En el año 313 de la era cristiana, tuvo lugar en el
llamado Puente Milvio, al norte de Roma, el enfrentamiento entre las tropas de
Constantino y las de Majencio, que se disputaban el poder en todo el imperio.
Majencio era en ese momento el emperador romano de occidente, en el que había
sustituido a Constancio Cloro. Constantino, por su parte, era hijo de éste y de
Helena, la hija de un oscuro tabernero que se había establecido como tal en la
región de Iliria, en la actual Serbia, y había sido aclamado como emperador por
las tropas de su padre, acantonadas en Ebacorum, en la actual ciudad inglesa de
York, cuando el viejo emperador se hallaba en su lecho de muerte. El hecho
había sido el comienzo de una nueva guerra civil, una más en el conjunto de
enfrentamientos que terminarían por asolar el imperio romano, una guerra que
duró más de veinte años, y que ahora, a un lado y otro del Tíber, en el desde entonces famoso Puente Milvio, estaba a
punto de encontrar su desenlace definitivo.
La
batalla, que en principio estaba destinada a ser una más en esa historia
sangrienta de enfrentamientos, de emperadores que apenas duraban unas pocas
semanas en el trono, antes de morir asesinados por sus propios soldados o por
los soldados de otros usurpadores, terminó por convertirse en un hito en la
historia de la nueva religión de los seguidores de Cristo. En efecto, cuenta la
tradición que la noche anterior a la batalla, Constantino vio en el cielo una
señal luminosa, una especie de cruz enlazada en su parte superior con una
especie de círculo que la cerraba, como una P griega, una cruz que terminó por
convertirse en el símbolo de Cristo, al formar parte de su anagrama. Y
acompañando a la señal luminosa, una gran voz que le anunciaba: “In hoc signo
vinces = Con este signo, vencerás.” Cuentan los primeros padres de la Iglesia
que el futuro emperador, hasta entonces un simple usurpador del imperio, se
apresuró a obedecer a la voz desconocida, marcando los escudos de todos sus
hombres con la señal que se le había aparecido. Poco importa para la leyenda
que muchos de esos hombres, miembros casi todos de diferentes tribus del norte
de Europa, y entre ellos los cornutos, ya llevaban en sus escudos diseños
similares, formados por serpientes de dos cabezas enfrentadas entre sí.
Historia y leyenda, lo
cierto es que al día siguiente, la victoria en la batalla cayó del lado de
éste. Y tres años más tarde, el emperador agradecería esa ayuda sobrenatural
que el destino le había ofrecido, proclamando el edicto de Milán, por el que se
decretaba en todo el imperio romano la tolerancia hacia al religión de los
cristianos. Es controvertido todavía el tema de si Constantino llegó a
convertirse al cristianismo, o si sólo permitió su culto. Cristiana fue, desde
luego, su madre, Helena, elevada a los altares a su muerte, quien organizó una
expedición a Jerusalén que tuvo como consecuencia el descubrimiento de los
restos de la Vera Cruz, la verdadera cruz, según la tradición, en la que
Jesucristo había sido martirizado. De lo que no existe tampoco ninguna duda es
del hecho de que el propio Constantino, seguiría influyendo en los años
siguientes en el desarrollo de la nueva religión de los cristianos. Y es que
Constantino se había manifestado durante gran parte de su vida como un
fervoroso seguidor del Sol Invicto, un título que recibieron algunos de los
dioses paganos más que un dios en sí mismo, un título que se dio sobre todo al
Helios romano y a Mitra, dios que era originario de Persia y de otras regiones
orientales, pero que también fue adoptado en muchas zonas del imperio romano.
Un título que era representado entre sus seguidores como un hombre con la
cabeza coronada con rayos de sol, y cuya festividad era celebrada cada año el
25 de diciembre. No resultó demasiado complicado asimilar para los primitivos
cristianos esa imagen del Sol Invicto a la figura del propio Jesucristo,
verdadero “Sol Invicto” para los primeros cristianos, cuyo nacimiento, por otra
parte, nadie sabía en realidad en qué época del año se había producido, por lo
que también en este aspecto sería asimilada la tradición solar de los paganos.
Una vez fallecido
Constantino, y después de un breve periodo de tiempo, en el que se mantuvo al
frente del imperio uno de sus hijos, el joven Constancio II, subió al poder su
sobrino, Flavio Claudio Juliano, llamado precisamente “El Apóstata” porque
durante su reinado volvió a prohibir el culto de la nueva religión cristiana,
imponiendo de nuevo el culto a los viejos dioses paganos. Sin embargo, ya no
habría vuelta atrás, y el cristianismo terminaría imponiéndose al resto de las
religiones, algunas veces por la fuerza, de manera que a finales del siglo IV
se había impuesto ya como religión oficial de todo el imperio, proscribiéndose
las religiones politeístas, y permitiéndose el judaísmo por el parentesco que
existía entre ésta y la nueva religión del estado. Ello fue obra de un
emperador de origen español, Teodosio, que en el año 380, mediante el edicto de
Tesalónica, declararía ilegales los cultos antiguos.
En apenas un siglo, la
historia había dado un vuelco, y los antes perseguidos habían pasado a ser
perseguidores. Habían pasado ya los años de los antiguos emperadores (Nerón,
Domiciano, Trajano, Marco Aurelio, Septimio Severo, Maximiano, Decio,
Valeriano, Aureliano y Diocleciano), y los cristianos habían dejado de ser
perseguidos por sus ideas religiosas. No por ello llegó la paz a las regiones
del viejo imperio. Ahora eran los cristianos los que, en algunas de esas
regiones, perseguían a los neosofistas y a los paganos, tiñendo otra vez de
sangre las calles de sus ciudades más importantes, como Constantinopla o
Alejandría. Ejemplo de ello es la persecución desencadenada en la ciudad
egipcia en las primeras décadas del siglo siguiente, que acabo con el asesinato
de varios centenares de ciudadanos, entre ellos Hipatia, matemática y
astrónoma, cabeza visible, a pesar de su condición de mujer, de la escuela
neoplatónica que había surgido allí entre los siglos IV y V, quien fuera
ejecutada a instancias del obispo Cirilo. Juan Crisóstomo en Constantinopla, y
Agustín de Hipona en el norte de África, fueron algunos de los cristianos que a
partir de este momento impusieron su particular visión del cristianismo, una
visión bastante dura con creyentes y con no creyentes, y principalmente contra
las mujeres, desapareciendo a partir de este momento la figura de la diaconisa,
hasta entonces vigente en el cristianismo primitivo.
Mientras tanto, en otro
lugar del imperio, en Éfeso, una importante ciudad de origen griego, en la costa
turca del Egeo, una mujer excepcional iba a ser elegida como figura central del
cristianismo, en paridad con el propio Jesucristo. Y es que en el concilio celebrado allí en el año 449, María,
además de ser reconocida como Madre de Cristo, era reconocida también como
María Theotokos, es decir, deípara o Madre de Dios. Y si desde un siglo antes
el cristianismo había aprovechado la similitud existente entre Jesucristo y el
Sol Invicto, a partir de este momento se van a extender también las
representaciones de la Virgen María con Jesucristo entre sus brazos,
representación que bebe también en anteriores fuentes paganas, como la de la
Isis egipcia o la diosa solar de los hititas. Así lo ha descrito la
historiadora británica Bettany Hughes:
“Para la antigua urbe,
simultáneamente comercial y cosmopolita, la presencia física de una poderosa
mujer de carácter cuasi divino no constituía ninguna novedad. En la tradición
egipcia de Isis, la diosa aparece representada en un trono con su hijo Horus en
las rodillas. Es indudable que existe una cierta hibridación entre Isis y
María. Pero en la Anatolia las cosas iban más allá. Cada vez que admiramos los
iconos de una iglesia ortodoxa o una estatua de la Virgen en un templo católico
no es en modo alguno imposible imaginar que nos hallamos en las ventosas
colinas que domina Hattusa, la antigua capital de la civilización hitita
(actualmente situada al este de Constantinopla, a catorce horas en coche de la
ciudad). La Anatolia había venido alimentando desde la Edad del Bronce un
conjunto de tradiciones de culto a una diosa solar, creadora de todo lo
existente. Los hallazgos arqueológicos de que disponemos (con una antigüedad de
cuatro mil años) nos muestran que esta divinidad prehistórica era representada
meciendo a un niño en el regazo y con un abanico de rayos solares tras la
cabeza. Si cotejamos el aspecto de esas imágenes sagradas de la Anatolia de la
primera Edad del Bronce con las representaciones de María y el Niño Jesús,
observaremos que la iconografía muestra unas semejanzas asombrosas. Son muchos
y muy distintos los sentidos en que puede afirmarse que la Virgen María es un
producto de Oriente.”[1]