Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


domingo, 12 de febrero de 2017

Los protocolos notariales como fuente para el estudio del pasado

         
            Muchas veces se ha destacado ya el valor que los protocolos notariales tienen para el estudio de los diferentes aspectos del pasado relacionados tanto con la historia social como con la historia económica. En efecto, testamentos, cartas de obligación, cartas de poder, dotes matrimoniales o contratos de todo tipo, eran documentos que los escribanos, hoy llamados notarios, recogían en sus protocolos, dando valor legal a los deseos de las personas, personas que pertenecían a todas las clases sociales, nobles y plebeyos, señores de villas y de aldeas y labradores, comerciantes y artesanos; algunas de esas personas, de otro modo, no habrían dejado memoria escrita de su paso por la historia. Gracias a esos documentos podemos seguir los pasos de algunos linajes poderosos, pero también de familias humildes, en este caso la familia Llandres, una familia que era oriunda del sur de Francia, de la región de las Landas, y que después de un breve paso por la costa levantina española, llegó a la ciudad de Cuenca a caballo entre los siglos XVII y XVIII, llegando a extenderse de tal manera que hoy en día, reconvertido por corrupción fonética en ese apellido que nos es familiar, es uno de los más característicos de la ciudad del Júcar.

Nos vamos a acercar a este apellido mediante una selección de esos protocolos notariales, que fueron redactados ante diversos escribanos públicos entre los años finales del siglo XVIII y la primera mitad de la centuria siguiente; cuatro documentos que están relacionados todos ellos con una de esas ramas del tronco familiar que para entonces ya se había empezado a extender en Cuenca. El primero de esos documentos está fechado el 30 de marzo de 1778, y fue redactado ante el notario José Félix Navalón[1]. Se trata de una escritura de obligación y arrendamiento de una casa que fue otorgada por Domingo Llandres y su esposa, Gregoria del Olmo; para entonces, tal y como decimos, el apellido ya estaba completamente establecido en nuestra ciudad, pudiendo contar con diferentes ramas relacionadas entre ellas por diferentes grados de parentesco. La casa en cuestión se encontraba en la bajada a la plaza de Santo Domingo y era propiedad de Mateo Antonio Villanueva, señor de la villa de Reillo, aunque en representación del noble figuraba en el documento Pedro Matías Villodre, vecino y regidor perpetuo de Cuenca. El plazo del arrendamiento sería de cuatro años, desde el día de San Juan siguiente, esto es, el 24 de junio, hasta el mismo día de 1782, y el arrendatario se comprometía a pagar al propietario la cantidad de trece ducados anuales, la mitad de ellos en Navidad y la otra mitad para el día de San Juan. Y el matrimonio también se comprometía por este escrito a no subarrendar la casa, ni en parte ni en su totalidad, y a que el día 1 de marzo del año en que tuviera que finalizar el plazo, esto es, en 1782, informara al propietario de sus intenciones de seguir viviendo en la casa, con el fin de redactar una nueva escritura si así fuera.

El segundo de los documentos está relacionado con uno de los hijos del matrimonio formado por Domingo Llandres y Gregoria del Olmo, Segundo, y se trata de una carta de poder que éste, como marido de María Saiz, otorgaba en favor de uno de los procuradores de causas de la audiencia territorial de Cuenca, José Luis de la Cueva[2]. En realidad, el documento había sido redactado a ruego del propio Segundo Llandres y de Doroteo Ocaña, viudo en segundas nupcias de la madre de dicha María Saiz, Rita de la Cierva, y está fechado el día 3 de diciembre de 1795 ante el notario Diego Antonio Valdeolivas. El motivo que había originado la escritura era que ambos, tanto el segundo marido de la fallecida como la hija de éste, se habían sentido agraviados por el reparto de los bienes dejados a su fallecimiento por la propia Rita de la Cierva, y solicitaban del abogado que en representación de ambos realizara las averiguaciones necesarias para obrar en derecho, con el fin de obtener un reparto más favorable.

Algunos años más tarde la propia Gregoria del Olmo, esposa como ya sabemos de Domingo y madre de Segundo, hacía testamento en la escribanía del notario Felipe Ramírez de Briones[3]; gracias a este tipo de documentos, los historiadores podemos obtener múltiples datos relacionados tanto con la historia económica como con la historia social, pero también con esto que se ha venido a llamar historia de las mentalidades, y este documento es un ejemplo de ello. El mismo está fechado el 17 de agosto de 1808, y en ese momento, el que el marido de la testadora ya había fallecido, pues así lo hace constar ella en la cabecera del texto. Y en ese instante también dice haber nacido en Cuenca y ser hija legítima de Esteban del Olmo y de María García, vecinos que habían sido también de la ciudad, aunque la madre, era natural del pueblo de Villar del Humo.

A continuación la testadora hace la habitual profesión de fe, más o menos en las mimas palabras que lo hacían todos los documentos de este tipo, con las ligeras variantes que son de gran interés para los especialistas en la historia de la mentalidades: “…hallándome en cama enferma de las carnes, pero en mi entero y sano juicio, entendimiento natural y memoria cumplida, creyendo como firmemente creo el alto y soberano misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas y un solo Dios verdadero, y en ttodo lo demás que cree y confiesa Nuestra Santísima Madre la Iglesia,, en cuya fe y creencia he vivido y prottesto vivir y morir como católica christiana, tomando por mi Abogada a María Santísima Madre de Dios y Señora Nuestra, al Santo Ángel de mi Guarda, santo de mi nombre, y demás de la Corte Celestial, a quienes humildemente ruego inttercedan con su Divina Magestad me perdone mis culpas y pecados, y ponga mi Alma en carrera de salvación, pero temiéndome de la muerte, que es natural a toda criatura, y su día y hora incierto, para que no me coja desprevenido, he deliberado hacer y otorgar, como desde luego hago y ottorgo, estte mi testamento en la forma siguiente.”

Como también es tradicional en otros documentos de este tipo, las primeras cláusulas siguen siendo estrictamente religiosas, pues son las encaminadas a organizar el propio entierro. Así, la testadora desea que en el momento de su muerte, su cuerpo sea amortajado con el hábito de la Virgen del Carmen, y sea enterrado en una sepultura propia que ella tiene en la iglesia de San Esteban, a cuya jurisdicción, sin duda, pertenecía. Desea también que asistan la cruz parroquial y los clérigos de dicha parroquia, así como también las hermandades a las que ella pertenecía, que son, cita, las de San Miguelillo y del Paso del  Huerto; hay que decir en este sentido que a la hermandad penitencial del Paso del Huerto, que había nacido como una de sus hermandades filiales en el seno del cabildo de la Vera Cruz, que desde el siglo XVI organizaba la procesión del Jueves Santo, pertenecían ya entonces muchos de los hortelanos de la ciudad, profesión a la que tradicionalmente se venían dedicando casi todos los miembros de la familia Llandres, aunque no se trataba, como muchas veces se ha afirmado, de una hermandad gremial propiamente dicha.

Y volviendo a nuestra protagonista, solicitaba así mismo que asistieran a su entierro cualquiera de los cabildos sacramentales que en aquel momento existían en la ciudad, en todas las parroquias, con el fin de dar culto al misterio de la Eucaristía. Debían hacerlo con doce hachas de cera. En este sentido abunda también la tercera cláusula del testamento, que era tradicional en todos los testamentos de la época, y que está relacionada con la obligación que tenían todos los testadores de dar una parte de sus bienes a la Iglesia y pagar los impuestos correspondientes: “A las mandas pías forzosas y Santos Lugares de Jerusalén mando lo que es estilo y costumbre en estta ciudad, con lo que desisto y aporto del derecho que pudieran tener a mis vienes.”

A continuación vienen las cláusulas relacionadas con la filiación familiar de la testadora. Así, repite el hecho de haber estado casada según los requisitos de la Santa Madre Iglesia con Domingo Llandres, ya difunto, de cuyo matrimonio había tenido varios hijos, cinco de los cuales aún vivían en el momento de hacer el testamento: Benita, Pedro, Segundo, Felipe y Mariano Llandres del Olmo, de los cuales los tres primeros estaban casados. Y en las siguientes cláusulas, relacionadas directamente con las anteriores, estaban relacionadas con su deseo de intentar igualar lo más posible a todos los hijos en la herencia, teniendo en cuenta también para ello lo que la mujer ya les había entregado en vida a algunos de ellos. Así reconoce que ni a la hija mayor, Benita, ni a los dos hijos solteros, Felipe y Mariano, les había dado todavía nada, como si lo había hecho con los otros dos hijos casados: “Declaro que a mi hijo Segundo le tengo dado un burro que valía trescientos reales, y un pedazo de huerta para que llevase en arrendamiento, y al otro mi hijo Pedro, le tengo dado otro pedazo de huerta, ocho cabras y un macho de cabrío, y declaro que el citado Pedro tiene gastado para pagar el alquiler de la casa, y lo que se gasttó en el entierro de su padre,  trescientos veinte reales, para lo que tiene recibidos en cuenta quarenta reales.” Con este hecho también está relacionada la cláusula décima del testamento, en la que de forma expresa solicita que “se traiga al cuerpo de hacienda quanto por qualquier respeto tengan recibido dichos mis hijos, para que se higualen con lo que nada hayan percivido”.

Otras cláusulas están relacionadas con las deudas contraídas por ella, así como también con las que ella tenía a su favor. Así, Gregoria del Olmo reconoce estar debiendo a Manuel Ángel Lozano, el importe relativo a dos años de alquiler de la casa en la que vivía (no sabemos si se trata de la misma casa de la bajada de Santo Domingo, antes mencionada, pues la persona que figura en este otro documento podría ser un nuevo apoderado del verdadero dueño de la casa, el señor de Reillo). También le debía al sacerdote Pedro Alegría el importe correspondiente al arrendamiento de una huerta y ael valor de siete fanegas de trigo que con anterioridad él le había prestado. Y por otra parte, también aseguraba que uno de sus hijos, Pedro, le estaba debiendo a su vez la renta de otro pedazo de huerta que él llevaba en arrendamiento, importe que ascendía a la cantidad de ciento veinte reales. Finalmente, nombraba por herederos universales a sus cinco hijos en partes iguales (volvemos a ver el interés por igualar a todos sus hijos en su fortuna, poca o mucha), y por albaceas a Vicente López Salcedo y a Esteban Blanco.

El último de los documentos que vamos a mencionar está relacionado directamente con el anterior, y fue redactado algunos años más tarde, el 12 de marzo de 1847 ante el notario Bernabé Sahuquillo[4]. Se trata también de otro testamento, el redactado por uno de los hijos del matrimonio, el ya citado Segundo Llandres. La profesión de fe que encabeza el documento es muy similar a la que había hecho su madre, con las lógicas variaciones producidas en esos cuarenta años de diferencia, aunque las cláusulas de tipo religioso son más parcas en palabras. Declaraba haber estado casado con María Saiz, de la cual tenía tres hijos, María, Juan y Manuela Llandres Saiz, quienes, según otra de las cláusulas, todos ellos ya habían obtenido en el momento de contraer matrimonio “lo que les correspondía de su difunta madre y algo más, pues aunque no hay asiento de ello, los mismos lo saben y pueden bajo su conciencia manifestarlo, para que no les pase perjuicio a unos ni a otros.” Así mismo, afirmaba que ninguno de los dos contrayentes, ni él ni su difunta esposa, había aportado bien alguno al matrimonio.

Por otra parte, el testador reconocía que desde hacía tres años vivía en compañía de uno de sus hijos, Juan, por lo que mandaba que antes de repartir los posibles bienes, se le pagara la cantidad de dos reales por cada uno de los días que él había permanecido a su cuidado. Y restado del valor total de los bienes esta cantidad, y de manera similar a lo que había hecho su madre, nombraba herederos universales a partes iguales a sus tres hijos, al tiempo que nombraba como albaceas a Policarpo Calvo y a un miembro cercano de la familia, quizá uno de sus primos, Juan Hermógenes Llandres. Por otras fuentes sabemos que a la hora de hacer testamento, Segundo Llandres ya tenía una edad bastante avanzada, noventa y cuatro años, y que aún viviría dos años más antes de su muerte.





[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1435.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección notarial. P-1535.
[3] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección notarial. P-1464.

[4] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección notarial. P-2171/A.

sábado, 28 de enero de 2017

La ermita de San Julián en el siglo XIX


Cuenta la tradición que San Julián, segundo obispo de Cuenca, se acercaba al paraje conocido como el Tranquillo, en compañía de su fiel criado Lesmes, cada vez que la administración de la diócesis se lo permitía, para orar. Obligaciones que debían ser muchas en aquel momento, por otra parte, en una época en la que la frontera entre cristianos y musulmanes todavía no se había alejado mucho de la ciudad, y cuando ésta se hallaba además en pleno proceso de repoblación. Cuenta la tradición, también, que en aquel paraje, junto a la hoz del Júcar, ambos, prelado y criado, al amparo de la  cueva que existe junto a la ermita, trenzaban con sus manos los cestillos de mimbre que luego vendía para hacer más soportable la pobreza de algunos de sus feligreses. El lugar, todavía, es uno de los espacios que permanecen con más fuerza en el imaginario de muchos conquenses, incluso entre los jóvenes: San Julián el Tranquillo, que no Tranquilo, porque aquél y no éste es el nombre que el espacio ha recibido desde entonces.

Existe entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca un documento que demuestra la antigüedad de una tradición que todavía sigue reuniendo cada 28 de enero a multitud de conquenses en torno a la ermita del santo limosnero[1]. Se trata de una carta de obligación y arrendamiento que el 19 de enero de 1803, sólo unos días antes de la celebración de la festividad del santo patrón, firmaban ante el notario Diego Antonio Valdeolivas, un tal José Pérez Luján como parte interesada, y su hermano Juan Antonio Pérez Luján como fiador de aquél, de todos los terrenos que rodeaban a la ermita. En dicho documento se reconoce que la titularidad del lugar correspondía al deán y al cabildo diocesano en su conjunto, por lo que uno de los canónigos del cabildo, Juan Bautista Loperráez, en representación de todos los demás, arrendaba a dicho Pérez Luján, “el santuario y sitio titulado de San Julián el Tranquillo, sito en su cerro titulado de este nombre, extramuros de la ciudad, y para el que he sido nombrado de elección de dicho señor por santero de la misma hermita, en unión de José Villarejo, mozo soltero.” Son palabras del propio José Pérez Luján, de las que el citado notario da fe en el documento.

A continuación, el escrito cita las diversas obligaciones a las que el santero nombrado debía hacer frente: mantener abiertas y de manera adecuada las tierras que conforman el paraje; mantener limpios y en buen estado los árboles y las parras que habían sido plantadas (el lugar está ahora cubierto en su mayoría por unos pinos de repoblación que nada tienen que ver con el espacio natural que había a principios del siglo XIX), sin cortar ninguno de los árboles para su beneficio personal, y respondiendo personalmente de aquellos que hubieran sido cortados; mantener en buen estado el resto de los bienes del paraje, “reparando las paredes con la limpia del Escalón o subida a la hermita” (parece claro que el documento se está refiriendo a lo que hoy se conoce como el Escalerón, una de las dos subidas naturales a la ermita desde la ciudad); y tener limpio el propio edificio del templo, así como la casa anexa, que como puede verse, ya existía para entonces. Finalmente, mantener en perfecto estado el conjunto de todos los ornamentos sagrados, con el fin de que pueda celebrarse con normalidad el sacrificio de la Misa. Para ello se había realizado un inventario de todos esos ornamentos, que serían devueltos al canónigo Loperráez, tal y como éste se los había entregado antes al santero, la víspera del día de Todos los Santos, es decir, el día 1 de noviembre de ese año.


El arrendamiento, por otra parte, no tenía una fecha concreta de vencimiento, sino que éste sería a voluntad del protector del lugar, es decir, del canónigo Loperráez en representación de sus compañeros del cabildo. Por su parte, el santero se obligaba a pagar cada año, por el tiempo de la Navidad, la cantidad de cien reales de vellón, y como contrapartida, se aprovecharía del beneficio obtenido tanto por las limosnas de los creyentes que acudieran al lugar como los productos obtenidos por los árboles y las otras plantas que tenía a su cuidado. Y en el caso de no haber hecho frente en su tiempo al pago de los cien reales, José Pérez Luján se obligaba también por este documento al pago de cuatrocientos maravedíes de salario a aquellas personas que tuvieran que entender en la cobranza de la deuda por cada día empleado en dicho cobro. Por su parte, Juan Antonio Pérez Luján, como hermano y fiador del santero, se obligaba también en los mismos términos de pago que éste.

Y después de los términos jurídicos de rigor en un documento de estas características, firman ante el escribano los tres testigos que también son usuales en estas escrituras, que en este caso fueron Anselmo María Calvo, José Mateo y Pascual García del Peso.



[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P- 1540. Sin foliar.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Carta de dote de Juan Pérez y Catalina Montero


El historiador italiano Carlo Ginzburg publicó en 1976 su ya clásico libro El queso y los gusanos, en el que a partir de un único proceso de la Inquisición reconstruyó toda una cosmogonía, una manera de entender el proceso de construcción del mundo, que era propio de un sector de la población del norte de Italia en las últimas décadas del siglo XVI. A partir de la historia de Domenico Scandella, un molinero de Friuli, una región de los Alpes orientales, al norte del Véneto, y conocido entre sus conciudadanos como Menoquio, el historiador creó una nueva manera de hacer historia en la que lo importante es más el detalle que las grandes teorías historiográficas. Y es que la microhistoria de Ginzburg, incorporada a lo que se conoce en Francia como la Nueva Historia nacida de la tercera generación de la Escuela de los Annales, es la historia de los hechos insignificantes, aquella que hubiera pasado desapercibida para los historiadores de la escuela tradicional, pero que al ponerla en su contexto contribuye a obtener una imagen más real de nuestro pasado.

Los archivos están repletos de documentos de este tipo, que analizados por separado parece que por sí mismos no tienen ninguna importancia. Hablan de personas insignificantes, que no llegaron a ocupar puestos de relevancia durante su vida: contratos de compra-venta de casas o de tierras, cartas de arrendamiento o de obligación, testamentos,... El documento de dote que presento a continuación no tiene, desde luego, la misma importancia histórica que el proceso inquisitorial incoado contra el molinero Menoquio, pero ayuda a comprender mejor a esos sectores sociales menos privilegiados, los sectores sin historia porque a menudo la historia les ha dado la espalda al menos con carácter individual, convirtiéndolos de este modo en algo parecido a una masa impersonal sin nombres ni apellidos.

Se trata de un contrato de dote matrimonial por el que Juan Pérez, hortelano y labrador conquense del primer tercio del siglo XIX, reconocía los bienes con los que su mujer, Catalina Montero, había contribuido al matrimonio, tanto en el momento en el que éste se había producido, como después, heredados por ella a la muerte de su padre, Gregorio Montero[1]. El documento está fechado el 19 de septiembre de 1833, y lo primero que podemos decir sobre él es que el valor total de los bienes recogidos es, como se verá, bastante mayor de lo que se podría pensar en un matrimonio perteneciente a este grupo social, ajeno a las clases privilegiadas e incluso a aquellos sectores intermedios, procedentes del mundo artesanal y de lo que hoy podríamos llamar profesionales liberales. Lo cierto es que, a primera vista, era la familia de la mujer, y principalmente por parte de la madre de ella, la que disponía de unos bienes que les permitían tener una vida cuando menos acomodada. Y además, lo avanzado de la fecha del documento, a finales del primer tercio del siglo XIX, y por lo tanto un tanto lejos ya de lo que había sido el Antiguo Régimen, ayuda a comprender mejor este hecho.

Un antecedente del documento es el testamento que el 29 de diciembre de 1813, en plena Guerra de la Independencia, redactaba el tío de Catalina Montero, Tomás Montero, presbítero, ante el notario Diego Antonio Valdeolivas[2]. En el testamento, el sacerdote dice ser hijo de Juan Montero, natural de Arcos de la Cantera, y de Felipa Villar, natural de Cuenca. Dice también que es feligrés de la parroquia de San Juan, de la propia capital conquense, de donde él mismo también es natural, y capellán en la capilla de la Ascensión que en esa misma iglesia parroquial había fundado María Ortega. Por ese motivo, desea ser enterrado en la sepultura propia que él mismo posee en esa iglesia, en la cual también estaban ya enterrados sus padres, o en caso de no poder hacerlo, en la propia capilla de la Ascensión, y que a su entierro acudan los miembros del cabildo de sacerdotes de Santa Catalina del Monte Sinaí, establecido en la ermita del Cristo del Amparo, como era preceptivo en los entierros de todos los miembros del cabildo. También estaba en posesión de dos capellanías más, a las que estaban vinculados ciertos bienes raíces en los pueblos de Villar del Águila y Olmeda de la Cuesta, cuya posesión heredó Manuel Saturnino Villar, cura que estaba destinado en la parroquia de la Santa Cruz de la ciudad de Cuenca. Uno de los anteriores poseedores de una de esas capellanías había sido Francisco Villar, prebendado de la catedral, es decir, racionero o canónigo de la misma.


Por lo que a nosotros más nos interesa, que es la herencia que de Tomás Montero pudo llegar a su sobrina Catalina, bien directamente o bien a través del padre de ésta, Gregorio, hay que decir que el sacerdote era propietario de dos casas contiguas en el barrio de San Martín, una heredada directamente de su tía, Úrsula Villar Heredia, y la otra que había heredado de su hermana, María Montero, la cual a su vez, la había heredado también de la citada Úrsula Villar. A su fallecimiento, el sacerdote disponía que una de esas casas fuera disfrutada en vida por su hermano Gregorio, y que a la muerte de éste, la casa fuera dividida en dos partes, una de las cuales sería heredada por los descendientes de su hermano Gregorio, y la otra por los de su otra hermana, Josefa. Y en lo referente a la otra casa, en realidad sólo disponía del usufructo de la misma, por lo que disponía que pasase a poder de su sobrina Francisca Sanz Montero, tal y como había dispuesto ya en su testamento la propia María Montero. También era poseedor de algunas tierras en los alrededores de la ciudad, en el paraje conocido como la Cuesta de las Lecheras y en la corredera de Nohales, que también heredó el propio Gregorio. Finalmente, y en cuanto a los bienes muebles, mientras el propio Gregorio heredaba, además de algunas ropas, un cubierto de plata, su sobrina Catalina heredaba directamente de su tío una reliquia con un trozo del lignum crucis.

En cuanto al documento de dote matrimonial propiamente dicho, el mismo Juan Pérez expresaba de esta forma sus motivaciones al notario Felipe Sánchez: “En la ciudad de Cuenca, a diez y nueve de setiembre de mil ochocientos treinta y tres, ante mí el infraescripto escribano y testigos, Juan Pérez, de esta vecindad, dixo: Que tiene contrahido matrimonio in facie eclesiae con Catalina Montero, hija legítima de Gregorio Montero y de Isabel González, ya difuntos, la cual trajo a su poder por dote y caudal suyo propio, y ha heredado después de su difunto padre, como es público y notorio y aparece de la hijuela que le ha correspondido, cual se verá en el ynventario y partición hechos a consecuencia de la muerte de éste, los bienes que se especificarán; de los primeros ofreció desde un principio, otorgar a favor de la repetida su mujer el resguardo correspondiente, lo cual por varios motivos que han ocurrido no lo ha podido realizar; y como acaba de recibir los segundos, quiere y es su voluntad cumplir la promesa que tiene hecha, por lo que otorga y confiesa haber recibido real y efectivamente de la precitada Catalina Montero, su mujer, y que ésta en ambas ocasiones ha aportado al matrimonio, por dote y caudal suyo propio los bienes siguientes.”

En cuanto a los bienes reconocidos en el documento, hay que decir que el valor total de estos bienes sumaba la cantidad de 11.722 reales de vellón, una cantidad ciertamente elevada en aquella época. Estos bienes son de diferentes tipos. En primer lugar, y por lo que respecta a la dote matrimonial propiamente dicha, se cita una cantidad abundante de ropa, tanto de carácter personal como ropa de cama y mantelería, cuyo valor total llega a alcanzar una cantidad cercana a los tres mil reales. También era importante el mobiliario de la casa, entre lo que destacaba un caldero nuevo que estaba valorado en cien reales. También se citan algunos elementos de joyería y adornos personales, como, entre otros efectos menos valiosos, unos pendientes de oro y aljófar (pequeñas perlas de forma irregular) valorados en sí mismos en ochenta reales, y algunos complementos lujosos para el vestir femenino, como dos abanicos y tres pares de zapatos, uno de ellos de terciopelo, otro de raso y el tercero de pana. Especialmente curioso es un conjunto de objetos destinados al uso de los bebés, que estaba formado por un chupador, una bellota y un relicario con higa (dije, adorno, de azabache de coral, en forma de puño, que antiguamente se ponían a los niños pequeños para librarlos del mal de ojo), valorado todo ello en su conjunto en veinticuatro reales. Finalmente, y además de diversas cantidades obtenidas en metálico, que sumaban entre todas una cantidad ligeramente superior a los mil reales, hay que constatar también la herencia de algunas cantidades de cereal (trigo, centeno y avena) y de seis ovejas y seis primales.

Y entre los bienes heredados tras la muerte del padre de ella hay que destacar, algunos efectos de vestir masculinos, como una capa de paño negro con embozos de terciopelo, valorada en ciento sesenta reales, y un chaleco con botones de muletilla. Y entre los objetos de adorno para el hogar, cuatro cuadros y dos cornucopias, valorados en conjunto en veinte reales; una cubertería de plata de sesenta y ocho reales; una imagen de Cristo, también de plata, de siete reales y medio; y dos esculturas de talla, una de San Pantaleón y otra de Cristo, valoradas entre ambas en quince reales. Así mismo, un reloj que estaba tasado en el documento en la cantidad de veinte reales. Todo ello estaba muy lejos del valor que tenía la mula que el matrimonio había heredado también a la muerte del padre de Catalina, elemento muy necesario como sabemos en aquella época para el trabajo en el campo, y que estaba tasada en la cantidad de setecientos cincuenta reales.

El documento finaliza con el reconocimiento del propio Juan Pérez, en el sentido de que debería restituir a su esposa todo el alcance de estos bienes en el caso de que el matrimonio fuera disuelto por cualquier motivo en el futuro: “…de que el otorgante se da por contento y entregado a toda su voluntad, por haberlos recibido de la mencionada su mujer, y trahido ésta a su poder por dote y caudal suyo propio al tiempo que contrajeron matrimonio, y después, cuya entrega ha sido cierta y efectiva…y otorga en favor de la precitada su mujer, Catalina Montero, el resguardo más firme y eficaz que a su seguridad conduzca, la cual cantidad se obliga a restituir y entregar en dinero efectivo a la prenotada su mujer, o a quien su acción tenga, luego que el matrimonio se disuelva por cualquiera de los motivos prescriptos por derecho, y ello quiere apremiado por todo rigor, como también a la solución de las costas que en su exacción se causen, cuya liquidación defiere en su juramento…”

En definitiva, el documento demuestra que la familia Pérez Montero, dentro del  grupo social al que pertenecía, era quizá una familia cuando menos acomodada. Ello facilitaría cuarenta años más tarde que el hijo menor del matrimonio, Valentín Pérez Montero, pudiera iniciar al menos los estudios sacerdotales, aunque se sabe que no llegó a terminarlos, dedicándose después a diversos negocios que le permitieron crecer social y económicamente. Miembros del partido progresista y firme defensor del liberalismo, él y su hermano Julián se integraron en las filas de los Voluntarios de la Libertad, y con el tiempo, en 1873, llegaría el propio Valentín a alcanzar la alcaldía de la capital conquense durante el reinado de Amadeo I. Más tarde, durante la Primera República su sobrino Nemesio, uno de los hijos del propio Julián, sería también concejal del ayuntamiento capitalino.




[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1624. Año 1833. Ff. 211-216.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1542. Año 1813. Sin foliar.

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