Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 12 de noviembre de 2021

Pelayo Quintero Atauri, renovador de la arqueología en España y en Marruecos

 Una de las metas que yo me propuse cuando empecé a construir este blog sobre historia de Cuenca, pero también sobre cualquier otro aspecto que pudiera estar relacionado con este tipo de conocimientos humanísticos, tan denostados en la actualidad por los diferentes planes de estudio y, como consecuencia de ello, también por el conjunto de la sociedad, fue la de intentar acercar al lector algunos documentos originales de archivo, curiosos y desconocidos por el público en general. Pero también, como el lector ha podido comprobar a lo largo de este tiempo, dar a conocer algunos libros que, de alguna manera, pudieran estar directamente relacionados con las ciencias humanas, y en concreto con la historia, desde novelas históricas hasta ensayos de investigación, orientados principalmente para los especialistas, o trabajos de divulgación histórica. En este marco, he querido dedicar algunas de las entradas a diferentes libros sobre la historia de Cuenca, o sobre algunos personajes históricos conquenses, algunos de ellos desconocidos por el público en general, que por haber sido publicados lejos de nuestra ciudad, y fuera de los canales usuales de distribución, no son fáciles de localizar por el conjunto de los conquenses. Y éste es el caso del texto que esta semana quiero comentar, la biografía de uno de esos conquenses olvidados, el arqueólogo e historiador Pelayo Quintero Atauri, que ha sido realizada por uno de sus mayores admiradores, el también arqueólogo gaditano Manuel J, Parodi Álvarez, y publicada por la editorial andaluza Almuzara este mismo año.

          

  ¿Quién fue realmente este Pelayo Quintero Atauri? Antes de adentrarnos en su biografía, y en la relación que desde su nacimiento le unió con la provincia de Cuenca, y especialmente con las tierras manchegas del viejo priorato de Uclés, tan cercanas a la ciudad hispanorromana de Segóbriga, que tanto le marcara en su niñez, y le señalara su verdadero camino profesional, quiero ofrecer al lector unas breves pinceladas de conjunto sobre lo que el conquense representó para el devenir del estudio arqueológico en todo el siglo XX. Porque Pelayo Quintero, más allá de los descubrimientos arqueológicos, siempre interesantes, que pudo realizar a lo largo de su carrera, fue, en primer lugar, un hombre de su tiempo, que vivió a caballo entre el siglo XIX y la centuria siguiente. Es decir, si en el momento en el que él empezaba a excavar en la tierra, la arqueología española se encontraba aún en una situación incipiente, que tenía más que ver con el anticuarismo, la aventura y la simple búsqueda de tesoros, que con un verdadero estudio científico de los restos descubiertos y de los yacimientos, tal y como ahora la entendemos, después, conforme fue avanzando el desarrollo de la disciplina, ésta terminó por convertirse en una cuestión de método y de trabajo científico. Y el conquense, que fue, más o menos, coetáneo de Howard Carter, el descubridor de Tutankamón, de Hiram Bingham, el descubridor de las ruinas de Machu-Pichu, de Adolf Schulten, el renovador de los estudios sobre Tartessos, y también de otros arqueólogos de aquella época gloriosa, fue también parte de esa transformación de la arqueología como ciencia.

Recogemos aquí las palabras del propio Parodi: “Pelayo Quintero puede ser considerado como uno de los más claros representantes de la arqueología anticuaria, más o menos anacrónica, en la España de fines del XIX y principios del XX, pero también, y al mismo tiempo, sería uno de los primeros representantes de la disciplina arqueológica ya moderna en nuestro país. Se trata de una época en la que no existía la formación arqueológica como tal en las universidades españolas, y Quintero viene a formar parte (hasta cierto punto representándolos, encarnándolos) de los inicios del cambio en la disciplina arqueológica en España, en la medida en la que no fue un simpe (y admirable) aficionado, un diletante, sino que partió desde  una formación universitaria en la Universidad Central (actual Complutense) de Madrid y se formó inicialmente en el trabajo de campo arqueológico con su pariente Román García Soria, en el yacimiento de Segóbriga o Cabeza de Griego, para continuar esta senda en ulteriores destinos (esencialmente en Andalucía, y desde diferentes perspectivas, como veremos,…). De este modo y por esta razón, por ejemplo, es de notar como Quintero trabaja con método, en el campo y en el gabinete, y como documenta y escribe de forma muy correcta y acertada (para su juventud y su época), aunque es de señalar igualmente que en sus orígenes viene a transitar también entre materias y contenidos muy diversos, entre los que destacan las bellas artes, así como la historia del arte y la crítica artística, campos en los que se centraba el objeto de sus intereses, aficiones y afanes. Baste mencionar en este sentido su gran obra, Sillerías de Coro, publicada en 1928, entre otros trabajos dedicados a la historia del arte, disciplina que el ucleseño no abandonaría jamás por completo.”

            Por todo ello, el conquense tiene un hueco predominante en la historia de la arqueología, por más que después, por diferentes razones que nada tienen que ver con el desarrollo de su trabajo, haya sido olvidado por muchos de los arqueólogos actuales; y también, por algunos de aquellos que tanto le debían mientras que el conquense aún se encontraba con vida. Una excepción honorable a ese olvido generalizado, y quiero destacarlo aquí, fue el profesor Enrique Gozalbes Cravioto, tristemente desaparecido también hace algunos años, quien probablemente fue el mejor conocedor de la historia de la arqueología española, y quien precisamente vino a terminar su carrera como docente y como arqueólogo en nuestra ciudad, desde su cargo de profesor de Historia Antigua en la Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades, de la Universidad de Castilla-La Mancha. Sobre ese manto de olvido que la arqueología española, en su conjunto, ha tendido sobre nuestro protagonista, Manuel Parodi ha escrito lo siguiente: 

            “Su figura y su obra han estado sumidas en el olvido, un olvido que entendemos consciente, deliberado y nada inocente, y que ha sido consecuencia de una forma de damnatio memoriae ejercida sobre el personaje ya en vida del mismo, tras la guerra civil. Quintero, un monárquico liberal en la órbita del sistema político de la restauración, en la esfera de Sagasta, no comulgaba con el régimen franquista ni con los principios del fascismo, y sufriría la represión de los vencedores en la contienda, a lo que habrían de sumarse las querellas y acaso las envidias locales gaditanas, que le pasarían igualmente factura… En este sentido es de señalar que la figura de Quintero no ha recibido durante décadas la consideración que le correspondía en el seno de la arqueología española. Se le ignoraba como arqueólogo (notable excepción la constituida por el llorado profesor Enrique Gozalbes Cravioto, acaso el más destacado especialista en historia de la arqueología española, quien lo incorporaría al Diccionario Histórico de la Arqueología en España…); sus trabajos estaban sujetos a una continua puesta en solfa, desatendiendo al necesario rigor a la hora de considerar desde la perspectiva de su tiempo (esto es, desde un punto de vista historiográfico) la labor de quienes nos han precedido en una u otra disciplina, y no brindando a Quintero la natural y misma consideración desde una perspectiva historiográfica que se ofrece a los trabajos de investigadores de hace un siglo, en una exclusión  que claramente entendemos relacionada con la antedicha damnatio memoriae ya planificada en vida del mismo Quintero, y por motivos que aunaban lo político con el interés de determinados significativos personajes de la oligarquía gaditana de la época (alguno de los cuales fue asimismo del régimen franquista, en cuyo seno alcanzaría las más altas instancias de poder [el autor se está refiriendo al propio José María Pemán]) por eliminar a un incómodo rival del horizonte cultural local de Cádiz).”


            Pelayo Quintero había nacido en Uclés, la antigua sede en Castilla de la orden militar de Santiago, a la sombra de su monasterio prioral, el 20 de junio de 1867. Realizó sus estudios en Madrid, donde simultaneó la carrera de Derecho, acuciado a ello, muy probablemente, por las presiones familiares, con estudios más personales de Dibujo, en las escuelas de Bellas Artes y de Artes y Oficios, así como también en la Escuela Superior de Pintura, y también en la Escuela de Diplomática, a la cual estaba reservada, en aquellos momentos, la especialización profesional para el cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios. Y en su pueblo natal, y a la sombra en un primer momento de cierto familiar suyo, probablemente su tío abuelo, Román García Soria, quien en aquel momento ejercía, al menos de facto, la dirección de las excavaciones en la cercana ciudad romana de Segóbriga, se despertó en nuestro personaje una fuerte atracción por la arqueología, por recuperar desde el fondo de la tierra interesantes retazos de nuestro pasado. Y gracias a aquellas primeras experiencias con la piqueta, además, pudo llegar a conocer a algunos de nuestros más gloriosos arqueólogos decimonónicos, especialmente a Fidel Fita, con quien colaboró, además, en sus tareas de publicación de los restos epigráficos del yacimiento, incorporados por el sabio catalán al monumental Corpus Inscriptionum Latinarum.

            Terminada su etapa de formación, Pelayo Quintero ejerció como profesor de Dibujo en diferentes ciudades andaluzas: Granada, Málaga y Sevilla primeramente, periodo que aprovechó para realizar diferentes trabajos arqueológicos en el importante yacimiento romano de Itálica, patria de origen que había sido de una de las más importantes dinastías de emperadores romanos: la dinastía antonina. Sin embargo, sería su posterior llegada a Cádiz, en 1904, cuando empezó a desarrollarse la etapa más fructífera de su carrera profesional, como director del Museo de Bellas Artes de aquella ciudad mediterránea, con sus trabajos arqueológicos, al frente de diferentes yacimientos de la propia capital y de la cercana ciudad de San Fernando, y especialmente diferentes necrópolis púnicas como las de Santa María del Mar y Punta de la Vaca, y también con los diferentes cargos de dirección y representación que mantuvo en diferentes asociaciones culturales locales, provinciales, e incluso regionales. En este sentido, hay que destacar su labor desempeñada en la celebración del primer centenario de las Cortes de Cádiz, en 1912, fruto de la cual, y siempre bajo la inspiración del conquense, quedaría para la posteridad el gigantesco monumento que se levantó en la Plaza de España, bajo proyecto de Modesto López Otero y ejecución de Aniceto Marinas, y el lapidario que desde entonces decora la fachada del Oratorio de San Felipe Neri, lugar en donde se celebraban las reuniones de las Cortes, y que recuerda a algunos de los diputados que llegaron a la hermosa ciudad del Mediterráneo desde las diferentes provincias españolas, a un lado y otro del Océano Atlántico.

            Pero la principal tarea que el conquense desempeñó en Cádiz tuvo más que ver con la arqueología, a pesar de las muchas dificultades a las que Quintero Atauri tuvo que hacer frente, especialmente en sus últimos años, debido a su avanzada edad y a su delicado estado de salud. Así, los materiales que él iba recuperando de la tierra, en sus diferentes excavaciones, el conquense los iba depositando en su Museo de Bellas Artes, quizá en detrimento del propio Museo Arqueológico, aunque finalmente terminaría por cederlo a éste, después de haberse marchado ya de Cádiz; y es que, pese a su marcha de la ciudad, él oficialmente él no había sido cesado en la dirección del museo gaditano. ¿Qué es lo que obligó al conquense a cruzar el Estrecho de Gibraltar, e instalarse en la capital del protectorado español en Marruecos, como director, ahora, del nuevo Museo arqueológico de Tetuán? No, desde luego, sus propios intereses personales, sino ciertas presiones ejercidas sobre el nuevo gobierno franquista desde algunos elementos de la nueva sociedad gaditana surgida al finalizar la Guerra Civil, tal y como Manuel J. Parodi afirma desde algunos capítulos de su libro. Este hecho, su traslado al protectorado, le abrió la posibilidad de poder trabajar en las excavaciones de la antigua ciudad númido-fenicia de Tamuda, reconvertida en tiempos de Calígula y de Claudio en un campamento romano de gran importancia, y sobre todo, de convertirse en el gran renovador de la arqueología marroquí en el siglo XX, como ya lo había sido, también, de la arqueología andaluza y española algunos años antes.

            Pelayo Quintero falleció en Tetuán en 1946. Después de que este hecho se produjera, y durante mucho tiempo, siempre hubo una flor roja sobre su blanca tumba, en el cementerio español (cristiano) de Tetuán. El hecho, real gracias a la generosidad de su fiel criado Maimún, se tuvo durante mucho tiempo como una leyenda urbana. Es curiosa la forma en la que el destino, el hado, trazó sus últimas decisiones sobre este conquense, a veces tan incomprendido. El mismo hado permitió que una de sus grandes obsesiones, el hallazgo del sarcófago fenicio, se hiciera realidad mucho tiempo después de su muerte, y además, en el lugar más insospechado. Poco tiempo antes de su llegada a Cádiz, a finales del siglo XIX, había aparecido en la ciudad el sarcófago antropomorfo fenicio, y el conquense, desde su llegada a la ciudad, siempre deseó poder hallar la pareja de ese sarcófago, otro que tuviera forma de mujer. El conquense tuvo que abandonar la ciudad sin poder encontrarlo, y sería mucho tiempo después de su fallecimiento, en 1980, cuando, por fin, apareció aquel sarcófago, y precisamente en el solar en el que antes había estado su casa, la única casa que él habitó mientras vivía en la “Tacita de Plata”. Otra leyenda urbana cuenta que él ya había descubierto aquel sarcófago antes de abandonar la ciudad, y que lo había escondido allí con el fin de tenerlo siempre más cerca. Otra leyenda urbana sin sentido, pues cualquier persona que conociera a nuestro arqueólogo habría sabido que él nunca hubiera actuado de esta forma, que él nunca hubiera dudado en ofrecer su descubrimiento al conjunto de la sociedad gaditana y española, aunque fuera desde una de las salas de su Museo de Bellas Artes.



viernes, 5 de noviembre de 2021

Juan Bautista Loperraez, canónigo obrero de la catedral

El documento de la semana anterior hacía referencia a la existencia, como cargo subalterno del cabildo diocesano, al teniente de obrero, que en realidad no era mas que un auxiliar de lo que todavía se llama canónigo obrero, y en otras diócesis canónigo fabriquero, es decir, aquel miembro del cabildo diocesano al que le estaba encomendadas las obras a la que tuviera que hacer frente el principal templo de la diócesis, siempre necesarias. Así, el teniente de obrero era usualmente un seglar, algo parecido a lo que en las parroquias sería el mayordomo, mientras que el verdadero responsable de encargar las obras sería, lógicamente., el canónigo obrero. En la época a la que se refiere el documento anterior, finales del siglo XVIII, conta que el canónigo obrero era Juan Bautista Loperraez, como se desprende de una multitud de documentos conservados en el Archivo Histórico Nacional, en el protocolo del notario José Collado de Escala, al cual solía acudir cada vez que era necesario dar fe de algún documento. Y es que, además de todo lo referente a las obras catedralicias, al canónigo obrero le estaba encomendada, también, la custodia de los bienes propios de la mesa capitular, es decir, era administrador económico de todo el cabildo. Y a menudo, y en nombre suyo, realizaba préstamos a poco interés, en beneficio de diferentes personas que pudieran necesitar, en un momento concreto, determinadas cantidades de dinero o de grano, préstamos que siempre eran recogidos mediante cartas de obligación, en las diferentes notarías que existían en la ciudad. Y en ocasiones, también, necesitaban de esas notarías o escribanías para hacer constar todo tipo de documentos relativos a esa administración económica, como el otorgamiento de poderes. Uno de esos poderes es el que vamos a describir a continuación, el cual, como podemos ver, explica las circunstancias en las que se había producido la deuda mencionada en el documento anterior:

            “En la ciudad de Cuenca, a nueve días del mes de enero, año de mil setecientos noventa y uno, ante mí, es escribano, y testigos infrascritos, el señor don Juan Bautista Loperráez, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de ella, como obrero o superintendente de las rentas de su fábrica, dijo: que daba y dio todo su poder cumplido, amplio, especial, y tan bastante como por derecho se requiere, es necesario, más pueda y deba para valer, a don José Aller, agente de negocios de los Reales Consejos, y encargado de los de esta Santa Iglesia y su cabildo en la villa y corte de Madrid, para que en nombre de dicho señor y fábrica, y en representación de sus acciones y derechos, pueda parecer y parezca ante el señor don Agustín del Campo y Rivera, juez de la Real y Patriarcal Capilla de dicha corte, y demás señores jueces, justicias y tribunales eclesiásticos y seculares, superiores e inferiores, que convenga, y por la vía, recurso o remedio que más haya lugar, pida se mande, y caso necesario compela a don Bernardo José Pérez, presbítero, individuo de dicha capilla, al pago de tres mil ochocientos cuarenta y nueve reales, y más si más debiese, del resto de seis mil trescientos cuarenta y siete reales, que doña Jacoba Cruceta, mujer que fue de don Ramon Saiz, ambos difuntos, vecinos que fueron de esta ciudad, siendo éste teniente de señor obrero, le prestó aquélla de los caudales de la expresada fábrica al citado don Bernardo, cuyo crédito debe percibir la misma fábrica, así por ser de sus propios caudales, como en reintegro de los alcances que de la administración de ellos resultaron a su favor, y contra el mencionado teniente don Ramón Saiz, por las cuentas finales presentadas, de que no se ha hecho pago, y sí el de la dote de la citada doña Jacoba en el juicio de testamentaría de dicho su marido, a que salieron las partes interesadas, repitiendo sus respectivos derechos. Sin embargo de lo cual, parece que por don Miguel Cruceta, como tutor de los hijos menores de don Ramón y doña Jacoba, y don Rafael Adalid, como marida de doña Vicenta Saiz, hija y heredera también de los mismos, se ha acudido ante el mencionado señor juez, pidiendo la enunciada cantidad, de que de ningún modo les pertenece. Por lo que dicho don José Aller, en nombre del señor otorgante, como tal obrero y superintendente de rentas de la citada fábrica, y en el de ésta, pida también se negocie dicha solicitud de los nominados herederos, y que con efecto se le haga el pago que le corresponde, de la mencionada cantidad, con lo demás que al caso convenga, y sea oportuno al derecho, justicia y defensa de la referida fábrica. Y a dicho su nombre, el nominado apoderado pueda hacer, percibir y cobrar todo lo que resultase líquido, y dar de ello los recibos, cartas de pago, finiquitos, costes y demás resguardos y documentos oportunos, con las cláusulas, solemnidades, obligaciones, cánones, renuncias, satisfacciones y demás requisitos que a su calidad y naturaleza correspondan en forma legal. Y para todo, y hasta su logro, haga presente pedimientos, alegatos, memoriales, requerimientos, citaciones, protestas, testigos, escrituras, papeles, probanzas, y todo género de justificación; contradiga, tache o abone, haga las recusaciones de jueces, abogados, notarios, escribanos y demás ministros y personas, con los apartamientos y nombramientos que sea necesario; pida términos, costas, ejecuciones, prisiones, ventas, trances y remates de bienes, y tome posesión de ellos; oiga autos y sentencias; consienta lo favorable; de lo contrario, apele, suplique y lo siga en todas instancias, juicios y tribunales; gane reales cédulas, provisiones, ejecutorias, letras, sobrecartas y otros despachos; y los haga intimar y llevar a pura ejecución y debido cumplimiento, y finalmente, practique todos los demás actos y diligencias judiciales y extrajudiciales que convengan. Y que el señor otorgante, en representación de la expresada fábrica, en virtud de su empleo, y amplias facultades que tiene, por sí mismo haría y podría hacer, siendo presente que el poder que para todo lo referido, en lo expresado y no expresado y lo a ello anexo incidente y dependiente, es necesario y se requiere, el mismo le da y otorga al nominado don José Aller, con todas sus incidencias y dependencias, anexidades y conexidades, libre, franca y general administración, cláusula de enjuiciar, jurar y substituir en una persona dos o más, revocar unos subtítulos y nombrar otros de nuevo, a todos los cuales releva en forma. Y desde luego, aprueba y ratifica todo y cuanto en virtud de este poder se hiciese, obrase y actuase, por lo que obliga al señor otorgante a dicha fábrica, a estar y pasar en todo tiempo, con los bienes y rentas de ella, por firme obligación y solemne estipulación, con el poderío de justicia competente y necesario, renunciación de leyes y fueros, privilegios de la menor edad restitución in integrunt, y demás que la competan, con la que prohíbe la general renunciación en forma. En cuyo testimonio así lo dijo y otorgó, siendo testigos don Vicente de Ayllón y Rivas, clérigo de Evangelio, Pedro Martínez y Eugenio del Saz, vecinos y residentes en esta ciudad, y el señor otorgante, a quien yo, el escribano, doy fe, conozco y lo firmo.”

            Como hemos podido ver, el documento presenta todas las características que son comunes a todos los otorgamientos de poder registrados ante notario, con multitud de términos legales propios de la época que, no obstante, son todavía fáciles de entender, a pesar de que algunos pueden escapar a la comprensión de un lector poco acostumbrado a este tipo de documentos. De su lectura, unida al documento descrito en la entrada correspondiente a la semana anterior, se desprenden cuáles fueron los hechos históricos que habían motivado los dos escritos notariales: Ramón Saiz, teniente de obrero, seglar, había prestado a Bernardo José Pérez, sacerdote y miembro de la capilla real de la corte, la cantidad de 6.347 reales, procedentes de los bienes propios de la mesa capitular, de los cuales habían sido devueltos algo menos de la mitad, 2.498 reales. Un préstamo de este tipo era bastante habitual, como se puede apreciar en la documentación notarial que custodia el Archivo Histórico Nacional, pero en este caso, la devolución se complicó por el fallecimiento, primero, del propio Ramón Saiz, y más tarde, también de su esposa, Jacoba Cruceta. Del ajuste de cuentas realizado entre la fábrica catedralicia, es decir, la propia mesa capitular, y el administrador de los bienes, el citado teniente de obrero, se desprendía la existencia de una deuda, parte de la cual era la cantidad que se le había prestado al citado Bernardo José Pérez, que aún no había sido devuelta, y que pretendían cobrar los herederos del matrimonio. Como no podía ser de otra forma, la propia fábrica, y en representación el canónigo obrero del cabildo, su principal responsable, se hacía presente, como parte interesada, en el juicio, que para entonces había llegado ya a los tribunales madrileños. Finalmente, y como consta también en el propio documento, en una adenda realizada el 18 de enero de ese mismo año ente el notario madrileño Vicente la Costa, a José Aller le sustituyeron, como beneficiarios del poder otorgado por la fábrica catedralicia, los procuradores Francisco Blázquez y Gregorio Miguel Monasterio:

            “En la villa de Madrid, a diez y ocho de enero de mil setecientos noventa y uno, ante mí, el escribano de San Majestad, y testigos infrascritos, pareció don José Aller, contenido en el poder antecedente, y dijo: que estando de las facultades que por él se le confieren, le sustituía y sustituyó en razón Francisco Blázquez y Gregorio Miguel Monasterio, procuradores de los Reales Consejos, cada uno insolidum. Los reveló según es relevado, obligó los bienes en dicho poder obligados, otorgó sustituciones en forma, y lo firmó, a quien doy fe, conozco, siendo testigos don Genaro Rincón, don Pedro Revilla y don Manuel González Delgado, vecinos de dicha villa.”




jueves, 28 de octubre de 2021

Un documento del siglo XVIII sobre la catedral de Cuenca encontrado en Ebay

 Para el que no lo conozca, Ebay es un portal de subastas en el que el usuario puede adquirir, por venta directa o por subasta, cualquier cosa que desee, desde ropa deportiva hasta artículos de colección, en todas sus variantes y posibilidades, desde productos de electrónica como teléfonos u ordenadores, hasta objetos de higiene personal; cualquier cosa que uno pueda imaginar, es susceptible de poder ser encontrado en este gran bazar de internet. Y entre esa infinidad de artículos, también pueden encontrarse libros o documentos antiguos, en algunas ocasiones procedentes de archivos históricos, los cuales, sin llegar nunca a poder saber los motivos por los que se encuentran allí, han llegado en algún momento a las manos de los anticuarios o de los coleccionistas. Nunca, por supuesto, el hecho es debido a los profesionales de dichos archivos, con guardan celosamente y con gran profesionalidad, a menudo con medios muy escasos, toda la documentación que se les ha encomendado, sino de usuarios poco interesados en todo lo que, en realidad, esa documentación representa. Éste es el caso del documento que voy a comentar en esta estrada, y que, a la letra, dice lo siguiente:

“Antonio Abarca, escribano del Rey Nuestro Señor, del número de esta ciudad de Cuenca y su tierra, certifico y doy fe que en los actos de testamentaría ejecutivos y de tercería seguidos y que penden en este tribunal real, y por el oficio de mi cargo, de los bienes relictos por el fallecimiento de don Ramón Saiz, teniente de obrero que fue de la Santa Iglesia Catedral de esta dicha ciudad, en que son partes los herederos del mismo don Ramón y de doña Jacoba Cruceta, su mujer, de la una, y de la otra el beneficiado deán y cabildo de la propia Santa Iglesia, sobre pago del alcance que en cuentas finales de la administración de ella y demás que aparece de dichos autos, relativo contra el referido don Ramón y a favor de la fábrica de la expresada Santa Iglesia, aparece de la primera pieza de la testamentaría, desde el folio trescientos cuarenta y cinco hasta el trescientos cuarenta y siete, de la que se le hizo pago a la citada fábrica de esta catedral, de la cantidad de veinticuatro mil ochocientos ochenta reales y veinte maravedíes de vellón, en varias partidas de dinero y deudas agregadas para dicho pago, de consentimiento del mismo cabildo; y así mismo, al folio cuatrocientos cuarenta y dos de la propia pieza de testamentaría, resulta otro pago hecho al cabildo por dicha doña Jacoba Cruceta, de doce mil cuatrocientos cuarenta reales de vellón, que a nombre de aquél recibió don José Pérez de Rueda, teniente de obrero que fue de su fábrica, y en virtud de libramiento despachado por el señor corregidor contra don Lorenzo Asensio Castejón, depositario que se hallaba de dicha cantidad; que a consecuencia de dichos pagos se mandó hacer entrega de sus bienes a la expresada doña Jacoba, que tuvo efecto en el día diecinueve de febrero de mil setecientos ochenta y nueve, como aparece de la pieza de tercería, desde el folio setecientos siete vuelto hasta el setecientos diez, y después por auto proveido [sic] por dicho señor corregidor en dicha pieza de tercería, en veinte y dos de junio del año próximo anterior de setecientos noventa, que obra desde el folio setecientos treinta y tres vuelto hasta el setecientos treinta y cuatro, se mandó, quedando afectos y obligados los bienes de los menores a las resultas de este juicio, y no en otra forma, se levantaba la fianza que se dio, y se solicitaba por parte de estos, quedando libre el Juan Terán, que la otorgó.

            Todo lo cual así resulta de los expresados autos más largamente, que por ahora quedan en el oficio de mi cargo, a que me remito. Y para que conste donde convenga, a virtud de lo mandado por el señor corregidor en auto proveído [sic] en el día de ayer, veinte y tres de este mes, al pedimento presentado por don José Gómez, procurador a nombre de los herederos de los relacionados don Ramón Saiz y doña Jacoba Cruceta, y habiendo precedido citación de Francisco de Amaya, que lo es del venerable deán y cabildo de la mencionada Santa Iglesia, en este día de la fecha, habiendo sido señalado por la parte de dicho procurador Gómez todo lo relacionado, doy el presente, que lo signo u firmo en Cuenca a veinte y cuatro de marzo de mil setecientos y noventa y uno.”

En testimonio de verdad, Antonio Abarca Auñón y Torres, [rúbrica].”

El documento se explica por sí mismo. Se trata de un texto de carácter notarial, rubricado y expedido por el escribano Antonio Abarca Auñón, quien estuvo activo en Cuenca, por lo menos, y según se puede ver a partir de la documentación conservada en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca, el archivo a cuya custodia está encomendada la custodia de todos los protocolos notariales antiguos, entre los años 1770 y 1799. El texto se refiere a ciertas demandas testamentarias relativas al fallecimiento de Ramón Saiz, quien había sido teniente de obrero de la fábrica catedralicia [la persona, seglar normalmente, que ayudaba al canónigo obrero en las tareas relacionadas con su cargo], y que de algún modo afectaban a las propias rentas del principal templo de la diócesis. El motivo había sido un préstamo que esta institución, la fábrica de la catedral, había realizado con anterioridad al propio teniente de obrero, por una cantidad cercana a los veinticinco mil reales de vellón, y que al momento de redactar el documento aún no había sido devuelto en su totalidad; en efecto, y tal y como se describe en el mismo, hasta el momento sólo había sido devuelto aproximadamente la mitad de esa cantidad, poco menos que doce mil quinientos reales, por la esposa del titular del testamento, Jacoba Cruceta, según había testificado el nuevo teniente de obrero, José Pérez de Rueda. De todo ello se deduce el interés de los interesados en que se dejara por escrito la existencia de esa deuda, a la que debían acudir en el futuro los herederos del matrimonio.

Pero en realidad, lo que me gustaría ahora es hablar, no ya del documento en sí mismo, sino del hecho de haber podido encontrar un documento de estas características en un portal de internet. El escribano que debía certificar la existencia de esa deuda, Antonio Abarca, ya se ha dicho, estuvo documentado en Cuenca durante el último tercio del siglo XVIII. Así lo indica la documentación conservada en el Archivo Histórico Provincial, una documentación que abarca un único protocolo, signado como P-1512, que abarca, en su conjunto, la totalidad de los años en los que éste se encontraba oficialmente en la ciudad del Júcar, entre los años 1770 y 1799. El legajo en cuestión está formado por una serie de cuadernillos o expedientes, correspondientes cada uno de ellos, en principio, a un año de actividad, aunque existen algunas excepciones al respecto. Así, el primer protocolo está fechado el 24 de julio de 1770, día en el que, muy probablemente, se iniciaba la actividad de este notario en la ciudad del Júcar, un expediente que comprende la primera hoja del primer cuadernillo, por ambas caras. Este protocolo, por otra parte, resulta también de interés para entender mejor la realidad de uno de los personajes mencionados en el documento de Ebay, y en concreto, el propio redactor del testamento en él aludido, el ya citado Ramón Saiz. Se trata de un poder que éste otorgaba en favor del procurador Matías Lázaro, pero no lo hacía a título propio, sino como administrador del vínculo que había fundado en nuestra ciudad, algún tiempo antes, María Isabel de Monterroso, esposa que había sido del licenciado Melchor Castellanos, abogado de los Reales Consejos. Por su parte, el último de los protocolos del legajo está fechado el 17 de julio de 1799.

Sin embargo, y con respecto a la estructura interna del legajo, hay algo más que debemos decir: del examen del mismo, se aprecia la falta de algunos documentos, varios cuadernillos completos, que se corresponden con algunos de los años intermedios, y en concreto, los periodos comprendidos entre 1774 y 1775 y entre 1788 y 1791, además de los de los años 1793 y 1795. Aunque en algunos casos, esa falta de documentación pueda deberse a algún motivo personal que pudiera afectar al propio escribano, una enfermedad de larga duración o un alejamiento temporal de la capital conquense, poco probables en realidad, está claro que, al menos en lo que afecta al año 1791, en del que está fechado el documento estudiado, esa falta de documentación no puede ser aducible a ninguna de estas dos causas. Entonces, ¿a qué puede deberse esa falta de documentación en el archivo? Quizá la respuesta la podamos encontrar en las distintas vicisitudes por las que hace algún tiempo tuvo que pasar el Archivo Histórico Provincial de Cuenca, hasta su actual instalación en el antiguo castillo de la Inquisición, vicisitudes que hacían más difícil y compleja la adecuada conservación de los documentos. Y por otra parte, una característica más del documento estudiado es la existencia de antiguos restos de cosidos en uno de los extremos, así como la propia paginación de los folios, que no empieza en el número. Ambas cosas, unidas, me hacen pensar que el documento haya sido extraído, en algún momento, de algún cuadernillo similar a los otros que forman parte del legajo correspondiente a este escribano.

De todo ello se desprende lo necesario que resulta, siempre, la conservación adecuada de los documentos, y las condiciones y normas de uso que rigen en estas instituciones, condiciones que no siempre son bien acogidas entre los usuarios, más entre los visitantes circunstanciales que sólo buscan expedientes personales y particulares, que entre los historiadores e investigadores. En este caso, y gracias a una casualidad, el documento ha podido retornar a su antigua casa, el Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Pero nunca debemos dejar de lado el daño que a menudo provoca la extracción o la pérdida de cualquier documento que tenga carácter histórico, un daño que, siempre, es mayor que el beneficio económico que pueda obtener aquellas personas que pudieran haber provocado dicho extravío. En todo caso, cualquier falta de documentación siempre lleva consigo la pérdida de una parte de nuestro pasado.



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