De esto es de lo que habla este nuevo libro de José María
Rodríguez González; de ángeles, esos seres espirituales, presentes en todas las
religiones de una manera o de otra, y de arte, del arte en el que son
representados esos seres en un edificio concreto de la ciudad de Cuenca, en
nuestro más importante monumento: la catedral de Santa María. No es éste, sin
embargo, el primer acercamiento al mundo angelical de este escritor conquense,
pues ya publicó una importante monografía sobre los ángeles del triforio. Sin
embargo, en este nuevo libro, que fue presentado en la pasada feria del libro,
y que él mismo publica con el apoyo de la Diputación Provincial y de la propia
catedral, además de la colaboración de la asociación Cuenca Abstracta y el
Instituto de Estudios Conquenses para las Humanidades y el Patrimonio, el autor
realiza un breve viaje cronológico por todas las representaciones angelicales
que el espectador puede contemplar en las naves del templo catedralicio.
Y es que
no cabe duda de que el tema de los ángeles ha sido siempre uno de los temas más
recurrentes a lo largo de la Historia del Arte, ya desde el mismo siglo XII,
cuando se llevó a cabo ese primer ángel de nuestra catedral, ese pequeño ser
álado, sin cuerpo en este caso, que en
un primer momento adornaba, desde el exterior, uno de los ábsides de la
primitiva cabecera, y que en la actualidad, después de haber sido embebido en
el interior del templo por la construcción, a finales del siglo XV, de la
hermosa girola, pasa completamente desapercibido para el visitante, escondido
detrás de los adornos renacentistas de la portada de la capilla del Arcipreste
Barba. El mismo siglo XII, o muy poco tiempo después, en el que se llevó a cabo
también ese ángel gótico que soporta, a modo de basamento, el Calvario de
Alfonso VIII.
Sin
embargo, el culto a los ángeles ha venido sufriendo a través de los tiempos
numerosos altibajos, de manera que en la actualidad, los nombres de muchos de
esos ángeles resultan demasiado exóticos y desconocidos para nuestros
conocimientos actuales. Sin embargo, durante toda la Edad Media muchos de esos
ángeles, hoy anónimos, tenían nombre, de manera que el autor ha sabido
reconocer y poner nombre, a través de la iconografía y de los elementos que los
acompañan, a cada uno de los ángeles que conforman el triforio, ese bello triforio
del siglo XIII que es una de las maravillas que atesora en su interior nuestra
primera iglesia. Así, Uriel, Zadkiel, Egudiel, Jophiel, Azrael, Sealtiel y
Chamuel, además del propio Ángel de la Guarda, ese ángel que cada uno de
nosotros llevamos dentro, y que nos protege a lo largo de nuestras vidas,
acompañan a los tres arcángeles canónicos -Miguel, Gabriel y Rafael-, desde sus
arcosolios, y desde sus arcos geminados y desde sus óculos superiores, nos
observan cada vez que nos adentramos bajo sus naves sugerentes.
El libro
se complementa, como una especie de apéndice literario, con un puñado de
poemas, en los que el autor intenta demostrar al lector lo que en realidad
supone para él todo ese mundo angelical, legendario, que tanto ha significado
para el cristiano de ayer, pero que el espíritu cientifista de hoy en día,
exageradamente cientifista diría yo, ha dejado de lado en los últimos tiempos.
Un sentido que puede resumirse ya desde las primeras líneas de presentación del
libro de José María:
“Todas
las culturas se han visto fascinadas y atraídas por los seres alados. Culturas
anteriores a la nuestra han dado señales de su existencia siendo representados
y esculpidos en piedra, pintados en lienzos y paredes, llegando hasta nosotros
esos vestigios de sus creencias. Es por ello que he elegido el título de esta
obra: αγγελος,
“aggelos”, sustantivo masculino en griego de: ángel, mensajero o enviado. A
pesar de las representaciones angelicales que se han venido realizando a través
de los siglos y de las diferentes culturas, incluso anteriores al cristianismo,
no se sabe a ciencia cierta si existen o son meras realidades históricas de
leyendas ancestrales. Es difícil para la comprensión humana, llegar a entender
la existencia de otros mundos que no sea el físico en el que nos movemos, pero
sería muy pobre quedarse con la realidad que perciben nuestros sentidos, donde
la muerte fuera el final del camino.”