A lo largo del siglo XVIII se
observa en la capital conquense un proceso de renovación de sus élites
nobiliarias. En efecto, desde algún tiempo antes, se venía observando como
algunas familias nobiliarias, herederas de los tiempos medievales, los Hurtado
de Mendoza o los Carrillo de Albornoz entre otros, habían ido emigrando hacia
la corte. Sus linajes van desapareciendo paulatinamente de la lista de
regidores de la ciudad, y también de la de los canónigos del cabildo diocesano,
siendo sustituidos en ellas por otros linajes nuevos, vinculados muchas veces
también, como antes, a la riqueza ganadera, como los Cerdán de Landa, o a los
señoríos territoriales manchegos. Éste es el caso del linaje Clemente de
Aróstegui, linaje procedente de Villanueva de la Jara, que durante esta
centuria va a abrir su casa señorial en la parte más nobiliaria de la capital
conquense, la calle Correduría, junto a la propia casa del corregidor,
vinculándose algunos de sus miembros tanto a la regiduría de la ciudad como al
propio cabildo. Fue también en este mismo momento, o un poco antes, cuando
algunos de sus miembros pasaron a destacar al servicio del rey y al de la
Iglesia.
Uno de los miembros de este
linaje, que va a trascender más allá de esas élites locales, fue Alfonso
Clemente de Aróstegui Cañavate. Nacido en Villanueva de la Jara el 5 de marzo
de 1698, se crio en sus años infantiles a la sombra de su hermano mayor, Pedro
Clemente de Aróstegui, tesorero ya entonces del cabildo catedralicio de Toledo
y provisor de la diócesis durante el episcopado del infante Luis de Borbón, y
que después pasaría a ocupar el obispado de Burgo de Osma y arzobispo de la
antigua diócesis de Larisa. En Toledo, junto a su hermano, recibió sus primeros
estudios eclesiásticos, ordenándose de menores, y pasó después a estudiar en
las universidades de Salamanca, donde se graduó de bachiller, y Alcalá de
Henares, donde se licencio. Fue ese el inicio de una brillante carrera
relacionada con las leyes, que le llevaría a ser nombrado en 1733, oidor del
crimen en la audiencia de Zaragoza, y que poco tiempo después, a finales de la
primera mitad de la centuria dieciochesca, le llevaría hasta Roma, donde pasó a
desempeñar el cargo de auditor del tribunal de la Rota por el reino de
Castilla.
Maximiliano Barrio Gozalo, en su
libro La embajada de España en la primera
mitad del siglo XVIII[1],
proporciona algunos detalles interesantes sobre la actuación del conquense en
la ciudad de los papas, y sobre todo, sobre el papel jugado por éste como
embajador interino del rey católico, Fernando VI, durante el periodo
comprendido entre la muerte del cardenal Troiano Acquaviva y el nombramiento de
su sucesor, el también cardenal Joaquín Portocarrero. Es precisamente esa etapa
en la vida de nuestro protagonista, su etapa romana, lo que voy a tratar con
más detalle en esta entrega, siguiendo para ello las pista que nos deja este
profesor de la Universidad de Valladolid, especialista en historia
eclesiástica.
El primer contacto de Alfonso
Clemente de Aróstegui con la capital romana data del año 1744, después de cinco
años de estar desempeñando el cago de oidor de la audiencia de Zaragoza, al que
había llegado después de su ascenso desde su anterior destino como alcalde del
crimen en el mismo tribunal. Su etapa en la ciudad de los papas coincidió en
parte con la de José Carvajal y Lancaster como secretario de estado del
gobierno español, quien tenía, por otra parte, dos hermanos vinculados, como
canónigos, al cabildo conquense: Álvaro e Isidro Carvajal (éste último llegaría
algunos años después, a partir de 1760, a ocupar incluso el propio obispado,
después de haber renunciado a la mitra de Barcelona). Quizá este hecho pudo
pesar en el ánimo del primer ministro de Fernando VII en 1747, cuando, al
fallecer el cardenal Acquaviva, dejando vacante el puesto de embajador en Roma,
decidiera designar al conquense para sustituirle con carácter interino, en
lugar de que lo hiciera, como era costumbre, el agente de preces. En este
sentido, hay que tener en cuenta la especial circunstancia que presentaba la
embajada de Roma, debido a la doble condición del papa como jefe de la Iglesia
católica y jefe al mismo tiempo de un estado soberano: mientras el embajador
era el representante del rey ante éste, el agente de preces era su
representante solo para asuntos eclesiásticos.
Sin embargo, más allá de esa
relación de amistad, que desde luego no esta probada, el propio Maximiliano Barrio
atribuye su nombramiento a razones que podríamos calificar de puramente
profesionales: “La relación de José Viana
con el cardenal Troiano Acquaviva fue bastante buena por la sumisión e
inactividad resignada, pues tenía presente los desagradables lances que habían
tenido sus antecesores con los ministros de su tiempo por las comisiones que
les habían encargado para el real servicio. Viana optó por la quietud que
correspondía a una inacción resignada y quizá por eso nombró al auditor de la Tota,
Clemente de Aróstegui, para que sustituyera al embajador en sus ausencias y
enfermedades, relegando al agente, que tradicionalmente se había encargado de
ello. Pero, además, Aróstegui dijo a Villarias que el agente del rey no tenía
más trabajo que solicitar en los tribunales de Curia las bulas y gracias que se
pedían de parte del rey o sus consejos, lo que realizaba por medio de un
expedicionero […], por lo que sugiere
que el cargo de agente se agregar a una de las auditorías de la Rota y se
suprima.”
Así pues, su interinidad no se
limitó a la muerte del cardenal, sino que había ya sustituido también a éste en
los periodos en los que Acquaviva tenía que ausentarse de Roma. El caso es que,
fuera como fuera, el gobierno de España encomendó el cargo a Clemente de
Aróstegui, ordenándole su traslado inmediato al palacio de la embajada, en la
plaza que todavía sigue llamándose Plaza de España. El hecho provocó las
protestas que agente de preces, José de Viana, protestad que ya se habían
producido también a partir de 1745, cuando nuestro paisano había tenido que
sustituir por primera vez a Acquaviva en la embajada.
Desde su llegada al palacio de la
embajada, nuestro protagonista intentó solucionar algunos problemas que se
venían repitiendo desde algún tiempo antes. Algunos de esos problemas estaban
relacionados con el propio edificio de la embajada, para el que realizó un
proyecto de mejora, que no llegó a realizarse, y con lo que se llamaba el
barrio de la embajada, es decir, la zona franca que rodeaba el palacio, y que
estaba bajo la jurisdicción del rey de España. Y es que el momento en el que
Clemente de Aróstegui se hizo cargo de ésta, el barrio de la embajada era foco
de un importante conflicto de intereses entre el gobierno español y el papa,
que intentaba por todos los medios poner coto a esta zona de jurisdicción
exenta. Aróstegui aumentó la extensión del franco, incluyendo en él la
escalinata de la Trinitá dei Monti, solicitada desde antiguo por el embajador
francés, y el colegio de Propaganda Fide, jurisdicción que fue respetada por
Benedicto XIV, en parte gracias a la actitud mediadora que había manifestado
siempre nuestro protagonista.
Sin embargo, los principales
problemas a los que tuvo que enfrentarse venían dados fue el propio
funcionamiento interno de la embajada, y por la gran cantidad de españoles sin
trabajo que pululaban por la ciudad del Tíber, unos en espera de obtener
beneficios en las diferentes diócesis, y otros, los soldados, por su especial
idiosincrasia como elementos desestabilizadores. Recogemos otra vez las
palabras del profesor Barrio: “Cuando
Aróstegui se hizo cargo de la embajada, además de procurar mejorar las
relaciones con el gobierno romano por los frecuentes incidentes que se
producían en la jurisdicción del cuartel
[…], tuvo que hacer frente a los abusos de la dataría y el excesivo número de
españoles que pululaban por la Corte romana con desdoro de la nación, así como
a las amenazas y ataques que sufrían de los romanos por los rumores de los
excesos que cometían los reclutadores. Como había sucedido otras veces, se
esparcieron voces de que habían reclutado algunos jóvenes por la fuerza y, con
el recuerdo de lo sucedido en 1736, se culpó a los españoles, porque algunos
oficiales del ejército español que operaban en Italia, cuando estaban de
permiso, se instalaban en el barrio de la embajada por razones de seguridad y había
buenos albergues y hosterías”.
Más allá de esos problemas
cuasados por los propios soldados desocupados, el problema principal venía dado
por los propios eclesiásticos en espera de beneficio. En este sentido, continúa
diciendo el profesor Barrio: “Mas
complejo y difícil era el inveterado abuso que la dataría cometía en la
provisión de los beneficios españoles. Primero, porque la retrasaba y esto,
además de perjudicar a las iglesias, daba lugar a pleitos y enfrentamientos
entre los nacionales. Segundo, por las continuas escalerillas que hacía en las
provisiones, pues con un canonicato o beneficio grueso hacía tres o cuatro
provisiones, de forma que ninguno quedaba acomodado y se multiplicaban las
bulas, expediciones y bancarias. Tercero, porque no tenía en cuenta los méritos
ni la conducta personal del provisto, lo que hacía más fácil imponer nuevas
pensiones y aumentar las existentes. […] Y cuarto, por haber incrementado las propinas que se daban a los
criados y familiares del datario y sus oficiales, que sumaban una cantidad
importante.”
Para solucionar algunos de estos
problemas, el conquense instituyó la Academia de la Historia Eclesiástica, con
el fin de poder recoger toda la información disponible para hacer una historia
general de las iglesias de España. Sin embargo, la academia prácticamente dejó
de funcionar después de la marcha de Aróstegui de Roma, por el escaso apoyo que
le ofreció su sucesor, el cardenal Portocarrero. La sustitución llegó además
poco tiempo después, en 1748, una sustitución que no fue bien vista en algunos
elementos del gobierno por los antecedentes políticos del nuevo embajador, que
había formado parte del bando austracista desde la Guerra de Sucesión. También
el profesor Barrio es bastante claro en este sentido: “¿Cómo es posible que se pensase en un destacado austracista para
encargarle la embajada de Roma? La muerte del emperador y de Felipe V, así como
la subida al trono de Fernando VI y la adhesión de España al tratado de
Aquisgrán (1748), terminó por cerrar las heridas abiertas por la guerra de
Sucesión española, y la lealtad que Portocarrero había tenido al emperador dejó
de ser un obstáculo para acceder al cargo. Por ello, no es extraño que ante la
inminente muerte del cardenal Acquaviva, el duque de Huéscar, embajador en
París, vea en Portocarrero una posible solución para hacerse cargo de la
embajada, y así se lo hizo saber a Carvajal […] Aunque Carvajal al principio mostró reticencias y prefería a Clemente
de Aróstegui, acabó por aceptar la propuesta de Huéscar por la presión de
Rávago y Ensenada.”
No obstante, desde Madrid el
asunto no estaba plenamente cerrado, y se siguieron oyendo voces que reclamaban
la destitución del cardenal y el nombramiento, para sustituirle, del
diplomático conquense. Sin embargo, éste sería víctima inocente de un desliz
del propio cardenal, que había hecho entrega al papa de un documento secreto.
El incidente provocó la caída de Aróstegui, cuando en realidad debía haber sido
al contrario, siendo sustituido en diciembre de 1749 en su cargo de auditor de
la Rota, al que había vuelto desde la llegada del cardenal a la embajada (o del
que en realidad nunca se había ido), por Manuel Ventura de Figueroa. Nuestro
protagonista fue designado entonces miembro del Consejo de Castilla, regresando
a la península después de realizar una breve visita a la corte de Nápoles,
donde fue recibido por el rey Carlos VII, el futuro Carlos III de España. Y ya
en la península, José Carvajal le encomendó la fundación de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando.
La carrera de Aróstegui no se
ralentizó con ello. En enero de 1753 fue nombrado embajador del rey Fernando VI
ante su hermano, el rey de Nápoles, quien más tarde le haría caballero de la
Real Orden de Carlos III. En 1759 fue nombrado miembro del Consejo de Estado, y
a partir de 1771, sería nombrado también comisario regio de la Santa Cruzada,
cargo en el que permaneció hasta su fallecimiento, lo que sucedió en Madrid el
2 de octubre de 1774. Sería sustituido en el cargo por un viejo conocido,
Manuel Ventura Figueroa, el mismo que le había sucedido antes como auditor de
la Rota romana.
Para entonces, dos sobrinos suyos
habían iniciado ya una vinculación permanente tanto con el cabildo catedralicio
de Cuenca, como con el Ayuntamiento de la ciudad. En efecto, mientras uno de
ellos, José Clemente de Aróstegui era nombrado capellán y canónigo de la
catedral a mediados de esa centuria, su hermano Antonio Clemente de Aróstegui adquiría
en enero de 1750 el título de regidor perpetuo de la ciudad, en sustitución de
su suegro, Fernando de Herrera. Ambos eran hijos de José Clemente de Aróstegui
Cañavate, hermano de nuestro protagonista, y de Quiteria Antonia Salonarde,
descendiente de una importante familia de Buenache de Alarcón, dedicada también
a la ganadería y a la trashumancia.
[1] Barrio Gonzalo,
Maximiliano, La embajada de España en
Roma en la primera mitad del siglo XVIII, Madrid, Ministerio de Asuntos
Exteriores y de Cooperación, 2017.