BELMONTE, EL LATIDO DEL PODER SEÑORIAL EN LA CASTILLA DEL SIGLO XV

 En el corazón de La Mancha conquense, Belmonte se alzó en el siglo XV como un pequeño epicentro donde confluyeron ambiciones, linajes y poder. Tres nombres —Juan Pacheco, Pedro Girón y Miguel Lucas de Iranzo— forman un triángulo histórico que revela hasta qué punto esta villa y su entorno fueron decisivos en los días turbulentos del reinado de Enrique IV.

 

Hay lugares en España cuya historia parece haber quedado escrita no solo en los archivos, sino también en la memoria íntima de sus piedras, en la manera en que el viento roza sus murallas o en el rumor de sus calles antiguas. Belmonte, en la provincia de Cuenca, es uno de esos territorios privilegiados, en los que el pasado se hace presencia, y la presencia se alarga hacia el pasado, como si de ambas direcciones brotara una misma verdad histórica. Pocas villas castellanas del siglo XV alcanzaron semejante protagonismo en la configuración política del reino, y aún menos, las que pueden presumir, como Belmonte, de haber dado a la luz, o de haber acogido bajo su sombra formativa en algún caso, a tres de los personajes más influyentes de la Castilla tardomedieval: Juan Pacheco, Pedro Girón y Miguel Lucas de Iranzo; tres nombres que, en su tiempo, pisaron fuerte la corte, definieron alianzas, sostuvieron reinos, y llegaron a moldear la historia peninsular desde el corazón de La Mancha. A ellos los reivindica Belmonte con orgullo, mientras que la aldea cercana de Fuentelespino de Haro defiende también, con tenacidad y tradición popular, haber sido la verdadera cuna de uno de aquellos tres hombres, cuyo destino trascendió la humilde geografía de su origen.


Pero para entender por qué Belmonte se convirtió en escenario de semejante fenómeno político y humano, es necesario volver atrás, incluso hasta varias décadas antes del nacimiento de los tres personajes citados, hasta el momento en que esta villa manchega comenzaba a emerger como enclave estratégico, económico y socialmente activo, y lo hacía de la mano de algunas familias que, procedentes en parte de Portugal, se asentaron en la región después de las convulsas guerras luso-castellanas del siglo XIV. Entre esos linajes destacaba el de los Pacheco, cuya impronta acabaría amplificándose en gran parte del reino hasta límites impensables.

El siglo XV castellano fue un hervidero de tensiones. Las pugnas entre cortesanos, la debilidad del trono de los reyes Trastámara, las estructuras señoriales que crecían a costa de la autoridad real, y las ambiciones contrapuestas de los grandes linajes, transformaban cada rincón del reino en un tablero de poder. La Mancha, tan vasta y tan expuesta, no escapó a aquella lógica. Belmonte, sin ser aún la capital señorial que llegaría a ser a finales de la centuria, tenía una posición privilegiada en las rutas hacia Toledo, Cuenca y el Levante. Sus tierras fértiles, su crecimiento demográfico tras la crisis de la Peste Negra, y sus conexiones con los dominios del infante don Juan Manuel, configuraban un espacio idóneo para quienes aspiraban a construir una base territorial sólida. No fue casual que los Pacheco arraigaran allí. Su ascenso estaba por escribirse, pero Belmonte ya ofrecía el escenario adecuado.

La historia de aquel ascenso comienza por los padres de Juan Pacheco, porque nada en la Castilla del siglo XV puede entenderse sin remontarse a la maraña genealógica y social que determinaba la vida de cada linaje. El padre, Alfonso Téllez Girón, pertenecía a la nobleza castellana tradicional, los Girón, un apellido de rancio abolengo. Su linaje arrastraba siglos de presencia en tierras del Cerrato y de Palencia, una ascendencia respetada, útil, necesaria en un mundo donde el apellido abría puertas que de otro modo permanecerían cerradas. Sin embargo, Alfonso murió pronto, demasiado pronto, dejando a sus hijos con el apellido, pero sin la influencia directa que hubiera impulsado su carrera. Ese vacío, lejos de ser un obstáculo, permitió que la figura de María Pacheco, madre del futuro marqués, brillara con más fuerza.

María Pacheco era una mujer de recursos, energía y determinación. Procedente de un linaje portugués que se había instalado en Castilla después de las turbulencias que habían enfrentado a ambos reinos, aportaba no solo patrimonio, sino una mentalidad política afinada para la supervivencia y la ambición. Supo manejar las circunstancias, administrar las propiedades familiares, y situar a sus hijos en las órbitas del poder. Tras enviudar, su segundo matrimonio con Rodrigo Alfonso Pimentel la conectó aún más con los grandes linajes del momento. Ella, y no el marido era la verdadera señora de Belmonte, señorío que el monarca Enrique III había dado a su padre en 1398. Éste Juan Fernández Pacheco, o João Fernandes Pacheco, como era conocido en Portugal, de donde procedía, fue en el país vecino noveno señor de Ferreira de Aves y de Penela, alcaide del castillo de Celorico da Beira, alcalde de Santarén, y guarda mayor del rey Juan I de Portugal, y su abuelo, Lope Fernández Pacheco, había tenido un importante papel en el reino, como valido de los reyes Alfonso IV y de Pedro I de Portugal. Formó parte, junto con su hermano Lope ( o Lopo, en portugués), del grupo de caballeros denominado “Los doce de Inglaterra”, de carácter legendario, que aparece representado en el canto V de “Los Lusiadas”, la gran epopeya portuguesa de Luis de Camoens.

Y fue precisamente en ese caldo de cultivo, propio de la nobleza caballeresca, en el que crecieron Juan Pacheco y Pedro Girón, hermanos a pesar de no confluir los apellidos que a los dos les hicieron famosos, por mor de las características genealógicas de aquella época. Ambos fueron educados primero en un ambiente que mezclaba la hidalguía rural con la mirada atenta hacia la corte, hasta llegar finalmente al círculo del almirante de Castilla, Alonso Enríquez, donde su formación política alcanzó la madurez definitiva.

Con el paso del tiempo, Juan Pacheco se convirtió en uno de los hombres más poderosos de Castilla. Amigo, consejero y casi hermano político de Enrique IV, destacó como diplomático, mediador incansable, tejedor de alianzas familiares, y auténtico dominador de la política castellana durante décadas. Su título de marqués de Villena, concedido en 1445, después de la primera batalla de Olmedo, además de los de duque de Escalona y marqués de Xiquena, fue solo la punta del iceberg de un poder que se extendía por media Castilla, controlando territorios, cargos, rentas y voluntades. Su relación con Belmonte fue decisiva: allí impulsó obras, reorganizó instituciones y, sobre todo, mandó construir uno de los castillos más espectaculares de la península, más palacio que castillo en realidad, como era propio en los castillos de su época, que terminaría por convertirse en símbolo del linaje y de su tiempo. Bajo su patrocinio, Belmonte se transformó en una pequeña corte señorial, en la que artesanos, escribanos, soldados y mercaderes llenaban las calles.

A su lado su hermano, Pedro Girón, maestre de la Orden de Calatrava, representaba el brazo militar del linaje. Desde la cabeza de una de las órdenes militares más poderosas del reino, controlaba no solo castillos y encomiendas, sino también, y esto era lo esencial, una fuerza armada disciplinada y con enorme peso político. En la Castilla del siglo XV, la combinación entre un valido poderoso y un maestre de orden militar imprimía un sello de autoridad casi regio. Pedro Girón fue pieza clave en la maquinaria política que sostenía en el trono a Enrique IV, y en las estrategias familiares que permitieron expandirse a los Pacheco-Girón. Su muerte, cuando se dirigía a contraer matrimonio con la futura Isabel la Católica, alimentó rumores y sospechas, que aún hoy continúan evocándose en estudios y crónicas.

Si Juan Pacheco y Pedro Girón son los dos nombres más conocidos asociados a Belmonte —junto al famosos poeta agustino fray Luis de León, aunque éste tardaría aún más de cien años en nacer—, el tercero, y quizá el más fascinante por las incógnitas que todavía existen sobre algunos aspectos de su vida, es Miguel Lucas de Iranzo, condestable de Castilla, hombre de armas, gobernante en Jaén, y figura profundamente representativa, también, como los otros dos, del espíritu político del siglo XV. Y es que Lucas de Iranzo estuvo ya marcado por el misterio desde el mismo momento de su nacimiento, pues, si bien es verdad que en muchos libros aparece todavía citado Belmonte como su patria chica, en realidad este conquense no nació en la villa de los Pacheco, sino en un lugar muy cercano, Gilaberte, un despoblado que actualmente pertenece al término municipal de Fuentelespino de Haro, a poco más de quince kilómetros de Belmonte.

Perteneciente a una familia de origen humilde, siendo todavía muy joven Lucas de Iranzo  entró al servicio de Juan Pacheco, a cuyo lado nuestro protagonista lograría hacerse un nombre en la corte castellana, hasta llegar a alcanzar cotas que, de no ser así, nunca habría podido alcanzar. Y precisamente debió ser este hecho, su situación siempre al lado del belmonteño marqués de Villena, lo que convertiría a los ojos de muchos, ya en vida, en un belmonteño más. Y aunque su origen concreto siga envuelto en la dualidad geográfica entre los dos pueblos manchegos, su trayectoria ha quedado ampliamente documentada en la célebre “Crónica del Condestable don Miguel Lucas de Iranzo”, un texto imprescindible para comprender la vida cortesana, militar y administrativa de la época. Y es que nuestro protagonista llegó a ser el quinto condestable y canciller mayor de la corona de Castilla, así como halconero mayor del reino, presidente y gobernador del consejo real y supremo de la corona de Castilla, alcaide de Alcalá la Real, Andújar y Jaén, y corregidor de Úbeda y Baeza, durante el reinado de Enrique IV. Fue, además, uno de los tres validos del rey, junto con Beltrán de la Cueva, primer duque de Alburquerque, y Juan Pacheco.

Miguel Lucas de Iranzo presenta un perfil muy diferente al de los Pacheco-Girón. Si Juan dominaba la corte y Pedro las órdenes militares, Lucas de Iranzo representaba la autoridad regia delegada en un territorio fronterizo tan complejo como Jaén, ciudad clave en el cinturón defensivo ante los últimos territorios nazaríes. Su ascenso no fue fruto exclusivo de su linaje, ni tampoco de la influencia cortesana del marqués de Villena, sino, sobre todo, de su propio talento personal, su carisma, su habilidad política y, más que nada, su fidelidad a Enrique IV. Fue un hombre que supo moverse entre la milicia, la diplomacia y el gobierno urbano, y que dejó una huella indeleble en la historia de Jaén gracias a sus reformas, actos públicos, fiestas y decisiones administrativas. Sin embargo, probablemente fue su propio carisma, probablemente, el que provocó su muerte, en 1473, mientras rezaba de rodillas en la capilla mayor de la catedral de Jaén. Asesinado por los nobles de la ciudad, en uno de los episodios más dramáticos de aquella época, su muerte se justificó en el apoyo que el condestable había dado a los judíos, aunque, seguramente, la verdadera causa del crimen fueron los celos provocados en el seno de la nobleza local. Es muy posible, por otra parte, que en el asesinato participara su antiguo amigo y valedor, el marqués de Villena.

Que estos tres personajes, Juan Pacheco, Pedro Girón y Miguel Lucas de Iranzo, compartan origen manchego, no es un capricho del destino, sino el reflejo de una realidad histórica: a mediados del siglo XV, La Mancha fue un vivero de poder, un espacio en el que la movilidad social dentro de la nobleza, las redes clientelares y la necesidad de hombres leales a la Corona, coincidieron para alumbrar a figuras capaces de escalar hasta las posiciones más altas del reino. Sus vínculos de infancia, su proximidad territorial y la naturaleza de sus redes, explican por qué la tradición los reúne bajo la etiqueta de “los tres hijos de Belmonte”, aun sabiendo que la delimitación exacta de su cuna podría situarse, en algún caso, unos pocos kilómetros más allá.

La pregunta, sin embargo, no es tanto dónde nacieron, sino qué significó para Castilla que tres hombres del mismo entorno geográfico alcanzaran tal nivel de influencia en la corte castellana. El siglo XV fue un tiempo que exigía manos firmes y mentes rápidas: la autoridad de Enrique IV pendía a menudo de alianzas frágiles; la nobleza competía sin descanso; las fronteras interiores se movían al ritmo de conflictos locales y grandes campañas; la corte se convertía en escenario de intrigas continuas. En ese panorama, Juan Pacheco se erigió en gran titiritero del reino, Pedro Girón aportó la fuerza militar necesaria, y Miguel Lucas de Iranzo personificó la autoridad regia en tierras especialmente delicadas. Su acción conjunta, aunque no necesariamente coordinada, contribuyó a sostener, con mayor o menor éxito, la estructura política que precedió a los Reyes Católicos.

Belmonte, mientras tanto, se transformaba. La construcción del castillo, la llegada de nuevas familias atraídas por el dinamismo económico, la reorganización del concejo, los contactos constantes con Toledo, Cuenca y Murcia, y la presencia temporal o permanente de miembros del linaje, generaron un fenómeno sin precedentes en la región. La villa pasó de ser un núcleo rural consolidado, a convertirse en el centro de un señorío de proyección casi cortesana. Aún hoy, quien se acerque a Belmonte puede intuir la magnitud de aquel proceso en sus murallas, sus portadas, sus calles medievales, y la imponente silueta del castillo recortada contra el cielo manchego.

Hoy, cuando se recuerda a Miguel Lucas de Iranzo cabalgando entre las calles de Jaén, cuando se repasa la habilidad política de Juan Pacheco, o se analiza la influencia militar de Pedro Girón, es inevitable volver los ojos al paisaje manchego que los vio nacer; y volver, en el más puro sentido del movimiento, a Belmonte, a Fuentelespino de Haro, a esas tierras onduladas donde el trigo crece con la misma serenidad con que crecieron, hace siglos, las ambiciones de un linaje. Allí, en esa mezcla de campo, historia y memoria, se encuentra la raíz de un tiempo que sigue hablándonos. Porque las historias verdaderas —las que movieron reinos, las que elevaron castillos, las que escribieron crónicas, …— no solo pertenecen al pasado, sino que permanecen vivas allí donde fueron forjadas.




El podcast de Clio: BELMONTE: PODER SEÑORIAL Y LINAJES EN LA CASTILLA DEL SIGLO XV


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