Hay novelas que nos hablan del pasado, y otras, las
verdaderamente perdurables, que, bajo el disfraz de la historia, nos están
hablando del presente. “Los últimos paganos” de Luís Díaz Viana, pertenece a
esta segunda categoría. Ambientada en la Hispania del siglo V, cuando el
cristianismo se ha impuesto ya como religión del imperio, la obra no se limita
a narrar el derrumbe de una civilización, la antigua civilización pagana, sino
que convierte esa ruina en metáfora: la metáfora de todo fin de época. Y es que
Díaz Viana, que es antropólogo además de narrador, sabe que los pueblos no mueren
de repente, sino lentamente, cuando olvidan el sentido de sus ritos, de sus
símbolos, de sus dioses. Así ocurre en Nivaria, la villa histórica, recogida ya
en el Itinerario de Antonino donde transcurre la novela; villa ficticia en la
imaginación del autor, y que responde, sin embargo, a un espacio concreto: la
villa que los arqueólogos han descubierto en el término municipal de Almenara
de Adaja-Puras, en la provincia de Valladolid, a unos doce kilómetros de
Olmedo. Un mundo que todavía conserva los nombres antiguos, pero que ya no cree
en ellos.
El paganismo y el cristianismo no son, en la novela, simples
religiones enfrentadas, sino cosmovisiones incompatibles. El hombre antiguo
vivía en un universo poblado de presencias. Los dioses habitaban el fuego del
hogar, los ríos, las colinas, el trueno. Cada gesto era un acto de comunicación
con lo sagrado. En cambio, el cristianismo introduce la trascendencia. El mundo
deja de ser divino para ser creación. El hombre ya no adora la naturaleza, sino
que la contempla como obra de un solo Dios. El tránsito de una mirada a otra no
se produce sin violencia. Para los viejos creyentes, ese nuevo orden representa
una pérdida irreparable: la desaparición del misterio cotidiano, del diálogo
con la tierra y sus espíritus. Vétula lo sabe; Antonio lo intuye; el lector lo
siente. Porque cuando mueren los dioses, no solo mueren las creencias. Muere
también un lenguaje, una sensibilidad, una manera de habitar el mundo. Díaz
Viana evita el juicio moral. No condena al cristianismo ni idealiza el
paganismo, pero muestra la tristeza de lo irreversible, el silencio que sigue a
la última plegaria pronunciada a los dioses antiguos.
El siglo V es, en la novela, un largo atardecer. Todo
respira decadencia: los templos abandonados, los mosaicos descoloridos, los
ritos que ya nadie entiende. Pero ese ocaso no es violento. Es melancólico,
resignado, como si el mundo aceptara su destino con la dignidad de quien sabe
que ha cumplido su ciclo. La estructura narrativa —una noche de vela, una
bajada simbólica al Hades, una reflexión en forma de memoria— refuerza ese tono
de tránsito. Antonio cruza la frontera entre la vida y la muerte, entre el
pasado y el futuro, entre la fe que se extingue y la que nace. Todo en “Los
últimos paganos” suena a despedida. A lo largo de sus páginas se escucha el eco
de los últimos versos latinos, los que anuncian el fin de Roma y de su
espíritu. Pero también, y aquí está su grandeza, se escucha algo más: la voz de
nuestro propio tiempo, que parece repetir aquel crepúsculo bajo otros nombres.
El lector contemporáneo no puede leer la novela sin
reconocerse en sus ruinas. Nuestra sociedad, como la del siglo V, vive en el
vértigo de una transición. También nosotros asistimos al derrumbe de un sistema
de creencias, de una civilización que se creía eterna y que hoy parece agotada.
El mundo digital, el consumismo, la crisis ecológica, la pérdida de valores, la
sustitución de la experiencia por la inmediatez,… Todo ello recuerda a ese “fin
del mundo” que Díaz Viana describe en clave antigua. Si el paganismo
desapareció devorado por un nuevo orden espiritual, nosotros vivimos el ocaso
del humanismo, devorados por un nuevo orden tecnológico.
Entonces, los viejos dioses se marchaban; hoy, los viejos
valores se disuelven. El lugar que ocupaban las divinidades lo ocupa ahora la
fe en el progreso, en el mercado o en la inteligencia artificial. Como Antonio
y Vétula, también nosotros velamos un cadáver, el de una cultura que se apaga,
mientras intentamos imaginar el rostro del mundo que vendrá. El paralelismo es
profundo: los paganos de Nivaria veían llegar una religión que prometía
salvación pero exigía renuncia; nosotros contemplamos una modernidad que
promete libertad pero impone dependencia. Ellos perdieron a sus dioses;
nosotros perdemos nuestra alma común. El resultado es el mismo: la sensación de
pérdida, de haber atravesado un umbral del que ya no se puede volver.
Antonio, el protagonista, se mueve entre dos mundos sin
pertenecer del todo a ninguno de los dos. No puede regresar al viejo culto,
pero tampoco abraza la nueva fe. Vive en el interregno, en la frontera del
alma. Esa condición intermedia es también la del hombre contemporáneo: demasiado
consciente para creer ingenuamente, demasiado vacío para renunciar del todo. La
novela nos recuerda que cada civilización produce sus propios “últimos paganos”,
los que aún conservan la memoria de lo sagrado cuando los demás ya la han
olvidado. En la Roma cristianizada eran sacerdotisas y campesinos; en nuestra
era posmoderna son quienes aún buscan belleza, silencio o verdad en medio del
ruido. El viaje de Antonio al Hades puede entenderse como un descenso al
inconsciente colectivo, a esa zona donde los antiguos mitos siguen vivos,
aunque disfrazados de ciencia o de espectáculo. El ser humano, parece decir
Díaz Viana, nunca deja de creer; solo cambia de dioses. Y quizá lo que nos
falta hoy no es fe, sino conciencia de en qué o en quién creemos realmente.
En su trasfondo antropológico, “Los últimos paganos” plantea
una pregunta que trasciende épocas: ¿Qué sobrevive cuando una civilización
muere? Vétula morirá, Nivaria será arrasada, los ritos desaparecerán, pero algo
quedará: la memoria. Díaz Viana sugiere que los dioses nunca mueren del todo;
se transforman, cambian de nombre, se esconden en símbolos nuevos. La Virgen
sustituye a la diosa madre; los santos heredan los atributos de los héroes
antiguos; los templos cristianos se alzan sobre los altares paganos. La historia
no destruye: recicla. Y tal vez ocurra lo mismo con nosotros. Quizá el mundo
que viene no sea una ruptura, sino una mutación: la continuación, bajo nuevas
formas, de lo que fuimos. Pero, como Antonio, necesitamos velar el cuerpo del
pasado para poder aceptar su transformación.
La disensión que plantea la novela, y que compartimos como
lectores, es la duda sobre el precio del progreso. El cristianismo trajo al imperio
una nueva esperanza, pero también es la pérdida de la antigua armonía con la
naturaleza. Nuestra modernidad promete bienestar, pero a cambio de la
identidad, del silencio, de la experiencia profunda. Cada época de transición
exige un sacrificio: los dioses antiguos, los valores antiguos, las certezas
antiguas. La pregunta es siempre la misma: ¿Vale la pena? ¿Hemos ganado más de
lo que hemos perdido? Así, en “Los últimos paganos” la respuesta no es
pesimista, pero tampoco triunfal. El autor contempla la historia como un ciclo:
lo que muere da paso a lo que nace, pero la muerte sigue siendo real. Su mirada
es la de quien sabe que toda victoria implica una pérdida, y que la nostalgia
no es debilidad, sino memoria de lo esencial.
Al cerrar el libro, uno tiene la sensación de que “Los
últimos paganos” no habla solo de la caída de Roma, sino de la caída de cada
uno de nosotros. La villa de Nivaria, con sus fuegos apagados y su sacerdotisa
anciana, podría ser nuestra propia sociedad: cansada, saturada de conocimiento
y carente de sentido, asomada al abismo de un nuevo tiempo que no comprende. El
tono elegíaco de la novela es también el tono de nuestra época. Como en el
siglo V, sentimos que algo termina. Pero quizá, y aquí está la esperanza, solo
quien acepta el fin puede prepararse para el renacimiento.
Para coincidir con esta idea, quiero citar íntegramente el
capítulo XLVI de la novela, titulado “Palabras para una tumba”.
Si todo el libro no deja de ser una elegía por un mundo que se acaba, este
breve capítulo es su epitafio. En él, Antonio pronuncia unas líneas que suenan
como el último rezo de los antiguos dioses, una despedida humilde y serena ante
la muerte inevitable. No hay lamento, sino aceptación; no hay rebeldía, sino
memoria. “Todo lo que fuimos —dice el narrador— se disolverá en el aire como el
humo de las lámparas, pero quedará el eco de nuestras voces, el temblor de las
manos que encendieron el fuego, la huella de nuestros pasos sobre la tierra”.
Estas palabras para una tumba resumen el sentido último de la
novela: no solo llorar lo perdido, sino conservarlo en la memoria como se protege
una llama bajo el viento. Díaz Viana convierte así la desaparición de los
dioses en un acto de afirmación humana; el fin del mundo pagano se transforma
en un canto a la continuidad secreta de la vida, a la fidelidad de los hombres
que, aun sabiendo que todo termina, siguen velando el fuego del pasado para que
alguna chispa llegue al porvenir.
Porque toda civilización que muere deja en su ceniza la
semilla de otra. Y así, los hombres y mujeres del futuro, al mirar atrás, vean
en nosotros lo que nosotros vemos en Antonio y Vétula: los últimos paganos de
una era que se extingue, pero que aún guarda el fuego del mundo antiguo.
El podcast de Clio: ELEGÍA Y METÁFORA DEL FIN DEL MUNDO



