Un asunto digno de tener
en cuenta es el relacionado con la estancia en tierras del obispado de Cuenca,
a caballo entre los siglos XVIII y XIX, de un grupo de sacerdotes franceses,
con el obispo de La Rochelle a la cabeza, que se habían visto obligados a
abandonar el país vecino debido a la persecución política a la que estaban
siendo sometidos en su país. El dato nos lo proporcionaba ya el historiador y
canónigo Trifón Muñoz y Soliva, que en su Episcopologio dice lo siguiente al
hablar del obispo Ramón Falcón y Salcedo: “Durante su ausencia tuvo la
dirección de esta diócesis su vicario general y provisor D. Manuel Villa [sic],
quien aprovechó la ocasión de hallarse
expatriado en Villar de Olalla el obispo de La Rochela [sic], pensionado por
los señores obispos y cabildos de Cuenca y Sigüenza, le rogó le sirviese venir a hacer órdenes, cual lo
efectuó, quedando aún de los presbíteros que ordenó D. Benito Saiz, cura
párroco de Beamud, y también el referido prelado francés hizo la consagración
de óleos, y ofició de pontifical en de esta santa iglesia catedral en la semana
mayor”.
Ésta era la Semana Santa del año 1812. Pero, ¿qué es lo que se esconde detrás de esta afirmación del cronista y sacerdote conquense? Para comprenderlo mejor, hay que retroceder hasta el año 1790, cuando, en el marco de la revolución francesa, fue promulgada en el país vecino la llamada Constitución Civil del Clero, que eliminaba todos los privilegios especiales que hasta entonces había mantenido la Iglesia en Francia, convirtiéndola en un brazo subordinado al nuevo gobierno. En efecto, el 9 de julio de 1789, los revolucionarios franceses daban un nuevo paso al constituir la Asamblea Nacional Constituyente, que de forma inmediata empezó a promulgar nuevas leyes, tendentes a cambiar por completo la realidad social y política de la nación. Muchas de estas medidas iban dirigidas en contra de la Iglesia, y entre ellas, la aprobación de una profunda desamortización de los bienes eclesiásticos, la desaparición de las fiestas religiosas, e incluso la represión física de muchos sacerdotes, que fueron arrestados y asesinados en los días siguientes en diferentes partes del país.
Una de esas medidas,
quizá la más importante, fue la aprobación de la Constitución Civil del Clero,
en el mes de julio de 1790. Para llevarla a la práctica, se había creado una
comisión, que estaba presidida por un sacerdote, Louis-Alexandre Expilly de la
Poipe, quien era rector de la iglesia de Saint-Martin-des-Champs, en Morlaix,
quien se convertiría posteriormente en el primer obispo constitucional en
Francia. Se trataba de un nuevo ataque frontal en el que, entre otras medidas,
se suprimían algunas instituciones antiguas de la Iglesia, como los cabildos
diocesanos; se reestructuraba todo el entramado parroquial y diocesano, tomando
como modelo, en este último caso, la división civil en departamentos; se
proclamaba la elección directa de los obispos por parte del conjunto de los
sacerdotes de cada diócesis, así como de sus fieles, eliminando de esta forma
la participación del pontífice y del gobierno en los nombramientos; se
decretaba la remuneración directa de los sacerdotes por parte del Estado,
suprimiendo así cualquier derecho de tipo impositivo, incluido el pago de
diezmos; y se otorgaban derechos civiles a los eclesiásticos, dejando la puerta
abierta a posibles secularizaciones, en un plano de igualdad respecto al resto
de los ciudadanos. Era, en suma, un documentos plenamente regalista, de honda
tradición francesa especialmente a lo largo de todo el siglo XVIII, pero
llegada a sus últimas consecuencias.
Por la Constitución Civil
del Clero se obligaba a todos los religiosos del país vecino a prestar
juramento al gobierno, si no querían perder sus cargos. Así, el 4 de enero de
1791, todos los diputados de la asamblea que eran a su vez miembros del clero,
fueron obligados a prestar juramento, aunque la mayoría de los obispos que se
encontraban en ella se negaron a hacerlo. Y tres días más tarde se iniciaron
también los juramentos entre el resto de los eclesiásticos. Como había sucedido
en la misma asamblea, fueron muchos los sacerdotes que se negaron a jurar la
nueva constitución, entre ellos prácticamente la totalidad de los prelados. Pío
VI, por su parte, había considerado la Constitución Civil del Clero como un
documento herético y sacrílego, prohibiendo a los clérigos a prestar juramento
y obligando a los que ya lo habían hecho a retractarse, lo que significaba la
ruptura definitiva entre París y Roma. Se inició entonces, o se aceleró todavía
más, la persecución contra todos aquellos sacerdotes que se habían negado a
firmar, el llamado clero refractario, sobre todo a partir del mes de agosto de
1792. Así, en el mes de septiembre de ese año,
fueron asesinados, dentro de diversas cárceles francesas, cerca de
doscientos sacerdotes, entre ellos varios obispos, y poco tiempo después, una
vez proclamada la nueva República Francesa, fueron expulsados del país todos
los sacerdotes refractarios. Muchos de ellos fueron acogidos en diferentes
diócesis españolas, más de siete mil según los cálculos efectuados, entre ellos
dieciocho prelados.
Éste es el marco, como
decimos, en el que hay que entender la permanencia, en estos años de finales
del XVIII, de un grupo más o menos numeroso de religiosos franceses, tanto en
el obispado de Cuenca como en el resto de la diócesis. Pero antes de hablar de
este prelado, conviene también hacer constar que en 1801, los problemas entre
el gobierno francés y la Iglesia de ese país vecino se habían solucionado, al
menos en parte, gracias al concordato que Napoleón Bonaparte firmó con la Santa
Sede, que en ese momento estaba regida por Pío VII. En dicho concordato se
reconocía al catolicismo, como, literalmente, “la religión de la mayor parte de
los franceses”, pero no la religión oficial del Estado; y se aprobaba para el
pontífice romano una especie de reconocimiento sobre el nombramiento de los
obispos, pues, aunque era el primer cónsul, es decir, el propio Napoleón, el
único que podía nombrarlos, se le reservaba al papa la concesión de una
“investidura canónica”. No obstante, muchos religiosos franceses siguieron sin
aceptar el concordato, provocando de esta forma una escisión con respecto de la
Iglesia romana, todavía existente en el país vecino bajo el nombre de la Petite
Eglise, y muchos sacerdotes se negaron a regresar a su país.
Ahora sí, uno de esos
sacerdotes era el obispo de La Rochelle, sede de una diócesis que estaba
situada en la costa este de Francia, frente al golfo de Vizcaya, y que
actualmente es la capital del departamento de Charente Marítimo. La ciudad
había tenido durante la Edad Media estatuto de puerto libre, que había sido
concedido por los duques de Aquitania en 1130, lo que, unido al matrimonio que
la duquesa había contraído con el rey de Inglaterra, Enrique II, y a la
presencia en la ciudad de caballeros templarios primero, y más tarde de
Jerusalén, le hizo crecer económicamente, hasta el punto de llegar a
convertirse en uno de los puertos más importantes de esa parte del Océano
Atlántico. La diócesis había sido erigida en mayo de 1648, transferida a la
ciudad portuaria desde la antigua diócesis de Maillezais, al tiempo que se le
adherían los distritos actuales de Marennes, Rochefort y una parte de
Saint-Jean-d’Angély.
Cien años más tarde,
durante la Revolución, se llevarían a cabo nuevos movimientos geográficos que
afectaron tanto a esa sede diocesana como a otras vecinas, dentro del proceso,
ya descrito, de igualar geográficamente las diócesis con los departamentos
civiles. Así, en primer lugar, las diócesis de La Rochelle y de Saintes fueron
unificadas en una misma sede, creando de esta forma la nueva diócesis de
Cherente-Inferioure, bajo la dirección de un nuevo obispo constitucional de
nuevo nombramiento. Más tarde, el 29 de noviembre de 1801, y en el marco del
nuevo concordato firmado cuatro meses antes, las antiguas diócesis de Santes, a
excepción de algunos territorios que habían formado parte anteriormente del
viejo obispado de Angulema, pasó de nuevo al obispado de La Rochelle,
nuevamente constituido como tal, al que ahora se añadían también los
territorios dependientes del obispado de Luçon. Finalmente, en 1821, este gran
obispado fue de nuevo desmantelado con la independencia, de nuevo, de la
diócesis de Luçon, quedando otra vez constituida oficialmente la diócesis de La
Rochelle et Saintes, ya sin aquellos territorios que se le habían añadido
veinte años antes.
Y dicho esto, queda por
fin dilucidar quién era este obispo de La Rochelle, que había celebrado junto
al vicario general de la diócesis conquense, Manuel González de Villa, los
oficios catedralicios en la Semana Santa de 1812. Y éste no era otro que el
polémico Jean-Charles de Coucy. Nacido en 1746 en Econdal, en la región
septentrional de las Ardenas, en el seno de una familia nobiliaria, los señores
de Coucy, fue un destacado miembro del clero francés, defensor de posiciones
claramente monárquicas y absolutistas. A partir de 1776 fue limosnero y
capellán de la reina María Antonieta de Austria, la esposa de Luis XVI, así
como abad de Isny, y más tarde pasó a formar parte del cabildo diocesano de
Reims, por nombramiento directo del monarca absolutista. Y aunque el 28 de
octubre de 1789 fue nombrado obispo de La Rochelle, sede en la que sería
confirmado por Pío VI el 14 de diciembre de ese mismo año, poco tiempo pudo
mantenerse al frente del obispado, al ser desposeído de su cargo, por negarse a
firmar la Constitución Civil del Clero, siendo sustituido al frente de la nueva
diócesis surgida después de la reconstitución de las sedes, por un obispo
constitucional, Isaac-Étienne Robinet.
De esta forma, Coucy se
vio obligado a abandonar el país y a exiliarse en España, primeramente en
Pamplona, en donde se encontraba ya en junio de 1791. El lugar elegido, por él
y por otros muchos obispos franceses, lo era por su cercanía a su patria
francesa. La vigilancia efectuada sobre los prelados franceses, y especialmente
sobre monseñor Coucy, por la fuerte personalidad de la que hacía gala, por la
jerarquía eclesiástica española, provocó no pocos problemas entre los emigrados
franceses, lo que provocó las protestas airadas de éste y de Lauzieres de
Themines, obispo de Blois, que también se encontraba en su misma situación. Y
poco tiempo después, una Real Cédula fechada el 2 de noviembre de 1792
establecía para todos los eclesiásticos franceses la obligatoriedad de
residencia a una distancia superior a las veinte leguas de la frontera con su
país, lo que llevó a nuestro protagonista a la ciudad de Guadalajara, donde se
estableció primeramente en unas celdas que fueron acondicionadas expresamente
para él en el convento de Santo Domingo. Con él se establecieron también tres
canónigos de su misma diócesis, Armand de la Richardiere, Xavier D’Ayroles y
Edward Roynard, y otro de del obispado de Nantes, Pierre Gautier. Guadalajara,
hay que recordarlo, formaba entonces parte del arzobispado de Toledo, que en
ese momento estaba regida por el cardenal Francisco de Lorenzana, y el deseo
del francés por acercarse lo máximo posible a la sede primada le hizo
adelantarse a monseñor Le Quien, obispo de Dax, quien había sido el elegido por
el propio cardenal primado para que se estableciera en la ciudad alcarreña.
Allí, el obispo francés
se dedicó a trabajar activamente en contra del gobierno francés, tal y como lo
había hecho antes, durante su permanencia en la capital navarra, y con el fin,
sobre todo, de organizar un fondo de asistencia mutua para todos los exiliados
católicos franceses, solicitando para ello, además, el apoyo económico de la
Iglesia española. También intentó atraer hacia Guadalajara a la totalidad de
los ciento sesenta y ocho sacerdotes de su diócesis francesa, que en ese
momento se encontraban exiliados en España, lo que da idea de hasta qué punto
el problema de la revolución había afectado a toda la Iglesia galicana. Y en
1793, Lorenzana asignaba a Coucy y a los cuatro canónigos que le acompañaban en
su exilio, con el fin de poder mantenerse de acuerdo a su dignidad, la cantidad
de veinticuatro mil reales al año, a razón de dos mil reales al mes.
Permaneció varios años en
la provincia de Guadalajara, y allí estaba todavía en 1801, cuando se negó
también a firmar el concordato con la Santa Sede, convirtiéndose así en uno de
los religiosos que más activamente contribuyeron al surgimiento del cisma
francés. En 1803, Bonaparte solicitaba a Carlos IV el arresto del prelado
francés, en virtud de unas supuestas cartas firmadas por el sacerdote. Por esta
razón, el 12 de enero de 1804 Pedro Ceballos, ministro de Estado, firmaba un
oficio que obligaba a Coucy a trasladarse a algún convento apartado del
arzobispado de Sevilla, en el que el prelado francés debía permanecer bajo
vigilancia del superior de dicho convento, y ajeno a toda labor pastoral y
epistolar. El lugar elegido fue el convento de franciscanos observantes de
Umbrete. Allí permaneció hasta el 7 de diciembre de 1805, fecha en la que se le
permitió regresar a Guadalajara.
Esta segunda etapa en la
ciudad alcarreña se alargó hasta 1811, cuando ésta fue invadida por las tropas
napoleónicas, en el marco de la Guerra de la Independencia. Fue en este periodo
cuando encontramos a monseñor Coucy en la provincia de Cuenca, y concretamente,
como ya hemos dicho, en el pueblo de Villar de Olalla, donde permaneció hasta
mediados de 1813. Ya antes de ello, desde el 2 de agosto de 1810, Coucy venía
gozando de una renta de dos mil reales mensuales sobre los beneficios de la
vacante del arcedianato de Moya, asignación que había venido a sustituir a la
que Lorenzana le había otorgado, a él y a los canónigos que entonces lo acompañaban,
algunos años antes. Y junto al resto de habitantes del pueblo, tuvo que
esconderse literalmente en alguna ocasión, en las cuevas de la Peña del Cuervo,
entre Altarejos, Valdeganga y la propia Villar de Olalla, cada vez que los
franceses rondaban la comarca. En Villar de Olalla se encontraba todavía el 12
de abril de 1813, fecha en la que remitía una carta al sucesor de Lorenzana en
el arzobispado de Toledo, el cardenal Luis de Borbón y Farnesio, nuevo
arzobispo de Toldo, para felicitarle por su nombramiento como presidente del
Consejo de Regencia.
En 1814, reestablecida de
nuevo la monarquía borbónica en el país vecino en la persona de Luis XVIII,
acompañó a éste en su exilio temporal en la ciudad flamenca de Gante, durante
los llamados “Cien Días”. En 1816 presentó finalmente su renuncia a la diócesis
de La Rochelle, siendo nombrado poco tiempo después, en agosto de 1817,
arzobispo de Reims, y dos años más tarde se separaba públicamente del cisma de
la Petite Eglise. En 1822 fue nombrado además miembro de la Cámara de los
Pares, que había sido creada por el monarca francés en 1814, a imitación de la
británica Cámara de los Lores, y falleció en su sede de Reims el 9 de marzo de
1824, seis meses antes que su protector, el rey Luis XVIII.
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