La semana pasada hacíamos
un paréntesis en estos artículos que sobre la historia de Cuenca,
preferentemente, vengo entregando con carácter semanal en este blog, con el fin
de intentar hacer una breve referencia a los avances tecnológicos y científicos
que, desde un tiempo a esta parte, han venido a modificar los estudios
arqueológicos: fotografía aérea y de satélite, sondeos geofísicos a través de la
superficie de la tierra, uso de teodolitos y telémetros de onda,… Lo hice a
colación de una visita turística que, en compañía de unos amigos, realicé hace
algunas semanas a las ruinas de la ciudad romana de Baelo Claudia, en la bahía
de Bolonia (Tarifa, Cádiz), en la que tuve la fortuna de encontrarme con un
grupo de arqueólogos, mientras estos sacaban a la luz, según pude leer más
tarde en un artículo de prensa, una nueva fábrica, una más, de salazones. La
estampa era muy diferente a las que presentaban los yacimientos arqueológicos
hace ya algún tiempo, una estampa que, a pesar del entorno en el que se movían
los arqueólogos, se aproximaba más a los trabajos realizados en un laboratorio
moderno, con sensibles aparatos de alta tecnología, que a la inventiva
cinematográfica de un Indiana Jones, o incluso a esos relatos que nos acercan a
los años heroicos de la ciencia arqueológica.
Y hoy quiero hablar,
precisamente de esa ciudad romana de la Bética, Baelo Claudia. Una ciudad que
primero fue un emplazamiento fenicio, aunque su etapa de mayor florecimiento se
remonta al siglo I d.C., durante el periodo en el que el imperio romano estuvo
regido por el emperador Claudio, cuando la ciudad pudo obtener el status
de municipio romano, y todos sus habitantes pasaron a ser considerados como
ciudadanos romanos de pleno derecho; los magistrados de la ciudad recompensaron
entonces al emperador que había otorgado a sus habitantes este reconocimiento
político, dándole su nombre a la ciudad, transformando así la vieja Baelo en la
nueva Baelo Claudia que todos conocemos.
Su situación, a la
entrada del estrecho de Gibraltar, en el lado del océano Atlántico, y frente a
la importante ciudad de Tingis, la actual Tánger (Marruecos), capital de la
Mauritania Tingitana, la misma que durante mucho tiempo fue una más de las
provincias en las que estuvo dividida la Hispania romana, una ciudad que
incluso puede verse en los días más claros desde la playa que se encuentra
junto a las ruinas, influyó de manera primordial en su posterior desarrollo
económico. En efecto, cada año se produce en el estrecho de Gibraltar la doble
emigración de los bancos de atunes; primero, entre los meses de mayo y junio,
desde el Atlántico hacia el Mediterráneo, cuando las hembras se dirigen hacia allí
para desovar, en un mar mucho más tranquilo y calmado que el que conforma su
hábitat natural, y más tarde, entre los meses de julio y agosto, una vez que se
ha producido ya la puesta de los huevos, y los animales regresan al Atlántico.
Este hecho ha significado, a lo largo de la historia, una forma de vida propio
de los habitantes de la comarca, a un lado y otro del estrecho, a partir de la
captura de esos atunes, extremadamente sencilla en aquellas circunstancias, por
medio de las famosas almadrabas, y la posterior elaboración del pescado, para
su exportación por todos los rincones del imperio.
De esta forma, todas las ciudades próximas al estrecho, como Baelo, lograron crecer gracias a esa industria de las salazones, y la existencia, todavía entre las ruinas, de un número importante de fábricas dedicadas a esta industria, así nos lo demuestra. A finales del siglo pasado, los arqueólogos que trabajaban en Baelo, muchos de ellos franceses de la Casa de Velázquez, ya habían sacado a la luz seis de esas fábricas, y alguna más ha podido ser descubierta también en estos últimos años. Todas, desde las más grandes a las más pequeñas, cuentan con una estructura similar, y están divididas en dos espacios básicos (las grandes cuentan también con oro espacio, destinado para almacenar ánforas). En primer lugar, contaban con una zona de trabajo, una especie de patio, en la que los empleados de la fábrica extraían las vísceras de los animales y los descuartizaban, partiéndolos en trozos pequeños, lo suficiente para que, después, pudieran caber en unas ánforas especiales de barro, de boca ancha; una vez terminada la operación, los restos de los atunes y de otros peces que también habían caído en las almadrabas eran llevados a otro espacio, dividido en piletas o pequeñas piscinas, en el que eran depositados, mezclados con sucesivas capas de sal, con el fin de facilitar su conservación durante bastante tiempo. Allí, entre la sal, permanecían varios meses, y al finalizar el proceso es cuando eran introducidos en esas ánforas, y enviadas a todos los rincones del imperio. Había también otras piletas más pequeñas, en las que también eran introducidos, y puestos igualmente en salazón, las restos que les habían sacado a los peces antes de iniciarse el proceso (vísceras, sangre, semen, lechada, …). Con ellos se hacía en garum, una especie de salsa que, a pesar de su extraña y poco apetitosa apariencia, al menos desde el punto de vista actual, se había convertido en uno de los platos más sabrosos y deseados por los patricios romanos.
Pero
las ruinas de Baelo no son sólo esas fábricas de salazones. Junto a ellas, los
amantes de la arqueología pueden disfrutar en el yacimiento de algunos aspectos
que son propios de todas las ciudades romanas. Así, se conoce bastante bien el
perímetro de sus murallas, excepto en su parte más meridional, aquélla que se
halla frente a la ensenada de Bolonia, oculta quizá por las propias fábricas de
salazón; pues es precisamente aquí, frente al mar, donde estas fábricas se
multiplicaban. Se conocen también tres de sus puertas (probablemente habría
alguna más). En esa misma zona meridional, a un lado y otro de la ciudad, de
forma simétrica, bastante bien conservadas ambas sobre todo en sus partes
inferiores, las puertas este y oeste, llamadas también de Carteia y de Gades, por ser éstas las ciudades
principales a las que conducían respectivamente las dos vías de comunicación
que arrancaban de ellas, la primera emplazada junto a la actual localidad de
San Roque, en Algeciras, y la segunda, como es sabido, correspondiente a la
actual ciudad de Cádiz. Y ya en el noreste, la puerta de Asido, llamada de esta
forma por el mismo motivo que las otras dos, su relación con la homónima ciudad
antigua, la actual Medina Sidonia, peor conservada que sus hermanas. Y por lo
que se refiere a su estructura interna, también se conserva en relativo buen
estado el entramado urbano formado por los decumani y los cardines,
organizados, como en todas las ciudades romanas, en un perfecto damero de
calles paralelas y perpendiculares, dando forma así a las insulae, tal
como había sido recomendado por el arquitecto Marco Vitruvio. Especialmente
bien conservado se encuentra el decumanus maximus, perfectamente visible
para el visitante todo su enlosado entre las puertas de Gades y de Carteia.
Más
allá de ello, y por lo que se refiere ya a las propias arquitecturas
monumentales del yacimiento, hay que destacar por encima de todo el espacio del
foro, perfectamente visible, formando, junto a algunos edificios más, una de
las insulae, entre el decumanus maximus y dos cardines,
una de ellas, muy probablemente aquel que, hacia el norte, permanece todavía
enterrado, en dirección hacia la puerta de Asido, debía ser también el cardus
maximus de la antigua Baelo. Se trata el foro, en realidad, de un estudiado
complejo arquitectónico, en el que junto a la propia plaza del foro, también
visible su enlosado todavía, y a una domus recientemente descubierta,
han sido localizados, además, el resto de los edificios que son propios de cualquier
otro espacio de estas características: la basílica, donde se dictaba justicia
por parte de los diunviri, los dos magistrados que regían la ciudad; la
curia, lugar de reunión de los ciudadanos, el archivo de la ciudad,… El espacio
contaba, además, en una de sus esquinas, con un amplio mercado, y el costado
oriental de la plaza estaba flanqueado por un conjunto de tiendas, parecidas a
las que pueden verse todavía en la ciudad italiana de Pompeya. Finalmente, toda
la parte más septentrional de la plaza estaba dedicada a edificios religiosos;
así, separados de la plaza por un ninfeo, fuente pública, y por una amplia
tribuna, sobre la que los magistrados se subían para arengar al pueblo, se
encontraba el templo capitalino, en realidad un triple templo de estructuras
idénticas, en las que recibían culto respectivamente los tres dioses
principales del panteón romano, la llamada triada capitolina: Júpiter, Juno y
Minerva. Y junto a él, otro templo dedicado a Isis, una diosa de origen egipcio
que fue muy venerada por los romanos, principalmente en tiempos imperiales.
Y
junto a estos edificios que conforman el espacio del foro, de clara
significación política y religiosa, también destacan otro tipo den
construcciones, no menos típicas en todas las ciudades romanas, pero más
lúdicas. Como el teatro, no demasiado grande si lo comparamos con otros teatros
de la Bética, pero sí lo suficientemente amplio como para atender a las
necesidades propias de los habitantes de Baelo, e incluso más de lo que podría
suponerse en una ciudad como ésta, no demasiado importante en términos
demográficos, a juzgar por el perímetro de sus murallas, lo que ha hecho
suponer a los arqueólogos que, quizá, podría atender además a las necesidades
de una población flotante, atraída desde otros puntos de la región por el
comercio de las salazones. O como sus termas, no demasiado grandes tampoco, lo
que hace suponer que éstas, las que fueron desenterradas en las excavaciones de
mediados del siglo pasado, no debieron ser las termas principales con las que
contaba la ciudad. Y a propósito de las termas y de las numerosas fábricas de
salazón recuperadas, es lógico suponer que las necesidades de agua en Baelo
debían ser también abundantes. Se ha recuperado también, por parte de los
estudiosos, una parte importante del trazado de los tres acueductos, que desde
diversas fuentes más o menos cercanas, alguna de ellas no tanto, por cierto,
socorrían esas necesidades del líquido elemento que tenían los habitantes
primitivos de Baelo.
A través de la arqueología, la muerte y la vida de los hombres que vivían en aquellas ciudades antiguas desaparecidas bajo la tierra, o bajo el agua del mar, pueden ser recuperados al mismo tiempo por la piqueta de los arqueólogos. La vida, representada en esas villas o domus, como la ya citada que se hallaba junto al foro, o las otras dos que se encuentran en la parte más meridional del yacimiento, junto a las fábricas de salazones; aunque la impronta que esa vida truncada ha dejado a lo largo del tiempo no llega a ser tan vívida como la que la inesperada erupción del Vesubio puado dejar en Pompeya o en Herculano; una de ellas, la llamada Casa del Reloj de Sol, tenía una de sus habitaciones exteriores abierta incluso hacia una de las fábricas, lo que hace suponer que el propietario de ambos espacios debió ser una misma persona. Y la muerte, representada en las abundantes necrópolis excavadas, que en Baelo, también como en el resto de las ciudades del imperio, se hallaban extramuros de la ciudad, al otro lado de las murallas y de sus puertas, a lo largo de las vías de comunicación que unían a Baelo con Asido, con Carteia, con Gades, y a través de estas tres ciudades, con todo un imperio, y una civilización que, todavía hoy, sigue conformando nuestra forma de ser como europeos.
Arqueólogos trabajando en el yacimiento romano de Baelo
Claudia.
En la esquina superior izquierda puede apreciarse el
vuelo de un dron,
elemento indispensable actualmente en el trabajo
arqueológico.
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