La Universidad de Castilla-La Mancha ha publicado recientemente un nuevo libro del profesor Pedro Miguel Ibáñez, uno de esos libros densos, cargado de datos cronológicos y analíticos, a los que desde hace ya bastantes años nos tiene acostumbrados, gracias a los cuales se va afianzando nuestro conocimiento sobre la historia del arte conquense. Especialista sobre todo en el renacimiento, al cual dedicó una brillante tesis doctoral que fue publicada en tres tomos hace ya algunos años, ha dedicado sus estudios a temáticas muy diferentes, desde las vistas de la ciudad realizadas en el mismo siglo XVI por Van den Wyngaerde hasta las Casas Colgadas. Y en esta ocasión lo hace del barroco, otro de los momentos más brillantes de la historia del arte, a través de uno de los espacios más emblemáticos de la capital conquense, su Plaza Mayor; un barroco que, perdido definitivamente gran parte del entramado urbanístico de la ciudad medieval y, sobre todo, prácticamente la totalidad de los edificios construidos en aquella época, terminó por convertirse en el estilo definitivo de la Cuenca antigua, complementado, eso sí, con la sabor decimonónico que le dieron después el trazado de sus casas. En efecto, la Plaza Mayor de Cuenca, en sí misma como espacio urbano y también por los tres grandes monumentos que la rodean, es uno de los espacios más característicamente barrocos de la Cuenca histórica.
El libro consta de ocho capítulos, claramente diferenciados en cuanto a temática, aunquetodos ellos giran alrededor de un mismo tema: el barroco en este espacio urbano. Un arte incomprendido entre los tratadistas que visitaron la ciudad durante la segunda mitad del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo siguiente, imbuidos como estaban en el espíritu academicista que caracteriza aquellos momentos, y que sólo a partir de la pasada centuria ha podido convertirse en una de las grandes etapas de la historia del arte en España. Así, después de una pequeña introducción en la que analiza lo que significa para España este estilo artístico, a lo largo del primer capítulo del volumen, el catedrático de la universidad castellanomanchega repasa lo que significa este estilo para el conjunto urbano y monumental conquense, desmontando una vez más el mito de Cuenca como ciudad de un único monumento, su catedral, teoría que nació quizá de aquellos viajeros academicistas, y que ha sido repetida hasta la saciedad en las diferentes guías y libros de divulgación que han tratado la ciudad desde entonces. Y en esa destrucción del mito, tiene razón Pedro Miguel en destacar el papel jugado por los diferentes edificios barrocos, algunos de los cuales merecen figurar entre las páginas de los estudios especializados; éste es el caso, por citar uno a modo de ejemplo, de la iglesia de Nuestra Señora de la Luz y San Antón, una de las obras cumbres del estilo borrominesco en la ciudad del Júcar.
El segundo capítulo trata de la Plaza Mayor como esquema urbano, una Plaza Mayor que en su origen, tal y como el autor demuestra, estaba formada por dos pequeñas plazas contiguas, pero separadas también por estrechas calles medievales; dos pequeñas plazas en las que se habían instalado respectivamente los dos grandes poderes de la ciudad, alrededor de los cuales se organizaba la vida diaria de la misma: la Plaza de Santa María, junto a la catedral, para el poder eclesiástico; y la Plaza de la Picota, junto al ayuntamiento, para el poder civil. Esa realidad de dos plazas yuxtapuestas, contiguas y separadas al mismo tiempo, desapareció a lo largo del siglo XVI, al unirse en una sola plaza de estructura alargada, pero se recuperó en parte en pleno siglo XVIII, con la construcción de un nuevo edificio consistorial, un edificio de estructura transversal, a lo ancho de la laza y no a lo largo, que volvía a separar ésta, conformando lo que se ha venido a llamar la Anteplaza, como una especie de vestíbulo de entrada a la Plaza Mayor propiamente dicha.
Es precisamente este edificio, el ayuntamiento o casa consistorial, al que el autor le dedica la tercera parte del libro. Y lo hace desmontando también dos mitos que en la bibliografía sobre la historia de cuenca se han venido repitiendo desde hace mucho tiempo; un hecho característico entre buena parte de los escritores conquenses es repetir hasta la saciedad lo mismo que han escrito antes otros autores, sin la más leve muestra de espíritu crítico, y en este hecho se inserta también la ya citada teoría de Cuenca como ciudad de un único monumento. También, la repetida ignorancia sobre el lugar que ocupaba el antiguo edificio municipal antes de la construcción del actual ayuntamiento dieciochesco, y que, tal y como Pedro Miguel demuestra, no podía ser otro aproximadamente (la documentación, que tantas veces se olvida por esos escritores repetitivos, también incide en ello) que el mismo que ocupa en la actualidad. Si bien lo hacía entonces en una disposición diferente, a lo largo de la plaza y no a lo ancho de ésta. El profesor conquense, por otra parte, avanza también algunas de las características visuales de su construcción, de marcado carácter renacentista y con arcadas en su piso inferior, al estilo de como lo son todavía las casas consistoriales de San Clemente o Villanueva de la Jara, en la misma provincia conquense.
El segundo de los temas desmitificados por el autor del libro, y que afecta ahora al actual edificio del ayuntamiento, es la supuesta atribución de su diseño al arquitecto castellonense Jaime Bort. No es que Bort no fuera el autor de unas trazas para el edificio consistorial conquense, que por supuesto sí lo hizo, sino hasta qué punto esas trazas primigenias fueron respetadas después por el verdadero autor del edificio, el maestro local Felipe Bernardo Mateo. En efecto, uno de los hallazgos del libro es la comparación entre aquellos primeros planos de Bort con el resultado final de la obra, comparación que demuestra importantes discrepancias que todavía no habían sido analizadas en profundidad. Sin embargo, tampoco hay que negar que algo del trazado original debió quedar en la obra de Mateo, y una piedra de toque para confirmarlo podría ser la comparación entre el ayuntamiento conquense, tal y como se terminó, con el de Caravaca de la Cruz, en la provincia de Murcia, edificio que fue también trazado, si bien tampoco realizado finalmente por él, por el maestro levantino. El edificio murciano, como el de Cuenca, se apoya en un cuerpo central que está formado en su base inferior por un arco, a través del cual circula el tráfico rodado, si bien sustituye los dos arcos laterales conquenses, abiertos, por sendas portadas, en zaguán, de entrada al edificio.
El siguiente capítulo está dedicado al convento de religiosas justinianas, las conocidas en Cuenca popularmente como “petras”, que cierran la plaza por el extremo opuesto, y que en pleno siglo XVIII ampliaron también su edificio conventual, hasta entonces de dimensiones bastante más reducidas, sobre las casas que durante el XVI habían sido del canónigo Eustaquio Muñoz, uno de los miembros más poderosos del cabildo catedralicio, tal y como demuestra su fantástica capilla, en el crucero de la catedral. Sirva este capítulo sobre el convento de las “petras” para romper una lanza en favor de esa destrucción del mito, tantas veces aludida, de Cuenca como ciudad de un único monumento, y también sobre la personalidad del autor de las trazas del edificio, el arquitecto madrileño Alejandro González Velázquez, quizá el más desconocido, entre los no especialistas, de cuantos maestros dieron forma a ese barroquismo personal con el que se fue vistiendo la ciudad de Cuenca a lo largo de los siglos XVII y XVIII.
Los cuatro últimos capítulos del libro los dedica su autor al tercero, o más bien al primero en cuento a su importancia real se refiere, de cuantos edificios jalonan una plaza que, como no podía ser de otra forma, constituía entonces, y seguiría haciéndolo al menos hasta los primeros años del siglo XX, todo el entramado vital de la ciudad: la catedral. Y es que el barroco, tanto quizá como el gótico y el renacimiento, es el estilo que define una construcción que, lo hemos dicho hasta la saciedad y lo repetimos, se caracteriza como el principal monumento conquense: Cuenca no es una ciudad de un único monumento, pero de entre todos los monumentos conquenses, su catedral es superior a ninguno otro. Pero el barroco, al contrario de lo que sucedió con los otros dos estilos citados, fue denostado y criticado por los primeros tratadistas del templo, con Antonio Ponz y el propio Mateo López a la cabeza, de manera que muchos de los que desde entonces han escrito sobre el edificio se han visto influidos por las opiniones de aquellos academicistas, de manera que hasta tiempos muy recientes, quienes han escrito sobre la catedral han tendido a olvidar esta etapa de su construcción. Cuatro capítulos están dedicados a esta etapa de la catedral conquense, que tratan respectivamente de los cuatro grandes bloques constructivos que conforman este periodo: el hastial barroco, con su añadido de la torre del Giraldo, hundida en 1902; la capilla de la Virgen del Sagrario; el conjunto formado por la Capilla Mayor y el Transparente de San Julián; y la obra de Aldehuela, desde la recoleta capilla del Pilar hasta sus trabajos en la antesala capitular, quizá menos conocida para el lector que la que el maestro turolense realizó fuera de la catedral pero tan importante como la otra.
Como decíamos, de los cuatro capítulos catedralicios, el primero de ellos está dedicado a estudiar la fachada barroca y la desaparecida torre de las campanas. En este sentido, estamos plenamente de acuerdo con el autor, cuando afirma que en hundimiento de la torre y el desmonte posterior de su fachada, en la que el estilo barroco, entramado sobre los restos mantenidos del gótico que lograron pervivir en la construcción del XVII, fue sin lugar a dudas el mayor de los crímenes que a lo largo del siglo XX, y fueron muchos, se cometieron contra el arte conquense. Pero si la caída de la torre fue en realidad un accidente, aunque quizá evitable, el desmonte del hastial barroco decretado por la restauración historicista de Vicente Lampérez fue una decisión unilateral que, desde luego, nunca debió haberse producido; una reconversión absurda a un nuevo estilo, el neogótico, que no es realmente gótico, y que había sido puesto de moda en Francia por arquitectos como Viollet le-Duc, y obras como el chapitel parisino de Notre Dame, recientemente también destruido. Una reconstrucción de la catedral ,la propugnada por Lampérez, que lo que intentó hacer fue crear una fachada que nunca fue así, y que, para mayor desolación, se dejó además, dejando para siempre una construcción irreal, extraña, que desmerece de las grandes joyas artísticas que se guardan en su interior.
Junto a esa realidad, el otro gran logro del profesor Ibáñez en este capítulo es el de poner orden a la extensa nómina de maestros que, a lo largo de los siblos XVII y XVIII, fueron poniendo su nombre a diferentes aspectos y espacios del hastial uy la torre barrocas, con la figura de José Arroyo a la cabeza. Un arquitecto que, por otra parte, y hay que resaltarlo, había venido a Cuenca a mediados del siglo XVII, con el fin de realizar el nuevo edificio de la Casa de la Moneda, junto al río Júcar, un edificio que convertido después en fábrica textil, fue destruido por las llamas a mediados del siglo pasado. Esta construcción de la Casa de la Moneda, uno de los grandes hitos del barroco civil conquense, no se conserva, desde luego, pero sí se conservan unos planos, que muestran una construcción realizada en ese peculiar estilo barroco civil madrileño, que había sido puesto de moda por el arquitecto conquense Juan Gómez de Mora, y que todavía puede contemplarse en muchos edificios de la Villa y Corte, con la propia Plaza Mayor madrileña a la cabeza.
El segundo capítulo de los dedicados a la catedral, quinto del índice general del libro, está dedicado a la Capilla de la Virgen del Sagrario, ese gran espacio en el que se condensa la arquitectura del carmelita fray Alberto de la Madre de Dios y la pintura del conquense Andrés de Vargas. El autor desvela aquí lo que el turista puede ver cuando penetra en el recinto y, tan importante como lo que ve, lo que no puede ver, porque se encuentra en el subsuelo de la capilla, adentrándose hacia el palacio episcopal. Se trata éste de un espacio hermoso, en el que se condensa ese barroco pleno del siglo XVII, realizado para servir de lugar de culto para una advocación mariana que, si bien hoy ha perdido gran parte de la devoción que un día se le tributó por los conquenses, fue desde los años de la conquista de la ciudad por las tropas de Alfonso VIII, una de las advocaciones más queridas por los conquenses de muchas generaciones. En efecto, según la leyenda, se trata de la imagen que, colgada de un arnés de su caballo, entró en la ciudad de manos del propio monarca castellano.
Y si la capilla de la Virgen del Sagrario condensa en el recinto catedralicio ese barroco del siglo XVII, cercano en parte al manierismo aunque pleno de significado, el conjunto formado por la Capilla Mayor y el Transparente con el arca de San Julián condensa ese otro barroco más propio de la centuria siguiente, un barroco que camina ya hacia el neoclasicismo, si bien todavía lejos de él. Así lo demuestra el hecho de que Antonio Ponz y Mateo López, academicistas y por lo tanto cercanos a ese neoclasicismo, silenciaran o incluso criticaran estas obras, como hicieron con todo el arte barroco. También aquí, en estos dos espacios maravillosos, aparecen los nombres de dos de las grandes figuras españolas de la historia del arte: el madrileño Ventura Rodríguez, autor de las trazas de ambos espacios, y el valenciano Francisco Vergara, autor de las esculturas y de los relieves que los adornan, realizados por él en mármol de carrara, en una etapa de gran madurez artística, y enviados a propósito desde Italia para conformar, para siempre, uno de los espacios más hermosos de la catedral de Cuenca.
El último capítulo, por fin, está dedicado a la obra del maestro aragonés José Martín de Aldehuela, uno de los grandes ignorados de la historia del arte español, a pesar de que dejó su obra, un tanto borrominesca y un tanto centroeuropea, en algunos de los templos más hermosos de Cuenca y de Málaga. Conocida es para los conquenses su peripecia vital: llamado a la ciudad del Júcar por los hermanos Carvajal, canónigos de la catedral, para levantar su hermosa fundación filipense, aquí pasaría algunos años, como maestro de obras del obispado, apoyado en el nombramiento de uno de los hermanos, Isidro, como nuevo obispo de la diócesis. Conocida es también su obra fuera de la catedral, como creador de ese barroco propiamente conquense que caracteriza a algunas de las iglesias de Cuenca, en las que dejó parte de su talento creativo, con la de San Antón a la cabeza. Pero quizá menos conocido para el gran público quizá sea su obra en el interior de la catedral, entre la que destacan la capilla de la Virgen del Pilar, en la línea de sus obra externas, como una pequeña iglesia dentro del recinto catedralicio, y la antesala capitular. A estas dos obras dedica Pedro Miguel el último capítulo del libro, sin olvidar tampoco esos altares menores, como el de María Magdalena o el de la Virgen del Alba, también realizados por el turolense. La cubrición de los arcos del claustro renacentista, sin embargo, es a todas luces una obra menor, un trabajo de necesidad, realizado también por José Martín.
Deja el autor para otros libros posteriores el estudio de otros espacios barrocos diseminados por la ciudad del Júcar: las propias iglesias de Aldehuela, o esa recoleta plaza de la Merced, en la que se alzan el seminario y el propio convento mercedario. Esperamos con impaciencia e ilusión esas nuevas aportaciones del catedrático conquense a la bibliografía sobre el arte de Cuenca, y mientras tanto, gozamos con la lectura de este libro.