Quizá tengan razón
aquellos que afirman que la historia de la humanidad es siempre una historia
escrita por los hombres, y que por ello, y no pon ninguna otra razón, son los
hombres los únicos protagonistas de ella. Lo cierto es que, durante mucho
tiempo, la investigación histórica ha dado a las mujeres un papel escaso,
marginal incluso, y si bien es también verdad que en muchas culturas, éstas se
han visto sometidas a una vida casi anónima, escondidas en los gineceos de los
palacios o en los rincones más apartados de las casas particulares, alejados de
aquellos lugares en los que se tomaban las decisiones sobre la paz y la guerra
entre las naciones, e incluso de la vida cultural de las sociedades menos
modernas, también es verdad que ese factor aristocrático tradicional en el
estudio del pasado ha influido en la forma de hacer historiografía. Desde un
tiempo a esta parte, sin embargo, coincidiendo con el desarrollo de los
estudios de historia social iniciada por los seguidores de la Escuela de los
Anales, se han realizado interesantes adelantos en el estudio de la historia de
las mujeres, de lo que son buenos ejemplos el libro coordinado por los
historiadores franceses Georges Duby y Michelle Perrot, bajo el título
clarificador de “Historia de las mujeres”, y en España, la “Historia de las
mujeres en España y América latina”, coordinada en cuatro volúmenes por la
valenciana Isabel Morant Deusa.
Desde luego, hay en la tradición importantes excepciones a esa desigual relación entre sexos que se ha venido dando en la historiografía, más en los aspectos políticos que en los culturales o sociológicos. La investigación histórica ha sido durante mucho tiempo una historia política, y este hecho ha influido en que los investigadores hayan dirigido sus miradas, eminentemente, a las clases sociales que tenían capacidad de tomar las decisiones políticas. Así, y aunque se tratara de una minoría, la historia está llena de reinas inteligentes, que gobernaron con brazo de hierro o, en algunos casos, con la astucia suficiente para poder influir en los hombres de su época: la anónima reina de Saba, Cleopatra, las homónimas reinas de Castilla y de Inglaterra, …, cuya biografía forma, desde hace mucho tiempo, parte de la historiografía. Pero también hubo mujeres inteligentes en el campo de la cultura, dignas de ser estudiadas, que poco a poco se van incorporando a ese bagaje científico, siempre escaso a pesar de las nuevas aportaciones que se van haciendo: poetisas como Safo de Lesbos o Santa Teresa de Jesús -la mística y la poesía, tantas veces relacionadas entre sí-; pintoras como Sofonisba Angissola o Lavinia Fontana, entre otras, autoras de diferentes lienzos que son dignos de rivalizar en las mejoras condiciones con los de los grandes artistas de su época; escultoras como la andaluza Luisa Roldán, “la Roldana”, heredera de la mejor obra de su padre, a quien incluso llegó en muchos aspectos a mejorar. También en Cuenca tenemos un buen ejemplo de ello en la figura de Luisa Sigea de Velasco, una importante escritora y humanista de nuestro Siglo de Oro, injustamente olvidada incluso entre los conquenses en general, y también para muchos de sus paisanos de nuestra generación.
Luisa Sigea nació en
Tarancón en 1522. Era hija de Diego Sigea, o Sigeo, que de las dos maneras aparece
en la documentación, y de Francisca de Velasco, una dama de la hidalguía
taranconera, pueblo que en aquel momento pertenecía a la provincia y diócesis
de Toledo. El padre había nacido en Francia, en la región de Nimes, capital de
la región de la Occitania, debió llegar a Toledo cuando todavía era joven,
hecho por el que fue conocido como “el Toledano”, apodo que después heredaría
también su hija. Ya en España, asistió a la Universidad de Alcalá de Henares,
donde estudió las tres lenguas clásicas, griego, latín y hebrero, y donde fue
alumno de Antonio de Nebrija, entre otros profesores de renombre. De regreso en
la ciudad del Tajo, fue contratado por el futuro jefe comunero Juan de Padilla
como instructor de su esposa, María Pacheco, a quien acompañaría posteriormente
a Portugal, a donde tuvo que exiliarse después de la ejecución de aquél en
Villalar, en 1521. Allí permaneció, alejado de toda su familia y acompañando a
la viuda comunera, hasta el fallecimiento de ésta, en 1531, y allí permaneció durante
el resto de su vida, ya con la compañía de su esposa y de sus cuatro hijos, a
los que había llamado. Permaneció después al servicio del duque de Braganza
hasta el día de su muerte, en 1563, en la ciudad de Torres Novas, en el
distrito de Santarém, lugar al que se había retirado poco tiempo antes. Del
conjunto de sus obras sólo se conserva una edición del Misal y una crónica del
movimiento comunero, realizada desde el punto de vista de su protectora.
Al contrario de lo que
era usual en aquella época, incluso entre los miembros de las élites
culturales, Diego Sigeo también se preocupó de que sus dos hijas, Luisa y
Ángela, pudieran recibir la misma educación esmerada que sus dos hijos varones,
Diego y Antonio, a los cuales ambas, principalmente Luisa, llegaron a superar
en este sentido. En concreto nuestra protagonista, Luisa, tal y como se ha
dicho, había nacido en Tarancón, lugar en el que nacieron también el resto de
sus hermanos, en 1522. En la villa manchega de su madre había quedado la
familia, cuando el padre tuvo que huir a Lisboa con el fin de acompañar allí a
su protectora, María Pacheco. Y ocho años más tarde, en 1530, la familia pudo
por fin reunirse de nuevo en Lisboa. Ya en la corte portuguesa entró al
servicio de Catalina de Austria, la hermana más joven del emperador Carlos, que
se había convertido en reina de Portugal por su matrimonio con el rey Juan III,
y también de su hija, la infanta María de Avis. Allí, en la corte de Lisboa,
siguió cultivando el incipiente humanismo que había despertado en ella la
esmerada educación que le había proporcionado su padre, añadiendo el
conocimiento del portugués a los otros idiomas que ya conocía por razones
familiares, el francés y el español, y a las lenguas clásicas que también llegó
a conocer bien: el latín, el griego, el hebrero y el caldeo o siriaco. Es
conocido, incluso, que en 1540, cuando sólo tenía dieciocho años, llegó a
enviar al papa Paulo III, una carta que ella misma había escrito en varios de
estos cuatro idiomas.
En 1552 contrajo
matrimonio por conveniencia con Francisco de Cuevas, un hidalgo burgalés que se
había enamorado de ella en el curso de un viaje a Portugal, y tres años más
tarde regresó con él a España, estableciéndose el matrimonio primero en Burgos,
y más tarde, a partir de 1558, en Valladolid. De este modo, la taranconera pudo
retomar de nuevo sus relaciones con una corte, en este caso la española, que
todavía se encontraba en la ciudad del Pucela, y en la que pudo entrar al servicio
de María de Habsburgo, quien había sido reina consorte de Hungría por su anterior
matrimonio con Luis II de Bohemia. Sin embargo, fallecida su protectora, Luisa
Sigea quedó en situación de extremada pobreza, hasta el punto de que tuvo que
acudir repetidamente al monarca Felipe II, para solicitarle algún trabajo en la
corte para ella y para su marido. Finalmente, y a pesar de haber permanecido
durante una parte de su vida en la compañía de las más importantes damas de la
nobleza, desanimada por el escaso apoyo que la corte española le proporcionaba,
regresó a Burgos, la ciudad en la que había nacido su marido, y en la que ella
conservaba alguna propiedad y una parte de su familia política, donde falleció
en 1560.
Conocida entre los historiadores
posteriores como la “Minerva de su siglo”, hablaba también el italiano, además
de todas las lenguas que ya se han mencionado con anterioridad. Tenía amplios
conocimientos de filosofía y de historia, así como de poesía, que ella misma
cultivaba de manera elegante, incluso en diversos idiomas. Aunque se ha perdido
la mayor parte de su obra, escrita tanto en latín como en castellano, se
conservan algunas de sus cartas y varios poemas, además de un opúsculo escrito
en latín, en el que dos amigos conversan sobre las ventajas y los inconvenientes
de vivir en la corte o en el campo, retirados del bullicio cortesano, al más
puro estilo humanista del siglo XVI.
Pero su obra más conocida es el largo poema bucólico titulado “Syntra”,
escrito en latín al estilo de los escritores clásicos, que fue incluso
publicado en París, en 1566.
También los tres hermanos
de Luisa destacaron de alguna manera en el mundo de la cultura, fruto de la
esmerada educación al que fueron sometidos por su padre, Diego Sigeo. Aunque no
llegaron al nivel que pudo alcanzar Luisa, el mayor, Diego Sigeo de Velasco,
después de haber realizado algunos estudios de teología en el colegio de San
Ildefonso de la Universidad de Alcalá de Henares, y de obtener en la de Coimbra
el grado de bachiller, fue nombrado en 1552 capellán del duque de Braganza, y
vicario de la iglesia de San Salvador de Pinhel. Antonio, por su parte, fue
escribano de cámara del rey Juan III, y ya en Roma estuvo al servicio de Gaspar
Barreiros, canónigo de Sés Viseo y de Évora y autor de diversos trabajos de
geografía. Pero fue precisamente la otra hermana de Luisa, Ángela Sigea de
Velasco, la que más se destacó de los tres, y aunque no llegó a alcanzar la
importancia que tuvo su hermana en el mundo del humanismo, se ha dicho, y con
razón, que las dos siguieron líneas paralelas. Como Luisa, conocía
perfectamente las lenguas clásicas, sobre todo el latín y el griego, y como
Luisa, entró también al servicio de la reina María de Portugal. Y si en algo se
diferenciaba de su hermana, fue en el hecho de haber cultivado un brillante
talento musical, como virtuosa del arpa y de la vihuela e, incluso, como
compositora de algunas obras, hoy perdidas.
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