Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 20 de octubre de 2017

Nación, Estado, Nación de Naciones


En estos últimos días de deriva nacionalista catalana, hay una pregunta que salta continuamente a los medios de comunicación: ¿Es España una nación, o una nación de naciones, como se nos viene diciendo desde un sector de la historia? ¿Es Cataluña también una nación independiente, histórica o socialmente hablando, en el marco de esa posible o imposible España federal? Para poder dar una respuesta clara a esta pregunta hay que saber primero qué es lo que entendemos por el término “nación”. En este sentido, el sociólogo inglés Anthony Smith definió el concepto como ”una comunidad humana con nombre propio, asociado a un territorio nacional, que posee mitos comunes de antepasados, que comparte una memoria histórica, uno o más elementos de una cultura compartida, y un cierto pasado de solidaridad, al menos entre sus élites.” Por su parte, Benedict Anderson definió a la nación como una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”. En definitiva, tal y como ha dicho también Roberto Augusto, “una nación es lo que los nacionalistas creen que es una nación”

Pero, ¿son estas definiciones suficientes para demostrar que Cataluña es realmente una nación? Según estas definiciones, podría parecer que es así, y sin embargo, cualquier región del mundo, incluso una pequeña comunidad que radique en una provincia o una pequeña aldea podría ser considerada también como una nación si cuenta con un grupo de ideólogos nacionalistas, y por otra parte, cualquier nacionalismo se caracteriza por la invención, sin ninguna base histórica en la que fundarse, de mitos creadores de esa nación en concreto. ¿Es también Cuenca, entonces, una nación? ¿Podría ser considerada la comunidad manchega una nación, asentada en el mito de Don Quijote?

Más allá de estas definiciones teóricas, una nación es en realidad mucho más que eso. Desde el punto de visto lingüístico y del derecho, una nación es “un sujeto político en el que reside la soberanía constituyente de un Estado”. Desde este punto de vista, no se pude hablar de nación si no hablamos antes de Estado, y sería entonces sacar la palabra de contexto si consideramos que los antiguos reinos medievales constituyeron en sí mismos auténticas naciones, por cuanto en aquella época el Estado, en toda su complejidad, ni siquiera existía. En efecto, el concepto de Estado, en toda su actual complejidad, es propio de la sociedad moderna, aquella que nació cuando los antiguos reinos medievales, basados en el vasallaje, fueron sustituidos por la nueva monarquía centralizadora, a caballo entre los siglos XV y XVI. Por ello, todavía en 1611 el propio Sebastián de Covarrubias, apenas pudo definir la palabra en su “Tesoro de la Lengua”, con una breve frase: “Del nombre latino natío, -is, vale reyno o provincia extendida, como la nación española”.

Sin embargo, en un sentido más laxo sí es cierto que podrían extenderse las actuales naciones, como comunidades humanas con ciertas características culturales comunes, a tiempos anteriores, al menos en el caso de España. Está claro que durante el imperio romano, el concepto de Hispania existía como un elemento identificador de un conjunto de pueblos, diferentes en parte entre sí, es cierto, pero sobre todo diferentes a los pueblos galos o a los pueblos latinos, y negar este hecho sería como negar el papel que tuvo la ciudad de Roma como vertebrador, ya a partir de los siglos V y VI a.C., de todo el centro de la península italiana, más allá de las identidades latina, sabina o etrusca; las sucesivas divisiones romanas de la península en provincias, primero entre Hispania Citerior e Hispania Ulterior, y después entre las diferentes unidades provinciales creadas durante el imperio, no eran más que una forma de organizar desde la lógica la administración de esta parte del imperio.

Y después, la monarquía visigoda terminó de incardinar aquella realidad, porque a la pregunta de si los visigodos eran realmente españoles o no, se podría contestar directamente con las palabras de San Isidoro de Sevilla: “Feliz España, madre de príncipes y de pueblos”. La frase, por sí misma es clarificadora: no habló el santo de iberos ni de celtas, no habló de romanos o de bárbaros,… Habló de España, como una unidad en sí misma. De esta forma los visigodos, mucho tiempo antes de la existencia del Estado tal y como hoy lo conocemos, habían asumido esa conciencia de Hispania como realidad, como un espacio geográfico incardinado a una patria común, que abarcaba al conjunto de la península. Sería éste uno de los motivos para trasladar la capital desde Tolosa, en el sur de Francia, hasta Toledo.




Ni siquiera la invasión musulmana, y el tsunami que ésta significó en la península, con la división del conjunto de la península en muchos reinos pequeños, modificó el sentimiento de pertenencia a una comunidad de intereses que estaba por encima de los propios reinos vasalláticos, más allá de los puntuales intereses políticos de los reinos cristianos y musulmanes. Así, la unidad de todos los reinos cristianos fue clave en la creación del estado español, pero esa unidad en realidad no fue casual, sino causal, consecuencia de un proceso histórico que concluyó a finales del siglo XV, es cierto, pero que también pudo haber concluido algún tiempo antes, y oportunidades hubo de que así sucediera. Francia también tuvo su Edad Media, como la tuvo Inglaterra o Alemania, desde luego; una Edad Media en la que los actuales países también se encontraron durante mucho tiempo divididos por pequeños reinos o condados (en el caso alemán, como en el italiano, esa división llegaría incluso hasta el siglo XIX). Un pasado común que convierte sobre todo a España y a Francia, probablemente, en las dos naciones más antiguas de Europa.

Y si esto sucede con la nación española, ¿se puede hablar también de una nación catalana, tal y como desean los nacionalistas? ¿Existía en la Cataluña medieval o moderna ese concepto cultural de nación independiente y separada que sí existía en el conjunto de la península? Es el momento de decir que durante la Edad Media, al menos en un primer momento, Cataluña estaba más enraizada en Francia que en España, pero no como una entidad en sí misma independiente, sino en el seno del reino carolingio. Además, su situación como capital de la llamada Marca Hispánica es bastante clarificadora en este sentido, pues demuestra que incluso en la Francia de Carlomagno, Cataluña formaba parte de la frontera con el conjunto de los reinos hispánicos. Durante los siglos siguientes, y ya más relacionada con el espacio geográfico peninsular, Cataluña ni siquiera era un reino, sino un conjunto de condados, a uno y otro lado de los Pirineos, y sólo el matrimonio de Ramón Berenguer IV, el último conde de Barcelona, que para entonces ya se había convertido en el más importante de esos condes, Ramón Berenguer IV, con Petronila, la hija de Ramiro II, el rey que sólo había pretendido ser monje, permitió la unión definitiva de Cataluña con el reino de Aragón, incorporándose así a esa historia común que en realidad era anterior, históricamente hablando, al sentimiento carolingio de los catalanes.

Y es que, si desde el siglo XII la historia de Cataluña  ha estado siempre ligada a la de Aragón, también el reino de Aragón estaba ya entonces ligado al resto de España por lazos históricos y culturales; y desde el siglo XVI, también políticas. Ya en aquella centuria uno de sus héroes, ahora denostado por los nacionalistas, Luis de Requesens, fue uno de los más destacados capitanes de los tercios de Flandes, y su papel en Lepanto, como principal ayudante de Juan de Austria, fue de especial relevancia para la victoria de la alianza católica. Y tres siglos más tarde, el Batallón de Voluntarios Catalanes, al mando del tres veces laureado comandante Victoriano Sugrañes, que combatió a las órdenes de Juan Prim, otro catalán y hombre de estado, fue también importante para que España consiguiera la victoria definitiva en la primera Guerra de África, precisamente en aquellos tiempos en los que la Renaixença estaba empezando a inventarse los nuevos mitos del nacionalismo catalán, mitos como la sardana y Els Segadors. Mitos que, desde luego, no existían en los tiempos de Ramón Berenguer o de Pau Claris.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, y a lo largo de toda la centuria siguiente, ha sabido aprovechar su nacionalismo para crecer económicamente, por encima del resto de España, blandiendo su “hecho diferencial” cuando ha sido necesario. Se comprobó en 1888, durante la exposición universal de Barcelona, y volvió a suceder otra vez  en 1929, durante la exposición internacional que también se celebró en la ciudad condal. Dos magnas exposiciones que se celebraron con dinero procedente de todo el país, como también provenía también de todo el país el dinero que se gastó en 1992 para celebrar, también en Barcelona, los juegos olímpicos, y que, además de renovar las infraestructuras urbanas de la capital catalana, ayudaron a colocar a Barcelona como un lugar privilegiado en el conjunto de Europa.

martes, 25 de abril de 2017

Arte, matemática y pensamiento visual, un libro del profesor Juan Parera


Algunas veces, las circunstancias se van concatenando unas a otras, de tal forma que el destino, caprichoso y voluble, proporciona sorpresas cuando menos agradables para los amantes de la cultura local; otras veces las sorpresas, más que agradables, sorprenden por su importancia, una importancia que trasciende por encima del ámbito local, y llega a alcanzar cotas nacionales, e incluso internacionales. ¿Cómo si no se puede entender que un escritor de origen cubano, profesor en la universidad sueca de Estocolmo, haya venido precisamente hasta Cuenca para publicar en esta ciudad un libro como éste, en el que el arte, las matemáticas, la educación, e incluso la psicología, se dan la mano para conformar una original teoría del conocimiento global? Los hombres del Renacimiento ya sabían que el conocimiento humano, en toda su extensión, no debería ser parcelado en una suerte de compartimientos estancos, más allá de la pura especialización académica.

Y eso es lo que es el profesor Juan Jorge Parera López, un hombre del Renacimiento al más puro estilo leonardesco. Y eso es lo que es también su libro, Arte, Matemática y pensamiento visual, una hermosa teoría sobre el conocimiento del arte a través de las matemáticas, o del conocimiento de las matemáticas a través del arte, que tanto monta. Y a esta doble visión del arte y de las matemáticas le dedica una gran parte de su libro, porque los clásicos ya sabían también la relación existente entre estos dos campos del conocimiento, a través sobre todo de la geometría y del concepto tradicional de las proporciones como fuente de belleza. Son varios los ejemplos que se pueden poner de ello, desde la conocida proporcionalidad de las esculturas griegas y la relación entre sus partes, hasta el concepto de simetría, que es propio del arte del Renacimiento, pero que los hombres del Renacimiento recuperan de la arquitectura griega y romana. En este sentido, es destacable también la llamada sucesión de Fibronacci, un concepto que fue descrito ya en el siglo XII por el matemático italiano Leonardo de Pisa, esa gran teoría de la proporcionalidad que está presente en toda la naturaleza, pero también en el arte, a través de lo que ha venido a llamarse la proporción o número áureo.

Pero el profesor Parera no sólo retoma a los artistas clásicos para establecer su original teoría de la relación entre arte y matemáticas, y si bien toda la historia del arte está marcada por ese concepto de la proporcionalidad del que ya se ha hablado, también en la pintura y la escultura del siglo XX se puede observar la relación existente entre ambos campos científicos, porque la geometría también es matemática, y la geometría está siempre presente en algunos de los grandes nombres del arte abstracto. Quizá no haya sido casualidad entonces que este libro se haya publicado precisamente en Cuenca. Quizá sea que el destino, caprichoso como ya he dicho, haya movido sus hilos para que el libro fuera publicado precisamente en la ciudad del Museo de Arte Abstracto, en la ciudad en la que hasta su monumento más importante, la catedral, ha incorporado también a su brillante catálogo museístico este tipo de arte, a través de las vidrieras diseñadas por Gustavo Torner y por Gerardo Rueda, por Bonifacio y por Dechenet. Y el profesor dedica también a estas obras catedralicias una parte de su libro.

Pero Parera no se conforma con hablar de matemáticas y de arte, esas dos ramas de la ciencia que conforman respectivamente su dedicación docente y su gran pasión personal. Parera habla también de psicología, y dedica todo el segundo capítulo de su libro a hablar de pensamiento espacial y de cómo el cerebro humano es capaz de interpretar toda la información que le llega a través de los ojos. Un concepto, éste que está relacionado desde antiguo con el arte, pero también con la geometría y con las matemáticas. Algo que se hace aún más patente precisamente a partir del siglo pasado, cuando la pintura y la escultura dejaron de ser, al menos en parte, figurativas, de tal forma que se hiciera completamente necesaria la reinterpretación de la propia obra de arte por parte del espectador de la misma.

Pero el profesor Parera es docente, y como docente no puede quedarse sólo en la mera teoría. Necesita aplicar esa teoría a la enseñanza, y en este sentido, se cierra el círculo de su propia teoría integradora de arte y matemáticas, dedicando otra parte de su libro a la didáctica de las matemáticas. Para ello, y no podía ser de otra forma, utiliza algunas de las más importantes obras de arte para desarrollar una serie de juegos matemáticos, y para crear, también, algunos juguetes didácticos. Porque la creación de este tipo de juguetes es otra de sus grandes pasiones, y conoce de sobra su utilidad para tratar de explicar a los niños el mundo desde el punto de vista de la física.

En resumen, se trata de un libro original, un libro que trasciende de la pura bibliografía local, y no sólo por la personalidad de su autor, sino sobre todo por el interés de su lectura, ocupando de esta forma un espacio propio en eso que se llama la cultura universal.  

domingo, 12 de febrero de 2017

Los protocolos notariales como fuente para el estudio del pasado

         
            Muchas veces se ha destacado ya el valor que los protocolos notariales tienen para el estudio de los diferentes aspectos del pasado relacionados tanto con la historia social como con la historia económica. En efecto, testamentos, cartas de obligación, cartas de poder, dotes matrimoniales o contratos de todo tipo, eran documentos que los escribanos, hoy llamados notarios, recogían en sus protocolos, dando valor legal a los deseos de las personas, personas que pertenecían a todas las clases sociales, nobles y plebeyos, señores de villas y de aldeas y labradores, comerciantes y artesanos; algunas de esas personas, de otro modo, no habrían dejado memoria escrita de su paso por la historia. Gracias a esos documentos podemos seguir los pasos de algunos linajes poderosos, pero también de familias humildes, en este caso la familia Llandres, una familia que era oriunda del sur de Francia, de la región de las Landas, y que después de un breve paso por la costa levantina española, llegó a la ciudad de Cuenca a caballo entre los siglos XVII y XVIII, llegando a extenderse de tal manera que hoy en día, reconvertido por corrupción fonética en ese apellido que nos es familiar, es uno de los más característicos de la ciudad del Júcar.

Nos vamos a acercar a este apellido mediante una selección de esos protocolos notariales, que fueron redactados ante diversos escribanos públicos entre los años finales del siglo XVIII y la primera mitad de la centuria siguiente; cuatro documentos que están relacionados todos ellos con una de esas ramas del tronco familiar que para entonces ya se había empezado a extender en Cuenca. El primero de esos documentos está fechado el 30 de marzo de 1778, y fue redactado ante el notario José Félix Navalón[1]. Se trata de una escritura de obligación y arrendamiento de una casa que fue otorgada por Domingo Llandres y su esposa, Gregoria del Olmo; para entonces, tal y como decimos, el apellido ya estaba completamente establecido en nuestra ciudad, pudiendo contar con diferentes ramas relacionadas entre ellas por diferentes grados de parentesco. La casa en cuestión se encontraba en la bajada a la plaza de Santo Domingo y era propiedad de Mateo Antonio Villanueva, señor de la villa de Reillo, aunque en representación del noble figuraba en el documento Pedro Matías Villodre, vecino y regidor perpetuo de Cuenca. El plazo del arrendamiento sería de cuatro años, desde el día de San Juan siguiente, esto es, el 24 de junio, hasta el mismo día de 1782, y el arrendatario se comprometía a pagar al propietario la cantidad de trece ducados anuales, la mitad de ellos en Navidad y la otra mitad para el día de San Juan. Y el matrimonio también se comprometía por este escrito a no subarrendar la casa, ni en parte ni en su totalidad, y a que el día 1 de marzo del año en que tuviera que finalizar el plazo, esto es, en 1782, informara al propietario de sus intenciones de seguir viviendo en la casa, con el fin de redactar una nueva escritura si así fuera.

El segundo de los documentos está relacionado con uno de los hijos del matrimonio formado por Domingo Llandres y Gregoria del Olmo, Segundo, y se trata de una carta de poder que éste, como marido de María Saiz, otorgaba en favor de uno de los procuradores de causas de la audiencia territorial de Cuenca, José Luis de la Cueva[2]. En realidad, el documento había sido redactado a ruego del propio Segundo Llandres y de Doroteo Ocaña, viudo en segundas nupcias de la madre de dicha María Saiz, Rita de la Cierva, y está fechado el día 3 de diciembre de 1795 ante el notario Diego Antonio Valdeolivas. El motivo que había originado la escritura era que ambos, tanto el segundo marido de la fallecida como la hija de éste, se habían sentido agraviados por el reparto de los bienes dejados a su fallecimiento por la propia Rita de la Cierva, y solicitaban del abogado que en representación de ambos realizara las averiguaciones necesarias para obrar en derecho, con el fin de obtener un reparto más favorable.

Algunos años más tarde la propia Gregoria del Olmo, esposa como ya sabemos de Domingo y madre de Segundo, hacía testamento en la escribanía del notario Felipe Ramírez de Briones[3]; gracias a este tipo de documentos, los historiadores podemos obtener múltiples datos relacionados tanto con la historia económica como con la historia social, pero también con esto que se ha venido a llamar historia de las mentalidades, y este documento es un ejemplo de ello. El mismo está fechado el 17 de agosto de 1808, y en ese momento, el que el marido de la testadora ya había fallecido, pues así lo hace constar ella en la cabecera del texto. Y en ese instante también dice haber nacido en Cuenca y ser hija legítima de Esteban del Olmo y de María García, vecinos que habían sido también de la ciudad, aunque la madre, era natural del pueblo de Villar del Humo.

A continuación la testadora hace la habitual profesión de fe, más o menos en las mimas palabras que lo hacían todos los documentos de este tipo, con las ligeras variantes que son de gran interés para los especialistas en la historia de la mentalidades: “…hallándome en cama enferma de las carnes, pero en mi entero y sano juicio, entendimiento natural y memoria cumplida, creyendo como firmemente creo el alto y soberano misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero, y en ttodo lo demás que cree y confiesa Nuestra Santísima Madre la Iglesia,, en cuya fe y creencia he vivido y prottesto vivir y morir como católica christiana, tomando por mi Abogada a María Santísima Madre de Dios y Señora Nuestra, al Santo Ángel de mi Guarda, santo de mi nombre, y demás de la Corte Celestial, a quienes humildemente ruego inttercedan con su Divina Magestad me perdone mis culpas y pecados, y ponga mi Alma en carrera de salvación, pero temiéndome de la muerte, que es natural a toda criatura, y su día y hora incierto, para que no me coja desprevenido, he deliberado hacer y otorgar, como desde luego hago y ottorgo, estte mi testamento en la forma siguiente.”

Como también es tradicional en otros documentos de este tipo, las primeras cláusulas siguen siendo estrictamente religiosas, pues son las encaminadas a organizar el propio entierro. Así, la testadora desea que en el momento de su muerte, su cuerpo sea amortajado con el hábito de la Virgen del Carmen, y sea enterrado en una sepultura propia que ella tiene en la iglesia de San Esteban, a cuya jurisdicción, sin duda, pertenecía. Desea también que asistan la cruz parroquial y los clérigos de dicha parroquia, así como también las hermandades a las que ella pertenecía, que son, cita, las de San Miguelillo y del Paso del  Huerto; hay que decir en este sentido que a la hermandad penitencial del Paso del Huerto, que había nacido como una de sus hermandades filiales en el seno del cabildo de la Vera Cruz, que desde el siglo XVI organizaba la procesión del Jueves Santo, pertenecían ya entonces muchos de los hortelanos de la ciudad, profesión a la que tradicionalmente se venían dedicando casi todos los miembros de la familia Llandres, aunque no se trataba, como muchas veces se ha afirmado, de una hermandad gremial propiamente dicha.

Y volviendo a nuestra protagonista, solicitaba así mismo que asistieran a su entierro cualquiera de los cabildos sacramentales que en aquel momento existían en la ciudad, en todas las parroquias, con el fin de dar culto al misterio de la Eucaristía. Debían hacerlo con doce hachas de cera. En este sentido abunda también la tercera cláusula del testamento, que era tradicional en todos los testamentos de la época, y que está relacionada con la obligación que tenían todos los testadores de dar una parte de sus bienes a la Iglesia y pagar los impuestos correspondientes: “A las mandas pías forzosas y Santos Lugares de Jerusalén mando lo que es estilo y costumbre en estta ciudad, con lo que desisto y aporto del derecho que pudieran tener a mis vienes.”

A continuación vienen las cláusulas relacionadas con la filiación familiar de la testadora. Así, repite el hecho de haber estado casada según los requisitos de la Santa Madre Iglesia con Domingo Llandres, ya difunto, de cuyo matrimonio había tenido varios hijos, cinco de los cuales aún vivían en el momento de hacer el testamento: Benita, Pedro, Segundo, Felipe y Mariano Llandres del Olmo, de los cuales los tres primeros estaban casados. Y en las siguientes cláusulas, relacionadas directamente con las anteriores, estaban relacionadas con su deseo de intentar igualar lo más posible a todos los hijos en la herencia, teniendo en cuenta también para ello lo que la mujer ya les había entregado en vida a algunos de ellos. Así reconoce que ni a la hija mayor, Benita, ni a los dos hijos solteros, Felipe y Mariano, les había dado todavía nada, como si lo había hecho con los otros dos hijos casados: “Declaro que a mi hijo Segundo le tengo dado un burro que valía trescientos reales, y un pedazo de huerta para que llevase en arrendamiento, y al otro mi hijo Pedro, le tengo dado otro pedazo de huerta, ocho cabras y un macho de cabrío, y declaro que el citado Pedro tiene gastado para pagar el alquiler de la casa, y lo que se gasttó en el entierro de su padre,  trescientos veinte reales, para lo que tiene recibidos en cuenta quarenta reales.” Con este hecho también está relacionada la cláusula décima del testamento, en la que de forma expresa solicita que “se traiga al cuerpo de hacienda quanto por qualquier respeto tengan recibido dichos mis hijos, para que se higualen con lo que nada hayan percivido”.

Otras cláusulas están relacionadas con las deudas contraídas por ella, así como también con las que ella tenía a su favor. Así, Gregoria del Olmo reconoce estar debiendo a Manuel Ángel Lozano, el importe relativo a dos años de alquiler de la casa en la que vivía (no sabemos si se trata de la misma casa de la bajada de Santo Domingo, antes mencionada, pues la persona que figura en este otro documento podría ser un nuevo apoderado del verdadero dueño de la casa, el señor de Reillo). También le debía al sacerdote Pedro Alegría el importe correspondiente al arrendamiento de una huerta y ael valor de siete fanegas de trigo que con anterioridad él le había prestado. Y por otra parte, también aseguraba que uno de sus hijos, Pedro, le estaba debiendo a su vez la renta de otro pedazo de huerta que él llevaba en arrendamiento, importe que ascendía a la cantidad de ciento veinte reales. Finalmente, nombraba por herederos universales a sus cinco hijos en partes iguales (volvemos a ver el interés por igualar a todos sus hijos en su fortuna, poca o mucha), y por albaceas a Vicente López Salcedo y a Esteban Blanco.

El último de los documentos que vamos a mencionar está relacionado directamente con el anterior, y fue redactado algunos años más tarde, el 12 de marzo de 1847 ante el notario Bernabé Sahuquillo[4]. Se trata también de otro testamento, el redactado por uno de los hijos del matrimonio, el ya citado Segundo Llandres. La profesión de fe que encabeza el documento es muy similar a la que había hecho su madre, con las lógicas variaciones producidas en esos cuarenta años de diferencia, aunque las cláusulas de tipo religioso son más parcas en palabras. Declaraba haber estado casado con María Saiz, de la cual tenía tres hijos, María, Juan y Manuela Llandres Saiz, quienes, según otra de las cláusulas, todos ellos ya habían obtenido en el momento de contraer matrimonio “lo que les correspondía de su difunta madre y algo más, pues aunque no hay asiento de ello, los mismos lo saben y pueden bajo su conciencia manifestarlo, para que no les pase perjuicio a unos ni a otros.” Así mismo, afirmaba que ninguno de los dos contrayentes, ni él ni su difunta esposa, había aportado bien alguno al matrimonio.

Por otra parte, el testador reconocía que desde hacía tres años vivía en compañía de uno de sus hijos, Juan, por lo que mandaba que antes de repartir los posibles bienes, se le pagara la cantidad de dos reales por cada uno de los días que él había permanecido a su cuidado. Y restado del valor total de los bienes esta cantidad, y de manera similar a lo que había hecho su madre, nombraba herederos universales a partes iguales a sus tres hijos, al tiempo que nombraba como albaceas a Policarpo Calvo y a un miembro cercano de la familia, quizá uno de sus primos, Juan Hermógenes Llandres. Por otras fuentes sabemos que a la hora de hacer testamento, Segundo Llandres ya tenía una edad bastante avanzada, noventa y cuatro años, y que aún viviría dos años más antes de su muerte.





[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1435.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección notarial. P-1535.
[3] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección notarial. P-1464.

[4] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección notarial. P-2171/A.

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