En la carretera que desde Cuenca conduce hasta la comarca de Priego y la hoz del río Escabas se encuentra Torralba, un pequeño pueblo en las estribaciones de la Alcarria conquense que cuenta, sin embargo, con una gran historia. En efecto, en su término municipal quedan todavía algunos restos arqueológicos que se corresponden con la vía secundaria que en tiempos de los romanos unía las ciudades de Cartago Nova (Cartagena) y Complutum (Alcalá de Henares), y también las ruinas de una villa romana, aún sin excavar de manera sistemática, y de una mima de la lapis specularis, el famoso espejuelo o yeso cristalizado, que en tiempos antiguos era muy apreciado entre las clases más pudientes para cerrar vanos y ventanas, como el cristal de la actualidad, y que permitió el nacimiento y la consolidación como ciudad importante de la cercana Segóbriga. Y coronado al conjunto de la población en su parte más alta, aún permanece así mismo en pie apenas algún escaso muro de su antiguo castillo, completamente derruido en su mayor parte, residencia que fue de sus antiguos señores, entre los cuales figura uno de los personajes más curiosos y extraños de nuestra Edad Media, don Enrique de Villena. Falsamente denominado en algunas fuentes como marqués de Villena, en tanto en cuanto el título no sería concedido, en su segunda etapa, hasta al año 1445, por el rey Juan II, y porque, aunque existe también una primera etapa anterior del título, fue su abuelo, Alfonso de Aragón, el conde Alfonso IV de Ribagorza, el último en ostentarlo, al haberle sido enajenado por ese mismo rey en 1412, fue llamado Enrique el Nigromante o Enrique el Astrólogo, por la curiosa afición que mantuvo durante toda su vida por la astronomía, y por todos estos asuntos que eran considerados en su tiempo actividades relacionadas con lae hechicería.
Pero, ¿quién fue en realidad este Enrique de Villena, y qué relación llegó a tener con la provincia de Cuenca en general, y con el pueblo de Torralba en particular? Hay que decir, en primer lugar, que no es cierto que este noble hubiera nacido en esta población conquense, como aparece en algunas relaciones biográficas, pero sí que llegó a ser señor de la villa, por el matrimonio que contrajo con María de Albornoz, e incluso, parece ser, que fue en su palacio de Torralba, el hoy derruido castillo, donde escribió algunos de sus tratados de astronomía. En efecto, mal podría haber nacido en Torralba, cuando en realidad se trataba de un caballero de origen aragonés, establecido realmente en Castilla su linaje sólo a raíz de los intereses que su padre tenía en la corte castellana, y cuya verdadera relación con Cuenca no se inició hasta después del matrimonio que contrajo con María de Albornoz, quien a su vez descendía de uno de los linajes conquenses más ilustres de la época. A ambos personajes le dedicaron hace ya algunos años uno de sus libros los escritores Carlos Solano Oropesa y Juan Carlos Solano Herraiz. En ese texto, dicen ambos autores lo siguiente al respecto de su lugar de nacimiento: “Si como pretende algún autor, Enrique de Villena hubiera nacido en Torralba de Cuenca en 1384, éste sería el primer contacto con nuestras tierras. Pero como escribe D.C. Carr, <<tampoco sabemos nada cierto del lugar en que nació don Enrique, pero es probable que aconteciera en alguna parte de Castilla, ya que en su dedicatoria de la traducción de la Eneida hay referencias a la materna lengua castellana>>. Aunque lo más probable es que su nacimiento tuviera lugar en tierras del marquesado de Villena fuera de la provincia de Cuenca.”
Así pues, a partir del fallecimiento de su padre, Enrique de Villena permanecerá durante toda su infancia en Gandía (Valencia), lo que le permitiría obtener una formación que hubiera sido imposible de alcanzar en otras cortes de la península, y que incluía también todos esos aspectos relacionados con la astronomía y otras ciencias consideradas entonces como ocultas. A este respecto, dicen los dos autores citados: “Permanecerá en Gandía a partir de 1387 conociéndose datos interesantes sobre don Enrique de Villena: su ayo se llama Bonfonat de Çelma, su ama Beatriz Fernández y su maestro de primeras letras Berthomeu Martí. Sus años de formación pasan en la corte de Gandía, adquiriendo unos conocimientos quizá sólo posibles en estas fechas en Valencia, teniendo relación con el fraile Francesc Eximaniç, con obras de carácter social y político; es el franciscano más influyente en la vida civil y religiosa del antiguo reino de Aragón en el último tercio del siglo XIV y primer decenio del XV, y fray Antoni Canals, que fue uno de los primeros que tradujo al romance las obras latinas en la península. Al mismo tiempo existía en Valencia en las postrimerías del siglo XIV y albores del XV un buen número de traductores de clásicos, formándose de este modo un joven más tendente a las letras que a la caballería. En este ambiente cultural permanecería don Enrique adquiriendo conocimientos hasta finales del siglo XIV, en que pasaría a la Corte de Castilla, desheredado pero con la esperanza de hacer valer sus derechos porque goza de la amistad y protección del rey don Enrique III, su primo.”
Don Enrique regresó a la corte castellana muy a finales del siglo XIV, hacia los años 1398 o 1399, bajo la protección y amistad de su primo, el rey Enrique III, y muy poco tiempo después, hacia 1400, contrajo matrimonio con María de Albornoz; un matrimonio de conveniencia, sin duda, que había sido planeado por el rey, según algunos autores con el fin de paliar, al menos en parte, la perdida económica a la que la familia había tenido que hacer frente cuando a su abuelo se le había enajenado del marquesado de Villena, y según otros autores, para ocultar los amores pecaminosos que el monarca sentía por la propia María de Albornoz, de quien, por otra parte, también era primo. En ese momento, María de Albornoz debía tener apenas quince o dieciséis años. En definitiva, aunque el matrimonio entre ambos cónyuges no fue el más romántico del mundo, e incluso llegaría a ser anulado algún tiempo más tarde, a pesar de un posterior intento de reconciliación entre ellos, lo cierto es que fue este enlace lo que originaría la posterior relación que nuestro protagonista tuvo a partir de este momento con la provincia de Cuenca.
Y es que esa relación no se limitó sólo a la ostentación de los diversos señoríos, que en realidad pertenecían a su mujer más que a él, y que terminaría perdiendo con la anulación del matrimonio, salvo los de Torralba e Iniesta, que, sobre todo este último, logró mantener durante toda su vida. También visitó la capital de la provincia, y parece ser que entre 1411 y 1412, Enrique de Villena permaneció en Cuenca, acompañando a su primo, Fernando de Antequera, quien había sido regente de Castilla durante la minoría de edad del nuevo rey, Juan II, cuando éste acudió a la ciudad del Júcar con el fin de redactar las nuevas constituciones de su concejo, y que incluso pudo ayudarle a redactar esos estatutos, y que aquí permanecía aún cuando el otro, todavía en la ciudad, recibió la noticia de que había sido proclamado rey de Aragón por el Compromiso de Caspe. Y aunque más tarde acompañó al nevo monarca, ahora Fernando I de durante la gira que se vio obligado a realizar por diversas ciudades de la corona de Aragón con el fin de hacerse jurar como nuevo rey por los representantes de éstas, la temprana muerte de Fernndo en 1416 le obligó a regresar otra vez a Castilla y a sus villas de Cuenca, no sin antes haber permanecido hasta en Valencia hasta el año 1417. Así lo recogen, otra vez, los dos autores citados: “Muerto Fernando de Antequera, en 1416, a la temprana edad de 34 años lo único que le queda a Enrique de Villena es el retorno a la provincia de Cuenca y pasar el resto de sus días entre sus señoríos de Iniesta y Torralba, villas en las que escribió la mayor parte de su obra literaria que ha llegado hasta nosotros, y que posiblemente sólo abandonará en contadas ocasiones: cuando asistió a las cortes en 1419; en el momento en que tomó parte del lado del Infante de Aragón, don Enrique, Maestre de Santiago, en el intento de golpe de mano en Montalbán en 1420, en 1423, que pasó ocho meses en Aragón; y unos meses antes de su muerte, que le sorprende en Madrid el 15 de diciembre de 1434.” Y una vez fallecido, el rey Juan II de Castilla ordenaría la expurgación de la rica biblioteca que nuestro personaje tenía en su palacio de Iniesta. Cargados todos sus libros, más de cien volúmenes, una cantidad enorme para la época, en dos carretas, estos fueron llevados hasta Madrid, donde fueron quemados bajo la supervisión del entonces obispo de Segovia, y posterior obispo de Cuenca, fray Lope de Barrientos.
María de Albornoz, por su parte, tal y como hemos visto, pertenecía a uno de los linajes más importantes no sólo de la provincia de Cuenca, sino de todo el reino de Castilla. Era hija de Juan de Albornoz, el último descendiente directo del linaje por vía masculina, quien a su vez era nieto del cardenal Gil de Albornoz, y era nieto también de Constanza de Castilla o Constanza Manuel, segunda señora del Infantado, nieta del infante don Juan Manuel y prima, por lo tanto, del rey Juan I. Ella había heredado de su padre los muchos señoríos de que éste disponía por toda la sierra y la Alcarria conquenses, cuando él falleció, en 1389, en Fuente del Maestre, sin haber podido tener ningún hijo varón. En efecto, en el momento en el que se produjo su muerte, su esposa se hallaba encinta de su segunda hija, Beatriz, y Juan de Albornoz había dispuesto en su testamento, como era usual en aquella época, que todos sus mayorazgos fueran heredados por sus descendientes, anteponiendo la primogenitura y la línea masculina. Por este hecho, fue María la que heredó finalmente sus múltiples señoríos.
A la muerte de ésta, el hecho de que su matrimonio con Enrique de Villena se hubiera anulado algún tiempo antes y de que el matrimonio no hubiera tenido tampoco descendencia alguna, permitió que esos señoríos fueran pasados a las manos su única hermana, Beatriz, quien estaba casada con Diego Hurtado de Mendoza, señor de Cañete. Sin embargo, para conseguir la herencia, el matrimonio tuvo que pleitear con uno de los hombres más poderosos de la época, el condestable de Castilla, Álvaro de Luna, debido a una de las cláusulas del testamento de Juan de Albornoz: éste había dispuesto que, en el caso de que sus hijas murieran sin descendencia, todos sus bienes pasarían primeramente a poder de su hermano, Garci Álvarez de Albornoz, y finalmente, en el caso de que éste también muriera sin descendencia, al propio Álvaro de Luna. De esta forma, una parte importante del enorme señorío Albornoz pasó a manos de la familia Hurtado de Mendoza, futuros marqueses de Cañete pro concesión de Carlos I, en 1530, a favor de Diego Hurtado de Mendoza y Silva, recogiendo así un nombramiento anterior que los Reyes Católicos habían efectuado a favor de su abuelo, Juan Hurtado de Mendoza, y que no había llegado a ser efectivo.
El matrimonio entre Enrique de Villena y María de Albornoz, tal y como se ha dicho, no tuvo descendencia. Sin embargo, sí se conoce la existencia de una hija ilegítima de aquél, la monja Isabel de Villena, que había nacido en Valencia hacia el año 1430, con el nombre de Elionor Manuel de Villena. Fue la propia reina María, esposa del monarca Alfonso V el Magnánimo de Aragón, la que se hizo cargo de la niña cuando quedó huérfana, a la temprana edad de cuatro años. Y después, a la edad de quince, ésta decidió entrar por voluntad propia en el convento de clarisas de la capital del Turia, cambiándose entonces el nombre por el de sor Isabel de Villena, y llegando algún tiempo más tarde a ser abadesa de esa comunidad. A pesar de su vocación de monja, quizá heredó de su padre la pasión por la escritura, ya que escribió un libro que, bajo el título de “Vita Christi”, es una narración sobre la vida de Jesucristo que escribió con el propósito de ilustrar sobre ella a las monjas de su convento, y que está enmarcada por algunos especialistas en lo que se llama el protofeminismo español del siglo XV. Falleció en el convento valenciano en 1490.