A lo largo de toda la
Edad Media, fueron surgiendo en el continente europeo multitud de órdenes
religiosas, que bajo diferentes formas, tenían en común una finalidad muy
concreta: la extensión de la religiosidad cristiana en el conjunto de la
población europea. Unas eran órdenes militares, fundadas principalmente para
proteger a esa población, sobre todo a lo largo de los diferentes caminos de
peregrinación, sean estos hacia Tierra Santa, Roma o, ya en España, el Camino
de Santiago; otras, eran órdenes hospitalarias, encaminadas a protegerla de las
múltiples enfermedades y epidemias, en una sociedad, la medieval, que tantas
carencias tenía en este sentido; otras, finalmente, tenían un único fin: la
protección contra las enfermedades del alma, mediante el rezo diario y el auto
confinamiento en monasterios alejados de las ciudades. Un poco de todo ello,
principalmente de las dos primeras, tenía la Canonici Regulares Sancti
Agustini Sancti Antonii Abbatis, u orden de canónigos regulares de San Antonio
Abad, quizá la más desconocida de cuantas se desarrollaron en aquellos años,
Porque, ¿quién recuerda que en su origen, y principalmente durante toda la Edad
Media, era ésta realmente una orden militar, además de hospitalaria?
Para contribuir a un mejor conocimiento general de la orden, y especialmente de los diferentes conventos y casas que ésta tenía en la provincia de Castilla, dependientes todas ellas de la casa matriz de Castrojeriz, en la actual provincia de Burgos, de la que dependían también los diferentes conventos establecidos en el vecino reino de Portugal (la encomienda de Benespera, en Guarda y la de San Antonio el Viejo, en Lisboa, de la que a su vez dependían las casas de Azebo, Santarém, Viseu y Guarda capital), Ángel-Pedro Gómez Pazos acaba de publicar su nuevo libro, “Antonianos (1090-1800). Hospitalarios en la Baja Castilla y Portugal”, que es una reedición ampliada de su libro anterior sobre el mismo tema. Un libro que repasa, de forma bastante didáctica, diferentes aspectos de la orden que, como es sabido, estableció también una de sus casas-hospital en la ciudad de Cuenca, a caballo entre los siglos XIII y XIV, con la misma finalidad con la que ya las habían creado, y seguirían haciéndolo en los años siguientes, en otras muchas ciudades de Castilla, y con el mismo fin: la curación de una enfermedad que era bastante habitual durante la Edad Media en toda Europa, principalmente en el conjunto de la población más humilde, con menos recursos. Esta enfermedad era el ergotismo, llamado también ígneo sacer, mal francés, o, en honor a la propia orden, mal de San Antonio. Una enfermedad producida por un hongo, el cornezuelo del centeno, que se criaba en algunos tipos de cereales, los más baratos, y por lo tanto, más accesibles a la población pobre. El trigo, que era el más usual entre los ricos, estaba exento de este problema.
De esta manera describe
el autor del libro la enfermedad que producía el cornezuelo del centeno: “Esta
enfermedad era muy común en la Edad Media entre la población centroeuropea por
el excesivo consumo de harinas y derivados del centeno, la avena, u otros
cereales infectados de cornezuelo. El pan de centeno, cebada o avena, durante siglos
fue con sumido por las clases más humildes, quedando el del trigo candeal
reservado para gentes con posibles. Como la enfermedad afectaba a las clases populares
en especial, muchos de los supervivientes quedaban sin modo de mantenerse por
su trabajo, con lo que eso implicaba en épocas sin auxilio social ni ayudas
económicas… Ese fuego sagrado se presentaba bajo distintas formas. En unos
casos afectaba a las vísceras abdominales, originando un cuadro muy doloroso
pero de corta duración, pues conducía a los enfermos a una muerte casi súbita,
supuestamente al provocar una embolia. En otros más frecuentes el proceso
comprometía sobre todo los cuatro miembros principales: pies y manos. Este mal
aparece descrito por primera vez en una tableta asiria, y se enuncia en el
libro sagrado de los parsis (siglo V a.C.), también en las Geórgicas de
Virgilio y en De natura rerum (Lucrecio). En sus variantes gangrenosa y
convulsiva, cursa con frío intenso y repentino en todas las extremidades, que
deriva en una quemazón aguda; mientras en la variante por intoxicación el
paciente sufría intensos dolores Las producía invariablemente abortos. Una de
las sustancias producidas por el hongo del cornezuelo es la ergotamina, de la
cual deriva el ácido lisérgico, que lleva la conocida droga LSD. Otros efectos
del envenenamiento son alucinaciones, convulsiones y vasoconstricción arterial,
que genera necrosis en los tejidos y aparición de gangrena en las extremidades;
con ese aspecto exterior en su fase más avanzada, la enfermedad se concebía como
un castigo divino al desconocer lo que la provocaba. Sus terribles síntomas
fueron recogidos por el monje Sigberto de la abadía de Gembloux… El Bosco
reflejó la enfermedad en varios cuadros como en Las Tentaciones de San Antonio y
otras de sus obras de arte, en las que dibuja a tullidos amputados a causa de
la enfermedad.”
El libro está dividido en
dos partes claramente diferenciadas. En la primera, a lo largo de seis
capítulos, se repasan diferentes aspectos generales relacionados con la
historia de la orden. Así, después de realizar un sucinto repaso a la
religiosidad medieval en su conjunto, y especialmente a las diferentes órdenes
religiosas que fueron surgiendo a lo largo de la Edad Media, y a sus diferentes
aspectos, fueran estos militares, hospitalarios o de otro orden, el segundo
capítulo lo dedica el autor a estudiar desde su origen, ese símbolo que desde
un primer momento identificó a los antoneros hospitalarios: la tau. Esa letra
de los alfabetos egipcio y griego, de gran importancia de casi todas las
culturas antiguas, que después, a modo de cruz exenta de su brazo superior,
pasó a formar parte también de la simbología cristiana. Por su parte, el
capítulo tercero lo dedica Gómez Pazos al verdadero protagonista de la orden,
el propio San Antonio Abad, que fue ermitaño en los desiertos de Egipto. Desde
luego, si no hubiera sido por él, por su anacoreta vida de santidad en lo más
profundo del desierto, sus hijos, los antoneros o antonianos, no existirían, o,
en todo caso, se hubieran llamado de otra forma. Y en cuanto al capítulo
cuarto, se hace en él un somero repaso por las huellas que San Antonio (con
confundir a este santo con el otro San Antonio, el de Padua o de Lisboa, que a
menudo se olvida que él había nacido en la ciudad portuguesa del Tajo), antes
de llegar a la fundación de la propia orden antonera, en el sur de Francia.
Porque fue muy amplia la huella que el eremita anacoreta había dejado en la
cristiandad, desde los míticos caballeros del Preste Juan, en la Etiopía
cristiana, hasta las diferentes órdenes que, con una vida más o menos corta en
la mayoría de los casos, fueron surgiendo en Occidente, a partir del mismo siglo
IV en el que se había producido el fallecimiento del santo, ya en tiempos del
obispo cordobés Osio.
Los dos últimos capítulos
de esa primera parte del libro, la dedica el autor a estudiar la historia de la
propia orden antoniana, desde dos puntos de vista: el interno, es decir, la
propia historia de la orden, una historia bastante sucinta y resumida, pero muy
aclaratoria de todo su desarrollo, principalmente en los siglos medievales,
pero sin olvidar tampoco las diferentes crisis a las que la orden tuvo que hacer
frente en los tiempos modernos, hasta su definitiva desaparición a finales del
siglo XVIII; y el externo, a través de su principal razón de ser, la asistencia
hospitalaria. En este sentido, es especialmente interesante, también, el
capítulo que el autor le dedica a las abundantes y repetitivas epidemias
medievales, dedicándole una especial atención, como no podía ser de otra forma,
al ergotismo o fuego de San Antón, y a los diferentes tipos de hospitales que
se fueron creando a lo largo de toda la edad Media, con el fin de luchar contra
esas epidemias.
Dicho esto, ¿qué tipo de
hospital era el que los antoneros tenían en su casa de Cuenca? Muchas eran las casas
que la orden tenía en el conjunto de Europa, y desde luego, diferente fue la
tipología a la que respondían aquellas casas, desde los grandes centros
hospitalarios, para la época de sus casas matrices, como las de Castrojeriz
(Burgos) y Olite (Navarra), encomiendas principales que la orden tenía en la
península, y a cuya jurisdicción pertenecían, respectivamente, todas las casas
que se fueron estableciendo en los antiguos reinos de Castilla y Aragón, o la
casa madre de Saint-Antoine-l’Abbaye, cerca de la villa francesa de La Mota, en
la región del Delfinado, hasta las pequeñas casas rurales, que también las
hubo, como la olvidada de Huete, que siempre dependió de la que ya se había
fundado en la ciudad del Júcar. Ésta, la de Cuenca, debía responder al esquema
que fue más repetido entre las diferentes casas europeas, y que brevemente nos
describe el propio Gómez Pazos: “Cada convento-hospital la forman pocos
miembros. Uno o dos clérigos para su atención espiritual y gerencia (aunque a
veces encargaban o arrendaban esa tarea); los legos que atienden a los
enfermos, administran materialmente la comunidad, controlan a sus acogidos,
limosneros, granjas, etc. Laicos contratados, son al menos médico y cirujano, y
tienen otros para tareas menores. Todos los lisiados (incluso los no acogidos
vitaliciamente) podían optar por ingresar en la orden tercera (para seglares)
como parte de la familia antoniana, y desde ella realizar labores compatibles
con su minusvalía.”
En contra de lo que
muchos piensan, la orden no había sido fundada por San Antonio Abad, sino mucho
tiempo después de su muerte, en 1095, por el noble francés Gastón de Villoire,
quien, en agradecimiento por la milagrosa curación de su hijo Girondo, quien
sufría de ergotismo, según la tradición gracias a las reliquias del santo,
fundó en sus posesiones del antiguo reino de Arlés, el Delfinado, una orden que
se dedicara, en esencia, a curar a los más pobres de esta dolorosa enfermedad. Pronto,
la orden se extendió por toda Europa, también por la península ibérica, creándose
de esta forma las dos encomiendas de Castrojeriz y de Olite, cada una de las
cuales pasaría a ser considerada casa matriz para los respectivos reinos
castellano y aragonés. Precisamente a la encomienda castellana de Castrojeriz,
y especialmente a las diferentes casas que la orden fue estableciendo en la
provincia diocesana de Toledo, está dedicada toda la segunda parte del libro, a
lo largo de dos capítulos introductorios y once monográficos, dedicados cada
uno de ellos a las diferentes casas analizadas: Albacete, Atienza (Guadalajara);
Baeza (Jaén), con su filial de Úbeda; Cadalso de los Vidrios (Madrid); Ciudad
Real; Córdoba; Cuenca, con su filial de Huete; Madrid; Murcia, con su filial de
Cartagena; Toledo; y Talavera de la Reina, con sus filiales de Ávila y Arenas
de San Pedro.
En este sentido, es
especialmente interesante para los conquenses el capítulo XV del volumen, que
el autor dedica a la casa que la orden fundó en Cuenca. En él se repasan los
aspectos más interesantes de su historia, desde su fundación, fechada tradicionalmente
en 1345, aunque el autor retrotrae esta fundación hasta algún momento en torno
al año 1300, con el cambio de siglo, hasta la conversión del templo en
patronazgo municipal, después ya de la desaparición de la orden. Es difícil
resumir quinientos años de historia en unas breves páginas, pero el capítulo
responde también a la estructura general de la obra, y en todo caso, ofrece al
lector interesantes datos de la casa, de ésta y de su filial optense, a la
cual, por otra parte, ya he dedicado alguna de las entradas de este blog, a
partir de un interesante documento encontrado por mí en el Archivo Histórico
Provincial de Cuenca (ver “Un documento inédito sobre el convento hospital de
San Antonio Abad, 8 de noviembre de 2020). Una casa que, por cierto, y según
datos proporcionados también por el propio autor del libro, tenía en 1573 unos
ingresos anuales de 2.446 reales, uno de los más bajos de todas las casas de
esta provincia de Toledo, sólo por encima de la casa de Murcia, la cual, no hay
que olvidarlo, estuvo durante mucho tiempo muy ligada a la conquense, con la cual
compartía en muchos momentos, en mismo comendador.
En este sentido, algo más
hay que decir sobre la personalidad de alguno de aquellos comendadores,
superiores de la orden en una casa concreta. Y en concreto de dos de ellos, que
compartieron apellido, miembros, al parecer, de una misma familia,
probablemente de origen francés, que siempre estuvo muy vinculada a la orden de
San Antón. No me parece extraño este hecho, pues es conocido el origen francés
de la propia orden, así como el hecho de que el país vecino siguió manteniendo
durante mucho tiempo una cierta influencia en las casas de Castrojeriz y de
Olite, algunos de cuyos comendadores mayores, sobre todo durante la Edad Media,
eran de procedencia francesa. Volviendo
a la casa de Cuenca, se sabe que en 1477 era comendador de esta casa Pedro de
Montalbo, o de Montauban, quien todavía lo era, él u otro miembro de su familia
de igual nombre, ya al final de la centuria, en 1492, aunque muy poco tiempo
después, en 1499, estaba al frente de la casa cierto maestre Gonzalo. Sin
embargo, algún problema de índole jurídica debió existir en el seno de la orden
(y de hecho existió, como podemos ver al analizar la casa hermana de Murcia),
cuando alrededor del año 1500, desde la casa matriz de Castrojeriz y desde la
propia corona de los Reyes Católicos, se le obligaba a éste a entregar el cargo
a Cristóbal Agustín de Montalbo, miembro de la misma familia que el comendador
anterior. De esta forma, al menos durante cerca de cincuenta años, excepción
hecha del breve paréntesis representado por este desconocido maestre Gonzalo,
el cargo de comendador de la casa de Cuenca, y de la de Murcia, como más tarde
veremos, quedó de manera privativa en manos de esta familia. Este Agustín de
Montalbo, por otra parte, es el mismo que mandó restaurar el templo conquense
entre los años 1529 y 1530, y cuyo nombre figura en la portada plateresca del
mismo, la que fue respetada en el siglo XVIII, durante las obras unificadoras llevadas
a cabo por José Martín de Aldehuela.
Pero, ¿quiénes eran
realmente estos Pedro y Cristóbal Agustín de Montalbo? Para dar respuesta a
esta pregunta, es conveniente recordar las palabras literales de Ángel Pedro
Gómez Pazos: “Consta en 1477 fray Pedro de Montalbo (Pierre Montauban),
que sigue en 1492 (él o un ¿hijo?)… Entre 01509-1539 lo recupera fray Agustín
de Montalbo para su saga.” Y más tarde, al hablar de la encomienda de
Murcia: “Murcia se cita en 1493 cuando fray Pedro de Montalvo [sic]
es comendador depuesto de Cuenca y Murcia, en 1498-1499 lo es por usurpación el
maestre Gonzalo, en 1500 resuelto el contencioso es prior fray Cristóbal de
Montalbo.” Por otra parte, sabemos que en 1453 era comendador mayor de la
casa de Castrojeriz cierto Jean de Montauban, citado en otros documentos
también como Juan de Montalbán, o de Montalbo, y en 1477 éste u otro de igual
nombre (Jean de Montauban o Juan de Montalbo, cita literalmente Gómez Pazos,
regía la encomienda madrileña de Cadalso de los Vidrios, al mismo tiempo que la
de Talavera de la Reina, con la que aquélla siempre había permanecido ligada.
Es sabida, por otra parte, la indefinición en los nombres y en los apellidos
que existía en este momento, finales de la Edad Media, en el que algunas veces
estos se traducían al idioma del país de acogida, y en otros casos ello no se
hacía.
Finalmente, no podemos
dejar de lado un último dato, que afecta a la letra del litigio, ya citado,
entre los miembros de la familia Montalbo, o Montauban, y el tal maestre
Gonzalo, por la posesión de las encomiendas de Cuenca y de Murcia, un litigio
que parece extenderse desde el año 1493 hasta los primeros años de la centuria
siguiente. Sobre este asunto, puede leerse lo siguiente en un documento procedente
del Archivo General de Simancas, fechado en julio de 1493, dice lo siguiente: “Que
si fray Pedro Montalbo, comendador de la orden de San Antón de Murcia, ha sido
despojado, por fuerza, de su encomienda, se le restituya en su posesión”. Sobre
el litigio afirma Gómez Pazos en una nota a pie de página: “Del proceso, o mejor
procesos, del maestre Gonzalo y su hijo para reclamar la encomienda toda de
Cuenca y Murcia, se colige en una parte de las declaraciones, que como mal
menor intentó desgajar para su hijo Cristóbal la casa de Murcia, arguyendo que
era propiedad y fundación de los obispos de Cartagena, y que el chico reunía
los requisitos para hacerse con la encomienda. Los pleitos no surten efecto, y
la situación es devuelta por los Reyes Católicos a su situación de partida.”
De este libro sobre los
antonianos, o antoneros, debemos destacar también una muy breve tercera parte,
en la que, a modo de anexo, el autor incide en el ocaso y la muerte de la
orden, una muerte anunciada que llegó en dos etapas: una general, la bula de
supresión de la orden, firmada por el papa Pío VI en 1787, con el antecedente
de su anexión a la orden de Malta, hecho que se produjo en 1777; y otra para
nuestro país, la incautación de todos sus bienes en 1791.
Muy interesante y completa recensión la de J.Recuenco, de este libro que trata de la tan curiosa como desconocida "Opus Dei". Los misterios de la historia, de la que a nosotros apenas nos han llegado anécdotas o costumbres (que además no asociamos con ellos), como la bendición de animales y el reparto de panecillos y "caridades" ( dulces), cada 17 de enero; y todo ello pese a haber sido una orden de gran poder e importancia entre nosotros durante 500 años o más.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu análisis y comentarios, en especial los centrados en Cuenca, donde estos hombres y mujeres (pues entre los antonianos la mujer tenía mayor importancia que en otras órdenes), tuvieron una Casa no menor, de entre las españolas.