roma. El caso es que, fuera como fuera, el gobierno de España encomendó el cargo a Clemente de Aróstegui, ordenándole su traslado inmediato al palacio de la embajada, en la plaza que todavía sigue llamándose Plaza de España. El hecho provocó las protestas que agente de preces, José de Viana, protestad que ya se habían producido también a partir de 1745, cuando nuestro paisano había tenido que sustituir por primera vez a Acquaviva en la embajada.

Desde su llegada al palacio de la embajada, nuestro protagonista intentó solucionar algunos problemas que se venían repitiendo desde algún tiempo antes. Algunos de esos problemas estaban relacionados con el propio edificio de la embajada, para el que realizó un proyecto de mejora, que no llegó a realizarse, y con lo que se llamaba el barrio de la embajada, es decir, la zona franca que rodeaba el palacio, y que estaba bajo la jurisdicción del rey de España. Y es que el momento en el que Clemente de Aróstegui se hizo cargo de ésta, el barrio de la embajada era foco de un importante conflicto de intereses entre el gobierno español y el papa, que intentaba por todos los medios poner coto a esta zona de jurisdicción exenta. Aróstegui aumentó la extensión del franco, incluyendo en él la escalinata de la Trinitá dei Monti, solicitada desde antiguo por el embajador francés, y el colegio de Propaganda Fide, jurisdicción que fue respetada por Benedicto XIV, en parte gracias a la actitud mediadora que había manifestado siempre nuestro protagonista.

Sin embargo, los principales problemas a los que tuvo que enfrentarse venían dados fue el propio funcionamiento interno de la embajada, y por la gran cantidad de españoles sin trabajo que pululaban por la ciudad del Tíber, unos en espera de obtener beneficios en las diferentes diócesis, y otros, los soldados, por su especial idiosincrasia como elementos desestabilizadores. Recogemos otra vez las palabras del profesor Barrio: “Cuando Aróstegui se hizo cargo de la embajada, además de procurar mejorar las relaciones con el gobierno romano por los frecuentes incidentes que se producían en la jurisdicción del cuartel […], tuvo que hacer frente a los abusos de la dataría y el excesivo número de españoles que pululaban por la Corte romana con desdoro de la nación, así como a las amenazas y ataques que sufrían de los romanos por los rumores de los excesos que cometían los reclutadores. Como había sucedido otras veces, se esparcieron voces de que habían reclutado algunos jóvenes por la fuerza y, con el recuerdo de lo sucedido en 1736, se culpó a los españoles, porque algunos oficiales del ejército español que operaban en Italia, cuando estaban de permiso, se instalaban en el barrio de la embajada por razones de seguridad y había buenos albergues y hosterías”.

Más allá de esos problemas cuasados por los propios soldados desocupados, el problema principal venía dado por los propios eclesiásticos en espera de beneficio. En este sentido, continúa diciendo el profesor Barrio: “Mas complejo y difícil era el inveterado abuso que la dataría cometía en la provisión de los beneficios españoles. Primero, porque la retrasaba y esto, además de perjudicar a las iglesias, daba lugar a pleitos y enfrentamientos entre los nacionales. Segundo, por las continuas escalerillas que hacía en las provisiones, pues con un canonicato o beneficio grueso hacía tres o cuatro provisiones, de forma que ninguno quedaba acomodado y se multiplicaban las bulas, expediciones y bancarias. Tercero, porque no tenía en cuenta los méritos ni la conducta personal del provisto, lo que hacía más fácil imponer nuevas pensiones y aumentar las existentes. […] Y cuarto, por haber incrementado las propinas que se daban a los criados y familiares del datario y sus oficiales, que sumaban una cantidad importante.”

Para solucionar algunos de estos problemas, el conquense instituyó la Academia de la Historia Eclesiástica, con el fin de poder recoger toda la información disponible para hacer una historia general de las iglesias de España. Sin embargo, la academia prácticamente dejó de funcionar después de la marcha de Aróstegui de Roma, por el escaso apoyo que le ofreció su sucesor, el cardenal Portocarrero. La sustitución llegó además poco tiempo después, en 1748, una sustitución que no fue bien vista en algunos elementos del gobierno por los antecedentes políticos del nuevo embajador, que había formado parte del bando austracista desde la Guerra de Sucesión. También el profesor Barrio es bastante claro en este sentido: “¿Cómo es posible que se pensase en un destacado austracista para encargarle la embajada de Roma? La muerte del emperador y de Felipe V, así como la subida al trono de Fernando VI y la adhesión de España al tratado de Aquisgrán (1748), terminó por cerrar las heridas abiertas por la guerra de Sucesión española, y la lealtad que Portocarrero había tenido al emperador dejó de ser un obstáculo para acceder al cargo. Por ello, no es extraño que ante la inminente muerte del cardenal Acquaviva, el duque de Huéscar, embajador en París, vea en Portocarrero una posible solución para hacerse cargo de la embajada, y así se lo hizo saber a Carvajal […] Aunque Carvajal al principio mostró reticencias y prefería a Clemente de Aróstegui, acabó por aceptar la propuesta de Huéscar por la presión de Rávago y Ensenada.”

No obstante, desde Madrid el asunto no estaba plenamente cerrado, y se siguieron oyendo voces que reclamaban la destitución del cardenal y el nombramiento, para sustituirle, del diplomático conquense. Sin embargo, éste sería víctima inocente de un desliz del propio cardenal, que había hecho entrega al papa de un documento secreto. El incidente provocó la caída de Aróstegui, cuando en realidad debía haber sido al contrario, siendo sustituido en diciembre de 1749 en su cargo de auditor de la Rota, al que había vuelto desde la llegada del cardenal a la embajada (o del que en realidad nunca se había ido), por Manuel Ventura de Figueroa. Nuestro protagonista fue designado entonces miembro del Consejo de Castilla, regresando a la península después de realizar una breve visita a la corte de Nápoles, donde fue recibido por el rey Carlos VII, el futuro Carlos III de España. Y ya en la península, José Carvajal le encomendó la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

La carrera de Aróstegui no se ralentizó con ello. En enero de 1753 fue nombrado embajador del rey Fernando VI ante su hermano, el rey de Nápoles, quien más tarde le haría caballero de la Real Orden de Carlos III. En 1759 fue nombrado miembro del Consejo de Estado, y a partir de 1771, sería nombrado también comisario regio de la Santa Cruzada, cargo en el que permaneció hasta su fallecimiento, lo que sucedió en Madrid el 2 de octubre de 1774. Sería sustituido en el cargo por un viejo conocido, Manuel Ventura Figueroa, el mismo que le había sucedido antes como auditor de la Rota romana.

Para entonces, dos sobrinos suyos habían iniciado ya una vinculación permanente tanto con el cabildo catedralicio de Cuenca, como con el Ayuntamiento de la ciudad. En efecto, mientras uno de ellos, José Clemente de Aróstegui era nombrado capellán y canónigo de la catedral a mediados de esa centuria, su hermano Antonio Clemente de Aróstegui adquiría en enero de 1750 el título de regidor perpetuo de la ciudad, en sustitución de su suegro, Fernando de Herrera. Ambos eran hijos de José Clemente de Aróstegui Cañavate, hermano de nuestro protagonista, y de Quiteria Antonia Salonarde, descendiente de una importante familia de Buenache de Alarcón, dedicada también a la ganadería y a la trashumancia.



[1] Barrio Gonzalo, Maximiliano, La embajada de España en Roma en la primera mitad del siglo XVIII, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, 2017.

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