Conocida es la
historia. En 1833 fallece Fernando VII, y merced a la Pragmática Sanción por la
que había derogado tres años antes la Ley Sálica de Felipe V, más de acuerdo
con la tradición francesa que con la española, por la que se decretaba la ley a
la sucesión a la corona que permitía acceder al trono español a las mujeres,
siempre y cuando no contaran con un hermano varón. De esta manera heredaba el
trono su hija Isabel, que sería coronada con el nombre de Isabel II. Sin embargo,
no toda la sociedad española estaba a favor de esta sucesión; la parte más
conservadora de la misma, que no había aceptado la promulgación de la nueva
ley, cerró filas en torno al hermano de Fernando, el príncipe Carlos,
reconociéndole como rey “legitimista” con el nombre de Carlos V. Mientras tanto
los liberales, más en un primer momento como reacción a la postura absolutista
que como una verdadera opción ideológica, cerró filas a su vez en torno a la
reina niña y a su madre, la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Un
nuevo enfrentamiento entre absolutismo, reconvertido ahora en carlismo, y
liberalismo, estaba, otra vez, servido.
La guerra civil, que durante todo el siglo XIX y parte de la centuria
siguiente fue un elemento recurrente, cobró de nuevo fuerza en el país, y otra
vez la provincia de Cuenca va a convertirse en un importante campo de batalla
por culpa de su importante valor estratégico. Principalmente las tierras
serranas y alcarreñas, por su especial orografía, se ven sometidas a múltiples
enfrentamientos entre los partidarios de una opción y otra; los libros de
Miguel Romero y Manuela Asensio, dedicado el primero a la guerra en la
provincia conquense y el segundo al conjunto de la región castellano-manchega,
ofrecen al lector todo ese retablo de batallas y escaramuzas.
Y lejos de los campos de batalla, un conquense de origen humilde, militar
de escasa graduación al tratarse apenas de un sargento de la Guardia de Corps,
el taranconero Fernando Muñoz, logrará escalar a las más altas instancias del
poder nacional al contraer matrimonio morganáticamente con la propia regente,
la reina María Cristina el 28 de diciembre de 1833. Sin embargo, ni siquiera
este hecho supuso un cambio importante en el devenir histórico de nuestra
provincia, que ya por entonces se estaba sumiendo en un letargo creciente, más
allá de la instalación en su localidad de origen de una pequeña corte veraniega
y del encumbramiento nobiliario de toda la familia. Una familia que, empezando
por el propio Fernando Muñoz, aprovecharía en las décadas siguientes su elevada
posición en la corte para llevar a cabo algunos negocios en diversos sectores
del nuevo desarrollo industrial y de las comunicaciones que España también
estaba viviendo en aquellos momentos, aunque con cierto retraso respecto al
resto de Europa, negocios que les supusieron importantes y beneficios
personales.
La victoria de los progresistas a partir de 1840 no supondría el final
del enfrentamiento político. Los liberales se escinden en moderados y progresistas,
que a partir de ese momento se van a repartir sucesivamente el poder,
salpicados sus gobiernos respectivos demasiadas veces por los numerosos
pronunciamientos militares de una y otra tendencia ideológica, que van a
caracterizar todo el período estudiado. Cuenca jugó un cierto papel político en
algunos de esos pronunciamientos, y sobre todo en la serie de rebeliones que
entre 1842 y 1843 terminarían por alejar definitivamente de la corte al general
progresista Baldomero Espartero y supondrían, además de la llegada al poder de
los moderados, el reconocimiento de la mayoría de edad de Isabel II, algunos
años antes de que esta mayoría de edad se produjera de manera legal; y con ello
también la posibilidad de poder gobernar España por sí misma, sin necesidad de
arbitrarios regentes. José Luis Muñoz ha estudiado en un breve artículo lo que
supuso políticamente este pronunciamiento dentro de la ciudad. Falta por
estudiar sin embargo la aportación militar al proceso, y en concreto el papel
que pudo desempeñar el batallón provincial de Cuenca, que en 1843 fue
incorporado al ejército de Andalucía que había sido enviado por el duque de la
Victoria para combatir a los militares que se habían pronunciado contra él en
Sevilla y que, sin embargo, al menos una parte de la unidad se había
pronunciado a su vez contra el regente, abandonando el cerco de la ciudad
hispalense y dirigiéndose hacia la vecina Granada, ciudad que para entonces ya
se había puesto también de parte de los liberales. La victoria definitiva de
los moderados supuso el ascenso de estos militares conquenses (buena parte de
ellos eran oriundos de la provincia), tal y como se puede ver en las hojas de
servicios de los interesados[1].
En el plano económico, el período progresista había estado marcado por
una nueva división territorial del país, propugnada en 1833 por Javier de
Burgos, secretario de estado de Fomento bajo el ministerio de Francisco Cea
Bermúdez, y la desamortización de bienes raíces procedentes de manos muertas,
que si bien se había llevado a cabo por primera vez durante la invasión
francesa, tanto desde el gobierno de José I como por las propias Cortes de
Cádiz, no había llegado nunca a desarrollarse en plenitud por las propias circunstancias políticas del
país (la victoria de los absolutistas sobre todo), al igual que tampoco se
habían podido desarrollar las desamortizaciones decretadas después durante el
trienio liberal. Estas primeras desamortizaciones de verdadera importancia, que
supusieron realmente el despliegue económico de las nuevas familias liberales y
burguesas más que un verdadero reparto equitativo de la tierra entre el
conjunto de la sociedad, han sido bien estudiadas por Félix González Marzo, así
como también el posterior proceso desamortizador que se llevó a cabo después,
dirigido por el ministro de Hacienda Pascual Madoz, en varios libros y
artículos de interés.
Por lo que se refiere a la división territorial de Javier de Burgos, la
provincia de Cuenca salía realmente perjudicada en el nuevo reparto. A la
pérdida de todo el territorio de la comarca de Molina que hasta entonces había
pertenecido a nuestra provincia, se le había venido a añadir también la pérdida
de otros pueblos en beneficio también de la provincia de Guadalajara (Sacedón,
Alcocer, Córcoles, Zaorejas, Peñalén, Poveda de la Sierra), así como todo el
partido judicial de La Roda, en beneficio esta vez de la nueva provincia de
Albacete. Contra toda esa pérdida territorial apenas se incorporaron a la
provincia de Cuenca, desde la de Guadalajara, de un pequeño puñado de pueblos
de la comarca alcarreña: Valdeolivas, Albendea, Vindel y San Pedro Palmiches.
En este momento, la provincia se divide en nueve partidos judiciales: Cuenca,
Huete, Priego, Tarancón, San Clemente, Motilla del Palancar, Cañete y Requena.
A mediados de siglo, la destrucción de la provincia de Cuenca terminó de
completarse con la cesión a la provincia de Valencia de la parte más rica de la
misma, el partido de Requena (la llamada Valencia castellana).
Por su parte, la evolución de la capital conquense en todo este período
fue hace ya algunos años estudiada por Miguel Ángel Troitiño Vinuesa, quien
dedicaba precisamente al siglo XIX muchas de las páginas de su importante libro
Cuenca, evolución y crisis de una vieja
ciudad castellana. El libro es un detallado estudio de la evolución vivida
por la capital conquense desde el siglo XVI hasta los tiempos más recientes, y
su tesis demuestra que la ciudad decimonónica es claramente una ciudad de
transición entre la ciudad estamental propia del Antiguo Régimen y la ciudad
moderna del siglo XX, una ciudad sometida a continuos procesos de cambio que,
sin embargo, nunca llegarían a alcanzar la importancia que tendrían en otras
ciudades del entorno castellano a lo largo de todo ese período. Una ciudad, en
definitiva, que al mismo tiempo que no llegó a vivir un aumento demográfico
importante, tampoco lo haría en su estructura urbanística, más allá de la
transformación de algunas de sus calles. Una ciudad, a fin de cuentas, que si
bien se extendería definitivamente hasta más allá de sus murallas, buscando la
llanura, lo haría de manera un tanto apocadamente: en efecto, en aquellos
momentos la ciudad quedaba limitada al espacio comprendido entre las zonas del
Castillo y la Ventilla poco más allá del final del campo de San Francisco y la
Carretería que en ese momento estaba empezando a convertirse, sin embargo, en
la calle principal de la ciudad, asiento de la nueva burguesía, conversión que
no terminaría de realizarse por completo hasta las dos últimas décadas de la
centuria.
Ni siquiera la presencia en los gobiernos moderados y progresistas de
algunos políticos de origen conquense permitirían el despegue económico de una
ciudad y una provincia sometidas siempre al letargo y al olvido. Mateo Miguel
Ayllón (Cuenca, 1793 - Madrid, 1844) había vivido en Sevilla durante el trienio
liberal, donde fue elegido prócer de reino. Después de pasar varios años en el
exilio, durante la década ominosa, regresó a España, y fue nombrado en mayo de
1843 ministro de Hacienda, durante el gabinete presidido por Joaquín María
López, cargo en el que se mantuvo durante dos períodos muy breves, primero
durante unos pocos días, hasta la caída de Espartero, y después entre julio y
noviembre de ese mismo año. Fermín Caballero Margáez (Barajas de Melo, 1800 –
Madrid, 1876) también se había destacado como un declarado liberal durante el
primer tercio de la centuria, y en la década de los años treinta ocupó diversos
cargos como procurador y senador por Cuenca, y alcalde de Madrid. Periodista y
afamado polemista, publicó diversos libros, y fue también catedrático de
Cronología y Geografía de la Universidad Central, así como miembro de la Real
Academia de la Historia entre 1866 y 1876. Ocupó el cargo de ministro de la.
Por su parte, Severo Catalina del Amo (Cuenca, 1832 – Madrid, 1871), diputado
en la década de los años sesenta primero por Alcázar de San Juan y después por
el partido de Cuenca, ocupó en 1868, muy poco antes de la “revolución
gloriosa”, dos cátedras ministeriales, aunque ambas por muy poco tiempo; primero
la de Marina, entre los meses de febrero y abril, y después la de Fomento,
entre el 23 de abril y el 20 de septiembre, habiendo sido destituido de este
último cargo precisamente a consecuencia del estallido revolucionario.
[1] Por ejemplo, el sargento
Vicente Santa Coloma, oriundo del pueblo de Torralba, quien fue el encargado de
extraer la bandera del batallón a la casa del coronel La Rocha y llevarla hasta
Granada, premiado por ellocon el grado y empleo de subteniente.