Juan Díaz grabado de Teodoro de Beza. Icones, 1580,
Muy poco es lo que se conoce de la Juan Díaz correspondiente a la etapa anterior a su salida de España, más allá de su pertenencia, como en el caso de su familia política, los Valdés, a lo que se conocería como el patriciado urbano de Cuenca, y como también en el caso de ellos, con cierto origen converso. De su círculo familiar, sin embargo, Miguel Jiménez Monteserín si aporta algunos datos en algunos trabajos que el antiguo director del Archivo Histórico Provincial realizó sobre la familia Valdés. Así, se sabe que nuestro protagonista era hijo de Hernando Díaz y de una mujer de la que se ignora su nombre, aunque sí que se apellidaba Astudillo, y que compartía con los hermanos Juan y Alfonso Valdés un bisabuelo común: Diego Gómez de Villanueva "el Viejo". Tenía, al menos, cuatro hermanos conocido. Uno de ellos era Alonso Díaz, el otro protagonista de esta historia, que sólo lo era de padre, pues procedía de otro matrimonio anterior del citado Hernando Díaz. Los otros tres eran mujeres: Catalina Hernández, Inés Díaz y Ana García de Astudillo; ésta fue la que entró en la familia Valdés, por su matrimonio con el ya citado Andrés de Valdés. No obstante, por alguna carta de Juan Díaz conocemos también la existencia de otro hermano, Esteban, del que apenas se sabe su paso también por la ciudad del Sena, donde sería novicio del colegio jesuita, y donde habría fallecido, después de haber dejado la Compañía de Jesús, a consecuencia de una cuchillada recibida en un desafío.
Sí se sabe, sin embargo, que estudió en la universidad de Alcalá de Henares, a donde debió acudir en torno al año 1530, y en donde estudió, además de teología, latín, grrego, artes y filosofía, y que más tarde marchó a París, ciudad a la que debió llegar tres años más tarde. En la ciudad del Sena permaneció al menos trece años, en cuya universidad complementó sus primeros estudios teológicos y filosóficos en Alcalá, profundizando además en el aprendizaje del latín y del griego. Debió ser por estas fechas cuando se acercó por primera vez al pensamiento protestante, quizá influido por la relación personal que el conquense mantuvo con el teólogo burgalés Jaime de Enzinas (hermano, a su vez con otros tres conocidos luteranos españoles, Francisco, Juan y Diego de Enzinas), y sobre todo por el conocimiento intelectual que tuvo con la obra del alemán Philipp Melanchthon. En efecto, tal y como afirma Menéndez Pelayo en su “Historia de los heterodoxos”, con el tradicional espíritu crítico del erudito, fiel a la más pura ortodoxia, “la lectura de malos libros, especialmente los de Melanchton, y el trato con Jaime de Enzinas por los años de 1539 o 40, le hizo protestante”. Y una vez terminados sus estudios en la universidad parisina, se matriculó también en el College Royale, donde profundizó en el conocimiento del hebreo, hasta el punto de que, parece ser, colaboró en alguna edición del texto bíblico.
Sin embargo, no
sería hasta algún tiempo después, en 1545, cuando abrazaría oficialmente la fe
evangélica, en el curso de un viaje que el conquense hizo a la ciudad de
Ginebra (Suiza), en compañía del abogado Jean Crespin, el autor de “El libro de
los mártires”, y del hebraísta Matthieu Budé, en el que conoció a Calvino, y de
un nuevo viaje que realizó después por Alemania y otra vez Suiza, ahora en
compañía de Claude de Senarclens. Queda en la sombra otro posible viaje del conquense por tierras italianas, entre julio y agosto de 1542, en el marco de la nueva guerra entre el emperador y el rey de Francia, Francisco I, momento en el que aquél había decretado la obligación de que todos sus súbditos, abandonaran las tierras francesas en el plazo de ocho días. Y una vez abrazado el protestantismo, y elegido por el propio Martín Bucero, formó parte de la delegación oficial que la ciudad de Estrasburgo debía mandar a Ratisbona,
donde se iba a celebrar la famosa dieta o encuentro, en el que, por orden de Carlos V se iba a determinar el
futuro del cristianismo; al conquense y al propio Bucero les acompañaría al encuentro el mismo Senarclens, ya citado. Recogemos de nuevo las palabras de Menéndez Pelayo en
este sentido: “La prevaricación de Díaz, como español y como teólogo
parisiense de crédito, fue considerada como una gran conquista por los
reformadores, y cuando los magistrados de Estrasburgo enviaron a Martín Bucero
de representante al Coloquio de Ratisbona, pidió que le acompañase Juan Díaz.
El cual, por encargo y a sueldo del Cardenal Du-Bellay, protector de los
luteranos en Francia, hacía el oficio nada honroso de espía, informando al
Cardenal de cuanto sucedía en Alemania.”
Fue el propio Claude de Senarclens, o Francisco de Enzinas, hermano del ya citado Jaime de Enzubas (sobre este asunto se ha manifestado Ignacio J. García Pinilla, a pesar de que en el original aparece citado como autor el primero de los dos, quien escribió el relato de la trágica muerte del conquense, asesinado poco tiempo después, el 27 de marzo de 1546, por su hermano gemelo, Alonso Díaz, en una acción que no deja muy bien parado tampoco a Juan Alonso de Valdés, quien hijo de Andrés de Valdés, al cual sucedió a su vez como regidor de Cuenca, y de Ana Díaz, y sobrino, por lo tanto, del teólogo luterano. Se trata de un libro que ha sido reeditado recientemente por la Universidad de Castilla-La Mancha, en una cuidada edición de José Ignacio García Pinilla, incorporando además al texto un epistolario del propio Juan Díaz[1]. El suceso, bastante extraño, tuvo lugar en la ciudad alemana de Neoburg an der Donau, una pequeña ciudad de Baviera junto al Danubio, que era entonces la capital del ducado del Palatinado-Neoburgo; la ciudad no estaba lejos de la propia Ratisbona, y a ella había acudido Juan Díaz para atender a la edición de su libro. El crimen fue descrito también por el sabio cántabro en los términos siguientes, con su propio estilo plagado de ortodoxia:
“Un español
llamado Marquina, especie de correo de gabinete que llevaba los despachos del
emperador a la corte de Roma, oyó de labios de fray Pedro de Soto la apostasía
de Juan Díaz y se la contó a su hermano, Alfonso Díaz, jurisconsulto en la
Curia romana. El cual, irritado y avergonzado de tener un hereje en su familia,
no entendió sino tomar inmediatamente camino de Alemania, con propósito de
convertir a su hermano o de matarle.
Del relato de
Sepúlveda parece inferirse que no de boca de uno solo, sino por cartas e
información de muchos españoles de la corte del César, que en Ratisbona habían
tratado con el apóstata e insolente Juan Díaz, el cual a cada paso hacía alarde
y ostentación de sus errores, supo Alfonso la deshonra de su casa.
Llegó Alfonso
a Ratisbona, tuvo una conferencia con Maluenda, y preguntó a Senarcleus [Senarclens]
el paradero de Juan Díaz, porque le traía noticias de la corte del
emperador, ocultándole cuidadosamente que era su hermano. Senarcleus dudó antes
de responder, consultó con Bucero y demás correligionarios, y finalmente le
dijo la verdad. Si hemos de creer a los protestantes, Alfonso Díaz y Maluenda
inutilizaron las cartas que para Juan llevaba, de parte de sus amigos, el guía
o alquilador de caballos que acompañó a Alfonso a Neoburg. Ellos tuvieron
alguna sospecha, y avisaron a Juan, a toda prisa, por un mensajero. La
entrevista de los dos hermanos fue terrible. Ruegos, súplicas, amenazas, a todo
recurrió Alfonso para convencer a su hermano: le hizo argumentos teológicos; le
habló de la perpetua infamia y del borrón que echaba sobre su honrada familia
conquense; le presentó una carta de Maluenda, que ofrecía interceder en su
favor con fray Pedro de Soto, confesor de Carlos V; le prometió honores y
dignidades; se echó llorando a sus pies. Nada pudo doblegar aquella alma,
cegada por el error o vendida al sórdido interés. Entonces se le ocurrió a
Alfonso que, sacándole de Alemania, quizá se le podría traer a mejor
entendimiento, y para hacerlo sin sospecha, fingió dejarse vencer en la disputa
teológica, se dio por convencido de la nueva doctrina, y le dijo: <<Ya
que Dios ha iluminado de tal manera tu entendimiento, para que no quede en ti
vacía y estéril la gracia de Dios, como dice San Pablo, debes salir de
Alemania, donde hay tantos predicadores del Evangelio, y no eres necesario, ni
entiendes la lengua, y venirte a Italia, donde poco a poco y con prudencia irás
predicando tus doctrinas de puro cristianismo>>. Halagó la idea al
malaventurado hereje, y aún dio palabra a su hermano de irse con él a Roma; pero
Bucero y los suyos, a quienes consultó, como también al fraile Ochino,
desaprobaron totalmente esa determinación, porque juzgaban una temeridad irse a
Italia, donde forzosamente había de abjurar o sufrir pena capital. Con esto
mudó de parecer Juan e intimó a su hermano que no le volviese a hablar de
semejante viaje. Dicen que entonces le propuso ir juntos a Ausburgo para
conferenciar con Ochino, pero que oportunamente llegaron a Neoburg, para
disuadirle, Bucero, Senarcleus y Frencht. Entonces Alfonso, que maduraba ya el
espantoso proyecto de quitar de en medio a su hermano, se despidió de él con
dulces y engañosas palabras, no sin darle al mismo tiempo, para socorro de sus
apuros, catorce coronas de oro. El mismo día volvieron a Neoburg Bucero y Frencht,
pero Senarcleus se quedó con Díaz al cuidado de la impresión, que tocaba ya a
su término.
Alfonso
meditó la venganza de su honra con la mayor sangre fría y no en un momento de
arrebato. Años después se la explicaba él a Sepúlveda como la cosa más natural
del mundo: su hermano era un enemigo de la patria y de la religión: estaba
fuera de toda ley divina y humana; podía hacer mucho daño en las conciencias ;
cualquiera (según el modo bárbaro de discurrir del fratricida) estaba
autorizado para matarle, y más él como hermano mayor y custodio de la honra de
su casa. Así discurrió, y comunicado su intento con un criado que había traído
de Roma, desde Ausburgo dio la vuelta hacia Neoburg, deteniéndose a comer en
Pottmes, aldea que distaba de Ausburgo cuatro millas alemanas. Allí compraron
una hacha pequeña, que les pareció bien afilada y de buen corte; mudaron
caballos, y continuaron su camino para ir a pasar la noche en la aldea de
Feldkirchen, junto a Neoburg. Amanecía el 27 de marzo cuando entraron en la
ciudad, y dejando los caballos en la hostería, se acercaron a la casa del
Pastor, donde vivían Juan y Senarcleus, que habían pasado la noche en
conversación sobre materias sagradas, si hemos de creer al segundo, que tiene
un misticismo tan empalagoso como todos los protestantes de entonces. Llamó el
criado de Alfonso a la puerta; dijo que traía cartas de su amo para Juan. Éste
se levantó a toda prisa de la cama, vestido muy a la ligera, y salió a otra
habitación a recibir al mensajero; tomó las cartas y cuando empezaba a leerlas
con la luz de la mañana, el satélite de Alfonso sacó el hacha, le hirió en las
sienes y le destrozó la cabeza en dos pedazos. Alfonso contemplaba esta escena
al pie de la escalera. Cuando estuvieron seguros de que los golpes eran
mortales, salieron de la casa, tomaron sus cabalgaduras, y renovándolas en
Pottmes, llegaron a marchas forzadas a Ausburgo, con intento de dirigirse por
la vía de Innsbruck a Italia.
Yacía tendido
en su propia sangre Juan Díaz, cuando llegó Senarcleus, ignorante de todo. Bien
pronto se extendió por la ciudad la noticia del asesinato, y los amigos del
muerto, ya a su frente Miguel Herpfer, contando con la justicia y protección
del conde palatino Otón Enrique, a cuyo dominio pertenecía Nuremberg, se
lanzaron en persecución de los fugitivos, y llegando a Innsbruck antes que
ellos, allí los prendieron, a pesar de que negaban haber tenido participación
en el crimen. Pero las manchas de sangre delataban al criado, y lo incoherente
de sus discursos al amo. El conde Otón envió al prefecto de su palacio para
hacerse cargo del preso. Alfonso escribió a los Cardenales de Ausburgo y de
Trento reclamando el fuero eclesiástico, y rechazando como incompetente al
tribunal de Neoburg. El emperador dirigió en 4 de abril una carta al conde
palatino, prohibiendo que los jueces de Innsbruck pronunciasen sentencia en
aquella causa, cuya causa se reservaba él para la próxima Dieta. En 7 de abril
los magistrados de Neoburg tornaron a suplicar que se permitiese a los jueces
de Innsbruck sentenciar la causa. Carlos V respondió que él no tenía autoridad
en Innsbruck, y que acudiesen a su hermano el rey Don Fernando. En la Dieta de
Ratisbona los Estados protestantes tornaron a solicitar que el crimen no
quedase impune. El confesor Pedro de Soto intercedió en favor del reo. En 28 de
septiembre de 1546, el Papa escribió al rey de Romanos que <<había
llegado a su noticia que Alfonso Díaz y Juan Prieto, clérigos de Cuenca,
estaban detenidos por tribunales seculares, so pretexto de haber dado muerte a
Juan, hermano de Alfonso; que esta causa correspondía, por la calidad de los
procesados, al tribunal eclesiástico; pero que, a pesar de las reclamaciones
del Cardenal de Trento, los jueces de Innsbruck habían continuado el proceso. Y
que por ende tornaba a requerir que se entregase a la corte pontificia al reo
con todos los papeles de la causa.
Así se hizo;
el Obispo de Trento se encargó de la causa, y aunque no quedan noticias
positivas del resultado ni de la sentencia, es lo cierto que Alfonso Díaz salió
incólume, y que años después refería a Sepúlveda en Valladolid toda esta
lamentable historia. Los protestantes cuentan que, acosado por los
remordimientos, se suicidó en el Concilio Tridentino, ahorcándose del cuello de
su mula.
Fueron tales
los crímenes del jurisconsulto conquense, de los cuales en buena ley ninguna
parte puede achacarse al catolicismo, ni a la Iglesia romana, ni a los
clérigos, sino a la feroz y salvaje condición del asesino, a lo exaltado de las
pasiones religiosas en el siglo XVI en uno y otro bando y al espíritu
vindicativo y de punto de honra que cegaba a los españoles de entonces,
moviéndoles a tomarse, aún por livianas causas, la venganza o la justicia por
su mano. Mató Alfonso Díaz alevosamente a su hermano, y creyó lavar su honra, como
alevosamente matan a sus mujeres (aún inocentes) y a los amantes de éstas
(aunque no sean correspondidos) los maridos de Calderón y de Rojas; como mató
D. Gutierre de Solís a doña Mencía y D. Lope de Almedia a doña Leonor y a D.
Juan de Silva, y García de Castañar a D. Mendo, sin escrúpulo ni
remordimientos, con entera serenidad, como quien hace una cosa justa y lícita,
y dispuestos a repetirlo con cualquiera que atentara a su honor, del Rey abajo.
Costumbres bárbara, ideas bárbaras también, pero que hay que tener en cuenta y
estimar en su valor cuando se juzgan hechos de otros siglos. El fanatismo de la
limpieza de sangre, que lo mismo se manchaba por el adulterio que por la
herejía; cierto espíritu patriarcal y de familia, malamente sacado de quicios,
y la rareza misma de las infracciones, contribuían a alimentar esa moral social
del honor, en muchos casos abominable y opuesta a la moral cristiana. En el
siglo XVI el hecho de Alfonso Díaz parecía tan natural y justificable, estaba
de tal manera en las ideas corrientes, que Carlos V aprobó la intención y la
muerte, como expresamente dice Sepúlveda, y a ninguno de sus cortesanos dejó de
parecerle bien, y el mismo cronista, hombre severísimo y de mucha rectitud de
juicio, lo cuenta sin ira ni escándalo, y hasta con cierta delectación. Y si
los protestantes alemanes hicieron mucho ruido sobre la impunidad del asesino,
a buen seguro que no fue por altas consideraciones morales, sino por encontrar
una excelente arma de partido. Hubiera sido el muerto el hermano católico y no
el protestante, y viéramos trocados los papeles.”
La cita es bastante larga, y sin embargo es también interesante para ilustrar a los lectores sobre la situación de la época, en la que no fueron escasas las ocasiones en las que las disputas teológicas, incluso entre los propios parientes, se dirimían de forma violenta. Lo cierto es que la noticia de la muerte de nuestro protagonista se extendió por toda la Europa protestante, de tal suerte que el crimen fue utilizado por los protestantes para atacar al pensamiento católico. Debemos decir algunas cosas más sobre algunos de los protagonistas secundarios de la historia. Alonso Díaz, ya lo hemos dicho, era hermano sólo de padre de Juan Díaz, y por lo tanto mal podía ser hermano gemelo de nuestro protagonista, quizá el error de Menéndez Pidal estribe en la confusión con los hermanos Valdés, quienes, como hemos dicho, eran primos lejanos de los Díaz, y que para muchos estudiosos han sido tenidos, estos sí, como gemelos. Su presencia en Roma, en donde se encontraba en el círculo privado del cardenal Farnesio, se debía a su actividad como abogado del tribunal de la Rota, y como tal, se sabe que en 1541 Juan de Valdés, próxima ya su muerte, lo designó como su procurador ante la Curia romana de ciertos beneficios que él poseía en la ciudad de Cuenca. Por otra parte, la figura del denunciante, el tal Marquina, no era otro que Pedro de Marquina. Natural de Mondragón, en la provincia de Guipúzcoa, y estante en ese momento en la ciudad del Tíber como secretario del embajador, Juan de Vega, era, sin embargo, canónigo de Cuenca, en cuya ciudad había fundado el colegio de la Compañía de Jesús. Capellán del emperador y de la princesa Juana desde 1543, según Mártir Rizo también estaba muy vinculado, como los Díaz, a la familia Valdés.
Juan Díaz escribió una obra no demasiado abundante, hoy
desaparecida en su mayor parte porque nunca llegó a ser impresa publicada; en
efecto, únicamente llevó a la imprenta un libro, bajo el título de “Christianae
religionnis suma”; sabemos que el autor había aprovechado su estancia en Neuburg, ciudad a la que había sido enviado para hacerse cargo de la corrección de las pruebas de un libro que Bucero había terminado de escribir en la propia Ratisbona, aprovechando la escasa actividad que durante ese tiempo estaba teniendo el encuentro entre ambas iglesias, la protestante y la católica en Ratisbona, y temiendo el encuentro con el emperador Carlos V, del que parecía próxima su llegada a la ciudad alemana, y que se había mostrado hostil al conquense, para editar su propio libro, en la misma imprenta que el de Bucero, la que estaba regentada por Hans Killian. De esta única obra conocida, y siguiendo al ya citado José
Ignacio García Pinilla, hablan en un trabajo reciente los profesores Hilario
Priego y José Antonio Silva en los términos siguientes: “Se trata de un
texto que rezuma seguridad en la obra redentora de Cristo y en el amor del
Padre, y en él ofrece su autor una viva visión de la perversión humana y una
clara confianza en la capacidad santificadora de la actividad eclesial.”[2]Entre
esas obras que no han llegado hasta nosotros, se sabe por su testamento que
compuso unas “Anotaciones teológicas”, que a su muerte debieron caer en manos
de Francisco de Enzinas, otros de esos teólogos españoles que, como el propio
Juan Díaz, vivieron sus días finales en diferentes ciudades suizas o alemanas,
en las que había triunfado el pensamiento protestante, huyendo de esta forma de
la persecución a la que la Inquisición les había sometido, o podía someterles,
en su país de origen.
[1] García
Pinilla, José Ignacio, Verdadera historia de la muerte del santo varón Juan
Díaz, por Claude de Senarclens, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha,
2009.
[2] Priego
Sánchez-Morate, Hilario, y Silva Herranz, José Antonio, “la ciudad de Cuenca y
la literatura”, en Jiménez Monteserín, Miguel; y Mombiedro Sandoval, Pedro, Cuenca,
pétrea atalaya entre dos hoces, Cuenca, Diputación Provincial, 2020.
Vivo en Neuburg an der Donau. Hace sólo unas semanas empecé a indagar sobre el destino de su compatriota Juan Díaz, y lamento mucho que la conmovedora historia sea conocida por tan poca gente y que apenas se investigue más allá de los puros hechos. Me gustaría saber más de Juan como persona, pero el hermano Alonso es también una figura trágica que merece atención. En la actualidad, mis conocimientos sobre el caso se limitan todavía a las fuentes conocidas. Gracias a su contribución, me he acercado un poco más a Juan Díaz.
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