“La topografía que actualmente
delimita Estambul y su periferia surgió en torno al año 5500 a.C. en medio del
memorable fragor de una conmoción de la corteza terrestre llamada a determinar
el carácter y la subsiguiente trayectoria vital de la ciudad. Tras el espectacular
aumento del nivel del mar debido a la fusión de grandes casquetes glaciares,
las aguas del mar penetraron tierra adentro, creando a su paso el estrecho del
Bósforo. El mar Negro quedó totalmente transformado, ya que dejó de ser un lago
interior y poco profundo de agua dulce para convertirse en un recurso marítimo
al venir los mariscos de agua salada a sustituir a los existentes con
anterioridad. Puede que el nivel de las aguas del lago primitivo creciera nada
menos que 72 metros en tal solo 300 días. El Cuerno de Oro adquirió así la
condición de estuario y quedó dotado de varios puertos naturales, alimentados
por dos corrientes conocidas como las Aguas Dulces de Europa: Kydaris y
Barbyzes. En la creación de este nuevo mundo fueron muchos los seres que
perdieron la vida, ya que actualmente están aflorando del fondo del mar Negro
diferentes signos de habitaciones humanas, así como edificios sumergidos y
maderos labrados. Hay quien estima que en menos de un año se precipitaron más
de 41.500 hectómetros cúbicos sobre la plataforma terrestre, inundando una
superficie superior a los 1.500 kilómetros cuadrados. El acontecimiento
destruyó el mundo conocido, pero posibilitó el surgimient0 de una ciudad de
primer orden.”[1]
Las palabras son de la historiadora británica Bettany Hugnes, y han
sido extraídas de su magnífica monografía sobre la ciudad turca de Estambul,
nacida a caballo de dos mundos y de dos continentes. Deben ser sacadas a
colación cuando hablamos del controvertido tema del cambio climático: el hombre,
con su afán desmedido por un progreso y el desarrollo no sostenible, es el
único culpable de ese aumento desmedido de la temperatura global del planeta,
mediante la acumulación en la atmósfera de gases de efecto invernadero. Pese a
que la teoría no ha sido demostrada todavía de manera científica, los
defensores de la misma vienen, de un tiempo a esta parte, aumentando de forma
exponencial, conforme aumenta también la propia temperatura del planeta, hasta
el punto de que los escépticos, negacionistas de la supuesta teoría, son
tratados muchas veces como unos locos, sesgados por su propio interés, y hasta
hay una corriente de opinión que pide declarar el negacionismo poco menos que un crimen contra la humanidad,
como demostró el político inglés Nick Griffin, líder del British National
Front, quien en el año 2015 advirtió de una iniciativa en el Parlamento Europeo
para penalizar la negación del cambio climático.
Desde luego, el cambio climático existe. Negar la evidencia no puede
llegar a ninguna parte. En los últimos años se viene produciendo un progresivo
aumento de la temperatura en la corteza terrestre, aumento que provoca el
deshielo de los casquetes polares, lo que a su vez incide en que aumente el
nivel del mar. Y negar la importancia que el proceso puede tener en el futuro
sobre los ecosistemas más débiles, también es negar lo evidente. Hace unos ocho
mil años, cuando se abrió el estrecho del Bósforo, separando un poco más los
continentes asiático y europeo, y transformando el lago interior de agua dulce
que hasta entonces había sido el mar Negro en un nuevo mar de agua salada,
desaparecieron multitud de animales y de plantas, que tenían allí su frágil
ecosistema. Eso es algo que, sin duda, podría suceder de continuar el actual
aumento de la temperatura terrestre.
Otra cosa es llegar a pensar que el hombre pueda ser el único
responsable de la actual situación, pensar que el ser humano es tan importante
que puede ser capaz de derrotar él sólo a la naturaleza, que ésta no sea capaz
de regenerarse a sí misma, adaptándose a las nuevas circunstancias. Hace unos
ocho mil años, cuando se abrió el estrecho del Bósforo, la presión del hombre
sobre la naturaleza no era tan asfixiante como lo es en la actualidad, y sin
embargo, el aumento de la temperatura también fue un hecho entonces, como
también lo ha sido en repetidas ocasiones, de manera intermitente desde hace
casi un millón de años, en los diferentes periodos interglaciares que se fueron
sucediendo durante la era cuaternaria. ¿Cómo interpretar aquellas variaciones
de la temperatura del globo, cuando no existían todavía ni el humo de las
Fábricas y de los coches, ni los gases producidos por los aerosoles del hombre
moderno? Se dice que aquello sucedió hace mucho tiempo, y se buscan unas
posibles causas difíciles de poder ser demostradas para explicar un hecho que
contradice la teoría oficial del cambio climático, pero lo cierto es que
también la historia y los registros arqueológicos inciden en el tema.
Se ha llamado “periodo cálido medieval”, u “óptico climático”, a una
época histórica que se inició hacia el siglo X, y que afectó especialmente a
toda la zona norte del océano Atlántico, pero también a otras regiones del
planeta. Es algo que los paleoclimatólogos han venido observando a partir del
estudio de los bloques de hielo, algunos depósitos lacustres y, sobre todo, la
dimensión de los anillos de los árboles. Cuando Groenlandia fue descubierta en
el año 986 por grupos de exploradores vikingos y normandos procedentes de
Islandia, le dieron precisamente este nombre, Gronland, que en su idioma
significa “tierra verde”, lo que nos da una idea cercana del paisaje que
entonces presentaba la isla, hoy convertida en una extensa llanura de hielo
casi permanente.
La situación cambió a partir del siglo XIV, en la última etapa de la
Edad Media, cuando las temperaturas empezaron a descender apresuradamente,
hasta alcanzar niveles mucho más fríos y gélidos que en la actualidad, en lo
que ha venido a llamarse “pequeña edad del hielo”, periodo que se extendería
aproximadamente a los años intermedios del siglo XIX. Durante este periodo, por
otra parte, se alcanzaron tres mínimos históricos, hacia los años 1650, 1770 y
1850, que incidieron sobremanera en las cosechas en todo el continente europeo
y también en Norteamérica. Desde entonces, se ha venido observando un
calentamiento global en el conjunto del planeta que, es cierto, viene siendo
mucho más acuciante en los últimos años, pero que no tiene al hombre como su
único causante.
Los historiadores han buscado las causas de estos cambios climáticos,
además de en los propios sistemas de interacción entre la atmósfera y los
océanos, y en la variabilidad natural del clima. Así, para la pequeña edad del
hielo han podido observar una clara disminución de la actividad solar, así como
también un aumento inusitado de la actividad volcánica, algo que no puede pasar
desapercibido para el lector actual, en un año en el que se ha producido un
inverno más frío de lo normal, dentro de ese calentamiento global en el que nos
hallamos sumidos, un año en el que se han producido erupciones importantes
tanto en Hawai como en Guatemala. ¿Simple casualidad, o confirmación de una
idea?
No trato en esta entrada de buscar causas y motivaciones de un proceso
que no es tan nuevo como parece, sino de constatar históricamente que la idea
del cambio climática es algo que se ha venido repitiendo a través de los
tiempos. Pero si el hombre no es el único causante de que la temperatura del
planeta haya venido creciendo en los últimos años, también es cierto que algo
ha debido de influir en ello. Y si el proceso es en origen algo ajeno a él,
como creo, también es verdad que desde todos los gobiernos, y a la mayor
brevedad posible, se deben tomar las medidas necesarias para evitar que se
abreve todavía más un problema que, sin lugar a dudas, influirá, más pronto que
tarde, sobre el propio ser humano, hasta límites probablemente catastróficos.