El libro que vamos a comentar esta semana,
después de habernos mantenido unos días en silencio, aprovechando las
vacaciones de Navidad, no es un ensayo historiográfico; ni siquiera se trata de
una novela histórica, hablando con exactitud, más allá de ese acercamiento que
el autor nos hace hacia el ocultismo, la cábala y la alquimia, temas que son
propios de la Edad Media. No obstante, considero realmente propia la excepción
que supone ese acercamiento a la literatura, y a una literatura sólo en parte
ajena a la historia, más propia del contenido de este blog, puesto que el libro
en cuestión se trata de una original novela de un escritor manchego, de Ciudad
Real, que además es amigo: Ignacio Márquez Cañizares. Una novela que viene a
complementar una bibliografía curiosa, formada por media docena de relatos, en
los que el misterio, el arcano más oculto, casi siempre se encuentra presente:
“Susurros de luz” (con el que el autor ganó el premio Ónuba de novela, ,
correspondiente al año 2014), “El alma sabe a cerezas”, “El Tetrasoma”, “El
tercer ángel”, “El pecado de Atropos” y “El virus lunar”, y que se verá
ampliada próximamente con la octava entrega de su original bibliografía, “La
piel de las cosas”. Todos ellos, por cierto, han sido publicados por una
pequeña editorial, también de Ciudad Real: Casa Ruiz Morote.
Este
nuevo libro de Márquez Cañizares no responde a ninguna clasificación temática
clara, una clasificación temática tradicional que, muchas veces, es sólo una
forma de hablar. ¿Novela histórica? ¿Novela negra? ¿Novela de misterio? Si y
no. Cualquiera de las tres definiciones le podría venir bien al texto que
estamos comentando, al menos en parte, aunque sería mejor hablar, quizá, de una
novela diferente, imposible de clasificar en un tema concreto. Y es que el
libro cuenta con tres partes claramente diferenciadas, como si se tratara
realmente de tres novelas distintas, sin aparente conexión entre ellas -sólo
aparente, como veremos-, que únicamente al final terminan por identificarse.
Sin embargo, lejos de esa aparente falta de uniformidad en el texto, la
historia que nos cuenta el narrador manchego mantiene la unidad desde la
primera página hasta el final, desde el momento en el que el desconocido alquimista
-el hecho de que tenga un nombre propio no resta un ápice para ese anonimato-
hasta la final creación de un ángel en la persona del hijo del protagonista.
¿Es
posible capturar el alma de una persona que acaba de morir? ¿Es posible crear
un ángel humano, a partir de la conjunción de dos almas en un mismo cuerpo? Ésta
es la pregunta que el autor se plantea en la primera parte de la novela, una
primera parte a la que podríamos considerar como una novela histórica, porque
el relato está ambientado a lo largo del siglo XI, esa Edad Media en la que la
alquimia y la cábala siempre estuvieron presentes. La definición más usual de
alquimia está vinculada con la transmutación de la materia, y por ello, con la
creación de oro a partir de la conversión de cualquier otra materia, se trate
de otro metal o de una simple piedra.
Pero, ¿que pasaría si al final alguien pudiera descubrir que el alma
humana no es sólo espíritu, que es también materia? ¿Podría trasladarse esa
materia a un cuerpo diferente, extraño, y por lo tanto, hacerla inmortal, trasladar
la misma alma de un cuerpo a otro, hasta el final de los tiempos? Esa es, en
esencia, la creencia del Cristianismo, y sin embargo, el autor va todavía más
lejos: ¿Podría ser un alma inmortal sin tener que escapar de este mundo mortal
en el que nos ha tocado vivir? Intentando responder a estas preguntas, el autor
nos lleva a un hermoso viaje, desde la Bagdad de los abasidas hasta la
Constantinopla bizantina, y desde allí, también al occidente cristiano. Pero la
propuesta que nos hace es tan angustiosa, tan rompedora con todo el
conocimiento de los hombres, y también con toda su fe, que debe ser escondida
en lo más profundo y oscuro de una biblioteca ignota y hermética.
La novela histórica se
convierte, en la segunda parte del texto, en una novela negra, policiaca, con
todos los lugares comunes que muestran este tipo de novelas. Un buen policía,
inteligente y sagaz, pero que no se encuentra en uno de sus mejores momentos
por culpa de ciertos problemas familiares -el cáncer mortal de su única hija-,
lo que le ha llevado a sumergirse en un mundo de alcohol y de drogas, se ve
incurso en la investigación de unos extraños asesinatos, sin aparente relación
entre las víctimas, más allá de que todas ellas mantuvieron, durante su vida
profesional, una cierta relación con el servicio de salud. El hilo conductor de
todos estos asesinatos es uno de los libros más herméticos y enigmáticos de la
historia de la literatura: el Apocalipsis, escrito según la tradición por el apóstol
y evangelista San Juan a finales de la primera centuria.
Sin embargo, la
resolución de esos crímenes no es un destino en sí mismo, sino el medio que
tanto el policía como su principal colaborador, un supuesto sacerdote católico
de raza negra, tienen para poder llegar al verdadero objeto de su
investigación. Y es que el asesino, que según todas las sospechas se va a inmolar
a sí mismo en el momento en que cometa el último de sus crímenes, tiene una
información de primera mano que afecta al verdadero interés de los
investigadores: la desaparición de dos niños en Namibia, una desaparición que
está enmarcada en un marco mucho más profundo, relacionado con extraños raptos
de niños en el continente africano, y que parece afectar al propio Vaticano.
Éste es el hecho que marca el nexo de unión de ambas historias, la historia
medieval, hermética, relacionada con la captura de un alma y la creación de
seres angélicos, y la historia actual, no menos hermética, de la desaparición de
los niños.
Para terminar, y alejándome
del peligro que supone para mí el hecho de poder castigar al lector de este
blog, que no de la novela, con la comisión de un spoiler -palabra que no
me gusta nada, pero que en algunas ocasiones, como ésta, no tengo más remedio
que utilizar-, quisiera terminar esta entrada trasladándole el final de la
novela, un final que, a mi modo de ver, sirve de brillante colofón de tan
singular relato:
“Usó esta palabra [el
autor se refiere a la palabra ángel] para referirse a ella sin pensar, pero
de inmediato vino a él toda la historia, y que una vez existió la creencia de
que aquellas criaturas quedaban convertidas en ángeles. Y vino a él, igualmente,
la voz cálida de Luca y unas palabras en las que entonces no reparó: <<Piensa
en lo que puedes despertar, más allá de la restauración de la carne, y lo más
aterrador, en lo que ya no podrás volver a hacer dormir jamás>>. ¿Y si la
vida a cualquier precio fuese cuestionable? ¿Estaba él preparado para corregir
aquel error? La decisión por tomar se le antojó espeluznante. Vio la vida por
venir con terror y se estremeció. Y una lágrima escapó de sus ojos
atormentados. Años de sufrimiento, del
horror de ver apagarse la vida de su hija, y nunca había llorado, pero ahora lo
removió un pensamiento corrosivo, el de creer que había envuelto a su niña con
un sudario peor que la misma muerte, para la que había sido destinada.”
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