Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 26 de marzo de 2021

El cabildo de la Vera Cruz y Nuestra Señora de la Misericordia, protohistoria de la Semana Santa de Cuenca

 

              La primera referencia que tenemos de la existencia de un cabildo o hermandad bajo la advocación de la Misericordia, se la debemos al medievalista José María Sánchez Benito, y está fechada en el año 1438. Se trata de una donación realizada por el concejo de la ciudad a los cofrades de este cabildo, de una cantidad de tres mil reales para apoyar la construcción de un hospital. Por otra parte, nos debemos olvidar tampoco la existencia en tiempos modernos de un hospital de la Misericordia, que además dio nombre a la calle en la que éste estuvo emplazado, en la parte baja de la ciudad y muy cerca, además del convento de San Francisco, en la calle que actualmente recibe el nombre de calle José Luis Álvarez de Castro, y que hasta hace muy poco tiempo fue llamada de Teniente González; es decir, haciendo esquina con la popular calle de la Carretería, y en la zona de influencia, como la ermita de San Roque, de la que muy pronto hablaremos, del convento de religiosos franciscanos. ¿Se trataba de la misma fundación asistencial que es conocida por la documentación medieval? En caso contrario, ¿existe alguna relación entre ambas fundaciones homónimas? Encontrar una respuesta a estas dos preguntas resultaría de gran interés para el conocimiento de nuestra historia, o protohistoria, nazarena.

              Por supuesto, no se trata ésta todavía de una hermandad de carácter penitencial, sino de una institución dedicada a diversas funciones de carácter asistencial, y ni siquiera sabemos si era la misma que, casi cien años más tarde, surgiría de manera definitiva y tendría como principal obligación la asistencia a los condenados a la pena capital, o si, al menos, estaba de alguna manera relacionada con ella. Durante la celebración de la sesión del ayuntamiento correspondiente al 21 de agosto de 1526, los regidores conquenses solicitaban de Carlos I la autorización real para que pudiera crearse, bajo patronato municipal, un cabido de seglares bajo este mismo título de la Misericordia, con el fin, ahora, de enterrar a su costa pobres y ajusticiados. ¿Había desaparecido por entonces el viejo cabildo medieval homónimo? ¿Se encontraba éste en una situación crítica, motivo por el cual el ayuntamiento pretendía, con este reconocimiento oficial, revitalizarlo de alguna manera?

              El caso es que la autorización real no tardaría demasiado tiempo en llegar a la ciudad del Júcar. En efecto, ya en 1527, el cabildo municipal tomaba nota de que el emperador Carlos había accedido a la solicitud, y hacía las primeras gestiones para su creación oficial. Y la primera de ellas fue el nombramiento de su primer prior, en la persona de uno de los regidores de la ciudad, Juan de Ortega. Claramente relacionado con este hecho, es un contrato firmado ese mismo año entre este regidor y cierto Maestro Miguel, cantero vizcaíno que está documentado en Cuenca durante el primer cuarto del siglo XVI, por el cual éste se obligaba a colocar una cruz de piedra en el Campo de San Francisco, un lugar muy cercano a la ermita de San Roque, entre ésta y el cercano convento de religiosos franciscanos.


              
Y ya que hablamos de posibles coincidencias, que en realidad parecen mucho más que simples coincidencias, no debemos olvidar tampoco que muy poco tiempo antes, en 1524, el también escultor Antonio Flórez se había comprometido a entregar al ya citado Fernando o Hernando de Valdés, dos escultoras de Cristo, una con la Cruz a cuestas y otra en la que debía mostrarse en situación de estar amarrado a una columna. Es cierto que el motivo del encargo podría estar relacionado con un oratorio particular que pudiera haber en la casa del regidor, algo bastante usual en la Edad Moderna, o incluso con la capilla o enterramiento que la familia tenía en el convento de Nuestra Señora de la Contemplación, de religiosas benedictinas, pero la relación, incluso temporal, entre todos estos antecedentes, deja abierta también la posibilidad de una relación factible con una hermandad penitencial que, cuando menos, podía estar ya en la mente de la familia Valdés.

              Tenemos que hacer ahora un corto paréntesis para hacer algunas reflexiones acerca de la importancia que esta familia Valdés tuvo en los momentos iniciales del cabildo de la Misericordia. En este sentido, había sido también en ese mismo año, 1527, cuando se presentaba en el ayuntamiento una solicitud para que desde la institución pudieran tomarse las medidas necesarias para asegurar la pervivencia económica de la nueva cofradía en el futuro. La solicitud venía firmada por uno de sus regidores más antiguos, Fernando de Valdés, quien además era una de las personas más incluyentes, social y económicamente, de la Cuenca del primer cuarto del siglo XVI. Éste no es otro que el padre de los conocidos hermanos Alfonso y Juan de Valdés, humanistas ambos, perseguidos los dos en algún momento por su adscripción al primer erasmismo, de cuyo fundador, Erasmo de Rotterdam, eran amigos, a pesar de la importante influencia que ambos tuvieron tanto en la corte del emperador Carlos I, de quien el primero era uno de sus secretarios, como en la del Papa Adriano VI, de quien el segundo fue camarero. Fue sin duda el primero, Alfonso, quien habría actuado como intermediario entre la ciudad y el propio emperador, aprovechándose de la situación de privilegio que en aquellos momentos él mantenía en la corte.

              Sobre el padre hay que decir que éste, de su origen converso, había sido desde sus años juveniles un protegido de Andrés de Cabrera, primer marqués de Moya, y seguía estando al frente del partido de éste en las relaciones de poder existentes en la ciudad del Júcar. Por mediación del propio marqués, había sido nombrado regidor ya en 1482, momento en el que también había empezado a ejercer el cargo de procurador en Cortes, representando a la ciudad ante los Reyes Católicos, y permaneció en la regiduría durante cerca de cuarenta años, hasta 1520. En esta fecha, al menos oficialmente, renunció al cargo en beneficio de su hijo primogénito, Andrés. Sin embargo, tal y como demuestran las actas municipales, su dimisión no le impidió seguir asistiendo a las reuniones del cabildo hasta su muerte, acaecida en 1530.

              Dos meses después de haber renunciado al cargo de regidor, estallaría en Castilla el conflicto de las comunidades, que en Cuenca estuvo dirigido por Luis Carrillo de Albornoz, señor de Torralba y de Beteta; un conflicto que no llegaría a tener demasiada importancia en la ciudad, por la rápida desafección de éste, pero que se llevó por delante a algunos de sus regidores. Fermín Caballero dice que uno de esos regidores fue precisamente el ya conocido Juan de Ortega, aunque su presencia otra vez en el ayuntamiento conquense seis años más tarde, cuando se crea el nuevo cabildo, y su nombramiento como primer prior de la nueva cofradía, nos lleva a pensar que el hecho no es del todo cierto, o que, en todo caso, éste habría logrado poco tiempo más tarde, el perdón real.

              Volviendo a los Valdés, también sobre sus dos hijos más famosos, Alfonso y Juan de Valdés, debemos decir alguna cosa más, aunque son cosas que de ninguna manera están relacionadas con la nueva cofradía gremial. Y es que a ambos, amigos de Erasmo como se ha dicho, y seguidores de algunas de sus tesis, se les ha atribuido en los últimos años la autoría de una de las más grandes novelas de la literatura española del siglo XVI, y en concreto el relato capital de la literatura picaresca castellana: “La Vida del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades”. Al primero viene atribuyéndosela desde hace algunos años la profesora Rosa Navarro Durán, catedrática de literatura española en la Universidad de Barcelona, especialista en la figura del erasmista conquense, y ya ha publicado alguna edición crítica de la ya no tanto novela anónima, bajo la autoría expresa del conquense. Por su parte, al segundo se la ha atribuido más recientemente el hispanista norteamericano Daniel Crews, profesor en la Central Missouri State University.

              No vamos a entrar aquí en disquisiciones sobre estilos y maneras de escribir, que han llevado a estos dos autores a realizar dichas atribuciones, pero sí en la relación que el padre, Hernando de Valdés, tuvo siempre con este tipo de hermandades asistenciales, pues no es ésta de la Misericordia la única con la que él se relacionó. Y también, con el tema principal de la obra literaria, que es, como sabemos, la mendicidad. En este sentido, Daniel Crews ha demostrado también la relación que este regidor siempre mantuvo con este tipo de instituciones religiosas y sociales, que en realidad tan relacionadas estaban entonces con eso que se ha venido a llamar la policía sanitaria, y cuya solución siempre ha sido uno de los más importantes intereses de todos los ayuntamientos, también en la edad moderna. En este caso se trataba de la cofradía de San Lázaro, que desde tiempos medievales había sido establecida extramuros de la ciudad, en el barrio de San Antón. Se trata de una advocación que era común en toda España, con el fin de atender a todos aquellos que, por estar afectados por diversas enfermedades de carácter infeccioso, como la peste eran rechazados por el conjunto de la sociedad, viviendo en comunidades, que eran llamadas por este motivo lazaretos. Por otra parte, y sobre todo si la teoría del hispanista norteamericano es cierta, quizá no sea tampoco una casualidad el nombre del protagonista de la novela.

              En el caso de la hermandad conquense de San Lázaro, y según informa el propio Crews, en el año 1525, sólo un año antes de que se solicitara la aprobación real para la nueva cofradía de la Misericordia, la mayoralía estaba al cargo también del propio Hernando de Valdés, quien, como tal, “dirigía las propiedades y rentas que apoyaban al hospital, y las casas que cuidaban a los mendigos enfermos, y coordinaba el trabajo de la cofradía asociada. Por su servicio, Fernando recibió 10.000 maravedíes de la Cámara de Castilla y otros fondos de la renta de mayoralía.” No debe ser casual tampoco que la ermita en la que el cabildo tenía su sede, como más tarde veremos, estuviera radicada precisamente a San Roque, aquel santo francés que desde los primeros años de la centuria había empezado a sustituir en toda España a San Sebastián contra este tipo de enfermedades infecciosas.

              Es ahora el momento de volver al cabildo de la Misericordia, o al cabildo de Nuestra Señora de la Misericordia, como también se le conoce, sobre todo a partir de mediados de esta centuria. Destaca entre los escasos documentos conservados, cierta obligación firmada por el carpintero Cebrián de León, fechada el 8 de diciembre de 1543, por el que éste se obligaba con los cofrades del cabildo a realizar una obras de acondicionamiento en la ermita de San Roque. También conocemos los nombres de algunas de las personas que formaban parte del cabildo, todas ellas relacionadas con el mundo del arte: Francisco Becerril autor de la famosa custodia que era sacada en procesión cada año el día del Corpus Christi, y que sería destruida por los franceses durante la Guerra de la Independencia; el arquitecto Francisco de Luna, autor del puente de piedra que fue levantado para unir el convento dominico de San Pablo con el resto de la ciudad; y Francisco Martínez, herrero de profesión, y yerno del escultor e imaginero flamenco, asentado en Cuenca en la segunda mitad de la centuria, Giraldo de Flugo.

              Hasta ahora hemos venido hablando de un cabildo o cofradía con carácter puramente asistencial, dedicado a enterrar a los pobres de la ciudad y, sobre todo, a aquellos que habían sido condenados a la pena de muerte, y también a asistirles en sus últimas horas de vida. Por lo tanto, éste no tenía todavía carácter penitencial, y no estaba de ninguna manera relacionado aún con la celebración de la Semana Santa. Sin embargo, el hecho ya había cambiado para el año 1575, cuando se firmaba una nueva concordia o contrato entre la cofradía, representada por su prioste o hermano mayor, que en ese momento era el boticario Blas de Murcia, y los carpinteros Diego Gil, Pedro de Iturbe y Juan Palacios. Estos se comprometían a reforzar de nuevo la iglesia, apenas treinta años después de que se hubieran realizado en ella las obras anteriores, ya citadas. Pero Ahora, la advocación completa con la que aparece mencionada la hermandad es la siguiente: Cabildo de la Vera Cruz y Nuestra Señora de la Misericordia.

              ¿Cómo se llegó a esta modificación en la titularidad de la cofradía? Ésta es otra de las grandes cuestiones que todavía deben ser respondidas por la historiografía, pero el hecho sólo pudo producirse de dos maneras diferentes: o por la fusión del cabildo de la Misericordia con una posible hermandad de la Vera cruz, anterior a esa fecha de 1575, de la que nada sabemos todavía, o por un posible crecimiento devocional en el seno del propio cabildo de la Misericordia por la Pasión de Jesucristo, que le llevó en algún momento a modificar la titularidad. Tanto en un caso como en el otro, lo que sí está claro es que en ello debieron influir los frailes franciscanos, que, como sabemos, tenían su sede muy cerca de la ermita. Fueron ellos los que impulsaron este tipo de cofradías y devociones en muchos lugares de la geografía nacional.

Y si esta advocación de la Vera Cruz no fuera suficiente por sí misma para certificar el nuevo rumbo penitencial que el cabildo ya había adquirido, otros documentos, fechados respectivamente el 1580 y 1588, demuestran que la hermandad ya disponía de algunas imágenes que, por sus características, habían sido concebidas para la procesión del Jueves Santo, y entre ellas una talla de Jesús Nazareno. Por ambos documentos, el escultor Giraldo de Flugo y el pintor de origen italiano Bartolomé de Matarana, se obligaban a realizar sendas obras similares para las hermandades respectivas de Zaorejas y Alcocer, en la actualidad pueblos los dos de la provincia de Guadalajara, pero que entonces dependían de la diócesis de Cuenca. Ambos artistas, aunque de origen extranjero, habían abierto desde algunos años antes su propio taller en la capital conquense, y debían utilizar como modelo para sus obras la talla de Jesús Nazareno que era propiedad de la hermandad de Cuenca.

              ¿Qué es lo que pudo suceder para que en apenas cincuenta años se produjera en el seno del instituto conquense esta transformación en la advocación completa del cabildo, incorporándose de esta manera a su antigua función social una nueva función eminentemente penitencial? El hecho, desde luego, debe estar relacionado con el importante desarrollo teatral y festivo que tuvo en aquella época la celebración de la Semana Santa en la calle,  que tuvo su máximo apogeo, primero y a nivel particular de estas hermandades de la Vera Cruz, con la concesión por parte del papa Pablo III de ciertas indulgencias y beneficios a la cofradía de la Vera Cruz de Toledo, extensible también al resto de hermandades similares y homónimas del resto de Castilla, y a un nivel más generalizado, con las tesis aprobadas durante el Concilio de Trento, que se celebró en esta ciudad italiana entre 1545 y 1563. Y desde luego, tuvo que producirse sólo de dos maneras posibles: que dentro del propio cabildo de la Misericordia hubiera surgido entre sus hermanos una devoción lógica a la Cruz como instrumento de martirio; o que en realidad se tratara en su origen de dos cofradías diferentes, unidas éstas en algún momento anterior al ya citado año 1575.

              En favor de la primera de las hipótesis, hay que decir que no se trataría ésta de la única hermandad de la Vera Cruz que tenía también esa doble función, penitencial y asistencial. Esta función, la de enterrar a los ajusticiados se da también en otras hermandades similares radicadas sobre todo en la mitad norte de España, como Salamanca, Vitoria y algunas poblaciones gallegas; sobre todo este asunto ya he tratado más detenidamente en otros trabajos anteriores, por lo que no creo necesario extenderme demasiado en ello[1]. También son abundantes en la comarca de la Rioja las hermandades de la Vera Cruz que tenían encomendada esta misma misión, como ha demostrado Fermín Labarga, y en Valladolid, según Luis Fernández Martín, lo hacía la hermandad de Nuestra Señora de la Misericordia.

              Sin embargo, no son extraños tampoco los casos que se pueden citar de hermanamiento entre dos cofradías diferentes, incluso también entre cofradías que tenían fines distintos. Por otra parte, sería lógico pensar que, de ser cierta la teoría de un origen interno de la nueva advocación penitencial en el seno de la cofradía asistencial, esta devoción debía haber irrumpido con fuerza después de 1543; en este año está datado el primer convenio para arreglar la sede de la cofradía, y en él, como hemos visto, no se menciona todavía ninguna referencia devocional a la Cruz. Una fecha, desde luego, demasiado tardía para la creación de una hermandad de este tipo en una ciudad como Cuenca, sede de uno de los obispados más importantes del reino; una hermandad, por otra parte, que en casi todos los pueblos españoles, grandes y pequeños, había sido el origen de las procesiones de Semana Santa, y que había tenido su primer gran impulso durante el primer tercio de la centuria.

              En el marco de su estudio sobre la cofradía de la Vera Cruz de Cuenca y su relación con el origen de la Semana Santa, Pedro Miguel Ibáñez ha estudiado las constituciones de diversas hermandades de este tipo existentes en el conjunto de la diócesis, y ha establecido algunas fechas que nos resultan interesantes. Son fechas todas ellas, que nos remiten a la segunda mitad del siglo, es cierto, pero hay que tener en cuenta que se trata, en todas las ocasiones, de la aprobación de sus constituciones conservadas, no del año de fundación de la hermandad. Por mi parte, yo también he investigado en la hermandad de la Vera Cruz de Navalón, un pequeño pueblo situado a apenas quince kilómetros de la capital de la diócesis, de la cual en aquella época era una simple aldea. A partir de la documentación, podemos saber que esta hermandad ya había celebrado su primera procesión en 1536, y no sería lógico pensar que todas esas hermandades, establecidas en núcleos rurales sometidos a la influencia de la diócesis conquense, incluida la de Navalón, pudieran ser más antiguas que la propia cofradía homónima de la capital del obispado.

              Pero bien se trate de una posible fusión de dos hermandades diferentes en el origen, o se trate de una única hermandad con una advocación desdoblada, algo que sólo el descubrimiento de nuevos documentos hasta hoy desconocidos podría clarificar, lo que sí nos parece claro es la influencia que los religiosos del vecino convento franciscano pudieron haber tenido en el desarrollo de la devoción crucífera entre los habitantes de la ciudad del Júcar. Hay que recordar que la hermandad tenía su sede en la ermita de San Roque, frente al propio convento franciscano, y en lo que podría llamarse su compás o zona de influencia. Hay que recordar también el encargo de su primer prior, Juan de Ortega, para la elaboración de una cruz de piedra en el Campo de San Francisco, que con el paso del tiempo pasaría a llamarse Cruz del Humilladero, dando origen con ello a otra leyenda ambientada incluso en el tiempo de la conquista de la ciudad por el rey Alfonso VIII.

              Pero si estos datos de carácter espacial no bastaran por sí mismo para establecer esta relación, podemos aducir también la generalizada devoción que en el instituto franciscano tuvo el culto a la Cruz, y a todo lo que con ella estaba relacionado, y que se fue extendiendo por todo el país gracias a su poderosa influencia. En efecto, son muy numerosas las hermandades de la Vera Cruz que fueran creadas por los religiosos de San Francisco. En mi libro Ilustración y cofradías, ya he insistido pormenorizadamente sobre este aspecto, pero creo conveniente insistir un poco más en ello. También lo han hecho otros especialistas en el tema, como José Sánchez Herrero o el ya citado Fermín Labarga. Pero además de esa relación entre los franciscanos y el culto a la Vera Cruz, rastreable con facilidad en los ámbitos sevillano y riojano, el proceso se dio también en otras partes de España: Galicia, Extremadura, Castilla-La Mancha, Navarra,… Y también en otras partes de Andalucía: la hermandad malagueña de la Vera Cruz, por ejemplo, también estaba radicada canónicamente en el convento franciscano de San Luis el Real. Por cierto, también esta cofradía malagueña tenía a su cargo otras hermandades filiales, como la de Nuestra Señora de la Esclavitud.




[1] Principalmente en mi libro Ilustración y Cofradías. La Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII, Junta de Cofradías, Cuenca, 2001, pp. 89-90.

sábado, 20 de marzo de 2021

“Antica Madre”, un viaje al corazón del África negra en tiempos de Nerón

 

Muchas veces he intentado definir en este blog qué es y qué no es, a mi juicio, una novela histórica, y la lectura de “Antica Madre”, la última novela del escritor, historiador y arqueólogo Valerio Massino Manfredi, me da otra vez la oportunidad de seguir reflexionando en este asunto. Varios son los conceptos con los que se puede jugar cuando hablamos de este género, de actualidad otra vez en los últimos tiempos, y podemos hacer una graduación en este sentido, desde los relatos que podemos clasificar como historias noveladas, más fieles a la realidad histórica que las consideradas estrictamente como novelas históricas, aunque normalmente mucho menos interesantes como novelas en sí mismas, pasando por éstas últimas, y terminando en eso que se ha venido a llamar ficción histórica, es decir, relatos que han sido inventados completamente por el autor, pero que cuentan también con un marco histórico plenamente definido. En este último grupo, el de la ficción histórica, es en el que algunos lectores han incluido esta última obra del profesor italiano, en contraposición a su novela anterior, “Teotoburgo”, relato que ya se ha comentado en otra entrada anterior de este blog, en el que se narraba una de las principales derrotas militares que tuvo el imperio romano en toda su historia.

Muchas son las diferencias existentes entre un relato y otro. Si en la novela anterior se trataba de una historia real, con unos personajes históricos definidos y unos hechos que fueron contados también por casi muchos autores clásicos, hechos y personajes a los que el autor es fiel a pesar de algunas licencias (toda novela histórica, por más fiel que quiera ser a los hechos históricos, cuenta siempre con algunas licencias literarias que, más que alejarse de ellos, les proporciona un mayor valor literario), y el propio campo de batalla ha sido estudiado científicamente los últimos años tanto por los historiadores como por los arqueólogos, en ésta última obra casi todos los personajes (todos a excepción de Séneca y el propio emperador) han sido inventados por el autor, y el relato en sí mismo forma parte más de la ficción que de la historia real.

Sin embargo, tratándose de un escritor como Manfredi, que antes de triunfar como novelista escribió sesudos ensayos historiográficos, dio clases en la universidad, e incluso dirigió, en Italia y fuera de Italia, importantes excavaciones arqueológicas, hay que ser muy meticuloso cuando hablamos de ficción histórica. Porque el profesor de Módena es, antes que novelista, un historiador escrupuloso con la verdad histórica, como no podía ser de otra manera si tenemos en cuenta su formación científica, siempre anterior, como decimos, a ese espectacular éxito como narrador de ficción; e incluso, diríamos, plenamente consciente de cuáles han sido las razones de ese éxito: su profundo conocimiento de la antigüedad clásica, griega y romana, y una forma de escribir directa y sencilla, fácil de leer para cualquier tipo de lectores, sea cual sea el nivel de conocimientos que tengan sobre el pasado romano. En efecto, muchos son los que, ignorantes del pasado romano, se adentran por primera vez en esta parte de la historia a través de los libros de Manfredi, y encuentran en ellos una puerta abierta para otras lecturas más profundas.

Pero antes de continuar, es conveniente hacer un breve resumen de la novela. Estamos en el año 62 de nuestra era, durante el gobierno del emperador Nerón. Un pequeño grupo de legionarios regresa a Roma desde la lejana Numidia, en el norte de África, donde han estado cazando algunas bestias salvajes que sarán destinadas a los espectáculos en el anfiteatro. Además de esas hermosos animales salvajes, traen consigo también a una extraña mujer negra, una hermosa mujer que tiene poderes especiales y una fuerza inesperada: Varea, la última personificación de la “Antica Madre”, la Madre Antigua que reina en el corazón de África y que representa un mundo diferente y desconocido. Pero eso los soldados romanos todavía no lo saben; para ellos es sólo una bella mujer de ébano, una joven que tiene un color de piel diferente, lo que la hace todavía más hermosa y deseada. Ese grupo de legionarios está dirigido por Furio Voreno, un antiguo héroe de las campañas contra los germanos, quien poco a poco, a través del viaje de regreso, se va enamorando de ella. Pero nada más llegar a Roma, él se va a ver obligado a entregársela al emperador, que la ha conocido a través de un retrato realizado por un anónimo pintor de paisajes (el arte muchas veces, y sobre todo en la antigüedad, es un trabajo realizado por autores anónimos) que también ha participado en la expedición. Pero Varea rechaza al emperador, y como castigo por ese rechazo se ve obligada a enfrentarse, en la arena del anfiteatro, a esas mismas bestias salvajes que los romanos habían traído consigo en la caravana, y también a otros gladiadores, más fuertes que ella. Sin embargo, a instancias de Séneca, Nerón desea organizar una expedición cienfífica con el fin de intentar encontrar las fuentes del río Nilo, y envía al propio Voreno para comandarla. Y Varea, como no podía ser de otra forma, le acompaña en la misión.

¿Qué deseos innombrables se ocultan detrás de la decisión del emperador? ¿Se trata realmente de una exp0loración de carácter científico, cuyo único deseo es el de llegar a conocer mejor los secretos que mueven las crecidas del río, y poder mejorar así las cosechas del cereal, tan importantes para abastecer todos los graneros de Roma, o se trata, más bien, de apoderarse de todas las riquezas, y el oro, que supuestamente podrían ofrecer los nuevos territorios descubiertos? ¿Se trata, como también reconoce alguno de los personajes de la historia, de incorporar una nueva provincia virgen, la nueva Aethiopía, al enorme imperio romano? Conforme el pequeño destacamento de soldados va remontando el río, en dirección a las grandes cataratas que desaguan directamente en el gran río, las dudas van enraizando en el corazón del centurión romano. Se puede decir que el viaje a África es para él un viaje iniciático, en el más puro sentido de la palabra, y al mismo tiempo que las dudas en cuáles son las verdaderas intenciones del emperador, también ese paisaje hermoso del continente africano, completamente virgen todavía, poblado de animales desconocidos y de selvas intrincadas, va transformando al viejo soldado, convirtiéndole en un hombre nuevo.

Así, cuando las tropas regresan por fin a Roma, Voreno es alguien distinto, como también va a ser muy diferente la vieja ciudad que él había abandonado al partir hacia el sur, sumida ahora en un mar de fuego y de cenizas. Porque los hombres de Voreno regresan a Roma cuando ésta se encuentra sumida en un infierno de llamas. ¿Ha sido el propio Nerón quién ha causado el gigantesco incendio, con el fin de transformar la urbe a su antojo, o han sido los temidos y odiados cristianos, a los que él se apresura a culpabilizar? El debate sobre el incendio de Roma es uno de los temas laterales que también se tratan en el relato, como también lo es el debate que surge de la planeada conjura contra el emperador, y que es reflejo de un debate más importante todavía: ¿República o Imperio? Una conjura a la que el protagonista se suma casi desde el mismo momento en que se le ofrece, antes incluso de culminar el regreso de su nueva aventura africana. Temas laterales, sí, pero que no dejan de tener importancia para comprender esta etapa de la historia de Roma, una etapa en la que urbi et orbe, la ciudad y el mundo, estuvieron regidos por un emperador histriónico, cruel, uno de los muchos emperadores de este estilo que rigieron una civilización enorme, capaz de haber dejado, a pesar de sus emperadores, importantes muestras de su cultura en tres continentes diferentes, todo el mundo, o casi todo, que era conocido en aquel momento; muestras tan hermosas como el acueducto de Segovia, los hermosos templos de Palmira, hoy arrasados por la guerra de Siria, o los bellos edificios que un día adornaron por sus cuatro lados el foro de Severo, hoy reconocibles todavía por la arqueología, a pesar de la destrucción que provoca el paso del tiempo, en la hermosa ciudad de Leptis Magna, cerca de Trípoli.

Pero, ¿qué hay de historia verdadera detrás del relato de Manfredi? Es cierto que los personajes han sido inventados por el autor, pero la historia de la expedición fue real. De ella hablan autores como el propio Séneca o Polibio. El primero, en su libro titulado “Naturalis Quaestiones”, escribió un capítulo entero dedicado a relatar la expedición a Nubia, y lo hizo a partir de las fuentes primarias: los propios legionarios que habían participado en la expedición y que lograron regresar vivos de África. Algunos especialistas han identificado los paisajes relatados por esos soldados, y también por el filósofo estoico, con las llamadas cascadas Murchison, o cascadas Kalabega, en Uganda, el lugar en el que las aguas caudalosas del lago Victoria desaguan, y dan origen, al Nilo Blanco. Y basándose en el relato de Plinio, el historiador y divulgador irlandés Raoul McLaughlin escribe lo siguiente respecto a aquella expedición:

“Desde Meroe, el grupo romano viajó seiscientas millas por el Nilo Blanco, hasta llegar al Sudd, que parece un pantano, en lo que ahora es el sur de Sudán, un humedal fétido lleno de helechos, juncos de papiro y espesas esteras de vegetación podrida, un área más grande que Inglaterra, con un vasto pantano húmedo repleto de mosquitos y otros insectos. Los únicos animales grandes en el Sudd eran los cocodrilos e hipopótamos, que ocupaban las charcas fangosas dentro de su vasta expansión. Aquellos que entraron en esta región tuvieron que soportar un calor severo y correr el riesgo de enfermedades y hambre. Se descubrió que Sudd era demasiado profundo para cruzarlo con seguridad a pie, pero sus aguas también eran demasiado poco profundas para seguir explorando en bote, un área donde el pantano sólo podía soportar un pequeño bote que contenía una persona. En este punto, el grupo se desesperó de encontrar alguna vez una fuente definitiva para el Nilo y se volvió de mala gana para informar de sus hallazgos al emperador de Roma. Probablemente habían alcanzado una posición a casi mil quinientas millas al sur de la frontera entre Roma y Egipto.”

Manfredi escribe al final de la novela unas pequeñas reflexiones, y en ellas afirma que es le parece completamente lógico encargar una empresa científica de esas dimensiones a los militares, porque los militares, acostumbrados a las difíciles condiciones de la vida en periodos de guerra, acostumbrados al coraje y a la resistencia a la fatiga, son los más indicados para llevar a la práctica este tipo de empresas. Es cierto. Casi todas las expediciones científicas imposibles como ésta, han sido siempre encomendadas a los militares, desde aquellas lejanas expediciones americanas del siglo XVI, aunque éstas también tenían mucho de deseo de conquista. También tenían un componente militar, desde luego, esas otras exploraciones que fueron llevadas a cabo por los científicos españoles en el siglo XVIII, como la de Celestino Mutis, o también la que, ya en 1803, llevó a cabo Francisco Javier Balmis, con el fin de llevar al continente americano la vacuna contra la viruela, puesta otra vez recientemente en valor por culpa de la crisis que ha motivado en todo el mundo la pandemia de covid, que incluso ha hecho reconocible para el gran público una figura tan injustamente olvidada como la enfermera gallega Isabel Zendal. Incluso en la actualidad sucede todavía algo parecido con otras campañas, y la base científica española Juan Carlos I en la isla Livingstone, en el archipiélago de las Shetland del Sur, sería del todo imposible sin el apoyo logístico del ejército, especialmente de la Armada española, y sus buques de investigación oceanográfica, como el Hespérides.

Si “Teotoburgo”, la anterior novela de Valerio Massimo Manfredi, era una novela “de frontera”, como puse claramente de manifiesto cuando escribí sobre ella, mucho más lo es ésta, “Antica Madre”. Aquella hablaba de la frontera norte del imperio, que separaba el mundo romano de los bárbaros germanos. Ésta habla de un territorio ignoto y desconocido que está mucho más allá de la frontera del imperio, una frontera que separa, ahora más que nunca, el mundo conocido y “civilizado”, de ese otro mundo virginal, cercano al Paraíso del Antiguo Testamento, que fue, hasta la llegada del hombre blanco, el corazón de África.



viernes, 12 de marzo de 2021

La identificación de la ciudad romana de Segóbriga, un asunto de alta política eclesiástica

             Durante la segunda mitad del siglo XVIII, y especialmente a lo largo de las dos últimas décadas de aquella centuria, se produjo un debate historiográfico de gran magnitud respecto a cuál, de las viejas ciudades de la antigüedad clásica, se correspondía con los restos que desde unos años antes se estaban descubriendo en el despoblado de Cabeza de Griegos, en el término municipal de Saelices, situado en el extremo meridional de la diócesis de Cuenca, y muy próximo a la jurisdicción del priorato santiaguista de Uclés. Era un debate antiguo, trasladado de otro anterior todavía, relacionado con la identificación de la antigua Segóbriga en la actual Segorbe, que a lo largo del siglo XVI había sido asunto de enfrentamiento ya entre los historiadores más reconocidos y los simples aficionados a las antigüedades, como entonces se decía. A este respecto existían diferentes teorías, entre las que destacaban los defensores de situar en el cerro manchego las ruinas de la antigua ciudad romana, y obispado visigodo, de Ercávica, y la que prefería situar allí a Segóbriga, citada por Tito Livio y por Apiano, entre otros autores clásicos, en virtud de su situación como “caput Celtiberiae”, “cabeza de la Celtiberia”,  y del enfrentamiento bélico que en sus cercanías mantuvieron Viriato, primero, y más tarde, en el marco de las guerras civiles romanas, las respectivas tropas de los generales Metelo y Sertorio. El asunto afectó muy directamente a la Iglesia como institución, y en concreto también a la diócesis conquense, y no sólo porque algunos de los que intervinieron en el debate eran eclesiásticos, como más tarde veremos, sino también porque el debate mismo tuvo una importante deriva relacionada con asuntos de prelacía episcopal con otros dos obispados, los de Albarracín y Segorbe, además de con el propio priorato santiaguista.

       El asunto se inició ya en plena Edad Media, a finales del siglo XI, por la ambición desmedida del arzobispo de Toledo, don Bernardo, por aumentar en la medida de lo posible, hacia el este, los límites territoriales de la provincia eclesiástica de su sede metropolitana, con el fin de intentar restaurar toda la jurisdicción de la antigua provincia eclesiástica visigoda. Para ello, había obtenido del papa Urbano II la bula titulada Auctoritatem Pristinam, que facultaba el derecho de los arzobispos toledanos de poder instaurar las diócesis primitivas visigodas que en la antigüedad habían dependido de Toledo, aunque se encontraran todavía en poder de los musulmanes. Tanto Ercávica como Segóbriga, al igual que Valeria, que más tarde entraría también en la polémica a pesar de que había sido la única que, prácticamente desde siempre, había sido identificada con la homónima localidad de la hoz del río Gritos, eran tres de esas antiguas sedes episcopales, y era interesante para el poder eclesiástico identificar ambos lugares y reconocer, en la medida de lo posible, sus respectivas extensiones territoriales, con el fin de poder relacionarlas con los obispados actuales, tal y como era costumbre en la Edad Media.

            En este marco fue cuando, medio siglo más tarde, entre 1160 y 1170, Muhammad ibn Mardanis, el llamado “Rey Lobo” de Murcia, hacía entrega de la comarca de Albarracín, en el sur de la provincia de Teruel, a Pedro Ruiz de Azagra, un caballero naturalizado castellano, pero de origen navarro, de lealtad bastante discutible, convirtiéndolo de esta forma en el señorío soberano de Santa María de Albarracín. En los años anteriores, Azagra se había visto obligado, primero, en 1154, a abandonar la corte navarra, al no haber aceptado la sucesión del rey García Ramírez en favor de su hijo, Sancho VI, poniéndose al servicio del rey de Catilla, y más tarde también de la corte del rey castellano, Alfonso VIII, para ponerse al lado del Rey Lobo de Murcia. El asunto, que había tenido al principio un carácter puramente civil y político, como una especie de dique propuesto por el rey de la taifa murciana junto a la frontera con Castilla, con el fin de evitar los anhelos expansionistas y de reconquista del rey de Aragón, Alfonso II, terminó por convertirse también en un asunto eclesiástico en 1172, cuando el nuevo arzobispo de Toledo, don Cerebruno, que había llegado a la diócesis cinco años antes, desde el obispado de Sigüenza, consagró al primer obispo de la nueva diócesis de Santa María de Albarracín, don Martín, incorporando a la nueva sede diocesana a su archidiócesis, en contra de los deseos de los monarcas aragoneses, y sobre todo del obispo de Zaragoza, que en ese momento era Pedro Tarroja.

            Era vital hacer valer los derechos que le ofrecían la ya citada bula de Urbano II, y para ello había que situar convenientemente alguna de aquellas diócesis visigodas extintas, cuyos nombres eran conocidos por las actas de los diferentes concilios provinciales toledanos que se llevaron a cabo entre los años 589 y 693, pero cuya extensión, e incluso, en algunos casos, su propia localización, seguía sin ser conocidas. La diócesis elegida para hacer valer sus derechos sobre la comarca serrana de Albarracín fue en aquel momento la de Segóbriga, identificada sólo por su parecido fonético con la localidad actual de Segorbe, en la comarca castellonense interior del Alto Palancia, a pesar de que en ese momento todavía se encontraba en poder de los moros, y de su relativa distancia de Albarracín. De esta forma, se reconocía en cierto sentido un cierto carácter bicéfalo a la nueva sede episcopal, con dos cabeceras: Albarracín y Segorbe. El asunto ha sido descrito por el arqueólogo Martín Almagro Basch:

            “La intención del arzobispo Cerebruno, la del obispo de Albarracín, D. Martín, y la del señor soberano de aquella ciudad, D. Pedro Ruiz de Azagra, coincidían claramente en la de buscar la expansión del Señorío y del Obispado hacia Segorbe, identificada con Segóbriga, y hacia las tierras de Valencia que habría de conquistar el rey de Aragón, tierras que Cerebruno intentaba incorporar a su jurisdicción metropolitana como arzobispo de Toledo, heredero de la antigua provincia cartaginense a la que había pertenecido Valencia. El territorio de Albarracín no sabemos a qué diócesis perteneció en la época visigoda. Pero es probable que la diócesis de Ercávica, cuyos obispos, a veces, se llaman Celtiberiae sedis, llegara, en su jurisdicción, hasta Albarracín y su tierra. En cambio, sí sabemos que Ercávica perteneció al Conventus Caesaraugustanus. Tal vez, además de los antiguos lusones, pudo incluir aquel obispado a los celtíberos lobetanos, si, como se cree, Lobetum estuvo en Albarracín. Lo que resulta del todo improbable es que la tierra de Albarracín haya pertenecido nunca a Segóbriga, sede muy lejana y que estuvo siempre bajo la jurisdicción de Carthago Nova (Cartagena).”

Los intereses de los arzobispos toledanos, incluso, pretendieron hacer valer su jurisdicción provincial sobre la nueva sede episcopal de Valencia, una vez que la ciudad del Mediterráneo había sido conquistada por el rey aragonés Jaime I, pero el papa rechazó la pretensión y más tarde, en 1319, Jaime II obtuvo del pontífice Juan XXII el reconocimiento de Zaragoza como nueva sede metropolitana, pasando en ese momento la de Albarracín a ser una de las diócesis sufragáneas del nuevo obispado. Ya no había tanta necesidad de mantener la identificación de Segorbe con la antigua ciudad de Segóbriga, al menos desde el punto de vista de los arzobispos de Toledo, pero sí desde el punto de vista de los propios obispos de Albarracín, que mantenían el ánimo de defender en esa identificación una antigüedad del obispado, y con ello una prevalencia sobre otras sedes vecinas, que en realidad no le correspondía. Y mientras tanto, el cerro de Cabeza de Griego, aunque todavía estaba habitado, bajo la jurisdicción política de la orden de Santiago, según demuestran algunos documentos de la época, estaba ya a punto de ser abandonado, y sus restos olvidados, situación en la que permanecerían durante los siglos medievales.

Durante el siglo XVI,  el debate historiográfico volvió a resurgir, en términos ahora relacionados puramente con la identificación de la vieja Segóbriga, en el marco de la nueva valoración que de los restos antiguos, principalmente de los de la antigua civilización grecorromana, se dio en el Renacimiento. A mediados de aquel siglo visitó el cerro de Cabeza de Griego, donde ya estaban empezado a descubrirse, todavía de manera accidental, algunos restos antiguos, Luis de Lucena, un fraile y médico natural de Guadalajara, al que su interés por la epigrafía y la arqueología, así como su postura religiosa personal, cercana al erasmismo, le llevaría más tarde a buscar la protección de la corte romana, donde atendió como médico al papa Julio III, y donde falleció en 1552. Durante la visita del médico al cerro manchego, que desde luego se produjo antes de 1546, el médico alcarreño copió nueve inscripciones antiguas, algunas de las cuales se conservan gracias a transcripciones posteriores del texto, porque los originales, de las piedras y de las propias copias escritas de mano de Lucena, se han perdido. También visitó el cerro algún tiempo después, en 1574, Ambrosio de Morales, quien fue el primero en defender que las ruinas se correspondían con la antigua ciudad de Segóbriga.

Para entonces, la opinión mayoritaria seguía siendo que Segóbriga y Segorbe eran una misma cosa, y más cuando en 1577, el rey Felipe II había obtenido de Gregorio XIII la creación de la nueva diócesis independiente de Segorbe, recortando importantes territorios a la de Albarracín, con el fin de intentar debilitar a la ciudad serrana, con cuya comunidad se encontraba desde algún tiempo antes enfrentado, y situando a la nueva diócesis bajo la jurisdicción metropolitana de Valencia. De esta manera, la antigua sede de Santa María de Albarracín quedaba definitivamente dividida en dos sedes diferentes, y una parte del debate historiográfico sobre la localización de la vieja Segóbriga se trasladaba ahora a un nuevo punto geográfico. Para seguir manteniendo su pretensión de prelacía sobre el nuevo obispado de Segorbe, y poder seguir así siendo considerados como herederos de los antiguos obispos de Segóbriga, los obispos de Albarracín debían demostrar que la vieja ciudad romana se encontraba en algún lugar de su propio obispado. El lugar elegido fue la Muela de San Juan, una extensa plataforma calcárea situada al sur de la provincia de Teruel, limitando con la de Cuenca, entre los pueblos de Griegos y Guadalaviar, situada a mil ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar, donde no había sido encontrado ningún resto de época romana, y donde era extremadamente difícil siquiera que los romanos hubieran podido pensar en levantar una ciudad de las características de Segóbriga, por sus extremadas condiciones de vida.

Así pues, durante el siglo XVII, la polémica siguió enfrentando ahora, sobre todo, a los obispos de Albarracín y los de la nueva sede de Segorbe, una polémica en la que participaban, sobre todo los cronistas aragoneses (Jerónimo Zurita, Antonio Agustín,…) y valencianos (Gaspar Escolano, Francisco Diago, Francisco Villagrasa,…), pero en la que también participaban, a veces, algunos historiadores de reconocido prestigio nacional, e incluso internacional, como el numismático Juan Foi-Vaillant, o el historiador francés Jean Hardouin. Una polémica a la que, como estamos viendo, no era ajena la alta política eclesiástica, y que no estaba exenta de falsificaciones, a veces demasiado burdas, leyendas, y absurdos argumentos inventados por los pseudocronistas, con el fin de proporcionar a la ciudad romana, y con ello también, de alguna manera, al obispo respectivo, una antigüedad que no le correspondía. A modo de ejemplo, y con el fin de dar una idea de la falacia de los argumentos empleados, Rodrigo Méndez Silva, un pseudohistoriador judeoconverso de origen portugués, escribió lo siguiente sobre el origen de la ciudad romana: “Fundáronla los Sagas Armenios, gentes de Tubal, años del mundo criado 1820, antes de la humana Redención 2111, llamándola de su nombre Sego. Doscientos años después la reedificó Brigo, cuarto Rey de España, y añadiéndola Briga, se dijo Segóbriga, corruto Segorbe.”

Por fin, la polémica se avivó en pleno siglo XVIII, cuando Enrique Flórez, en su “España Sagrada”, identificó de nuevo Segóbriga con Segorbe. Sin embargo, los nuevos hallazgos que ya se estaban produciendo durante toda la segunda mitad de la centuria, coincidentes con una nueva revalorización de los trabajos arqueológicos de campo, y especialmente los tres fragmentos de una lápida de alabastro con letras góticas, en los que se mencionaba a un supuesto, ahora plenamente reconocido, nuevo obispo de Segóbriga, no mencionado en las actas de los concilios toledanos, llamado Sefronio, volvieron a poner en valor la identificación de la ciudad romana con las ruinas de Cabeza de Griego, coincidiendo además con la negativa del erudito ilustrado valenciano Gregorio Mayans y Siscar, a identificar a la ciudad clásica con la musulmana Segorbe. Por fin, los materiales desenterrados empezaban a demostrar por sí mismos la teoría conquense. Aquellos fragmentos de lápida, que tan importantes fueron para demostrarla, habían sido encontrados in situ, precisamente, en el área en la que pocos años después, al realizar nuevas excavaciones, serían halladas las ruinas de la basílica visigoda.

Y aquí es donde entra en juego el priorato de Uclés, que en ese momento se hallaba regido por Antonio Tavira Almazán, el futuro obispo de Salamanca. Fue él quien, durante su corta permanencia al frente del priorato santiaguista, entre 1789 y 1790, mandó crear una comisión que llevara a efecto las primeras excavaciones arqueológicas que, con un carácter relativamente sistemático para el tiempo en el que éstas se llevaran a cabo. La comisión estaba formada por el padre Gabriel López, religioso agonizante, lector de Teología en el colegio que su orden tenía en Alcalá de Henares; Vicente Martínez Falero, abogado de los Reales Consejos y alcalde de Saelices; su hermano, Juan Francisco Martínez Falero; y el párroco del mismo pueblo de Saelices, Bernardo Manuel de Cossío. A ella se añadiría también el párroco del pueblo cercano de Fuente de Pedro Naharro, Jácome Capistrano de Moya, quien se convertiría en algo así como los ojos del obispo de Cuenca, Felipe Antonio Solano,  en los trabajos arqueológicos.

El lugar elegido para la excavación fue el mismo en el que treinta años antes habían aparecido los restos de la lápida en la que se mencionaba al obispo Sefronio, y muy pronto salieron a la luz allí unos muros que, pronto se supo, correspondían a los de la basílica visigoda, así como nuevos fragmentos de lápida en los que se mencionaban al propio Sefronio y también a otro obispo de la misma sede, Nigrino; de esta forma, se supuso que ambos debieron regir la diócesis antes del año 589, cuando se celebró el tercer concilio toledano, y se iniciaron así las listas de obispos asistentes a los diferentes concilios. Junto a estos restos, aparecieron también algunos restos óseos, que se supuso que correspondían con los de estos dos obispos segobricenses, convertidos ahora en verdaderas reliquias de santos. Y es que el hallazgo de los restos de los obispos provocó la apertura por parte del prelado conquense, de un proceso averiguatorio sobre el hallazgo y las circunstancias en las que se había producido el descubrimiento, para lo cual nombró instructor al doctor Roque Vallesteros, cura que estaba destinado en ese momento en Uclés, quien a su vez nombró notario del proceso al presbítero Juan Antonio Fernández Plaza. La intención del prelado era, sobre todo, intentar el traslado de los restos de los obispos a Cuenca, con el fin de poder darles el culto adecuado porque, y me hago eco de las palabras del párroco de Saelices, Bernardo Manuel de Cossío, recogidas en el proceso, “la palabra santos, contenida en la inscripción, no se ponía, en aquellos tiempos, en otros sepulcros que en aquellos que estuvieran canonizados como tales”.




El debate sobre la identificación idónea de la antigua Segóbriga se había trasladado así, desde Albarracín y Segorbe, donde cada vez era menos defendido por los especialistas, más allá de algunos cronistas locales, interesados en mantener la antigüedad teórica de sus respectivos obispados, a Cuenca, diócesis que, como sabemos, había sido creada a finales del siglo XII, en base a los antiguos obispados de Valeria y de Ercávica. En los textos antiguos en los que se citaban los antiguos obispados dependientes de Toledo, se mencionaban siempre estas dos diócesis junto a la de Segóbriga; sin embargo, había todavía algunos expertos que seguían defendiendo la vieja teoría de Segorbe. Por otra parte, en el debate tomaron parte activa algunos eclesiásticos de la diócesis, como Francisco Antonio Fuero y, especialmente, el citado Jácome Capistrano de Moya, quien publicó diversos trabajos, en los que se mantuvo siempre como defensor a ultranza de la teoría de identificar los restos de Cabeza de Griego con la vieja Segóbriga.

Para complicar todavía más las cosas, durante la última década del siglo XVIII surgieron algunas controversias entre los primeros excavadores de Segóbriga, relacionados con un cierto resentimiento entre algunos de ellos, por un supuesto aprovechamiento intelectual de los descubrimientos por parte del sacerdote Capistrano de Moya, quien había sido propuesto como académico correspondiente por la Real Academia de la Historia. Y también, por la intervención de los sucesores de Tavira al frente del priorato de Uclés, quienes intentaban hacer valer sus derechos de jurisdicción sobre el lugar en el que se estaban realizando los trabajos arqueológicos, y como herederos de los antiguos obispos de Segóbriga. El máximo defensor de la postura prioral fue el ilustrado jesuita Lorenzo Hervás y Panduro, quien visitó las ruinas en octubre de 1799, después de haber regresado a su pueblo natal, Horcajo de Santiago, desde su primer exilio italiano. Para el jesuita y filólogo manchego, la bula de creación del priorato de Uclés por Alejandro III, de 1175, anterior por tanto a la creación del obispado de Cuenca, reconocía la jurisdicción ordinaria de los priores santiaguistas sobre los territorios correspondientes a las antiguas diócesis visigodas extinguidas, como la de Segóbriga. Por su parte, el ya citado Jácome Capistrano de Moya, quien defendía en este punto los derechos del obispo conquense, en un nuevo libro que había dedicado al prelado que en ese momento regía la diócesis, Antonio Palafox, rebatía las tesis del jesuita, así como también las del agustino Juan Manuel Martínez Ugarte, más conocido en la historiografía como el padre Risco, quien había defendido en 1801 la localización en el cerro de la antigua ciudad de Munda, también citada en las fuentes clásicas, y del jesuita Juan Francisco Masdeu, quien aún seguía defendiendo la identificación de Segóbriga con la Segorbe actual.

Tal y como afirma el gran arqueólogo turolense Martin Almagro Basch, tan relacionado con la arqueología conquense por sus múltiples trabajos de campo realizados en nuestra provincia, y su relación con el Museo Arqueológico de Cuenca en sus años iniciales, quien además fue también director del Museo de Arqueología de Cataluña y del Museo Arqueológico Nacional, la polémica había quedado olvidada durante las dos primeras décadas del XIX: la crisis bélica contra los franceses la hicieron pasar a segundo plano. Los trabajos arqueológicos se reiniciaron en las dos últimas décadas de la centuria, dirigidos otra vez desde Uclés, por un equipo que estaba formado, en parte, por algunos eclesiásticos de la comarca. Junto a Román García Soria, tío del gran arqueólogo conquense Pelayo Quintero Atauri, y a Álvaro Yastzembiec Yendrzeyowski, un médico de origen polaco, hijo de un antiguo exiliado que había tenido que abandonar su país en 1830, en el marco de la revolución contra la opresión rusa, quien además era en ese momento alcalde de la villa ucleseña, figuraban también en del proyecto algunos jesuitas, que para entonces habían establecido ya un colegio en el antiguo monasterio santiaguista: Arturo Calvet, director del colegio, Francisco Sáenz España, y Edouard Capelle, uno de los jesuitas franceses que se habían visto obligados a abandonar el país vecino en 1880, con el advenimiento de la Tercera República, y que habían sido acogidos en el colegio por sus homónimos españoles.

Para entonces, el viejo priorato santiaguista, como el resto de las órdenes de caballería medievales, habían sido ya suprimidas, y el territorio que antes había dependido de ellas, se había convertido en el nuevo obispado de las Órdenes Militares, germen del actual de Ciudad Real. ¿Por qué el antiguo priorato santiaguista de Uclés no se incorporó al nuevo obispado, quedando a partir de este momento, de forma mayoritaria, incluido en la diócesis de Cuenca? Considero que la vieja polémica entre los obispos de Cuenca y los priores de Uclés no fue del todo ajena a este hecho; por el contrario, la decisión de Pío IX, tomada en noviembre de 1875 mediante las letras apostólicas Ad Apostolicam, vino a ser un reconocimiento de facto de los derechos episcopales de los obispos de Cuenca sobre el territorio que había ocupado en tiempos visigodos la diócesis de Segóbriga.

           


 

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