La
primera referencia que tenemos de la existencia de un cabildo o hermandad bajo
la advocación de la Misericordia, se la debemos al medievalista José María
Sánchez Benito, y está fechada en el año 1438. Se trata de una donación
realizada por el concejo de la ciudad a los cofrades de este cabildo, de una
cantidad de tres mil reales para apoyar la construcción de un hospital. Por
otra parte, nos debemos olvidar tampoco la existencia en tiempos modernos de un
hospital de la Misericordia, que además dio nombre a la calle en la que éste
estuvo emplazado, en la parte baja de la ciudad y muy cerca, además del
convento de San Francisco, en la calle que actualmente recibe el nombre de
calle José Luis Álvarez de Castro, y que hasta hace muy poco tiempo fue llamada
de Teniente González; es decir, haciendo esquina con la popular calle de la
Carretería, y en la zona de influencia, como la ermita de San Roque, de la que
muy pronto hablaremos, del convento de religiosos franciscanos. ¿Se trataba de
la misma fundación asistencial que es conocida por la documentación medieval?
En caso contrario, ¿existe alguna relación entre ambas fundaciones homónimas?
Encontrar una respuesta a estas dos preguntas resultaría de gran interés para
el conocimiento de nuestra historia, o protohistoria, nazarena.
Por
supuesto, no se trata ésta todavía de una hermandad de carácter penitencial,
sino de una institución dedicada a diversas funciones de carácter asistencial,
y ni siquiera sabemos si era la misma que, casi cien años más tarde, surgiría
de manera definitiva y tendría como principal obligación la asistencia a los condenados
a la pena capital, o si, al menos, estaba de alguna manera relacionada con ella.
Durante la celebración de la sesión del ayuntamiento correspondiente al 21 de
agosto de 1526, los regidores conquenses solicitaban de Carlos I la
autorización real para que pudiera crearse, bajo patronato municipal, un cabido
de seglares bajo este mismo título de la Misericordia, con el fin, ahora, de
enterrar a su costa pobres y ajusticiados. ¿Había desaparecido por entonces el
viejo cabildo medieval homónimo? ¿Se encontraba éste en una situación crítica, motivo
por el cual el ayuntamiento pretendía, con este reconocimiento oficial, revitalizarlo
de alguna manera?
El caso
es que la autorización real no tardaría demasiado tiempo en llegar a la ciudad
del Júcar. En efecto, ya en 1527, el cabildo municipal tomaba nota de que el
emperador Carlos había accedido a la solicitud, y hacía las primeras gestiones para
su creación oficial. Y la primera de ellas fue el nombramiento de su primer
prior, en la persona de uno de los regidores de la ciudad, Juan de Ortega.
Claramente relacionado con este hecho, es un contrato firmado ese mismo año entre
este regidor y cierto Maestro Miguel, cantero vizcaíno que está documentado en
Cuenca durante el primer cuarto del siglo XVI, por el cual éste se obligaba a
colocar una cruz de piedra en el Campo de San Francisco, un lugar muy cercano a
la ermita de San Roque, entre ésta y el cercano convento de religiosos
franciscanos.
Tenemos
que hacer ahora un corto paréntesis para hacer algunas reflexiones acerca de la
importancia que esta familia Valdés tuvo en los momentos iniciales del cabildo
de la Misericordia. En este sentido, había sido también en ese mismo año, 1527,
cuando se presentaba en el ayuntamiento una solicitud para que desde la
institución pudieran tomarse las medidas necesarias para asegurar la
pervivencia económica de la nueva cofradía en el futuro. La solicitud venía
firmada por uno de sus regidores más antiguos, Fernando de Valdés, quien además
era una de las personas más incluyentes, social y económicamente, de la Cuenca del
primer cuarto del siglo XVI. Éste no es otro que el padre de los conocidos
hermanos Alfonso y Juan de Valdés, humanistas ambos, perseguidos los dos en
algún momento por su adscripción al primer erasmismo, de cuyo fundador, Erasmo
de Rotterdam, eran amigos, a pesar de la importante influencia que ambos
tuvieron tanto en la corte del emperador Carlos I, de quien el primero era uno
de sus secretarios, como en la del Papa Adriano VI, de quien el segundo fue
camarero. Fue sin duda el primero, Alfonso, quien habría actuado como
intermediario entre la ciudad y el propio emperador, aprovechándose de la
situación de privilegio que en aquellos momentos él mantenía en la corte.
Sobre el
padre hay que decir que éste, de su origen converso, había sido desde sus años
juveniles un protegido de Andrés de Cabrera, primer marqués de Moya, y seguía
estando al frente del partido de éste en las relaciones de poder existentes en
la ciudad del Júcar. Por mediación del propio marqués, había sido nombrado
regidor ya en 1482, momento en el que también había empezado a ejercer el cargo
de procurador en Cortes, representando a la ciudad ante los Reyes Católicos, y
permaneció en la regiduría durante cerca de cuarenta años, hasta 1520. En esta
fecha, al menos oficialmente, renunció al cargo en beneficio de su hijo
primogénito, Andrés. Sin embargo, tal y como demuestran las actas municipales,
su dimisión no le impidió seguir asistiendo a las reuniones del cabildo hasta
su muerte, acaecida en 1530.
Dos meses
después de haber renunciado al cargo de regidor, estallaría en Castilla el
conflicto de las comunidades, que en Cuenca estuvo dirigido por Luis Carrillo
de Albornoz, señor de Torralba y de Beteta; un conflicto que no llegaría a
tener demasiada importancia en la ciudad, por la rápida desafección de éste,
pero que se llevó por delante a algunos de sus regidores. Fermín Caballero dice
que uno de esos regidores fue precisamente el ya conocido Juan de Ortega,
aunque su presencia otra vez en el ayuntamiento conquense seis años más tarde,
cuando se crea el nuevo cabildo, y su nombramiento como primer prior de la nueva
cofradía, nos lleva a pensar que el hecho no es del todo cierto, o que, en todo
caso, éste habría logrado poco tiempo más tarde, el perdón real.
Volviendo
a los Valdés, también sobre sus dos hijos más famosos, Alfonso y Juan de
Valdés, debemos decir alguna cosa más, aunque son cosas que de ninguna manera
están relacionadas con la nueva cofradía gremial. Y es que a ambos, amigos de
Erasmo como se ha dicho, y seguidores de algunas de sus tesis, se les ha
atribuido en los últimos años la autoría de una de las más grandes novelas de
la literatura española del siglo XVI, y en concreto el relato capital de la
literatura picaresca castellana: “La Vida
del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades”. Al primero
viene atribuyéndosela desde hace algunos años la profesora Rosa Navarro Durán,
catedrática de literatura española en la Universidad de Barcelona, especialista
en la figura del erasmista conquense, y ya ha publicado alguna edición crítica
de la ya no tanto novela anónima, bajo la autoría expresa del conquense. Por su
parte, al segundo se la ha atribuido más recientemente el hispanista
norteamericano Daniel Crews, profesor en la Central Missouri State University.
No vamos
a entrar aquí en disquisiciones sobre estilos y maneras de escribir, que han
llevado a estos dos autores a realizar dichas atribuciones, pero sí en la
relación que el padre, Hernando de Valdés, tuvo siempre con este tipo de
hermandades asistenciales, pues no es ésta de la Misericordia la única con la
que él se relacionó. Y también, con el tema principal de la obra literaria, que
es, como sabemos, la mendicidad. En este sentido, Daniel Crews ha demostrado
también la relación que este regidor siempre mantuvo con este tipo de
instituciones religiosas y sociales, que en realidad tan relacionadas estaban
entonces con eso que se ha venido a llamar la policía sanitaria, y cuya
solución siempre ha sido uno de los más importantes intereses de todos los
ayuntamientos, también en la edad moderna. En este caso se trataba de la
cofradía de San Lázaro, que desde tiempos medievales había sido establecida
extramuros de la ciudad, en el barrio de San Antón. Se trata de una advocación
que era común en toda España, con el fin de atender a todos aquellos que, por
estar afectados por diversas enfermedades de carácter infeccioso, como la peste
eran rechazados por el conjunto de la sociedad, viviendo en comunidades, que
eran llamadas por este motivo lazaretos. Por otra parte, y sobre todo si la
teoría del hispanista norteamericano es cierta, quizá no sea tampoco una
casualidad el nombre del protagonista de la novela.
En el
caso de la hermandad conquense de San Lázaro, y según informa el propio Crews,
en el año 1525, sólo un año antes de que se solicitara la aprobación real para
la nueva cofradía de la Misericordia, la mayoralía estaba al cargo también del
propio Hernando de Valdés, quien, como tal, “dirigía
las propiedades y rentas que apoyaban al hospital, y las casas que cuidaban a
los mendigos enfermos, y coordinaba el trabajo de la cofradía asociada. Por su
servicio, Fernando recibió 10.000 maravedíes de la Cámara de Castilla y otros
fondos de la renta de mayoralía.” No debe ser casual tampoco que la ermita en
la que el cabildo tenía su sede, como más tarde veremos, estuviera radicada
precisamente a San Roque, aquel santo francés que desde los primeros años de la
centuria había empezado a sustituir en toda España a San Sebastián contra este
tipo de enfermedades infecciosas.
Es ahora
el momento de volver al cabildo de la Misericordia, o al cabildo de Nuestra
Señora de la Misericordia, como también se le conoce, sobre todo a partir de
mediados de esta centuria. Destaca entre los escasos documentos conservados,
cierta obligación firmada por el carpintero Cebrián de León, fechada el 8 de
diciembre de 1543, por el que éste se obligaba con los cofrades del cabildo a
realizar una obras de acondicionamiento en la ermita de San Roque. También
conocemos los nombres de algunas de las personas que formaban parte del
cabildo, todas ellas relacionadas con el mundo del arte: Francisco Becerril
autor de la famosa custodia que era sacada en procesión cada año el día del
Corpus Christi, y que sería destruida por los franceses durante la Guerra de la
Independencia; el arquitecto Francisco de Luna, autor del puente de piedra que
fue levantado para unir el convento dominico de San Pablo con el resto de la
ciudad; y Francisco Martínez, herrero de profesión, y yerno del escultor e
imaginero flamenco, asentado en Cuenca en la segunda mitad de la centuria,
Giraldo de Flugo.
Hasta
ahora hemos venido hablando de un cabildo o cofradía con carácter puramente
asistencial, dedicado a enterrar a los pobres de la ciudad y, sobre todo, a aquellos
que habían sido condenados a la pena de muerte, y también a asistirles en sus
últimas horas de vida. Por lo tanto, éste no tenía todavía carácter
penitencial, y no estaba de ninguna manera relacionado aún con la celebración
de la Semana Santa. Sin embargo, el hecho ya había cambiado para el año 1575,
cuando se firmaba una nueva concordia o contrato entre la cofradía,
representada por su prioste o hermano mayor, que en ese momento era el
boticario Blas de Murcia, y los carpinteros Diego Gil, Pedro de Iturbe y Juan
Palacios. Estos se comprometían a reforzar de nuevo la iglesia, apenas treinta
años después de que se hubieran realizado en ella las obras anteriores, ya citadas.
Pero Ahora, la advocación completa con la que aparece mencionada la hermandad
es la siguiente: Cabildo de la Vera Cruz y Nuestra Señora de la Misericordia.
¿Cómo se
llegó a esta modificación en la titularidad de la cofradía? Ésta es otra de las
grandes cuestiones que todavía deben ser respondidas por la historiografía,
pero el hecho sólo pudo producirse de dos maneras diferentes: o por la fusión
del cabildo de la Misericordia con una posible hermandad de la Vera cruz,
anterior a esa fecha de 1575, de la que nada sabemos todavía, o por un posible
crecimiento devocional en el seno del propio cabildo de la Misericordia por la
Pasión de Jesucristo, que le llevó en algún momento a modificar la titularidad.
Tanto en un caso como en el otro, lo que sí está claro es que en ello debieron
influir los frailes franciscanos, que, como sabemos, tenían su sede muy cerca
de la ermita. Fueron ellos los que impulsaron este tipo de cofradías y
devociones en muchos lugares de la geografía nacional.
Y si esta advocación de la Vera Cruz no fuera suficiente por
sí misma para certificar el nuevo rumbo penitencial que el cabildo ya había
adquirido, otros documentos, fechados respectivamente el 1580 y 1588,
demuestran que la hermandad ya disponía de algunas imágenes que, por sus
características, habían sido concebidas para la procesión del Jueves Santo, y
entre ellas una talla de Jesús Nazareno. Por ambos documentos, el escultor
Giraldo de Flugo y el pintor de origen italiano Bartolomé de Matarana, se
obligaban a realizar sendas obras similares para las hermandades respectivas de
Zaorejas y Alcocer, en la actualidad pueblos los dos de la provincia de
Guadalajara, pero que entonces dependían de la diócesis de Cuenca. Ambos
artistas, aunque de origen extranjero, habían abierto desde algunos años antes
su propio taller en la capital conquense, y debían utilizar como modelo para
sus obras la talla de Jesús Nazareno que era propiedad de la hermandad de
Cuenca.
¿Qué es
lo que pudo suceder para que en apenas cincuenta años se produjera en el seno
del instituto conquense esta transformación en la advocación completa del
cabildo, incorporándose de esta manera a su antigua función social una nueva
función eminentemente penitencial? El hecho, desde luego, debe estar
relacionado con el importante desarrollo teatral y festivo que tuvo en aquella
época la celebración de la Semana Santa en la calle, que tuvo su máximo apogeo, primero y a nivel
particular de estas hermandades de la Vera Cruz, con la concesión por parte del
papa Pablo III de ciertas indulgencias y beneficios a la cofradía de la Vera
Cruz de Toledo, extensible también al resto de hermandades similares y
homónimas del resto de Castilla, y a un nivel más generalizado, con las tesis
aprobadas durante el Concilio de Trento, que se celebró en esta ciudad italiana
entre 1545 y 1563. Y desde luego, tuvo que producirse sólo de dos maneras posibles:
que dentro del propio cabildo de la Misericordia hubiera surgido entre sus
hermanos una devoción lógica a la Cruz como instrumento de martirio; o que en
realidad se tratara en su origen de dos cofradías diferentes, unidas éstas en
algún momento anterior al ya citado año 1575.
En favor
de la primera de las hipótesis, hay que decir que no se trataría ésta de la
única hermandad de la Vera Cruz que tenía también esa doble función,
penitencial y asistencial. Esta función, la de enterrar a los ajusticiados se
da también en otras hermandades similares radicadas sobre todo en la mitad
norte de España, como Salamanca, Vitoria y algunas poblaciones gallegas; sobre
todo este asunto ya he tratado más detenidamente en otros trabajos anteriores,
por lo que no creo necesario extenderme demasiado en ello[1].
También son abundantes en la comarca de la Rioja las hermandades de la Vera
Cruz que tenían encomendada esta misma misión, como ha demostrado Fermín
Labarga, y en Valladolid, según Luis Fernández Martín, lo hacía la hermandad de
Nuestra Señora de la Misericordia.
Sin
embargo, no son extraños tampoco los casos que se pueden citar de hermanamiento
entre dos cofradías diferentes, incluso también entre cofradías que tenían
fines distintos. Por otra parte, sería lógico pensar que, de ser cierta la
teoría de un origen interno de la nueva advocación penitencial en el seno de la
cofradía asistencial, esta devoción debía haber irrumpido con fuerza después de
1543; en este año está datado el primer convenio para arreglar la sede de la
cofradía, y en él, como hemos visto, no se menciona todavía ninguna referencia
devocional a la Cruz. Una fecha, desde luego, demasiado tardía para la creación
de una hermandad de este tipo en una ciudad como Cuenca, sede de uno de los
obispados más importantes del reino; una hermandad, por otra parte, que en casi
todos los pueblos españoles, grandes y pequeños, había sido el origen de las
procesiones de Semana Santa, y que había tenido su primer gran impulso durante
el primer tercio de la centuria.
En el
marco de su estudio sobre la cofradía de la Vera Cruz de Cuenca y su relación
con el origen de la Semana Santa, Pedro Miguel Ibáñez ha estudiado las
constituciones de diversas hermandades de este tipo existentes en el conjunto
de la diócesis, y ha establecido algunas fechas que nos resultan interesantes.
Son fechas todas ellas, que nos remiten a la segunda mitad del siglo, es
cierto, pero hay que tener en cuenta que se trata, en todas las ocasiones, de
la aprobación de sus constituciones conservadas, no del año de fundación de la
hermandad. Por mi parte, yo también he investigado en la hermandad de la Vera
Cruz de Navalón, un pequeño pueblo situado a apenas quince kilómetros de la
capital de la diócesis, de la cual en aquella época era una simple aldea. A
partir de la documentación, podemos saber que esta hermandad ya había celebrado
su primera procesión en 1536, y no sería lógico pensar que todas esas
hermandades, establecidas en núcleos rurales sometidos a la influencia de la
diócesis conquense, incluida la de Navalón, pudieran ser más antiguas que la
propia cofradía homónima de la capital del obispado.
Pero bien
se trate de una posible fusión de dos hermandades diferentes en el origen, o se
trate de una única hermandad con una advocación desdoblada, algo que sólo el
descubrimiento de nuevos documentos hasta hoy desconocidos podría clarificar,
lo que sí nos parece claro es la influencia que los religiosos del vecino
convento franciscano pudieron haber tenido en el desarrollo de la devoción
crucífera entre los habitantes de la ciudad del Júcar. Hay que recordar que la
hermandad tenía su sede en la ermita de San Roque, frente al propio convento
franciscano, y en lo que podría llamarse su compás o zona de influencia. Hay
que recordar también el encargo de su primer prior, Juan de Ortega, para la
elaboración de una cruz de piedra en el Campo de San Francisco, que con el paso
del tiempo pasaría a llamarse Cruz del Humilladero, dando origen con ello a
otra leyenda ambientada incluso en el tiempo de la conquista de la ciudad por
el rey Alfonso VIII.
Pero si
estos datos de carácter espacial no bastaran por sí mismo para establecer esta
relación, podemos aducir también la generalizada devoción que en el instituto
franciscano tuvo el culto a la Cruz, y a todo lo que con ella estaba
relacionado, y que se fue extendiendo por todo el país gracias a su poderosa
influencia. En efecto, son muy numerosas las hermandades de la Vera Cruz que
fueran creadas por los religiosos de San Francisco. En mi libro Ilustración y cofradías, ya he insistido
pormenorizadamente sobre este aspecto, pero creo conveniente insistir un poco
más en ello. También lo han hecho otros especialistas en el tema, como José
Sánchez Herrero o el ya citado Fermín Labarga. Pero además de esa relación entre
los franciscanos y el culto a la Vera Cruz, rastreable con facilidad en los
ámbitos sevillano y riojano, el proceso se dio también en otras partes de
España: Galicia, Extremadura, Castilla-La Mancha, Navarra,… Y también en otras
partes de Andalucía: la hermandad malagueña de la Vera Cruz, por ejemplo,
también estaba radicada canónicamente en el convento franciscano de San Luis el
Real. Por cierto, también esta cofradía malagueña tenía a su cargo otras
hermandades filiales, como la de Nuestra Señora de la Esclavitud.
[1] Principalmente en mi libro
Ilustración y Cofradías. La Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del
siglo XVIII, Junta de Cofradías, Cuenca, 2001, pp. 89-90.
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