No es muy usual que un escritor vea publicados, en el breve plazo de unas pocas semanas, hasta tres libros, y más cuando se trata de un tipo de lectura que no cuenta con un número demasiado elevado de posibles lectores, como es el caso de la recuperación de documentos históricos. Esto es lo que le ha pasado a la protagonista de esta entrada, que no es otra que la investigadora María de la Almudena Serrano Mota, licenciada en Geografía e Historia y, al mismo tiempo, directora del Archivo Histórico Provincial de Cuenca desde hace ya algunos años. En otra entrada anterior ya hablábamos de sus dos libros anteriores, que aparecieron en el breve lapso de unos pocos días (ver “Dos libros de Almudena Serrano Mota sobre la historia del Archivo Histórico Provincial de Cuenca y sobre la Real Casa de Santiago de Uclés”, 19 de julio de 2024). En esta ocasión, voy a comentar su última monografía, que tanta relación guarda con los otros dos textos citados, hasta el punto de que ha sido publicado, también, por la misma institución investigadora que había sacado a la luz a la otros dos, la Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía. En esta ocasión, la responsable de nuestro archivo ha venido también a divulgar una parte de la documentación que se conserva en el mismo, en esta ocasión la relativa al monasterio de la Concepción Francisca de Cuenca, las populares “monjitas” del convento de la Inmaculada Concepción de la Puerta de Valencia, correspondientes al arco temporal comprendido entre los años 1498 y 1886.
Según se puede leer en muchos lugares, el monasterio de la Inmaculada Concepción de Cuenca fue fundado en 1504 por Álvar Pérez de Montemayor, canónigo que era en ese momento de la catedral primada de Toledo, pero que era oriundo de Cuenca, a una de cuyas principales familias pertenecía. En la ciudad del Júcar se había fundado apenas unos años antes, en 1484, el primer convento de esta nueva orden, en el llamado Palacio de Galiana, por doña Beatriz de Silva. Ésta había sido dama portuguesa que había sido de la reina Isabel de Portugal, esposa del rey Juan II, en cuya compañía había llegado a Castilla en la década de los años cuarenta. Para la fundación contó primero con la ayuda de Isabel la Católica, y más tarde con la del papa, Inocencio VIII, quien reconoció la creación de la nueva orden en 1489. De esta forma, el convento conquense se convirtió en la segunda fundación concepcionista, y a ella le seguirían algunas fundaciones más, en ocasiones por la propia influencia del monasterio conquense, tanto dentro la propia diócesis (Villarejo de Fuentes, Belmonte, Priego, Moya,) como fuera de ella.Pero cabría hacernos una
pregunta, relacionada con la propia fundación del monasterio. ¿Cuál es la fecha
que se debe utilizar como fundación de una casa de estas características, la de
la creación de todos los elementos precisos para la vida en la comunidad, o
la del momento en la que se produce esa efectiva vida en comunidad de las
monjas? En este sentido, y para el caso concreto de las monjas concepcionistas
de Cuenca, el primer documento
que habla de la creación del monasterio está fechado ya el 24 de septiembre de
1498: se trata de la “licencia y consentimiento para la fundación del
monasterio de la Concepción Franciscana de Cuenca, otorgada por fray Juan de
Tolosa, vicario provincial de la vicaria observante de Castilla”, de los
franciscanos. Sin embargo, la fecha tomada oficialmente como fundación del
convento, 1504, se corresponde con la terminación de las obras en el nuevo
monasterio, de cuya fábrica nos ha llegado la sencilla y hermosa portada, obra
de Pedro de Alviz -que, por cierto, ha debido ser restaurada en cestos días por
la restauradora Mar Brox, después del absurdo atentado sufrido este verano,
cuando un loco provocó en el interior del templo un incendio que pudo haber
causado daños mucho más importantes . El mismo año en el que están datadas la
llegada de las primeras monjas a la comunidad, y la aprobación definitiva de
ésta, por parte del pontífice español Alejandro VI -Rodrigo de Borja, o
Borgia-.
A este respecto, podemos
leer en la contraportada del libro lo siguiente: “El 24 de septiembre de 1498 se
puso por escrito, en Toledo, la decisión de fundar en Cuenca.. . Álvar Pérez de
Montemayor, canónigo de la iglesia toledana, fue el fundador y primer patrono.
En 1504 se obtuvo la autorización papal y, rápidamente, se facilitó el espacio
en el que se ubicaría el convento, lugar donde estuvo la ermita de la Santísima
Trinidad. El fundador otorgó bienes dotales de diferente tipo y, además, retuvo
en el patronazgo la facultad de poder nombrar y presentar ocho religiosas sin
dote, hecho que ocasionó numerosos pleitos entre las monjas y los patronos
durante el siglo XVII y XVIII, por las adversas circunstancias económicas, en
que se vieron envueltas las religiosas, como consecuencia de la crisis
económica generalizada.”
Sobre esta profusa documentación,
sobre la relativa a la primera fundación del convento, entre la que destaca el
testamento del fundador, en el que figura, entre otros asuntos de interés, la
decisión de hacerse enterrar en la capilla mayor de la iglesia conventual, frente
al altar, en un sepulcro que fue realizado por el entallador flamenco Diego de
Flandes, en 1512, y que desapareció en el transcurso de las obras realizadas en
el siglo XVIII por José Martín de Aldehuela -realizado en alabastro, según
parece, contaba con la imagen yacente del propio fundador, acompañado por un
paje-, es de lo que trata este libro. Y también, sobre el resto de los documentos que formaban
parte del propio archivo de la institución, custodiados actualmente por la propia Almudena
Serrano en la institución que ella dirige. Documentos relacionados con las heredades y apeos que fueron
conformando el importante patrimonio que tenía la comunidad, un patrimonio que,
a pesar de todo, y debido a la fuerte crisis en la que estaba sumida la ciudad,
como el resto del viejo reino de Castilla, no impedía que las monjas pasaran también por
ciertos momentos de penuria, que también se reflejan en toda esa documentación.
Son interesantes, también,
los documentos relativos a la presentación de nuevas monjas por parte de los
patronos, un patronazgo que en 1572 pasó a manos de la familia Cañamares, por
medio, primero de Alonso González Teruel de Cañamares, quien, en ese momento,
era a su vez canónigo del cabildo conquense. Este había sucedido en el patronazgo
por el fallecimiento de Juan Pérez de Teruel Montemayor. Es sabido que, en la alta
sociedad conquense de entresiglos, los apellidos Montemayor y Teruel se
confunden en una misma familia, en un posible intento, quizá, de ocultar entre
sus miembros una descendencia de judíos conversos que, en realidad, fue
bastante usual entre las más importantes familias conquenses de la época. No es
casualidad, por ello, que en el escudo heráldico del fundador, que todavía se
conserva en una de las fachadas del edificio, aparezca la imagen de un toro
pasante.
Es de especial interés,
por otra parte, toda la documentación relativa al siglo XIX, una etapa difícil,
como es sabido, para cualquier comunidad de este tipo, en tanto en cuanto
tuvieron que pasar las monjas por diferentes vicisitudes relacionadas con la
implantación en el país del sistema liberal, y por las políticas
desamortizadoras que afectaron a todos los bienes eclesiásticos. De esta forma,
en mayo de 1836, las monjas se vieron obligadas a realizar una serie de
inventarios de los bienes que poseía la comunidad, en el que figuraban un buen número de fincas, tanto en la capital como en varios pueblos de la diócesis, los bienes muebles e inmuebles que poseían las monjas, incluidas obras de arte, y también
todo tipo de riquezas en juros y créditos contra el Estado. Documentación que
ha llegado hasta nosotros, y que se conserva también entre los fondos del
Archivo Histórico Provincial.
Y aunque la documentación
conservada, como ya he dicho, llega sólo hasta los últimos años del siglo XIX,
la autora del libro recoge también algunos testimonios orales relacionados con
los años de la Guerra Civil y la primera posguerra;. Un interesante capítulo de
la historia de este convento, uno de los más antiguos de Cuenca, que, a modo de
epílogo, nos hace reflexionar en la necesidad que tiene el historiador, como
depositario que es del pasado, a través de los documentos que hasta nosotros nos han llegado -y que no siempre son documentos escritos-, de alejarse de las presiones que recibe -quizá,
más potentes que nunca, aunque parece una contradicción en un sistema democrático
como éste en el que nos encontramos, al menos en teoría-, por parte del
conjunto de la sociedad y, sobre todo, de todos los espectros del caleidoscopio
político actual.
No hay comentarios:
Publicar un comentario