Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


sábado, 28 de enero de 2017

La ermita de San Julián en el siglo XIX


Cuenta la tradición que San Julián, segundo obispo de Cuenca, se acercaba al paraje conocido como el Tranquillo, en compañía de su fiel criado Lesmes, cada vez que la administración de la diócesis se lo permitía, para orar. Obligaciones que debían ser muchas en aquel momento, por otra parte, en una época en la que la frontera entre cristianos y musulmanes todavía no se había alejado mucho de la ciudad, y cuando ésta se hallaba además en pleno proceso de repoblación. Cuenta la tradición, también, que en aquel paraje, junto a la hoz del Júcar, ambos, prelado y criado, al amparo de la  cueva que existe junto a la ermita, trenzaban con sus manos los cestillos de mimbre que luego vendía para hacer más soportable la pobreza de algunos de sus feligreses. El lugar, todavía, es uno de los espacios que permanecen con más fuerza en el imaginario de muchos conquenses, incluso entre los jóvenes: San Julián el Tranquillo, que no Tranquilo, porque aquél y no éste es el nombre que el espacio ha recibido desde entonces.

Existe entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca un documento que demuestra la antigüedad de una tradición que todavía sigue reuniendo cada 28 de enero a multitud de conquenses en torno a la ermita del santo limosnero[1]. Se trata de una carta de obligación y arrendamiento que el 19 de enero de 1803, sólo unos días antes de la celebración de la festividad del santo patrón, firmaban ante el notario Diego Antonio Valdeolivas, un tal José Pérez Luján como parte interesada, y su hermano Juan Antonio Pérez Luján como fiador de aquél, de todos los terrenos que rodeaban a la ermita. En dicho documento se reconoce que la titularidad del lugar correspondía al deán y al cabildo diocesano en su conjunto, por lo que uno de los canónigos del cabildo, Juan Bautista Loperráez, en representación de todos los demás, arrendaba a dicho Pérez Luján, “el santuario y sitio titulado de San Julián el Tranquillo, sito en su cerro titulado de este nombre, extramuros de la ciudad, y para el que he sido nombrado de elección de dicho señor por santero de la misma hermita, en unión de José Villarejo, mozo soltero.” Son palabras del propio José Pérez Luján, de las que el citado notario da fe en el documento.

A continuación, el escrito cita las diversas obligaciones a las que el santero nombrado debía hacer frente: mantener abiertas y de manera adecuada las tierras que conforman el paraje; mantener limpios y en buen estado los árboles y las parras que habían sido plantadas (el lugar está ahora cubierto en su mayoría por unos pinos de repoblación que nada tienen que ver con el espacio natural que había a principios del siglo XIX), sin cortar ninguno de los árboles para su beneficio personal, y respondiendo personalmente de aquellos que hubieran sido cortados; mantener en buen estado el resto de los bienes del paraje, “reparando las paredes con la limpia del Escalón o subida a la hermita” (parece claro que el documento se está refiriendo a lo que hoy se conoce como el Escalerón, una de las dos subidas naturales a la ermita desde la ciudad); y tener limpio el propio edificio del templo, así como la casa anexa, que como puede verse, ya existía para entonces. Finalmente, mantener en perfecto estado el conjunto de todos los ornamentos sagrados, con el fin de que pueda celebrarse con normalidad el sacrificio de la Misa. Para ello se había realizado un inventario de todos esos ornamentos, que serían devueltos al canónigo Loperráez, tal y como éste se los había entregado antes al santero, la víspera del día de Todos los Santos, es decir, el día 1 de noviembre de ese año.


El arrendamiento, por otra parte, no tenía una fecha concreta de vencimiento, sino que éste sería a voluntad del protector del lugar, es decir, del canónigo Loperráez en representación de sus compañeros del cabildo. Por su parte, el santero se obligaba a pagar cada año, por el tiempo de la Navidad, la cantidad de cien reales de vellón, y como contrapartida, se aprovecharía del beneficio obtenido tanto por las limosnas de los creyentes que acudieran al lugar como los productos obtenidos por los árboles y las otras plantas que tenía a su cuidado. Y en el caso de no haber hecho frente en su tiempo al pago de los cien reales, José Pérez Luján se obligaba también por este documento al pago de cuatrocientos maravedíes de salario a aquellas personas que tuvieran que entender en la cobranza de la deuda por cada día empleado en dicho cobro. Por su parte, Juan Antonio Pérez Luján, como hermano y fiador del santero, se obligaba también en los mismos términos de pago que éste.

Y después de los términos jurídicos de rigor en un documento de estas características, firman ante el escribano los tres testigos que también son usuales en estas escrituras, que en este caso fueron Anselmo María Calvo, José Mateo y Pascual García del Peso.



[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P- 1540. Sin foliar.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Carta de dote de Juan Pérez y Catalina Montero


El historiador italiano Carlo Ginzburg publicó en 1976 su ya clásico libro El queso y los gusanos, en el que a partir de un único proceso de la Inquisición reconstruyó toda una cosmogonía, una manera de entender el proceso de construcción del mundo, que era propio de un sector de la población del norte de Italia en las últimas décadas del siglo XVI. A partir de la historia de Domenico Scandella, un molinero de Friuli, una región de los Alpes orientales, al norte del Véneto, y conocido entre sus conciudadanos como Menoquio, el historiador creó una nueva manera de hacer historia en la que lo importante es más el detalle que las grandes teorías historiográficas. Y es que la microhistoria de Ginzburg, incorporada a lo que se conoce en Francia como la Nueva Historia nacida de la tercera generación de la Escuela de los Annales, es la historia de los hechos insignificantes, aquella que hubiera pasado desapercibida para los historiadores de la escuela tradicional, pero que al ponerla en su contexto contribuye a obtener una imagen más real de nuestro pasado.

Los archivos están repletos de documentos de este tipo, que analizados por separado parece que por sí mismos no tienen ninguna importancia. Hablan de personas insignificantes, que no llegaron a ocupar puestos de relevancia durante su vida: contratos de compra-venta de casas o de tierras, cartas de arrendamiento o de obligación, testamentos,... El documento de dote que presento a continuación no tiene, desde luego, la misma importancia histórica que el proceso inquisitorial incoado contra el molinero Menoquio, pero ayuda a comprender mejor a esos sectores sociales menos privilegiados, los sectores sin historia porque a menudo la historia les ha dado la espalda al menos con carácter individual, convirtiéndolos de este modo en algo parecido a una masa impersonal sin nombres ni apellidos.

Se trata de un contrato de dote matrimonial por el que Juan Pérez, hortelano y labrador conquense del primer tercio del siglo XIX, reconocía los bienes con los que su mujer, Catalina Montero, había contribuido al matrimonio, tanto en el momento en el que éste se había producido, como después, heredados por ella a la muerte de su padre, Gregorio Montero[1]. El documento está fechado el 19 de septiembre de 1833, y lo primero que podemos decir sobre él es que el valor total de los bienes recogidos es, como se verá, bastante mayor de lo que se podría pensar en un matrimonio perteneciente a este grupo social, ajeno a las clases privilegiadas e incluso a aquellos sectores intermedios, procedentes del mundo artesanal y de lo que hoy podríamos llamar profesionales liberales. Lo cierto es que, a primera vista, era la familia de la mujer, y principalmente por parte de la madre de ella, la que disponía de unos bienes que les permitían tener una vida cuando menos acomodada. Y además, lo avanzado de la fecha del documento, a finales del primer tercio del siglo XIX, y por lo tanto un tanto lejos ya de lo que había sido el Antiguo Régimen, ayuda a comprender mejor este hecho.

Un antecedente del documento es el testamento que el 29 de diciembre de 1813, en plena Guerra de la Independencia, redactaba el tío de Catalina Montero, Tomás Montero, presbítero, ante el notario Diego Antonio Valdeolivas[2]. En el testamento, el sacerdote dice ser hijo de Juan Montero, natural de Arcos de la Cantera, y de Felipa Villar, natural de Cuenca. Dice también que es feligrés de la parroquia de San Juan, de la propia capital conquense, de donde él mismo también es natural, y capellán en la capilla de la Ascensión que en esa misma iglesia parroquial había fundado María Ortega. Por ese motivo, desea ser enterrado en la sepultura propia que él mismo posee en esa iglesia, en la cual también estaban ya enterrados sus padres, o en caso de no poder hacerlo, en la propia capilla de la Ascensión, y que a su entierro acudan los miembros del cabildo de sacerdotes de Santa Catalina del Monte Sinaí, establecido en la ermita del Cristo del Amparo, como era preceptivo en los entierros de todos los miembros del cabildo. También estaba en posesión de dos capellanías más, a las que estaban vinculados ciertos bienes raíces en los pueblos de Villar del Águila y Olmeda de la Cuesta, cuya posesión heredó Manuel Saturnino Villar, cura que estaba destinado en la parroquia de la Santa Cruz de la ciudad de Cuenca. Uno de los anteriores poseedores de una de esas capellanías había sido Francisco Villar, prebendado de la catedral, es decir, racionero o canónigo de la misma.


Por lo que a nosotros más nos interesa, que es la herencia que de Tomás Montero pudo llegar a su sobrina Catalina, bien directamente o bien a través del padre de ésta, Gregorio, hay que decir que el sacerdote era propietario de dos casas contiguas en el barrio de San Martín, una heredada directamente de su tía, Úrsula Villar Heredia, y la otra que había heredado de su hermana, María Montero, la cual a su vez, la había heredado también de la citada Úrsula Villar. A su fallecimiento, el sacerdote disponía que una de esas casas fuera disfrutada en vida por su hermano Gregorio, y que a la muerte de éste, la casa fuera dividida en dos partes, una de las cuales sería heredada por los descendientes de su hermano Gregorio, y la otra por los de su otra hermana, Josefa. Y en lo referente a la otra casa, en realidad sólo disponía del usufructo de la misma, por lo que disponía que pasase a poder de su sobrina Francisca Sanz Montero, tal y como había dispuesto ya en su testamento la propia María Montero. También era poseedor de algunas tierras en los alrededores de la ciudad, en el paraje conocido como la Cuesta de las Lecheras y en la corredera de Nohales, que también heredó el propio Gregorio. Finalmente, y en cuanto a los bienes muebles, mientras el propio Gregorio heredaba, además de algunas ropas, un cubierto de plata, su sobrina Catalina heredaba directamente de su tío una reliquia con un trozo del lignum crucis.

En cuanto al documento de dote matrimonial propiamente dicho, el mismo Juan Pérez expresaba de esta forma sus motivaciones al notario Felipe Sánchez: “En la ciudad de Cuenca, a diez y nueve de setiembre de mil ochocientos treinta y tres, ante mí el infraescripto escribano y testigos, Juan Pérez, de esta vecindad, dixo: Que tiene contrahido matrimonio in facie eclesiae con Catalina Montero, hija legítima de Gregorio Montero y de Isabel González, ya difuntos, la cual trajo a su poder por dote y caudal suyo propio, y ha heredado después de su difunto padre, como es público y notorio y aparece de la hijuela que le ha correspondido, cual se verá en el ynventario y partición hechos a consecuencia de la muerte de éste, los bienes que se especificarán; de los primeros ofreció desde un principio, otorgar a favor de la repetida su mujer el resguardo correspondiente, lo cual por varios motivos que han ocurrido no lo ha podido realizar; y como acaba de recibir los segundos, quiere y es su voluntad cumplir la promesa que tiene hecha, por lo que otorga y confiesa haber recibido real y efectivamente de la precitada Catalina Montero, su mujer, y que ésta en ambas ocasiones ha aportado al matrimonio, por dote y caudal suyo propio los bienes siguientes.”

En cuanto a los bienes reconocidos en el documento, hay que decir que el valor total de estos bienes sumaba la cantidad de 11.722 reales de vellón, una cantidad ciertamente elevada en aquella época. Estos bienes son de diferentes tipos. En primer lugar, y por lo que respecta a la dote matrimonial propiamente dicha, se cita una cantidad abundante de ropa, tanto de carácter personal como ropa de cama y mantelería, cuyo valor total llega a alcanzar una cantidad cercana a los tres mil reales. También era importante el mobiliario de la casa, entre lo que destacaba un caldero nuevo que estaba valorado en cien reales. También se citan algunos elementos de joyería y adornos personales, como, entre otros efectos menos valiosos, unos pendientes de oro y aljófar (pequeñas perlas de forma irregular) valorados en sí mismos en ochenta reales, y algunos complementos lujosos para el vestir femenino, como dos abanicos y tres pares de zapatos, uno de ellos de terciopelo, otro de raso y el tercero de pana. Especialmente curioso es un conjunto de objetos destinados al uso de los bebés, que estaba formado por un chupador, una bellota y un relicario con higa (dije, adorno, de azabache de coral, en forma de puño, que antiguamente se ponían a los niños pequeños para librarlos del mal de ojo), valorado todo ello en su conjunto en veinticuatro reales. Finalmente, y además de diversas cantidades obtenidas en metálico, que sumaban entre todas una cantidad ligeramente superior a los mil reales, hay que constatar también la herencia de algunas cantidades de cereal (trigo, centeno y avena) y de seis ovejas y seis primales.

Y entre los bienes heredados tras la muerte del padre de ella hay que destacar, algunos efectos de vestir masculinos, como una capa de paño negro con embozos de terciopelo, valorada en ciento sesenta reales, y un chaleco con botones de muletilla. Y entre los objetos de adorno para el hogar, cuatro cuadros y dos cornucopias, valorados en conjunto en veinte reales; una cubertería de plata de sesenta y ocho reales; una imagen de Cristo, también de plata, de siete reales y medio; y dos esculturas de talla, una de San Pantaleón y otra de Cristo, valoradas entre ambas en quince reales. Así mismo, un reloj que estaba tasado en el documento en la cantidad de veinte reales. Todo ello estaba muy lejos del valor que tenía la mula que el matrimonio había heredado también a la muerte del padre de Catalina, elemento muy necesario como sabemos en aquella época para el trabajo en el campo, y que estaba tasada en la cantidad de setecientos cincuenta reales.

El documento finaliza con el reconocimiento del propio Juan Pérez, en el sentido de que debería restituir a su esposa todo el alcance de estos bienes en el caso de que el matrimonio fuera disuelto por cualquier motivo en el futuro: “…de que el otorgante se da por contento y entregado a toda su voluntad, por haberlos recibido de la mencionada su mujer, y trahido ésta a su poder por dote y caudal suyo propio al tiempo que contrajeron matrimonio, y después, cuya entrega ha sido cierta y efectiva…y otorga en favor de la precitada su mujer, Catalina Montero, el resguardo más firme y eficaz que a su seguridad conduzca, la cual cantidad se obliga a restituir y entregar en dinero efectivo a la prenotada su mujer, o a quien su acción tenga, luego que el matrimonio se disuelva por cualquiera de los motivos prescriptos por derecho, y ello quiere apremiado por todo rigor, como también a la solución de las costas que en su exacción se causen, cuya liquidación defiere en su juramento…”

En definitiva, el documento demuestra que la familia Pérez Montero, dentro del  grupo social al que pertenecía, era quizá una familia cuando menos acomodada. Ello facilitaría cuarenta años más tarde que el hijo menor del matrimonio, Valentín Pérez Montero, pudiera iniciar al menos los estudios sacerdotales, aunque se sabe que no llegó a terminarlos, dedicándose después a diversos negocios que le permitieron crecer social y económicamente. Miembros del partido progresista y firme defensor del liberalismo, él y su hermano Julián se integraron en las filas de los Voluntarios de la Libertad, y con el tiempo, en 1873, llegaría el propio Valentín a alcanzar la alcaldía de la capital conquense durante el reinado de Amadeo I. Más tarde, durante la Primera República su sobrino Nemesio, uno de los hijos del propio Julián, sería también concejal del ayuntamiento capitalino.




[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1624. Año 1833. Ff. 211-216.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1542. Año 1813. Sin foliar.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Una historia del teatro conquense




 No cabe duda que los siglos XVI y XVII son los años más importantes de la literatura española en todos los aspectos, y quizá sea en éste del teatro, en el que este hecho pueda apreciarse con una mayor claridad. Figuras como Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina, y tantos otros, han contribuido a ello, y en la actualidad tanto sus obras como sus vidas son suficientemente bien conocidas por los especialistas, los estudiosos y simplemente también por los curiosos en general. Sin embargo, hay otros aspectos relacionados con este mundo apasionante del teatro que todavía se mantienen ocultos, y éste de los coliseos teatrales, los edificios en los que se celebraban las diferentes representaciones dramáticas o cómicas, en las ciudades de provincias, es uno de ellos Si bien es cierto, eso sí, que en los últimos años se han hecho algunos esfuerzos para sacar a la luz este tipo de edificios.
            Esto es precisamente lo que ha intentado, y ha realizado, en su último libro Martín Muelas Herraiz: sacar a la luz el viejo teatro de comedias que existió en nuestra ciudad desde finales del siglo XVI hasta muy avanzada la centuria del XVIII, en un recoleto lugar del barrio de San Esteban[1], y que no hay que confundir con ese otro teatro, el nuevo, que fuera levantado ya en el siglo XIX en la calle Bronchales, actual calle Alonso de Ojeda, por dos primerizos empresarios conquenses. Tan imbricado estaba ese edificio, vinculado por cierto, como tantos otros edificios de la época, con el sector eclesiástico, que al final terminó por dar nombre a la calle en la que éste se levantaba. Durante muchos años esa calle se llamaba en todos los documentos calle del Teatro, y todavía a principios del siglo pasado en algunos lugares aparecía como calle del Teatro la que ahora se denomina calle Canaleja.
En resumen, un libro completamente necesario éste que ha sido publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha, y que nos permite conocer un poco más algunos aspectos tanto tiempo olvidados de lo que fueron las representaciones teatrales en nuestra ciudad. De la prontitud de la construcción del coliseo conquense da fe Rafael González Cañal en el prólogo del libro: “Ahora sabemos que Cuenca tuvo un corral de comedias en una fecha relativamente temprana, 1587, gracias a la iniciativa privada, siguiendo la estela de los casi recién creados corrales madrileños: el de la Cruz (1579) y el del Príncipe (1582). Además, se analiza su funcionamiento y las sucesivas etapas por las que fue pasando, hasta que en 1767 comienzan los intentos, que se verán frustrados, de construir un nuevo coliseo. Habrá que esperar hasta 1820 para que Cuenca vuelva a contar con un espacio cerrado para representaciones teatrales.”
De alguna manera, ésta es la historia de Cuenca durante dos siglos de su existencia, o al menos es la historia de una parte de ella, de la parte que tiene que ver con el entretenimiento de sus habitantes. Martín Muelas nos describe de qué manera  se gestó la idea del teatro conquense. A partir de las dos últimas décadas del siglo XVI, y a iniciativa de Diego Pérez de Teruel, relacionado familiarmente con linajes como los Montemayor y los Cañamares, y vinculado por este motivo con algunos edificios tan importantes para el urbanismo conquense como el convento de la Concepción, en la cercana Puerta de Valencia, o las propias Casas Colgadas. Y ya en el siglo XVII, la creación por parte de Jerónimo de Venero y Leyva, abad de la Sey y canónigo diocesano, titular después del arzobispado de Monreal, en Sicilia, del Colegio de Niños de la Doctrina, significó para el teatro de comedias conquense una nueva etapa, vinculada completamente al sector eclesiástico. A partir de este momento, la fundación pía y el teatro estuvieron durante bastante tiempo vinculados entre sí, el segundo como forma de sufragar los gastos que el primero llevaba consigo, hasta que a mediados del siglo XVIII hubo que buscar nuevos espacios temporales por la ruina en la que se encontraba el patio de comedias de San Esteban.
Como ya hemos dicho, no se puede confundir este edificio con ese otro de la calle Alonso de Ojeda, que fuera levantado en 1820, y del que ahora se necesita una nueva investigación con el fin de completar así, junto a la ya más conocida realidad del siglo XX (desde los viejos teatros de sus primeras décadas, pasando por el Xúcar y por el actual Teatro Auditorio), la completa realidad del teatro conquense (no debemos dejar de lado, tampoco, las antiguas representaciones dentro de la catedral, como ambientación de algunas fiestas religiosas). A propósito, en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca se conserva un documento curioso relacionado con ese otro teatro de Alonso de Ojeda: allá por la década de los años treinta del siglo XIX, no mucho tiempo después de haber sido inaugurado, los empresarios del nuevo teatro conquense, Valentín Pérez y Eugenio Martínez de Rozas, denunciaban a una compañía de cómicos toledana, y en concreto a las dos personas que la representaban, los actores Juan Sánchez y José Laurel, reclamándoles la cantidad de mil setecientos setenta y cuatro reales, que los dos empresarios conquenses les habían adelantado por una representación que algunos años después aún no se había celebrado. Por ello, firmaban ante el notario conquense Felipe Sánchez Naranjo un poder a favor de dos procuradores de la ciudad del Tajo, para que fueran representados por ellos en dicho pleito[2].



[1] Como es sabido, hasta mediados del siglo XIX la iglesia de San Esteban no se encontraba donde ahora está, sino en el interior de la parte amurallada de la ciudad, formando un complejo urbanístico de carácter religioso y asistencial con el convento de religiosas bernardas y el hospital de Santa Lucía. No sería hasta mediados de aquella centuria cuando la parroquia fuera trasladada a la parte moderna de la ciudad, ocupando el edificio que hasta entonces había sido el ahora desamortizado convento de San Francisco.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Protocolos Notariales. P-1624 (Felipe Sánchez Naranjo, 1828-1841).


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