Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


miércoles, 6 de agosto de 2025

HERMANOS DE ARMAS: UNA HISTORIA SOBRE LA COLABORACIÓN DE FRANCIA Y DE ESPAÑA EN LA INDEPENDENCIA DE LOS ESTADOS UNIDOS

 

Entre  los historiadores norteamericanos, tradicionalmente, se ha venido asumiendo, de manera bastante acrítica, que la gesta de la independencia de los Estados Unidos fue, sobre todo, un asunto eminentemente interno, excepcionalista, un levantamiento de unos colonos norteamericanos que, sin prácticamente ninguna ayuda externa, lograron independizarse de Gran Bretaña y crear un nuevo país. Esta visión parcial se basa en la voluminosa obra de George Bancroft, que en 1878, justo cuando el país se estaba preparando para el primer centenario de su existencia, culminó una profusa obra de diez extensos volúmenes, en la que primaba este punto de vista. Por ello, es por lo que es tan interesante el libro de Larry D- Ferreiro, que ha sido publicado recientemente, en su versión española, por el sello editorial Desperta Ferro, bajo el título de “Hermanos de armas: la ayuda internacional en la independencia de Estados Unidos

En efecto, en este interesante volumen, el historiador norteamericano Larry Ferreiro desmonta el mito de que la Revolución estadounidense fue una empresa exclusivamente angloamericana, impulsada por el espíritu de libertad y por el enfrentamiento con una metrópolis opresora. A través de una rigurosa investigación histórica, el autor revela que sin la crucial ayuda militar, financiera y diplomática de Francia y de España, la independencia de las trece colonias habría sido inviable. Recogemos las palabras que, en este sentido, ha escrito su autor:

“El mito de que las colonias británicas se convirtieron por sí solas en una nueva nación, que combatieron y ganaron la independencia por sí mismas, siempre ha sido una falsedad y nunca ha encajado. Francia y España apoyaron la Guerra de la Independencia desde antes de que esta comenzase, antes incluso de que los colonos supieran que su revolución conduciría a la guerra. John Adams hizo esta conexión en una carta a Jefferson fechada en 1815… Según Adams, la Revolución comenzó con el mal gobierno británico después de la guerra de los Siete Años, y la Guerra de Independencia fue su consecuencia inevitable. Sin embargo, Francia y España habían  comprendido la situación desde hacía tiempo.  Ya en 1763, en la firma del Tratado de París, sus ministros eran conscientes de que la incomodidad de las colonias con la dominación británica crearía el escenario para la siguiente contienda, y se sirvieron de espías y  observadores para vigilar de cerca la revolución en ciernes, mientras reforzaban sus flotas y ejércitos de cara al próximo choque con Gran Bretaña. Cuando la lucha estallo por fin, la presencia de Francia y España fue constante en todo momento, antes incluso de que la Declaración de Independencia las invitara… La alianza franco-estadounidense de 1778 deshizo la ventaja naval de que gozaban los británicos en aguas de Norteamérica, y, aunada a la incorporación de España a la lucha en 1779, convirtió un conflicto regional en uno global, que desangró la fuerza militar y la voluntad política de Gran Bretaña, hasta abocarla a la rendición.”

Antes de proseguir analizando el libro, quiero dirigir unas breves palabras sobre su autor. En este sentido, Larry D. Ferreiro es un historiador estadounidense, especializado en historia de la ciencia, la ingeniería y la tecnología, con una marcada inclinación hacia la historia naval y militar de los siglos XVIII y XIX, especialmente en el contexto atlántico. Es profesor en la George Mason University, en Virginia, y en el Stevens Institute of Technology, en Nueva Jersey, donde ha desarrollado una destacada carrera docente e investigadora. Pero sobre todo, Ferreiro no es un académico convencional: su formación y su experiencia profesional combinan la ingeniería naval, la historia intelectual, y el servicio gubernamental. Antes de dedicarse plenamente a la docencia, trabajó como ingeniero naval en el Departamento de Defensa de Estados Unidos, y en instituciones como la Marina y la Guardia Costera, lo que aporta a sus obras una mirada técnica y estratégica poco común entre los historiadores tradicionales. Esta experiencia transdisciplinar se refleja en la escritura que presenta el libro, caracterizada por un enfoque riguroso, pero también muy accesible para todo tipo de lectores, capaz de conectar los hechos militares, científicos y diplomáticos, con el trasfondo ideológico e institucional de la época estudiada.

Por otra parte, Ferreiro es miembro de la Royal Historical Society, y ha recibido varios reconocimientos por su labor investigadora y divulgadora. Lo que distingue a su obra es su capacidad para cuestionar las narrativas nacionales encerradas en sus propios mitos fundacionales, y colocar los grandes eventos históricos en el marco de las redes internacionales, las estrategias geopolíticas, y las colaboraciones transnacionales. Su perspectiva se aleja tanto del excepcionalismo americano, del que ya hemos hablado, como del eurocentrismo, apostando por una historia del Atlántico como espacio compartido, entre dos grandes continentes, de conflicto, innovación y construcción política. Larry Ferreiro es autor de dos libros más sobre la historia de la navegación, que todavía no han sido publicados en España: “Measure of the Earth “(2011), en el que explora cómo la expedición geodésica francesa a Sudamérica en el siglo XVIII, ayudó a medir la forma del planeta, y contribuyó de esta forma a la ciencia moderna; y     “The Art of War: Naval History of the Age of Sail”  (2019), centrado en la evolución de la ingeniería naval en el contexto bélico.

Y por lo que se refiere a este libro que analizamos aquí, fue finalista del Premio Pulitzer de Historia, y ganador del “Journal of the American Revolution 2016 Book of the Year Award”,  un premio que reconoce obras de no ficción que destacan por su investigación rigurosa y narrativa accesible, alineadas con la misión propia de la identidad que lo otorga: proporcionar investigaciones históricas y narrativas perspicaces sobre la Revolución Americana y su impacto en la historia. En “Hermanos de armas”, ya lo hemos dicho, el historiador Larry D. Ferreiro rompe con la narrativa tradicional estadounidense que presenta la Guerra de Independencia como una gesta exclusivamente norteamericana, revelando con rigor y claridad la decisiva participación de las potencias europeas, en especial Francia y España, en la emancipación de las Trece Colonias.

Volviendo al libro,  Ferreiro sostiene que la famosa Declaración de Independencia de 1776 tenía un objetivo más estratégico que simbólico: su verdadero destinatario no era Jorge III, sino los gobiernos de Europa, especialmente las cortes de Versalles y Madrid. Al proclamar la ruptura con la metrópolis, los dirigentes estadounidenses buscaban justificar su causa a ojos del derecho internacional y hacer un llamamiento directo a las potencias europeas rivales de Gran Bretaña. Es decir, fue un documento diplomático en busca de aliados. Francia respondió con entusiasmo y España, aunque más cauta, aportó fondos, suministros, inteligencia y tropas que resultaron esenciales, especialmente en campañas como la de Luisiana, el Caribe o el sitio de Pensacola.

El primer capítulo del libro nos retrotrae a los años previos al estallido revolucionario, comenzando con la Guerra de los Siete Años (1756–1763), conflicto global que enfrentó a las principales potencias europeas por el control del comercio y los territorios coloniales. Las consecuencias de esta guerra -incluyendo el fuerte endeudamiento de Gran Bretaña y su intento de imponer nuevas cargas fiscales a las colonias americanas- sentaron las bases del descontento colonial. En este marco, la obra reconstruye con minuciosidad la inestabilidad internacional que precedió al conflicto, y cómo fue aprovechada por las colonias para buscar apoyos externos frente al poder abrumador del Imperio británico. Ferreiro destaca la precaria situación de los independentistas en los primeros compases de la guerra: Sin ejército profesional, sin armamento suficiente, sin una marina propia, resultó vital la labor de los comerciantes norteamericanos que, con redes de contactos clandestinas, lograron establecer canales de suministro con Francia y con España. Una figura central en esta trama fue el polifacético Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais, famoso autor de la trilogía de Fígaro, que inspiraría a autores operísticos como Rossini y Mozart, quien, además, fue también relojero, espía y traficante de armas, entre otras muchas cosas. Gracias a su mediación y a una empresa pantalla, Roderigue Hortalez et Cie, Beaumarchais canalizó un flujo crucial de armas y suministros, fundamentales para victorias tan decisivas como la de Saratoga, en 1777.

El relato también se centra en la participación directa de personal militar europeo en el conflicto. Ingenieros, artilleros y oficiales, en su mayoría franceses, y también algunos españoles, se incorporaron al Ejército Continental, no sin generar tensiones internas con los mandos locales. Entre ellos destacan figuras como el marqués de Lafayette, entre los franceses, símbolo del ideal revolucionario compartido, o Bernardo de Gálvez, entre los españoles, gobernador español de Luisiana, cuyo liderazgo fue esencial en las campañas del Misisipi, Mobile y Pensacola. Ferreiro resalta también la importancia de la contribución naval, especialmente relevante cuando se recuerda que, al inicio de la contienda, los Estados Unidos carecían por completo de fuerza marítima organizada.

A todo esto se suma una eficaz labor diplomática, articulada sobre alianzas dinásticas y geopolíticas. Ferreiro estudia el papel de los Pactos de Familia entre las casas borbónicas de España y Francia, y cómo condicionaron la entrada escalonada de ambas monarquías en la guerra. Mientras Francia sellaba una alianza directa con los insurgentes en 1778, España adoptó una posición más prudente, entrando en guerra solo tras asegurar la estabilidad de dos convoyes estratégicos: uno con las tropas del Río de la Plata que habían participado en el conflicto fronterizo con Portugal, y otro cargado con los fondos que estaban destinados a financiar la contienda.

Este redescubrimiento del papel de las potencias católicas, en especial del imperio español de Carlos III -el papel jugado por Francia en la independencia de los Estados Unidos siempre ha sido más reconocido, al menos en Europa, que el jugado por nuestro país-, permite una reflexión más profunda sobre los equilibrios geopolíticos del Atlántico en el siglo XVIII. Así como España, deseosa de debilitar a Gran Bretaña, ayudó a los colonos norteamericanos a liberarse de su metrópolis, décadas más tarde será la propia Inglaterra la que colabore, de forma directa o indirecta, en la emancipación de los virreinatos españoles. En este contexto, la ayuda británica a los movimientos independentistas hispanoamericanos podría interpretarse como una réplica del modelo: instrumentalizar causas revolucionarias para debilitar a un imperio rival. En última instancia, la independencia de Estados Unidos no fue solo un experimento de libertad ilustrada, sino un episodio en una cadena de guerras imperiales, donde los apoyos mutuos y los intereses cruzados determinaron el nacimiento de las nuevas naciones del hemisferio occidental.

En este sentido, igual que la experiencia americana de muchos militares y políticos franceses sirvió para que en 1789, pocos años después de que la independencia del nuevo estado fuera un hecho, se desencadenara en el país vecino el proceso revolucionario, para algunos españoles, especialmente aquellos que habían ya nacido en el nuevo continente, sirvió también para que se desencadenara en ellos un nuevo espíritu independentista, que terminaría por aprovechar la guerra en la península para desarrollar su propia revolución. Recogemos, de nuevo, las palabras de Ferreiro: “Estas declaraciones de independencia hispanoamericana, igual que la de los Estados Unidos, constituyeron el preludio de la guerra. Uno de los primeros jefes militares fue Francisco de Miranda, que tras abandonar los Estados Unidos, había luchado en el bando francés durante las Guerras Revolucionarias. En 1811 volvió a destacar, al encabezar la creación de la Primera República de Venezuela, que cayó ante las fuerzas españolas al año siguiente. El relevo lo tomaron Simón Bolívar, en la parte norte de Sudamérica, y José de San Martín, en la parte sur. Luchas similares se desarrollaron en México y América Central. Aunque España recuperó su propio gobierno en 1814, sus colonias siguieron combatiendo. En la década de 1820, España estaba exhausta por el conflicto, y políticamente debilitada. Ya había cedido Florida a los Estados Unidos, y era incapaz de sostener su enorme imperio. En 1825, el hemisferio americano, que sólo cincuenta años antes no era más que una extensión de las potencias europeas, ahora albergaba dos docenas de naciones independientes, que se abrían camino a tientas hacia un futuro esperanzado, pero incierto.”

Pero, más allá de ello, una de las tesis que se desprenden de la lectura del libro es que, desde su mismo nacimiento, los Estados Unidos fueron aliados naturales de España. Esta alianza, aunque frecuentemente olvidada o tergiversada por relatos nacionalistas, resultó beneficiosa para ambos países. Ferreiro sugiere que las etapas históricas de colaboración, como en la independencia estadounidense, han producido frutos más estables y duraderos que los periodos de enfrentamiento entre nuestros respectivos países, como ocurrió en 1898, con la desastrosa guerra hispano-estadounidense. Una lección que no debería ignorarse en nuestros días, marcados por el populismo del actual presidente norteamericano y por los errores diplomáticos de los gobiernos socialistas de José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez, que han enfriado unas relaciones bilaterales que deberían sostenerse sobre un legado común de cooperación.

Con una investigación rigurosa, acceso a fuentes primarias y un estilo divulgativo pero sólido, “Hermanos de armas” es un libro indispensable para comprender que la independencia de Estados Unidos no fue sólo un acto de rebelión interna, sino también el resultado de una compleja red de intereses, alianzas y apoyos internacionales, en los que España tuvo un papel protagonista.



Batalla de Pensacola. Grabado de 1781.  State Archives of Florida 






 El blog de Clio: HERMANOS DE ARMAS

lunes, 28 de julio de 2025

SORIA: TIERRA DE HISTORIA, LUZ Y LEYENDA

 

Un viaje por la provincia donde se funden Roma y Castilla, la épica y la poesía

 

Soria es una tierra discreta, pero no silenciosa. En sus campos se oye aún el eco de voces celtíberas, de proclamas romanas, de rezos medievales y de versos modernos. Es provincia de castillos y de obispos, de templarios y de poetas. Es, en definitiva, la gran desconocida de todas las provincias que conforman la actual comunidad autónoma de Castilla-León. Un territorio que invita al viajero atento a recorrerlo sin prisa, sintiendo que el tiempo, aquí, avanza de otro modo. Emprendamos, pues, este viaje por la historia y la literatura que forjaron el alma de Soria.

Iniciamos nuestra ruta en Medinaceli, donde la meseta parece inclinarse suavemente hacia el valle del Jalón. Antigua ciudad celtíbera, el oppidum de Ocile, en territorio de los belos, su nombre resuena con ecos árabes y cristianos. Aquí levantaron los romanos en el siglo I un arco triunfal único en España, de tres arcos,  y, siglos después, los musulmanes una alcazaba. Lugar de paso en el camino de destierro del Cid, en Medinaceli se refugiaron su esposa, doña Jimena, y sus dos hijas, doña Elvira y doña Sol, cuando iban a Valencia, escoltadas por Álvar Fáñez y por ciento sesenta y cinco de sus más fieles caballeros, para encontrarse allí con don Rodrigo, que había logrado conquistar la ciudad levantina, y allí volvieron a refugiarse, después de la legendaria afrenta de Corpes. Más allá de la leyenda, aunque el poema la presenta como plaza castellana, en realidad no fue conquistada por Alfonso VI hasta 1104, cinco años después de la muerte del Cid. Medinaceli se convirtió definitivamente en un importante bastión cristiano y, con el tiempo, en cabeza del ducado de Medinaceli, uno de los títulos nobiliarios más poderosos de la monarquía hispánica. Su palacio ducal, obra del arquitecto conquense Juan Gómez de Mora, y su colegiata, conservan la dignidad de la villa, mientras que su plaza mayor porticada sigue siendo un remanso de belleza castellana.

A orillas del río Ucero se alza la noble ciudad de Burgo de Osma, sede episcopal desde que San Pedro de Osma, primer obispo de la nueva diócesis, trasladó hasta aquí el foco espiritual de la antigua Oxama celtíbera. Precisamente por ser ciudad del obispo, Burgo de Osma no tuvo señores feudales: el único señor era el propio prelado. Este singular hecho garantizó su estabilidad y desarrollo. Su catedral, de piedra clara y gótica majestad, levantada sobre la antigua catedral románica, guarda los restos del obispo Pedro. La Universidad de Santa Catalina, fundada en el siglo XVI, y su hospital, de estilo renacentista, dan cuenta de la vocación educativa y caritativa de la ciudad, y sobre todo la de su fundador, el obispo Pedro Álvarez de Acosta; Por todas partes, tanto en la fachada como en el patio, el escudo del prelado, con la rueda de cuchillas de la santa, de la que la familia era devota, y las cinco costillas que aluden a su linaje, de origen portugués, timbrado con el capelo y las seis borlas que hacen referencia a su alcurnia. Caminar por su Calle Mayor y por su homónima plaza, bajo soportales de aire cervantino, es entrar en un espacio suspendido en el tiempo.


Frente a Burgo de Osma, al otro lado del río Ucero, en el llano, la localidad de Osma, y en lo alto del cerro de Castro, los restos de Uxama Argaela,  un importante oppidum celtíbero de los arévacos, que, como Numancia, participó también en las Guerras Celtibéricas, y más tarde se romanizó, convirtiéndose en una ciudad clave en la vía que comunicaba Caesaraugusta (Zaragoza) con Asturica Augusta Astorga (Astorga, León) . El yacimiento conserva restos de sus murallas, una terraza porticada, que probablemente formaba parte del foro, rodeada de tiendas - tabernae-, y con un importante templo con columnas en su parte superior.  También han salido a la luz algunas viviendas, como la Casa de los Plintos, un auténtico palacio,  organizado en torno a dos patios rodeados de habitaciones, una cisterna, y un acueducto que abastecía a la ciudad. También,  una atalaya de época islámica,  construida durante la Reconquista, que ofrece unas vistas espectaculares de ambas ciudades. En época visigoda, la ciudad de Uxama fue sede episcopal, tal y como demuestran las actas de algún concilio toledano.

Soria capital es una ciudad tranquila y austera, cuya esencia se descubre al recorrerla despacio. En su Instituto General y Técnico enseñó Antonio Machado, del que recibe su nombre en la actualidad. El poeta frecuentaba el Círculo Amistad Numancia, donde compartía tertulias con la élite cultural de la ciudad; algunos años más tarde, también la frecuentaría otro poeta, Gerardo Diego, quien también fue profesor en ese mismo instituto. En la pequeña ciudad castellana, Machado conoció a Leonor Izquierdo, con la que se casó en la iglesia de Santa María la Mayor, una pequeña iglesia de austero románico que se asoma a la Plaza Mayor, frente a su ayuntamiento porticado, que ocupa el palacio en donde se reunían los llamados Doce Linajes, una antigua casa que parece estar salida de una leyenda artúrica; no en vano, como los Doce Linajes, los caballeros de la Tabla Redonda también eran doce, y en el siglo XVI, el escribano Alonso Ramírez comparó explícitamente los Doce Linajes con los Doce Pares de Francia y la Tabla Redonda de Inglaterra, sugiriendo una inspiración directa entre la histórica casa y las leyendas artúricas. En realidad, los llamados  Doce Linajes de Soria eran una institución nobiliaria que agrupaba a doce familias hidalgas que tenían privilegios especiales, también bajo un principio de igualdad entre ellas.

No puede faltar la visita a la iglesia de San Juan de Duero, situada a las afueras de la ciudad, junto  curso del río Duero, con su claustro de arcos entrecruzados, joya románica de estética orientalizante. El claustro de la iglesia, construido en el siglo XIII, es uno de los más singulares del románico europeo por su sorprendente fusión de estilos: combina arcos de medio punto típicamente románicos, arcos de herradura de influencia árabe, y estructuras bizantinas, creando un espacio de gran riqueza visual y simbólica. Sus columnas pareadas, capiteles decorados con motivos vegetales y fantásticos, y los arcos entrelazados que se cruzan en ángulos irregulares, lo convierten en una auténtica sinfonía de culturas tallada en piedra. Y por lo que se refiere a la iglesia, propiamente dicha, ésta es una joya del románico castellano del siglo XII, destacada por sus dos templetes únicos junto al presbiterio, que evocan el rito griego, y por su claustro del siglo XIII, de sorprendente mezcla estilística —románica, mudéjar y oriental— que la convierte en uno de los espacios más singulares del arte medieval europeo. Un hermoso enclave, en fin, que inspiró a Gustavo Adolfo Bécquer para escribir una de sus más célebres leyendas, “El Monte de las Ánimas”, ambientada en los parajes que rodean el monasterio; especialmente, en el monte que se alza detrás del claustro, y que, según la tradición, era lugar de enterramiento de caballeros templarios; En efecto, el poeta sevillano, fascinado por la atmósfera mística y melancólica del lugar, convirtió San Juan de Duero en escenario de fantasmas, misterio y romanticismo, consolidando así su vínculo eterno con la ciudad de Soria y su patrimonio medieval.

Al norte de la ciudad de Soria nos aguarda el cerro de La Muela de Garray, donde se libró una de las gestas más recordadas de la antigüedad hispánica: la resistencia numantina frente a Roma. Numancia, capital de la tribu de los arévacos, resistió durante décadas el avance del imperio romano, hasta que, finalmente en el año 133 a.C., el general Escipión Emiliano la cercó con un impresionante sistema de fortificaciones, con el fin de derrotarles por el hambre. Antes de él lo habían intentado ya otros generales romanos. Quinto Fulvio Nobilior sufrió una gran derrota frente a los numantinos, a pesar de que había incorporado a su ejército tropas númidas, que estaban apoyadas por una decena de elefantes, animales que nunca antes se habían visto en aquellas latitudes. Después de él, también sufrieron sendas derrotas Marco Claudio Marcelo y Quinto Pompeyo, y Cayo Hostilio Mancino firmó un tratado con los numantinos que el Senado romano nunca aprobó; por el contrario, entregó a su general a los propios numantinos, atado y vestido con una simple túnica en pleno invierno, dejándolo frente a las murallas de la ciudad. Poco tiempo antes de llegar a Numancia, Publio Cornelio Escipión Emiliano había terminado de derrotar a Cartago en la Tercera Guerra Púnica, por lo que había recibido el sobrenombre de Africano “el Menor” para diferenciarlo de su abuelo, el vencedor de Aníbal medio siglo antes. Los habitantes, antes que rendirse, eligieron la muerte y el incendio. Esta tragedia épica inspiró a Cervantes, a los historiadores románticos y a los ideólogos del regeneracionismo español como ejemplo de dignidad frente a la opresión, más allá de que, detrás de la tragedia colectiva de Numancia, haya en realidad más leyenda que historia. 

Volviendo a la ciudad de Soria, y siguiendo el curso del Duero, llegamos a Gormaz, cuya fortaleza califal domina el horizonte castellano. Fue erigida en el siglo X por orden del califa Hixem II, sobre un castillo anterior de origen visigodo. Se dice que es la fortaleza califal más extensa de Europa, y su silueta, poderosa y solemne justifica esta afirmación. En la Ruta del Cid, Gormaz ocupa también un lugar destacado, pues fue una de las posiciones que Rodrigo Díaz asedió durante su paso por la frontera entre Castilla y Al-Ándalus. El héroe castellano llegó a ser alcaide de Gormaz, lo que significa que tuvo la custodia militar de la fortaleza. En 1081, un ataque musulmán a la población de Gormaz provocó una represalia del Cid contra los territorios de la taifa de Toledo, que en aquel momento estaba gobernada por la familia de los Dil Nun, de origen conquense, y a la que hemos dedicado ya alguna entrada en este blog (ver “Desde el Pacto de Cuenca hasta la batalla de Uclés. Una parte de nuestra historia medieval “, 15 de marzo de 2021; y “Mito y realidad de la princesa Zayda”, 9 de marzo de 2023). Aliados los reyes de Toledo del monarca castellano, Alfonso VI, y realizada la acción, sin tener antes permiso del monarca, este hecho fue una de las causas que motivaron su primer destierro, marcando un punto clave en la biografía del héroe. Desde los elevador muros de Gormaz se contempla un mar de campos castellanos que no ha cambiado en siglos.

Muy cerca de Gormaz se halla San Esteban de Gormaz, cuna de un románico tempranero y creativo. Hasta este luego, el todavía joven Alfonso VIII sería trasladado secretamente, desde Atienza, para protegerlo de las intrigas nobiliarias entre los Castro y los Lara, y en 1187, el rey celebró aquí una Curia Regia, que incluyó por primera vez representantes de los concejos, y que ha sido considerada por algunos estudiosos, como las primeras Cortes de Castilla y de Europa. La iglesia de San Miguel, con su galería porticada y el célebre canecillo del maestro Juliano, que nos da la fecha de finalización de su construcción -IVLIANUS MAGISTER FECIT ERA MCXVIIII; “me hizo el maestro Juliano en la era 1119", correspondiente al año 1081del año actual-  es un ejemplo magnífico de ese estilo aún en fase de ensayo. En cambio, la iglesia de Nuestra Señora del Rivero muestra ya un románico más maduro, solemne y equilibrado. La tradición local sitúa aquí la leyenda, según la cual, Fernán Antolínez, un caballero cristiano que, por devoción, decidió asistir a tres misas en esta iglesia antes de unirse a la batalla del Vado de Cascajar, en el río Duero. Mientras rezaba, un ángel enviado por la Virgen María tomó su forma, montó su caballo, y luchó en su lugar, logrando la victoria frente a los. Cuando Fernán salió del templo, encontró sus armas melladas y su caballo herido, prueba de, de alguna forma, había participado en el milagroso combate. Entonces,el conde García Fernández lo recibió con honores, y desde aquel momento, el antiguo caballero adoptó el nombre de Vivas Pascual, en memoria del día de Pascua en que ocurrió el prodigio. Alfonso X recogió el milagro en las Cantigas de Santa María, concretamente en la Cantiga LXIII.

Soria es tierra de castillos. Uno de los más conocidos por su historia, y de los más descuidados por su conservación, es el castillo de Catalañazor. Ubicado en la provincia de Soria, es una fortaleza medieval que se alza sobre un risco dominando el llamado “valle de la Sangre”, escenario legendario de la derrota del caudillo andalusí Almanzor en el año 1002. Su nombre proviene del árabe Qalat al-Nusur, que significa “castillo de los buitres”. Construido en el siglo XII y reformado en el XIV, fue residencia del linaje de los Padilla, y más tarde de los duques de Medinaceli. Aunque hoy está en ruinas, conserva parte de su torre del homenaje, así como algunos restos de murallas, que evocan su antiguo esplendor como bastión fronterizo entre los reinos cristianos y musulmanes.

Hacia el oeste nos adentramos en territorio de templarios. En Ucero, donde el río homónimo se junta con el Lobos, iniciándose la famosa hoz que, en forma de cañón, le da nombre, se alza un castillo de origen templario, probablemente asentado sobre fortificaciones celtíberas y musulmanas. En la primera mitad del siglo XIII fue la residencia y señorío de Juan González de Ucero, de donde partió para combatir, junto a Alfonso VIII, en la batalla de Las Navas de Volosa. La fortaleza destaca por su triple recinto amurallado, su torre del homenaje, con gárgolas fantásticas, y una bóveda ojival decorada con un agnus dei, símbolo asociado a los caballeros templarios. Incluso posee un pasadizo subterráneo que conectaba con el río para garantizar agua en caso de producirse un asedio. Aunque hoy está en ruinas, su silueta sigue impresionando a quienes se acercan por la cuesta de la Galiana.

Junto al castillo, desde el mirador de La Galiana se divisa el Cañón del Río Lobos, la espectacular garganta del río, uno de los parajes naturales más hermosos de Castilla, más de diez mil hectáreas de paisaje kárstico, que ha sido moldeado por el río Lobos, entre las provincias de Soria y de Burgos. Sus imponentes paredes calizas, cuevas, pozas con nenúfares, y una rica biodiversidad, tanto de animales vertebrados, como los majestuosos buitres leonados que surcan el cielo, como de invertebrados, lo convierten en un destino ideal para senderistas, fotógrafos, y amantes de la naturaleza en general. En su interior, la ermita de San Bartolomé, de origen también templario, se erige como un eje místico y simbólico: su ubicación exacta señala el centro geográfico de la antigua Hispania, según la tradición. Rodeada de leyendas templarias, destaca por su rosetón,  en forma de estrella de cinco puntas, y sus enigmáticos canecillos tallados. Se cree que formó parte de un antiguo cenobio, aunque de él hoy solo queda la capilla. Y detrás de la ermita, la Cueva Grande conserva vestigios de ocupación prehistórica, y también de cultos paganos.

Junto al paisaje histórico de Soria, destaca también su paisaje literario. Antonio Machado inmortalizó la ciudad y su entorno, entre San Polo y San Saturio, en su libro más conocido, “ Campos de Castilla”; en él, el alma del paisaje y la memoria colectiva castellana confluyen: “Allá, en las tierras altas, / por donde traza el Duero / su curva de ballesta / en torno a Soria, / entre plomizos cerros / y manchas de raídos encinares, / mi corazón está vagando, en sueños.”  Gustavo Adolfo Bécquer, en su “Rayo de Luna” o en “El monte de las ánimas”, también evoca parajes sorianos como escenarios de misterio y pasión. Gerardo Diego, en sus versos dedicados a San Saturio, ofrece otra mirada lírica y mística sobre el Duero soriano. Pocas provincias han suscitado tal caudal de literatura intensa, sentida y hondamente vinculada al terreno. Al norte de la provincia, la Laguna Negra se oculta entre pinares y riscos calizos. Oscura, profunda, de aguas inmóviles, inspiró a Machado uno de sus relatos, “La tierra de Alvargonzález”, reconvertido después en romance e incorporado a su “campos de Castilla”. En la leyenda, los celos y la codicia de los hijos acaban con el padre, cuyo cuerpo es arrojado a la laguna. Es un lugar de silencios densos, que parece contener todos los secretos de la naturaleza castellana. Muy cerca, los Picos de Urbión elevan la mirada hacia el nacimiento del Duero.

Este itinerario ofrece solo un destello del vasto patrimonio soriano. Restan joyas de la historia y de la historia del arte, como la iglesia mozárabe de San Baudelio de Berlanga, con sus pinturas únicas; la colegiata y el castillo de Berlanga de Duero; la muralla y las iglesias de Almazán; el yacimiento arqueológico de Tiermes, otro oppidum arévaco, conocido como la “Pompeya soriana” por sus mosaicos; o la villa romana de La Dehesa. Soria, en fin, es tierra para regresar, para redescubrir, y para dejarse transformar por la huella de la historia y la voz de los poetas.











El podcast de Clio: HISTORIA Y LEYENDA EN EL CORAZÓN DE CASTILLA


viernes, 11 de julio de 2025

UNA FAMILIA CONQUENSE EN EL CORAZÓN DE LA NUEVA ESPAÑA: LOS VELÁZQUEZ DE CÁRDENAS Y LA FUNDACIÓN DEL CONVENTO DE CARMELITAS DESCALZOS DE UCLÉS

 

El año editorial de María de la Almudena Serrano Mota ha sido, sin duda, uno de los más fecundos de su carrera investigadora. A sus publicaciones sobre “Mil años de historia: castillo, inquisición, cuartel y cárcel”, “La desamortización de la Real Casa de Santiago de Uclés (Cuenca)“ y “El monasterio de la Concepción Francisca de Cuenca. Documentos para su historia (1498-1886)”,  ya comentados en este mismo blog (ver “Dos libros de Almudena Serrano sobre la historia del Archivo Histórico Provincial de Cuenca y sobre la Real Casa de Santiago de Uclés”, 9 de julio de 2024; y “Un nuevo libro sobre documentación histórica: el convento de la Concepción Francisca de Cuenca”, 21 de octubre de 2024), se suma ahora este nuevo y revelador estudio: “Los Velázquez de Cárdenas en Nueva España y la fundación del convento de carmelitas descalzos de Uclés ”, que rescata del olvido la figura del capitán Antonio Velázquez de Figueroa y León, un personaje esencial para entender los vínculos entre Castilla, y Cuenca en particular, y el mundo indiano, y cuyo protagonismo hasta ahora apenas había sido advertido por la historiografía local. Sin embargo, hay que señalar que la autora, aunque historiadora de formación, es, sobre todo, archivera de vocación,  y bajo estas señas de identidad es en las que ha escrito este nuevo ensayo; un ensayo que, por ello, no es, en esencia, una biografía del personaje, sino un análisis de toda la documentación encontrada sobre él y su linaje. A este respecto, es clarificador que, como en los otros tres textos ya citados, el libro ha sido editado por la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía.

Yo, sin embargo, que soy historiador de formación y de vocación, voy a resaltar el aspecto histórico de este personaje, más que el documental propiamente dicho, poniendo en valor la figura de un conquense casi desconocido hasta ahora, que supo trasladar al nuevo continente un linaje familiar que terminaría por convertirse en testigo de sendos procesos históricos, si se quiere contrapuestos: la hispanización del nuevo continente, y la independencia y el nacimiento de un nuevo país, México; pero que en su conjunto forman parte de la historia y del presente, de la cultura en esencia, de aquel país hermano.

Natural de Uclés, Antonio Velázquez de Figueroa emprendió en 1562 un viaje a la Nueva España, donde iniciaría una trayectoria marcada por el servicio a la Corona, la exploración de nuevos territorios y la consolidación de una poderosa estirpe criolla vinculada a la minería. Era descendiente de una familia de discutida nobleza, como revela la ejecutoria de hidalguía de 1535 solicitada por su padre, Rodrigo Velázquez, frente a la oposición del concejo ucleseño, que los consideraba como pecheros. Según este documento, nuestro personaje descendía de figuras vinculadas al entorno cortesano del rey Enrique IV: era tataranieto de Luis González de León, que había sido corregidor de Carmona en tiempos del monarca castellano. Según esta ejecutoria, el litigante, Rodrigo Velázquez, era nieto de Pedro de León - tratante de ganado lanar y cabrío, quien también había hecho negocios con los comerciantes genoveses instalados en Castilla, además de haber sido nombrado caballero de la Orden de Santiago-, y de Catalina Viedma. Y era hijo, a su vez, de Amaro Velázquez y de Inés Alonso de Montemayor. Tanto su abuelo como su padre habían sido vecinos de la villa de Torrubia, que pertenecía a la misma orden de Santiago. El mismo litigante, Rodrigo Velázquez, era soldado del rey, llegando a alcanzar el rango de alférez, y había contraído matrimonio con Catalina Mexía de Figueroa. Uno de los hijos de este matrimonio fue el citado Antonio Velázquez de Figueroa.

La familia mantenía además lazos con los hermanos Juan y Rodrigo Velázquez de León, quienes se habían establecido en el nuevo continente en los primeros años del descubrimiento, y estaban emparentados con el célebre adelantado Diego Velázquez de Cuéllar; los tres habían nacido en esta villa de la provincia de Segovia. Estos vínculos facilitaron la incorporación de Antonio a los círculos del poder virreinal en México. Así, nada más llegar a América, el capitán Antonio Velázquez entró al servicio del virrey, Luis de Velasco y Ruiz de Alarcón, con quien ya mantenía una relación previa, al haber servido como paje de su esposa, Ana de Castilla. En 1563 fue comisionado por éste para supervisar en Veracruz el navío de aviso de la flota real, y poco tiempo más tarde participó en la expedición de Tristán de Luna a la Florida, aunque en este momento existen dudas cronológicas sobre el momento real de su llegada a Nueva España, pues dicha empresa había partido en 1561, un año antes de la fecha oficial del embarque según el catálogo de pasajeros. Todo apunta entonces a que su llegada había sido anterior a la fecha registrada, una hipótesis razonable a la luz de los servicios que prestó y del reconocimiento que obtuvo.

En su carrera como funcionario, fue alcalde mayor de Xilotepeque e Yscateupi, corregidor de Cuyseo y combatiente en la guerra contra los indios chichimecas. Participó también en la fallida fundación de Santa Elena —en el actual estado norteamericano de Carolina del Sur—, un punto olvidado de la geografía colonial, que testimonia los intentos tempranos de la monarquía hispánica por expandirse hacia el norte del nuevo continente. Hay que tener en cuenta que, en la terminología propia del siglo XVI, el territorio de la Florida no se ciñe sólo al actual estado, que cierra por el norte la bahía de México, sino que se extiende, también, por los actuales estados de Carolina del Sur, Georgia y Alabama.

La vida del capitán dio un giro definitivo al contraer matrimonio con Isabel de Cárdenas, quien era hija de Pedro Pérez de Cárdenas, un antiguo combatiente de la guerra de Jalisco, en la que había fallecido. Este matrimonio incorporó al patrimonio familiar unas ricas minas de plata en Zacualpan, cuya explotación aseguró la fortuna de los Velázquez de Cárdenas durante muchas generaciones. Y por otro lado, una parte sustancial del capital obtenido de las minas viajó a Castilla. En concreto, más de veinte mil ducados fueron enviados a Uclés, donde sirvieron para la creación de un mayorazgo a favor de su hijo, Amaro Velázquez de Cárdenas, conocido como "el mayorazgo de indios" por el origen americano de la fortuna. Ese mismo caudal financió también la fundación del convento de carmelitas descalzos de Uclés, en la que participaron tanto Antonio, su esposa y sus hijos, como dos hermanos de Antonio, el maestro Amaro Velázquez de Figueroa, y otro más. que es más reconocido por el nombre que había adoptado al entrar en la propia orden carmelita, fray Francisco del Santísimo Sacramento. Este convento, además de reflejar la religiosidad barroca y el deseo de redención de los propios indios, simboliza la permanencia del vínculo con la patria chica, aún desde la lejanía del virreinato.


Durante el siglo XVII, los Velázquez de Cárdenas consolidaron su posición en Nueva España y en Castilla. Rodrigo, Amaro, Fernando, José Antonio y Francisco Antonio, se fueron sucediendo, generación tras generación, al frente del linaje y en la gestión de minas y el mayorazgo. La figura más destacada del linaje, ya en el siglo XVIII, fue Joaquín Velázquez de Cárdenas y León, un científico ilustrado que participó en la expedición a California, que había sido organizada por el virrey, Joaquín de Montserrat, y estaba dirigida por José de Gálvez, y que representa el tránsito entre la nobleza militar y el saber ilustrado. Hijo de Francisco Antonio Velázquez de Cárdenas, había nacido en 1732, en la hacienda minera de Acevedotla, ubicada en el actual municipio de Zacualpan, y que, como sabemos, pertenecía a la familia desde el siglo XVI. Fue abogado, matemático, astrónomo, escritor, y además, un experto en minería, una de las actividades económicas más importantes del virreinato.

Desde muy joven, Joaquín Velázquez de León se destacó por su gran curiosidad intelectual. Estudió derecho, pero su interés por el conocimiento lo llevó mucho más lejos. Fue discípulo del célebre matemático y astrónomo español José Antonio Alzate, con quien compartió la pasión por las ciencias naturales y exactas. No era raro verlo estudiar los cielos con instrumentos astronómicos o recorrer minas analizando la geología del terreno. Pero su saber no se quedó sólo en los libros: participó activamente en expediciones científicas, como la ya citada de Gálvez, y fue uno de los primeros novohispanos en aplicar métodos matemáticos y astronómicos al estudio del territorio. A petición de la corona, se dedicó a la medición de meridianos y levantamientos topográficos, con el fin de mejorar el conocimiento del virreinato, combinando su formación científica con una clara vocación de servicio al rey.

También tuvo un papel importante en la reforma de la minería. Velázquez de León no sólo estudió los minerales y los procesos de extracción, sino que propuso mejoras técnicas y administrativas. Fue nombrado inspector general de minas, y promovió el uso de herramientas científicas en una actividad tradicionalmente artesanal. En este ámbito, sus conocimientos matemáticos eran fundamentales para calcular vetas, pendientes y flujos de trabajo. Además de sus trabajos técnicos, escribió varios tratados sobre astronomía, matemáticas y minería, aunque muchos de ellos permanecieron manuscritos, sin llegar nunca a las prensas de la edición, y los que lo hicieron, fueron siempre poco difundidos. Como buen ilustrado, creía firmemente que el conocimiento debía ponerse al servicio del bien común, y que la ciencia podía mejorar la vida de las personas. Joaquín Velázquez de León murió en 1786, pero su legado perdura como símbolo de una Nueva España culta, científica y abierta a las ideas del progreso. Fue, en muchos sentidos, un adelantado a su tiempo: un hombre que supo unir razón, ciencia y compromiso social.

Sin embargo, con la llegada del siglo XIX, los descendientes del linaje se alejaron definitivamente de la metrópoli. Criollos por cultura, educación y espíritu, tomaron partido por la independencia de México. Tal es el caso de Joaquín Velázquez de León (1803–1882). Éste era hijo de Juan Felipe Neri Velázquez de León García de Pereda, y de Guadalupe Álvarez de Guitién y Alarcón; y era nieto, a su vez, de Fernando Velázquez de Cárdenas y León. Fue éste un personaje fascinante del México del siglo XIX. Nacido en la ciudad de México en 1803, creció en una época de grandes cambios, marcada por la lucha por la independencia y la búsqueda de una identidad nacional. Desde joven, mostró una gran pasión por el estudio. Se formó como ingeniero en el Real Colegio de Minería, uno de los centros científicos más importantes de América en aquel tiempo. Allí destacó por su interés en las matemáticas, la geografía y la física, disciplinas que consideraba fundamentales para el desarrollo del país. Llegado el momento del estallido revolucionario, se incorporó al ejército de Agustín de Iturbide, y fue más tarde profesor en el Colegio Militar. En los años siguientes, fue jefe de la Comisión Mexicana en Washington, ministro de Fomento del nuevo país nacido de la revolución, y director del Colegio de Minería, en el que había estudiado, contribuyendo así a la construcción del nuevo estado mexicano desde las instituciones republicanas.

Pero Velázquez de León no se quedó solo en el mundo académico. Pronto se involucró en la política y en la diplomacia, convencido de que el joven país necesitaba tanto ciencia como instituciones fuertes. A lo largo de su vida ocupó varios cargos importantes, entre los que destacó su etapa como ministro de Relaciones Exteriores, durante el Segundo Imperio Mexicano, encabezado por Maximiliano de Habsburgo. Aunque este periodo fue breve y polémico, Joaquín intentó tender puentes entre México y las potencias europeas, buscando siempre el bien del país.

Joaquín Velázquez de León murió en 1882, pero dejó tras de sí una huella profunda. Representa a esa generación de mexicanos que creyeron que el saber y el compromiso podían cambiar la historia. Hoy, su vida nos recuerda que ciencia y política no deben estar reñidas, y que es posible servir a la patria con inteligencia, moderación y visión de futuro. Lo más llamativo de su figura es que, a pesar de vivir en una época de guerras, golpes de Estado y rivalidades políticas, nunca dejó de lado su vocación científica. Fue un defensor del progreso, de la educación y del pensamiento racional. Para él, el conocimiento no era un lujo, sino una necesidad, para que México pudiera salir adelante.

En conclusión, el libro de María de la Almudena Serrano no sólo rescata a un personaje olvidado del siglo XVI, sino que reconstruye con notable precisión documental la genealogía, el ascenso y la transformación de una familia conquense que llegó a ser protagonista de la historia atlántica. En su prosa rigurosa y clara, Serrano demuestra cómo lo local y lo global se entrelazan en las trayectorias de los linajes que, desde lugares tan discretos como Uclés, proyectaron su influencia hasta los confines del imperio español, y más allá. Una obra que enriquece la historia de la colonización, la nobleza indiana y la memoria transatlántica de Castilla.




 






El Podcast de Clio: LOS VELÁZQUEZ DE CÁRDENAS: DE UCLÉS A NUEVA ESPAÑA

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