Si hacemos caso
estricto de lo que yo mismo escribí aquí hace algunas semanas, en aquella
entrada en la que hablaba sobre la novela de Isabel Allende sobre la figura de
Isabel Suárez, y sobre la serie televisiva que, dirigida por Alejandro Bazzano
y Nicolás Acuña, llevó a la pequeña pantalla la misma novela, y en base también
a las palabras de uno de los mejores especialistas actuales en la novela
histórica, el también arqueólogo italiano Valerio Massimo Manfredi, una novela
histórica tiene que contar a los lectores una historia real, algo que de verdad
haya sucedido, o que al menos, pudo haber sucedido tal y como lo narra el autor;
ser una forma de poder acercar al lector un momento de la historia al que de
otra forma jamás se acercaría. En este sentido, ¿puede “Las tinieblas y el alba”,
la última obra del escritor galés Ken Follet, otro de los grandes especialistas
de la novela histórica, tal y como ha demostrado en sus dos grandes trilogías, “Los
pilares de la tierra” y “La caída de los gigantes”, ser calificada realmente
como una novela histórica? Para intentar responder a esta pregunta, lo primero
que hay que tener en cuenta es que, a pesar de que se trata de una historia
totalmente inventada por el novelista, creada por la imaginación de su autor a
partir de un momento de la historia muy concreto, esa época que relata el autor
nos envuelve durante su lectura, como una niebla persistente que, de alguna
manera, parece convertirse en un protagonista más del libro. De esta manera, yo
opino que sí, porque la clave está en la última parte del aserto. En efecto,
recordamos lo que Manfredi afirma: se trata de narrar una historia que sea real
o, en todo caso, que pueda haber sido real. Y desde luego, esta narración
podría haber pasado realmente tal y como ha sido descrita, más o menos, en ese
momento de la historia, en este caso, en los años difíciles de finales del
siglo X y los primeros de la centuria siguiente, al final de la etapa que los
historiadores han llamado “la edad oscura”.
“Las tinieblas y el alba” se ha definido como la magistral precuela de “Los pilares de la tierra”, y ello es cierto, en tanto en cuanto se trata de una historia que sucede poco más de cien años antes que la historia narrada en la primera parte de la trilogía, y los protagonistas de esta son, en algunos casos, los antepasados de los que protagonizan esa otra novela. Dicho esto, vamos a repasar brevemente el argumento, cuidando por otra parte de evitar producir en los lectores futuros de la obra eso que, en un lenguaje demasiado usual, se ha venido a llamar un spoiler, una especie de revelación anticipada o “destripe” de la trama de la novela. Esta historia se inicia en el año 997, durante el reinado en Inglaterra del monarca Etelredo II el Malaconsejado, un rey no demasiado bien conocido por la historiografía, pero que representa, tal y como se ha dicho, el final de los llamados “años oscuros”, los que abarcan aproximadamente el periodo comprendido entre la caída del imperio romano y el apogeo del feudalismo. Los protagonistas principales de la novela son, por otra parte, el hijo de un constructor de barcos, Edgar, y la hija de un conde normando de Cherburgo, Ragna. Ambos se disponen al principio de la obra a cambiar radicalmente de vida: el primero, porque su casa ha sido arrasada por los vikingos cuando estaba a punto de abandonar su ciudad, Combe (quizá la actual Salcombe), en compañía de la mujer a la que ama; la segunda, porque se dispone a cruzar el Canal de la Mancha para contraer matrimonio con un noble inglés. Y ambos se van a ver sometidos a una vida difícil, en la que los requerimientos de la época les van a obligar a mantenerse separados uno del otro durante demasiado tiempo, en una lucha conjunta para defender sus convicciones. Junto a ellos, Aldred, un monje idealista que, pese a sus inclinaciones amorosas, sabe sobreponerse a sus pasiones, convirtiéndose de esta forma en el tercer ángulo de una trama que, si durante algún tiempo puede parecer demasiado almibarada, sirve al autor para trazar un mosaico bastante cercano a una etapa bastante desconocida de la historia de Inglaterra. Y junto a estos tres protagonistas, aparecen también una selección de personajes que, entre el bien y el mal, complementan ese mosaico del que venimos hablado.
Si el argumento
ha sido inventado totalmente por el escritor de Cardiff, la época, como decimos,
es muy real: el reinado de Etalredo II, quien reinó en Inglaterra durante dos
etapas diferentes, entre el año 978 y el 1013 la primera, la etapa en la que se
desarrolla la historia de la novela, y más tarde, entre 1014 y 1016. Un monarca
que tuvo que hacerse cargo del reino en circunstancias muy difíciles, cuando
apenas había cumplido los diez años de edad, y después de que su hermano mayor,
Eduardo, hubiera sido asesinado por orden de su madrastra, Elfrida de Lydford.
Un periodo de la historia muy complicado debido especialmente, pero no sólo, a
las incursiones de los galeses desde el oeste, y de los vikingos, desde el este
y el sur de las Islas Británicas, pues para entonces, estos ya se habían
establecido en el norte de Francia, en una región a la que habían puesto el
nombre de Normandía, y se habían convertido al cristianismo.
De la misma
forma que la novela se desarrolla en un periodo de la historia muy reconocible
por el lector, también lo hace en un espacio muy concreto: el suroeste del
reino de Inglaterra, allí donde la distancia con el continente europeo, a
través del Canal de la Mancha, se hace más estrecha, aproximadamente lo que en
la actualidad es el condado de Devon, entre los de Cornualles, Dorset y
Somerset, y cerca de la frontera con Gales, de la que la separa el estuario del
río Severn y el canal de Brístol. Precisamente la ciudad de Brístol, la más
importante de la región, aparece mencionada varias veces en la novela como un
importante mercado de esclavos, al igual que lo hace la de Exeter, que todavía
es la capital del condado. Sin embargo, una parte de la acción transcurre en un
lugar llamado King’s Bridge (el Puente del Rey), al iniciarse la novela es
todavía una mínima aldea llamada Dreng’s Ferry (la Barca de Ferry). Existe en
la actualidad en Inglaterra, en ese mismo condado de Devon, una ciudad llamada
también de esta forma, Kinsgsbridge, un importante centro turístico que en la
actualidad cuenta con una población cercana a los seis mil habitantes. Sin
embargo, ¿son realmente ambas poblaciones, la ciudad real y el incipiente
poblado inventado por Follet, una misma cosa? Sea de una forma o de otra, no
cabe duda de que, cuando menos, la segunda es un trasunto de la primera, de la
que, por cierto, se sabe que fue establecida alrededor del siglo X, alrededor
de un puente que había sido construido para conectar los pueblos de Alvington y
Cillington.
Tal y como hemos
dicho, se trata de una etapa de la historia muy difícil en Inglaterra, y
también en el resto de Europa, los llamados “años oscuros”. Años convulsos, en
el que la población de las islas vivía en todo momento mirando en dirección al
mar, pendiente siempre de la invasión de los pueblos vikingos. La situación se
había complicado todavía más a partir del año 911, cuando uno de los últimos
reyes carolingios de Francia, Carlos III el Gordo, permitió que en una parte
del país pudiera establecerse un grupo de vikingos que procedían de Noruega,
como parte del tratado de Saint-Clair-sur-Epte. Aquellos vikingos, que estaban
al mando del caudillo Hrolf Ganger, más conocido entre las fuentes occidentales
como Rollón el Caminante (pesaba más de ciento cuarenta kilos, y no había
caballo capaz de soportar su peso durante mucho tiempo) o Rodrigo I el Rico, se
establecieron en el noreste del país, en un territorio que había sido conocido
en época merovingia como Neustria o Neustrasia, pero que a partir de este
momento va a ser conocido como el ducado de Normandía, y que terminara por
convertirse en una de las regiones más poderosas y avanzadas culturalmente de
toda Europa. Con el tiempo, los duques de Normandía se convertirían también en
reyes de Inglaterra, constituyendo una de las principales dinastías que se
implicaron en el desarrollo del estilo gótico en el continente.
Sin embargo,
todavía quedaba más de cien años para ello. De momento, lo cierto es que el
establecimiento de los vikingos en Normandía tenía como una de sus principales
consecuencias la inestabilidad del territorio francés, pero también, y sobre,
todo, de Inglaterra. Y es que, a pesar de la conversión al cristianismo de los
vikingos de Normandía, y del refinamiento que desde un primer momento empezaron
a mostrar, tan lejano a la rudeza, al menos teórica, de sus primos vikingos, lo
cierto es que estos ya tenían enfrente de las costas de Inglaterra un punto de
apoyo importante para impulsar desde allí sus invasiones a las islas británicas.
Y esos ataques fueron especialmente importantes durante el reinado del propio
Etelredo II, debido sobre todo a la guerra civil que en Dinamarca estaba
enfrentando al rey Harold I, que intentaba imponer en sus dominios la religión
cristiana, y su hijo, Svend I, quien obligó a los partidarios del primero a
abandonar las tierras danesas, y no se detuvieron tampoco cuando el monarca
inglés, el citado Etelredo II, contrajo matrimonio, en 1002, con Emma de
Normandía, la hermana del duque Ricardo II.
Pero no sólo en Inglaterra
eran tiempos turbulentos. Poco tiempo antes de la época en la que se desarrolla
la historia, se había producido también en Francia una importante revolución
política y cultural, con la llegada al trono de Hugo Capeto, iniciándose de
esta manera una de las más importantes dinastías reinantes en toda la Edad
Media europea. En Italia, el otrora poderoso imperio romano hacía mucho tiempo
que había desaparecido, y las múltiples invasiones de ostrogodos, lombardos,
bizantinos, …, habían terminado por convertir el mapa de la península en algo
parecido a un mosaico de pequeños territorios (ducados, principados,
repúblicas, y algún pequeño reino, junto a un amplio territorio, en el centro,
que estaba administrado directamente por el papa de Roma) enfrentados entre sí,
ninguno de los cuales era capaz de mostrar el poder suficiente para levantarse
por encima de los demás. Algo parecido sucedía en Alemania, aunque aquí la
existencia del Sacro Imperio Romano Germánico mantenía un amago de unión relativa,
al menos en teoría. En España, las tensiones entre los nobles leoneses provocó
el nacimiento del nuevo reino de Castilla, independiente de facto desde
el año 960, en tiempos del conde Fernán González, y destinado a “comerse” poco
tiempo después al reino de León; y mientras tanto en Cataluña, en tiempos del
conde Borrell II, a pesar de haber tenido que enfrentarse a las tropas de
Almanzor en las inmediaciones de la propia ciudad de Barcelona, y precisamente
debido a ello y a que el citado Hugo Capeto no había podido acudir a la ayuda
que se le solicitaba desde la Marca Hispánica por culpa de sus propios
problemas internos, se alcanzaba por fin la independencia de estos condados
respecto de la monarquía carolingia.
Son tiempos
caracterizados por el milenarismo y por el inicio del feudalismo, que, en los
siglos siguientes, terminaría por convertirse en la característica más
determinante de la sociedad medieval. En efecto, conforme el primer milenio se
iba acercando a su final, se iba desarrollando en toda Europa una doctrina, el
milenarismo, según la cual el propio Jesucristo estaba a punto de volver a la
Tierra para reinar durante mil años más, antes de su última batalla contra el
mal. Y esa próxima visita del Salvador influyó de tal manera en buena parte de
la población europea, en su mayor parte iletrada y analfabeta, que provocó en
todo el continente una ola de terror y de histeria. Por otra parte, el
feudalismo, aunque había nacido ya en la antigüedad tardía, con la transición
del modo de producción esclavista al feudal, no alcanzó su pleno desarrollo,
según buena parte de los estudiosos, hasta los siglos VIII y IX, durante la
formación de los nuevos reinos cristianos y del imperio carolingio. La propia
palabra “feudo” no aparece en los documentos hasta el siglo X, y sólo se
extendió de forma usual en la centuria siguiente.
Algunas claves
de la novela “Las tinieblas y el alba”, tal y como fueron desarrolladas por
Margarita Lázaro, son las siguientes: la importancia, todavía, de la
esclavitud, importancia que ha sido destacada en algunas entrevistas por el
propio Follet; la importancia que alcanza también en la novela, como en las
otras obras de la trilogía, el sector comercial de la sociedad, una clase
social que se suele olvidar en la tradicional descripción clásica del
feudalismo de guerreros-sacerdotes-siervos (bellatores, oratores
y laboratores, en el sentido de constructores (y no solamente de
constructores de objetos y edificios, sean estos iglesias, puentes, casas, sino
también constructores de una nueva sociedad); y el papel de las mujeres,
también olvidadas entre los historiadores, pero que, al menos en lo que
respecta a las clases más favorecidas, es decir, la aristocracia, llegan en
algunas ocasiones a tener también una relativa importancia, y en este sentido
hay que destacar otra vez el caso del ducado de Aquitania, que en el siglo XII,
en tiempos de Leonor, la hermana de Ricardo Corazón de León y de Juan sin
Tierra, las suegra de nuestro rey Alfonso VIII de Castilla, llegó a conformar,
quizá, la corte más refinada de toda Europa. Y junto a todo ello, una
importante labor de documentación, tan importante en la creación de toda novela
histórica como es la propia escritura del texto.
Ya hemos dicho que “Las tinieblas y el alba” es la precuela de su más conocida trilogía histórica, la que está formada por “Los pilares de la tierra”, que le da el título conjunto a la serie, “Un mundo sin fin” y “Una columna de fuego”. Juntas, estas cuatro novelas, de gran extensión todas ellas, forman una peculiar historia de Inglaterra, a través de una dinastía de constructores, y de una ciudad, real o ficticia, Kingsbridge. Son cuatro momentos claves de la historia del país. En efecto, si en esta novela que estamos tratando se narran los años iniciales de la ciudad y de la saga, a partir de un constructor de barcos que sabe modernizarse, aplicar los principios de ese tipo de construcciones a todo tipo de obras, sean puentes o casas, en la primera de las novelas de la trilogía se trataba el nacimiento de la arquitectura gótica, precisamente otra etapa convulsa en la historia del país, la conocida como la “anarquía inglesa”, la guerra civil que tuvo como consecuencia, precisamente, la toma del poder en Inglaterra por la casa de Normandía, a raíz de la coronación del rey Esteban I, el hijo del conde Esteban II de Blois y de Adela de Normandía. Por su parte, en “Un mundo sin fin”, Follet sitúa a los descendientes de Edgar y del arquitecto Tom Builder, el de “Los pilares de la tierra”, algunos siglos más tarde, en los años intermedios del siglo XIV, cuando Inglaterra se está ya situando a la cabeza de la producción textil de todo el continente, los años de la plena Edad Media, cuando el comercio y la artesanía, y con ellos la burguesía, han alcanzado ya un total desarrollo. Finalmente, en “Una columna de fuego”, el escritor galés nos presenta otra vez una Inglaterra diferente, la del siglo XVI, cuando la modernidad ha hecho olvidar definitivamente el viejo feudalismo, sea éste el feudalismo primitivo de “Las tinieblas y el alba”, sea el feudalismo pleno de “Los pilares de la tierra”, o ya el feudalismo burgués, plenamente consolidado a través del comercio, de “Una columna de fuego”.
No son estas
cuatro novelas las únicas de su autor que responden a una clave en sentido
histórico. Hay que citar aquí también su otra gran trilogía, la que bajo el
nombre genérico de “El siglo” (“The century”), y a través de tres novelas
densas, tan densas como las de “Los pilares de la tierra” (“La caída de los
gigantes”, “El invierno del mundo” y “El umbral de la eternidad”, se nos
presenta toda la historia universal a lo largo del siglo XX bajo el prisma de
varias familias, ubicadas en diferentes países y bajo diferentes circunstancias;
una historia tan convulsa, o más si cabe, que la que abarca la Edad Media
inglesa. Y quizá también puedan ser clasificadas como novelas históricas,
incluso, las otras novelas del autor, las que usualmente son clasificadas como
novelas de espionaje (“La isla de las tormentas”, “La clave está en Rebeca”,
“Las alas del águila”, “El valle de los leones, …). Novelas muy diferentes,
desde luego, a las que conforman sus dos grandes trilogías (o dos trilogías y
pico, valga la denominación, si tenemos en cuenta ésta última novela-precuela,
novelas incluso mucho más reducidas que las otras, pero que de alguna forma
también nos presentan un periodo de la historia de Europa, la que abarca la
Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, bajo su propio prisma de narrador
comprometido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario