Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 13 de octubre de 2023

La Casa de la Moneda de Cuenca

 

En el conjunto de la historiografía conquense, y también en la memoria colectiva (la propia memoria histórica, término que tan de moda está en la actualidad por razones ideológicas, con la consiguiente falsificación del significado del propio término), destacan diferentes momentos traumáticos para el conjunto de la población, por cuanto significaron. Entre ellos, hay que destacar las sucesivas conquistas de la ciudad por las tropas napoleónicas, y también, algunas veces, por las contraofensivas de algunas partidas de patriotas, y, sobre todo, la toma de la ciudad por los carlistas, en 1874, en el seno de la tercera (o segunda, según algunas corrientes historiográficas) guerra carlista; a ambos sucesos ya he dedicado alguna entrada en este mismo blog (ver “La Guerra de la Independencia en Cuenca, vista desde el lado de la prensa francesa”, 25 de abril de 2021; y “Revolucionarios, conservadores y carlistas”, 9 de junio de 2018). Sin embargo, otros momentos, no menos trágicos, son menos conocidos por el conjunto de la población, como la conquista de la ciudad por las tropas inglesas que estaban al mando del general inglés Hugo de Wyndham, en el seno de la Guerra de la Sucesión (1700-1714).

Doble excelente de oro de los Reyes Católicos, acuñado en la ceca de Cuenca.

 Marca de ceca, C,  entre los bustos de los Reyes y a la izquierda del escudo.

La Guerra de Sucesión en Cuenca ha sido estudiada recientemente por Víctor Alberto García Heras, en una tesis doctoral que posteriormente fue publicada por la editorial Sílex Universidad, y a la que dediqué también una entrada en este mismo blog, antes incluso en su publicación en formato libro (ver “Cuenca durante la Guerra de Sucesión”, 4 de enero de 2020). Este trabajo ha servido para desmitificar algunos aspectos de nuestra historia, como renovación de las élites familiares conquenses, que la mitología ha atribuido siempre a la decisión unilateral de las antiguas familias de trasladarse a vivir a Madrid, cerca de la corte, y que a partir del trabajo de García Heras sabemos que se debió a un lógico proceso de premios y castigos que se llevó a cabo al finalizar el conflicto bélico, entre los linajes partidarios de uno y otro bando. También, en este sentido, También, el verdadero sentido del título de “Fidelísima y Noble” con el que el rey Felipe V premió a la ciudad, por su heroica defensa contra los partidarios del bando austracista, en septiembre de 1710, que sería complementado muchos años más tarde, durante su segunda etapa en el trono, con el de “Heroica”. En el otro lado de la balanza, no obstante, hay que situar el cierre, por decisión de ese mismo monarca, de la Casa de la Moneda, en 1727, poniendo fin, de esta forma, a varios siglos de fabricación de moneda en la ciudad del Júcar.

Y es que la acuñación de monedas en Cuenca se remonta ya a tiempos musulmanes; en efecto, se sabe que los descendientes de aquel antiguo linaje, los Dhi-l-Nun, o Ben Zennun, que desde su gobierno en la kora de Santaberiya, en la Alcarria conquense, llegaron a ocupar el trono taifa de Toledo ( ver “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval”, 15 de julio de 2021; “Los Hawwara, desde las montañas de Libia hasta los campos de la provincia de Cuenca”, 19 de agosto de 2021; y “Mito y realidad de la princesa Zayda”, 9 de marzo de 2023), llegaron a acuñar en la entonces llamada  madina Kunka algunos dinares de oro y dírhems de plata, a partir de la lectura de algunas piezas que han sido halladas en diferentes excavaciones. La más antigua de esas acuñaciones es un dinar que está fechado en el año 1036, durante el reinado de Ismail al-Zafir (1018-1043), aunque está acuñada a nombre de su heredero, el famoso Yahya al-Mamún (1043-1075), y es conocida a partir de un descubrimiento realizado en la calle Santa Elena, en Valencia. Más regulares serían las acuñaciones de dinares y de dirhams realizados por su nieto y sucesor, Yahya al-Qadir (1075-1085). La invasión de la península por parte de los almorávides, a partir del año 1086, puso fin a estas acuñaciones conquenses de época musulmana.

Más allá de estas acuñaciones, la producción en serie de monedas en nuestra ciudad a partir de la conquista de la ciudad por el rey Alfonso VIII. Se conoce ya la acuñación de dineros por este monarca, aunque en cantidades todavía pequeñas, aunque no sería hasta el reinado de Alfonso X (1252-1284), cuando esa producción se regularizó. Así, se conocen acuñaciones de pepiones y dineros de vellón a nombre de este monarca, cornados del mismo metal a nombre de Sancho IV (1284-1295), pepiones de Fernando IV (1295-1312), y cornados de Alfonso XI (1312-1350). La guerra civil entre Pedro I y su hermanastro, Enrique II, y el apoyo que la ciudad de Cuenca prestó a éste último, contribuyó, sin duda, a que las acuñaciones conquenses siguiente aumentando, en producción, durante la nueva dinastía de los Trastámara. Enrique II (1369-1379) acuñó tanto cornados y novenos de vellón como las nuevas monedas, cruzados y reales, fabricados todavía en este mismo metal., y su hijo, Juan I (1379-1390), acuñó también en Cuenca algunos ejemplares de la característica blanca denominada del Agnus Dei, por la iconográfica representación del Cordero de Dios en una de sus caras. También Enrique III (1390-1406) acuñó en Cuenca blancas. Aunque no se conocen acuñaciones conquenses de la etapa de Juan II (1406-1454), éstas se recuperaron en tiempos de su sucesor, Enrique IV1454-1474), etapa en la que además de acuñarse las consabidas monedas de vellón (cuartillos y medios cuartillos, y blancas), se incorporaron, por primera vez a la ceca de Cuenca las monedas de plata (real, además de sus divisores, medio y cuarto de real), y hasta de oro (monedas de castellano y medio castellano). Incluso el príncipe Alfonso de Ávila, hermano de Enrique IV y de la futura reina Isabel, acuñó también en Cuenca algunos cuartillos.

Las acuñaciones se regularizaron ya completamente en tiempos de los Reyes Católicos, etapa que es más conocida para los historiadores, en lo que a la numismática se refiere, por la publicación de sendos documentos: la Real Cédula de Sevilla, de 28 de junio de 1475, y la Pragmática de Medina del Campo (Valladolid), de 13 de junio de 1497. Estos documentos, por otra parte, marcan la diferenciación de toda la producción de los Reyes Católicos en dos etapas sucesivas, diferenciadas especialmente por el escudo que si en las primeras acuñaciones aparece en el reverso de las monedas de mayor denominación (cuarteles con los símbolos de Castilla y León en una de sus caras y los de Aragón y Cataluña en la opuesta), en las posteriores acuñaciones aparece de manera conjunta el escudo completo, al que se ha incorporado ya la granada en la punta del escudo. De ambos periodos, y junto a otras emisiones de menor valor (blancas, y dos y cuatro maravedíes) conocemos la existencia de monedas de plata, de real y de medio real, puesto que las de valores superiores (dos, cuatro y ocho maravedíes), son acuñaciones posteriores, realizadas por los reyes Carlos I y Felipe II, aunque lo hicieran a nombre de sus antepasados. También se hicieron en la ciudad del Júcar algunas acuñaciones de oro, de ducado y de doble ducado, llamados también excelente y doble excelente, monedas que son, siempre, difíciles de encontrar.

Durante toda la Edad Media, y como solía ser habitual en muchos casos, la marca de ceca de las monedas que salían de nuestra ciudad era el cuenco, símbolo parlante que también aparecía en el escudo de la ciudad, y que posteriormente se fue alargando en el pie, hasta convertirse en el cáliz actual. Ello no es óbice, sin embargo, para que, en algunos casos, ese cáliz no fuera acompañado, o directamente sustituido, por las letras C o CA, como identificadoras de la casa de moneda conquense, o incluso por alguna estrella; la letra C, en concreto, sería la principal identificadora de las monedas acuñadas en Cuenca a partir del reinado de los Reyes Católicos, y también durante el reinado de Felipe V, el último monarca que, como veremos, acuñará moneda en la ceca conquense.

            Otro aspecto a tener en cuenta es la localización exacta de la ceca conquense. Mucho se ha especulado en este sentido Tradicionalmente, una parte de la historiografía ha querido situar la fábrica de la moneda en la calle de la Moneda, en base al nombre que la vía ha llevado durante mucho tiempo, una terminología que, en todo caso, nunca hizo referencia a la propia fabricación de monedas, sino a ser éste el lugar en el que se hacían los negocios, y por lo tanto, donde se encontraban los cambistas; la localización de la calle, en las proximidades de una de las puertas de la ciudad de más tránsito, era la más adecuada para ello. Por otra parte, otro de los lugares reivindicados para esta localización es el barrio del Alcázar, en las proximidades de la torre de Mangana y del antiguo alcázar árabe, y concretamente en los terrenos que allí tenían la familia Hurtado de Mendoza, señores de Cañete, futuros marqueses, alguno de cuyos miembros gozaron, ya en pleno siglo XV, del cargo de tesorero de la propia casa de la moneda.

Dando por supuesto que esto es así, ¿quiere ello decir que durante todo ese tiempo la fábrica de moneda estuvo en ese mismo lugar? Uno de los mejores medievalistas conquenses, José María Sánchez Benito, y dando por supuesto la localización anterior en el propio entorno del Alcázar,  fecha la localización de la casa de fabricar moneda en la zona intermedia de la ciudad, en la plaza de San Andrés, lugar al que se trasladaría a mediados del siglo XV, como resultado de la condición estipulada por el futuro marqués de Moya, Andrés de Cabrera, para aceptar el nombramiento como tesorero de la propia ceca, de que ésta fuera trasladada a una zona baja, por la incomodidad que suponía la localización anterior. Sin embargo, el traslado contó siempre con la oposición de las fuerzas vivas de la ciudad, entre ellas el propio Ayuntamiento. Y sería en torno a los años veinte o treinta del siglo siguiente, y después de un infructuoso primer intento de trasladar la ceca a las orillas del río Júcar, con el fin de aprovechar la corriente del río para el movimiento de las máquinas requeridas para la fabricación, por iniciativa de Alfonso González de Guadalajara, cuando la fábrica se trasladaría de nuevo a un lugar próximo a su emplazamiento anterior, “cerca de la plaza principal de la urbe, pero bajando hacia el Júcar,… en el entorno del barrio llamado del Alcázar, y a la sombra, que no en el lugar, del palacio de los marqueses de Cañete”.[1]

Así se hacía costar, por ejemplo, en un escrito posterior de donación de dichos terrenos a la orden de los mercedarios por una de las descendientes de dicha familia, doña Nicolasa Manuel Manrique de Lara Velasco Hurtado de Mendoza, para el traslado del convento que la orden tenía anteriormente en la zona de La Fuensanta, a la entrada de la ciudad por la carretera de Madrid. La documentación, fechada en 1685, recogida por el profesor Pedro Miguel Ibáñez, alude precisamente al destino que el lugar había tenido anteriormente: “Las casas han servido desde antiguo a la Casa de la Moneda, al poseer los Hurtado de Mendoza el oficio de tesorero, pero que ya no son útiles en esta función… por haberse arruinado, se ha mudado a la casa y molino de nuevo yngenio de agua que de nuevo se fabrica, de orden mía, fuera de la ciudad, en la rivera del Júcar”[2]. El documento alude directamente a la nueva fábrica, que sería trasladada en la centuria siguiente a su emplazamiento definitivo, junto al puente de San Antón, y de su lectura se deduce el mantenimiento del cargo de tesorero en poder de la misma familia.

Así las cosas, se conoce la nómina de algunos algunas de las personas que trabajaron en la ceca conquense a lo largo del siglo XV, bien desde su cargo como tesorero (Alfonso Cota, Álvar García, el ya citado Andrés de Cabrera), o en otro tipo de labores, entre los que destacaban los ensayadores, como Diego Álvarez; para este cargo, en algunas ocasiones fueron elegidos algunos plateros que trabajaban en la ciudad: Alfonso de la Parrilla, Fernando de Medina, Francisco de Brihuega, Diego Álvarez,… Algunos de esos nombres, recogidos por Francisco Alarcón, estaban vinculados, como regidores u otros cargos, con el propio Ayuntamiento conquense[3].

De esta forma, la ceca conquense siguió acuñando monedas durante el reinado de los monarcas de la dinastía Habsburgo. Del primer gobierno del futuro emperador Carlos V, durante su gobierno aún con su madre, Juana, sólo se conocen acuñaciones de un escudo de oro, una edición de tamaño reducido en la que aparece, como marca de ensayador, un armiño. Mucho más habituales son las acuñaciones realizadas su hijo, Felipe II quien acuñó en Cuenca blancas; cuartos y medio cuartos, así como sus múltiplos, de dos y cuatro cuartos; cuartillos; y monedas de dos y cuatro reales de plata y de dos escudos de oro. También se conocen acuñaciones realizadas durante el gobierno de estos dos monarcas, , pero a nombre de los Reyes Católicos, por valor de medio real, , y uno, dos y cuatro reales. Este tipo de acuñaciones monetarias, realizadas a nombre de reyes que llevaban ya algún tiempo fallecido, son más habituales de lo que podría parecernos, y muchas veces se realizaban como una especie de reivindicación del monarca, de enseñar a sus súbditos de dónde procedía su poder.

De esta ápoca se conocen los nombres de algunos ensayadores: Gonzalo de Toledo, Alonso y Pedro Román, Pedro de Nájera, Alonso del Rincón, y, sobre todo; Pedro Becerril, sobrino del célebre Francisco Becerril, el mismo platero que, procedente de Paredes de Nava, abrió taller en la ciudad del Júcar, donde realizó la famosa custodia que fue destruida por las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia. Los ensayadores eran los oficiales que estaban encargados certificar la ley de las monedas que se acuñaban y, por lo tanto, en muchas ocasiones, se elegían a los mejores orfebres para realizar la tarea; plateros eran también Pedro de Nájera algunos de los otros ensayadores citados. Por otra parte, ya para entonces, la marca de la ceca conquense había cambiado, y a la letra C, propia de los reinados anteriores, se había añadido una segunda letra, la A, bien a continuación de aquélla, y con el mismo tamaño que la otra, o bien con una  A más pequeña, inserta entre los extremos de la C.

Las acuñaciones prosiguieron durante el gobierno de los llamados Austrias menores. Felipe III acuñó monedas de bronce, de uno, dos, cuatro y ocho maravedíes, y monedas pequeñas de plata, sólo de dos reales. Los mismos valeros, en cuanto al bronce, acuñó también su hijo, Felipe IV, excepto la de un maravedí, aunque este rey sí acuñó en Cuenca moneda más grande, de dieciséis maravedíes. Y por lo que se refiere a las monedas de mayor valor fiduciario, de plata y de oro, se dejaron de acuñar en la ciudad del Júcar las monedas de dos reales, que fueron sustituidas por las de ocho reales.

Es a finales del reinado de Felipe IV, hacia el año 1661, cuando la casa de moneda de Cuenca se traslada a su emplazamiento definitivo, junto al puente de San Antón, lugar en el que permanecería durante cien años, hasta su cierre definitivo en el reinado de Felipe V a finales de la tercera década del siglo XVIII. Para entonces, hacía ya casi cien años que Felipe II había abierto la ceca de Segovia, con la nueva tecnología que había permitido sustituir las viejas maquinarias propias de la acuñación a martillo por las nuevas acuñaciones a molino, que permitían monedas más hermosas y regulares, además de un número mayor de ejemplares con mucho menos gasto de tiempo y de trabajo.



Tradicionalmente, se ha venido atribuyendo la autoría de las trazas de la nueva fábrica de acuñar monedas al arquitecto conquense Juan Gómez de Mora, y de ser eso cierto, habría que retrotraer la fecha de dichas trazas -no, desde luego, su construcción definitiva-, a algunas décadas antes, teniendo en cuenta que éste falleció en 1648. La base de esa atribución habría que buscarla en las características arquitectónicas del propio edificio, según algún plano del siglo XIX realizado por Mateo López, que todavía se conserva, y a algunas fotografías posteriores, que permiten circunscribir el edificio a ese barroco madrileño, que precisamente había sido desarrollado a lo largo de toda la centuria por el genial arquitecto conquense. Sin embargo, tal y como ya han afirmado los mejores especialistas del barroco conquense, con Pedro Miguel Ibáñez a la cabeza, la paternidad de la obra habría que atribuírsela principalmente al arquitecto madrileño José Arroyo, uno de los principales seguidores de aquel estilo, que había llegado poco tiempo antes a Cuenca para trabajar en la fachada de la catedral.

Se conoce el nombre del primer ensayador de la ceca conquense en esta nueva etapa: Andrés de Contreras, quien, por otra parte, había trabajado antes en la ceca de Segovia, y que marcaba sus monedas con una cruz encima de la letra A. Además de acuñar monedas, la ceca conquense también participó en las grandes campañas de resellado de moneda anterior, que este monarca empezó a realizar habitualmente con el fin de abaratar costes. Sin embargo, falleció el rey, la ceca conquense empezó una etapa de declive durante el reinado de su hijo, Carlos II, que sólo acuñó aquí monedas de dos maravedíes.

Las reacuñaciones se intensificaron de nuevo en 1718 y 1719, durante el reinado de Felipe V, después de la Guerra de Sucesión, que posibilitó el cambio de dinastía en el trono español. Se acuñaron, sobre todo, monedas de plata, de medio, uno y dos reales. Posteriormente, entre 1723 y 1728, se acuñaron se acuñaron monedas de cuatro y de ocho escudos; de ellas, hay que hacer referencia a las monedas de cuatro escudos de 1723 y la de ocho escudos de 1725. Por lo que se refiere a la moneda de cuatro escudos, según parece sólo existen en la actualidad dos ejemplares, uno de los cuales ha salido recientemente a la venta en una convención celebrada en Chicago, en la prestigiosa casa americana Capitol Managment, por un precio de 135.000 dólares americanos. Y por lo que se refiere a la de ocho escudos, más rara todavía, hasta el punto de que sólo se conoce un ejemplar, ni siquiera la prestigiosa colección Caballero de las Indias, una de las más importantes en moneda española de la Edad Moderna. Dicho ejemplar fue rematado en 2012 por la empresa de subastas suizas Ars Classica, siendo rematada finalmente en la cantidad de 160.000 francos suizos.

Éste fue el canto del cisne de la ceca conquense. Ese mismo año, la ceca cerró, y las máquinas fueron trasladadas seguramente a la ceca de México, que en aquel momento se encontraba en todo su esplendor. A México se trasladaron también algunos de sus operarios, principalmente los técnicos, Alonso García Cortés, Francisco Morillos y Antonio José Peinado Valenzuela, un olvidado ingeniero y matemático que había nacido en la provincia de Cuenca, en Moya, que llevaba trabajando en la ceca conquense, igual que había hecho antes en la de Sevilla, como técnico superior y principal colaborador de su director, Juan de Antequera, y que después sería nombrado director de la propia ceca americana. Ya a finales de la centuria, la antigua ceca sería reaprovechada para la fabricación de tejidos, por iniciativa del entonces arcediano de Cuenca, futuro obispo, Antonio Palafox. Finalmente, ya a mediados de la centuria pasada, en 1959, el edificio sufrió un voraz incendio, siendo destruido completamente, y en su solar, más recientemente, fue instalado un negocio de hostelería.





[1] Sánchez Benito, José María, “La casa de la moneda, el concejo de Cuenca y algunos aspectos del tráfico de dinero entre la edad media y la moderna”, en Gozalbes Cravioto, Enrique, Hernández Rubio, Juan Antonio y Almonacid Clavería, José Antonio, Cuenca: la historia en sus monedas”, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2014.

[2] Ibáñez Martínez, Pedro Miguel, La cumbre urbana, de las carmelitas descalzas a la casa del corregidor, Cuenca, Consorcio de Cuenca y Universidad de Castilla-La Mancha, 2021.

[3] Alarcón García, Francisco, “Un pequeño padrón, el de los monederos de Cuenca (siglo XVI), en Hidalguía: la revista de genealogía, nobleza y armas, nº. 268-269, 1998, pp. 467-483.

jueves, 28 de septiembre de 2023

El Barroco conquense en la ciudad media. Una nueva entrega de Cuenca, Ciudad barroca


Una de las grandes referencias bibliográficas que, en el mundo de la historia del arte, han visto la luz en los últimos años, es el proyecto “Cuenca, ciudad barroca”, del catedrático de escuela universitaria de la Universidad de Castilla la Mancha, Pedro Miguel Ibáñez Martínez, ha venido desarrollando, con el apoyo del Consorcio Ciudad de Cuenca y el servicio de publicaciones de la propia universidad regional. En este sentido, en los años anteriores ya habían sido publicados dos volúmenes, “La Plaza Mayor y su entorno arquitectónico”, en 2018, y “La cumbre urbana, de las Carmelitas Descalzas a la Casa del Corregidor”, en 2021, a cada una de las cuales ya le dediqué en su momento una entrada en este mismo blog )ver “La Plaza Mayor de Cuenca y su estructura barroca”, 3 de agosto de 2020; y “Del edificio de las religiosas carmelitas a la Casa del Corregidor. Segunda entrega de Pedro Miguel Ibáñez sobre el barroco en Cuenca”, 20 de diciembre de 2022). Recientemente, el autor ha publicado la tercera entrega de su magna obra, titulada “Las vertientes y el llano, de los Descalzos a San Antón”, en el cual, como se anuncia desde el mismo título, se estudian los diferentes edificios barrocos que se alzaron tanto en las vertientes de ambas hoces (franciscanos descalzos, ermita de la Virgen de las Angustias, convento de San Pablo, iglesias de San Miguel, de la Santa Cruz y del Salvador y oratorio de San Felipe Neri; en lo que a la arquitectura civil respecta, la Casa del Corregidor, por razones técnicas y de oportunidad, ya había sido estudiado en el tomo anterior), como en la Cuenca nueva (convento de las concepcionistas, hospital de Santiago e iglesia de la Virgen de la Luz, incluyendo también en esta parte llena el edificio del Pósito, más allá de las escaleras que, en la calle del Agua, las separan de ésta.No hac e falta decir que muchos de estos edificios ya habían sido construidos en épocas anteriores, aunque la renovación estructural realizada durante el Barroco fue muy importante.

            Las motivaciones que le han llevado a este autor a realizar tan magna obra las ha repetido en cada uno de los tomos publicados; baste, en este sentido, recogen alguno de esos motivos, tal y como él mismo lo refiere en la introducción a este tercer volumen: “Desde el último tercio del siglo XVIII, y hasta bien adentrados en el siglo XX, predominan determinados mitos negativos para la substancia patrimonial de Cuenca, luego mantenidos y acrecentados con olvido de las aportaciones efectuadas por la moderna historia del arte. El caso del Barroco es paradigmático al respecto.  El resultado, todavía hoy, es un flujo de visitantes hacia escasos y puntuales objetivos dentro del mapa urbano, la catedral y algún museo, y el desconocimiento y falta de valoración del resto del centro histórico. Todo ello se ha visto acrecentado por la inexistencia durante muchos años de un debate riguroso sobre los tratamientos de restauración, puesta de valor y rehabilitación debidos a dicho patrimonio, con riesgo de la pérdida o mistificación de los caracteres históricos que le son propio. En nuestro criterio, deben tratarse todos estos aspectos no aislados, sino como parte de una totalidad. La educación de la mirada resulta imprescindible en dos direcciones complementarias, para que el público llegue a apreciar en su justo valor el acervo arquitectónico que la ciudad poseed, y para que ese legado reciba los cuidados de protección y valoración que merece”

            Una consecuencia de ese desinterés por el resto de nuestros monumentos por parte incluso de muchos conquenses, más allá de la propia catedral (es increíble, incluso, la cantidad de conquenses que ni siquiera la conocen), es el profundo desconocimiento que se tiene de esa arquitectura, especialmente la arquitectura barroca. Y es que el siglo XVIII, en lo que a la arquitectura barroca se refiere, parece quedar limitado a la figura del genial arquitecto turolense José Martín de Aldehuela, al que se le atribuye la práctica totalidad de cuantos edificios, religiosos y civiles se edificaron en nuestra ciudad a lo largo de la centuria, incluso de algunos que ya habían sido construidos a finales de la anterior, en detrimento de otros arquitectos también interesantes, con fray Vicente Sevila, a la cabeza. En este sentido, la obra del profesor Ibáñez sirve para asentar definitivamente la autoría del arquitecto de la orden de los mínimos, uno de los grandes desconocidos por el público conquense, en algunos de nuestros mejores monumentos, por comparación con algunas obras documentadas suyas, como el seminario de San Julián y la iglesia de la Santa Cruz, sin menoscabar el gran valor artístico que también tienen las obras que sí son suyas: la terminación (sólo la terminación, del oratorio de San Felipe, las iglesias de San Antón y del hospital de Santiago, la capilla del la Virgen del rosario en el convento de San Pablo,…)

            Y es que, sin obviar el papel determinante que José Martín tuvo para la arquitectura conquense del siglo XVIII, antes de su etapa final en la diócesis de Málaga, de la que también he hablado en otra entrada (ver “Por tierras de Jaén y Málaga, siguiendo los paseos de Andrés de Vandelvira y José Martín de Aldehuela”, 31 de enero de 2023), hay que destacar también la figura histórica de otros arquitectos que también trabajaron durante el siglo XVIII en nuestra ciudad, como son los casos de Felipe Bernardo Mateo o el propio Vicente Sevila. Precisamente, el oratorio de San Felipe, una de las obras más importantes del Barroco conquense, sería el nexo común entre estos tres arquitectos destacados, y mientras Mateo sería el autor de la tantas veces mal llamada cripta, que en realidad es el oratorio parvo o la iglesia de la Divina Pastora, necesitada de una rehabilitación que pudiera convertirla en otro de los monumentos a visitar, los otros dos arquitectos, a juicio del autor del texto, serían los autores de la iglesia alta, Sevila para la arquitectura propiamente dicha, y Juan Martín para el entramado decorativo. Y es que para el profesor Ibáñez, ya lo hemos dicho, el de Aldehuela no vino, en realidad, para realizar la obra de los hermanos Carvajal en su conjunto, sino para terminarla. La obra de Sevila, precisamente, dio un cambio a partir de este momento, convirtiéndose en una arquitectura mucho más decorada en los interiores, al estilo de la del maestro turolense, aunque sin llegar a esos aspectos casi borrominescos que caracterizan a éste.

            Otro capítulo a destacar es el que el autor dedica a la iglesia del Salvador, o de San Salvador, como es denominada en toda la documentación, al menos hasta bien entrado el siglo XIX. Especialmente interesante es la ampliación que en el siglo XVII se realizó en la capilla de la Soledad, también llamada del Santo Entierro. Y es que no debemos olvidar tampoco el purismo barroco que se llevó a cabo en el siglo XVII, en el que destacaron arquitectos como el carmelita fray Alberto de la Madre de Dios o José Arroyo, autor de la capilla de la Virgen del Sagrario, en la girola de la catedral conquense, y también de las obras realizadas en esta otra capilla de la iglesia del Salvador. José de Arroyo, por otra parte, es el arquitecto que trasladó a Cuenca ese barroco puro, sencillo, que en ese momento se estaba realizando en Madrid, con autores como Francisco Bautista, Lorenzo de San Nicolás, Manuel del Olmo, o el propio Pedro de la Torre, un arquitecto conquense muy desconocido para sus paisanos del siglo XXI, al que prometo dedicar en las próximas fechas una entrada de este blog.

            Un libro, en definitiva, que debe leer todo conquense que quiera conocer más sobre nuestro patrimonio. Un patrimonio, por otra parte, mucho más rico de lo que los propios conquenses piensan, y desconocido hasta el punto de que toda la señalética instalada por el Ayuntamiento para dar a conocer los monumentos a los turistas que nos visitan, como aseguró el propio autor en la presentación del libro, y reconoció así mismo el concejal de cultura, adolece de errores y de inexactitudes. En aquella ocasión se nos prometió corregirlo en fechas próximas, pero todavía no ha llegado el día de que ello se lleve a cabo.

Oratorio Parvo o iglesia de la Divina Pastora, mal llamada cripta de San Felipe.


 

jueves, 14 de septiembre de 2023

Gerónimo de Vera, un combatiente de la Armada Invencible que terminó sus días en el colegio de jesuitas de Huete

El 28 de mayo de 1588 salía del puerto de Lisboa, que, como el resto de Portugal, hacía diez años que había pasado a formar parte de la corona española, desde le muerte del rey Sebastián I en la batalla de Alcazarquivir (Marruecos), la flota más grande que hasta entonces ningún soberano del mundo había logrado reunir, con el fin de invadir las islas británicas, en el seno de la guerra que, desde algún tiempo antes, enfrentaba al monarca español con la reina Isabel I. La enorme flota, que pomposamente había sido llamada Grande y Felicísima Armada, estaba formada por un total de 194 navíos de diferente tamaño, tonelaje y capacidad de fuego (veinte galeones, cuatro galeazas napolitanas, cuatro galeras portuguesas, veintidós urcas, veintitrés carabelas, quince pinazas, veintidós pataches y cuarenta y cuatro navíos mercantes armados para la ocasión). La capacidad total de fuero de todos esos barcos ha sido tema de debate entre los historiadores, con unas cifras que abarcan entre los 1.100 y los 2.400 cañones; más coincidencia existe en lo que respecta a los medios humanos, con un ejército compuesto poco más de ocho mil marinos y diecinueve mil soldados, que poco tiempo antes habían sido puestos al mando general del duque de Medina Sidonia, Alonso Pérez de Guzmán, y que ya en el Canal de la Mancha debían encontrarse con los tercios de Alejandro Farnesio, duque de Parma, para conformar la cabeza de puente que invadiría Inglaterra, en una operación anfibia que llevaría a las tropas españolas, en muy poco tiempo, a la propia capital londinense.     

  El resultado final de la fallida invasión es bien conocido: muchos barcos españoles se perdieron, algunos de ellos en enfrentamientos directos contra la flota inglesa y otros, muchos, dispersados por las tormentas y embarrancados, en diferentes puntos de las islas británicas y del Mar del Norte, incluso en las propias costas de Noruega. Sin embargo, y a pesar de la certeza de la derrota, también es mucho lo que se ha exagerado,  motivado por una Leyenda Negra que, desde siempre, tuvo precisamente a los ingleses y a los holandeses como principales muñidores de su mensaje. En contraposición a ello, poca publicidad se ha dado al fiasco que significó la Contra Armada, el intento de invasión que, algunos años más tarde, intentó protagonizar la propia reina de Inglaterra, Isabel I, aprovechando la supuesta debilidad naval de España. Para la ocasión, los ingleses habían conseguido reunir un total de 184 barcos y un total cercano a los treinta mil hombres de armas, que estaban a las órdenes de Francis Drake; por su parte, la mayor parte de los mejores barcos pañoles habían desaparecido algunos años antes, o se encontraban todavía en reparación, en los diversos astilleros. Los ingleses intentaron invadir La Coruña y otros puertos gallegos, como paso previo para una posterior invasión de Lisboa. El tiempo perdido en la invasión fallida La coruña, en la que es famosa la gesta de María Pita, fue vital para el resultado definitivo de la batalla: Cercados en Cascaes, cerca de Estoril, los ingleses fueron obligados a huir el norte con apenas 102 de sus barcos y menos de cuatro mil soldados.

En efecto, mucho es lo que se ha escrito sobre la Armada Invencible, desde un lado y otro de los contendientes, y muy poco lo que se ha escrito sobre esa Contra Armada, en este caso sólo desde el campo de la historiografía española (como los libros de Hugo O’Donell y Luis Gorrochategui). Entre los libros que tratan sobre la propia Armada Invencible, hay que destacar aquí la última revisión bibliográfica, que ha sido llevada a cabo por Geoffrey Parker y Colin Martin, dos de los mejores representantes de la importante escuela de hispanistas ingleses, y que trata de poner en su justo valor la derrota española, que, como decimos, tanto ha sido exagerada, desde un primer momento, por los historiadores ingleses. El libro, titulado “La Gran Armada. Una nueva historia de la mayor flota jamás vista desde la creación del mundo”, ha sido publicada, en su versión española, por la editorial Planeta.

Entre los miembros de aquella enorme flota figuraban también un total de veintitrés religiosos jesuitas, cuya misión principal, más que entrar en combate, era la atención espiritual de aquellos marinos y soldados que pudieran verse necesitados de ella en el último trance, y que fueron dispersado en diferentes barcos de la flota. Uno de aquellos jesuitas era Gerónimo de Vera, quien había nacido en Córdoba en 1558; por lo tanto, tenía treinta años de edad cuando entró en batalla. El jesuita estaba embarcado en uno de los navíos que fueron sorprendidos por los ingleses frente a la ciudad francesa de Gravelinas, la misma que treinta años antes, aquel mismo año 1558 en el que nuestro protagonista había visto la luz por vez primera, había sido escenario de una de las victorias más importantes de nuestros tercios, contra las tropas del conde de Egmont. La Armada se había acercado hasta allí con el fin de intentar embarcar a las tropas del duque de Parma, pero éstas todavía no habían llegado allí, por lo que barcos españoles se vieron sorprendidos por la flota inglesa, que antes había maniobrado con el fin de situarse a barlovento de los españoles.

Como consecuencia de ello, la flota se vio obligada a huir hacia mar abierto, donde, pocos días después, el barco en el que viajaba el jesuita, al que le había entrada una vía de agua, tardó poco tiempo en hundirse. Intentó pasarse a otros barcos de la flota, que en aquel momento estaban ya atestados de personas, por lo que no era aceptado en ninguno, según el obituario del propio Gerónimo de Vera, que fue publicado en la monumental obra titulada “La batalla del Mar Océano”. Así, después de varios intentos de encontrar refugio en alguno de esos barcos, fue finalmente recibido en uno de ellos, según escriben los autores del libro, “sólo gracias a que había curado a uno de los muchachos del barco que, al reconocerlo, convenció a sus camaradas de que lo dejaran subir a bordo.”

Gerónimo de Vera logró desembarcar en el puerto de Santander, algunos meses más tarde. La vida de nuestro protagonista, a partir de ese momento, se mantuvo alejada de aquellos escenarios bélicos, en los que había estado a punto de perder la vida, para dedicarse sólo a sus obligaciones religiosas. Durante algún tiempo, estuvo sirviendo en la sede que su comunidad tenía en la Villa y Corte madrileña, es decir, el famoso Colegio Imperial, que todavía existe, en la intersección de la calle Toledo con la de los Estudios, muy cerca de la Plaza Mayor, que en la actualidad es el instituto de secundaria San Isidro. Finalmente, nuestro protagonista sería enviado al colegio que su orden tenía en Huete, uno de los cuatro que existieron, hasta su expulsión, en la provincia de Cuenca. Allí falleció mucho tiempo después, en 1631, a la edad de sesenta y tres años.

Antes de terminar, y a modo de curiosidad, los autores del libro, en el marco del gran desconocimiento y leyenda que, al otro lado del Mar del Norte, ha tenido siempre el asunto de la Armada Invencible, menciona lo siguiente, que nada tiene que ver con nuestro protagonista, pero si con nuestra historia: “Un libro sobre la Armada publicado en 1840 decía que los visitantes de la Torre de Londres eran informados de que algunos de los instrumentos de tortura exhibidos se encontraron a bordo de la flota española, y en 1888, algunos de ellos formaron parte de una exposición en  celebración del tricentenario de la Armada, entre ellos, grilletes, aplastapulgares y otros instrumentos de tortura, pese a que el propio catálogo especificaba que todos procedían de una celda que la Inquisición mantenía en Cuenca, y databan en 1679, lo que significaba que no tenían nada que ver con la Armada” ¿Cómo habían llegado aquellos elementos de tortura de la Inquisición a la Torre de Londres? ¿Procedían de los saqueos realizados por las tropas inglesas durante la Guerra de Sucesión, o que las tropas napoleónicas realizarían cien años más tarde, a partir de 1808? Es sabido que algunas partes de la custodia que Fran cisco Becerril realizó para la catedral de Cuenca, destruida por los franceses en esa época,  robadas a su vez a estos por los ingleses después de la batalla de Waterloo, en encuentra en la actualidad, entre los fondos del Victoria and Albert Museum, también en Londres.

‘Derrota de la Armada Invencible’, Philippe-Jacques de Loutherbourg (1796).
Royal Museums Greenwich, London.

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